VEINTISÉIS

VEINTISÉIS

Gruber continuaba salmodiando, y el cielo se oscurecía. Uno de los cortesanos se desplomó entre temblores y convulsiones.

A los pies del gran conde apareció un extraño abultamiento que crecía cada vez más, como una ampolla a punto de reventar.

Se desarrolló hasta alcanzar el tamaño de la cabeza de un hombre; tenía de Gruber. Allí, en medio de la porquería y el pus, había una pequeña criatura redonda, achaparrada y parecida a un sapo.

Sus crueles ojos parpadearon y abrió la boca para dejar a la vista miríadas de infantiles dientes podridos, y una carnosa lengua rosada cubierta de llagas supurantes. Avanzó con patas provistas de zarpas y dejó detrás un rastro de heces y porquería. Con los gordos brazos rodeó una pierna de Gruber, la acarició con el hocico y la lamió amorosamente. En la tierra comenzaron a aparecer más bultos en torno al conde y los adoradores que salmodiaban.

Ante el conde, a más de un metro de él, se abrió en la tierra una grieta por la que salió, apretada y estrujada, una forma más grande que un hombre. Estaba dentro de una fina membrana de piel venosa, recubierta de un moco amarillo verdoso de olor repugnante. La criatura del interior luchó frenéticamente durante un momento, antes de que un cuerno perforara la membrana amniótica y la rasgara. Unas manos del color de la carne muerta ensancharon el rasgón, y la criatura, completamente formada, entró en la realidad.

Medía unos dos metros de alto y tenía el cuerpo cubierto de tajos y heridas que dejaban a la vista músculos, huesos y órganos.

Escarabajos y gusanos se arrastraban por debajo de su carne muerta. Tenía el vientre hinchado y gordo, con un profundo tajo del que sobresalían los intestinos. La enorme cabeza estaba dominada por un ciclópeo ojo inyectado de sangre, que parpadeaba con lentitud y de cuyos extremos caía un líquido lechoso.

Tenía un solo cuerno justo encima del ojo, cubierto por los restos del saco amniótico del que acababa de salir.

Bajó una podrida mano de cadáver hasta el suelo y recogió una enorme espada corroída, de la que goteaba veneno. Tras alzar la espada de plaga en alto, el demonio de pestilencia exhaló, y de sus pulmones salió una gran nube de zumbantes moscas e insectos que picaban. El portador de plaga giró la enorme cabeza hacia Gruber y le hizo una reverencia burlona.

Stefan se detuvo al sufrir una arcada cuando el hedor a podredumbre llegó hasta él; era un olor sobrecogedor, que le revolvió el estómago. Los corceles de los caballeros, conocidos por su valentía y audacia, se plantaron ante el sobrenatural hedor, relincharon y se alzaron de manos. Los guardias de Reikland luchaban con los corceles e intentaban desesperadamente leales a Gruber arremetieron contra los caballeros. Un golpe de soslayo derribó de la montura a uno de los hombres, que cayó pesadamente al suelo. Cuando se esforzaba por ponerse de rodillas, una hoja de un metro y medio de largo le asestó en la espalda un tajo que atravesó la ornamentada coraza y le cercenó la columna vertebral.

Von Kessel descargó un tajo descendente que le abrió el cráneo a otro espadón, mientras el caballo corcoveaba bajo él.

Oyó un zumbido ensordecedor, y de repente, una negra nube de insectos descendió sobre los combatientes para metérseles en los ojos, los oídos y la nariz. Entraban por las ranuras de la visera de los guardias de Reikland, zumbando y picando, y varios de los caballeros luchaban para quitarse el yelmo. Se introducían en las armaduras y herían dolorosamente la carne.

Se apiñaban sobre los ojos de los caballos y los picaban. Los espadones también eran atacados por la plaga, y manoteaban frenéticamente a los insectos que les caminaban por encima.

Con el estómago revuelto, el capitán escupió a media docena de insectos que se le metieron en la boca y alzó la espada para matar quitaba desesperadamente insectos de los ojos y manoteaba las criaturas que le bajaban por el cuello. La hoja de un arma atravesó el pecho fuerza brutal. El hombre fue alzado en el aire antes de que lo arrojaran al suelo, a los pies del capitán. El soldado levantó la cara hacia el cielo, entre alaridos de dolor. Stefan vio que el rostro del hombre comenzaba a pudrirse ante sus ojos. Aún estaba vivo mientras la carne se le volvía gangrenosa y negra, y los ojos cambiaban a un blanco lechoso, cubiertos de cata ratas. Al cabo de unos segundos, la piel se atrofió y marchitó, y el soldado se desplomó, muerto.

Detrás del hombre había un demonio que tenía una sonrisa demente en la cara carente de labios. Abrió la boca de par en par y dejó a la vista bichos que le caminaban por dentro, antes de avanzar incrustada de inmundicia.

La náusea amenazaba con dominar al capitán, que sentía que la bilis ascendía hasta su garganta. El aterrorizado caballo se alzó de manos, y la criatura clavó profundamente su espada de plaga en el pecho del animal. Mientras relinchaba lastimeramente, el caballo comenzó a pudrirse de dentro afuera, y Stefan fue lanzado al suelo. Una pequeña criatura pestilente tendió hacia sus ojos repugnante demonio de un golpe. Tras ponerse de pie, vio que varios corpulentos portadores de plaga se alzaban ante él. Uno de ellos acarició la cabeza del caballo caído, que estaba cubierto de ampollas y ronchas de viruela, y una nueva infección surgió bajo su mano.

Con la espada elfa ardiendo, Stefan se lanzó adelante y clavó la hoja en el vientre pestilente de la primera criatura, que abrió la boca y emitió un grito horrible, escupiendo saliva, flema y gusanos, a la vez. La carne pareció transformársele en un líquido espeso, y cayó al suelo, donde formó un pestilente charco de inmundicia. Stefan retrocedió ante el inmundo líquido, pues no quería que lo tocara.

Los espadones y caballeros estaban siendo masacrados, y aparecían cada vez más portadores de plaga. Una grieta abierta en la tierra, ante Stefan, escupió otro demonio, que se debatía dentro del saco amniótico. Frunció la cara de asco y acometió con la espada dorada y relumbrante, que mató al ser antes de que lograra salir del saco. Sintió algo en las piernas y, al mirar hacia abajo, vio que otro de los demonios pequeños le mordía inútilmente la coraza. Con un juramento, apartó de una patada a la criatura, que dejó un reguero de sangre y moco.

Un espadón fue arrastrado al suelo bajo una multitud de pequeñas criaturas que le saltaron encima para morderlo y arañarlo entre risas. Vio que le arrancaban los ojos y que un puñado de las criaturas comenzaban a pelearse por los exquisitos bocados, bufándose y golpeándose unas a otras.

Durante un segundo, Stefan vio a Gruber a través de la carnicería y las nubes de moscas; el gordo salmodiaba y sonreía como un demente, con uno de los demonios pequeños cogido en los brazos como si fuera un bebé. Algo se alzaba detrás del conde, algo enorme, pero antes de que pudiera distinguir con claridad ese nuevo horror, un sonriente portador de plaga apareció delante de él y lo acometió con la espada corroída. Retrocedió para evitar el violento golpe, y pisó algo que se retorció y contorsionó. Perdió el equilibrio y cayó. Una de las criaturas pequeñas se sentó sobre las ancas, junto a su cabeza, y le vomitó en el pelo el contenido del estómago, un líquido fétido lleno de gusanos.

Una mano fuerte aferró un hombro de Stefan y lo puso de pie. Era Lederstein, el capitán de la Guardia de Reikland. Con la otra mano sujetaba las riendas del corcel. Puso las riendas en una mano de Stefan, desenvainó el ornamentado sable, avanzó de un salto para acometer al portador de plaga que se acercaba y le cercenó un brazo que llevaba extendido.

—¡Marchaos! —gritó por encima de un hombro—. ¡Coged mi caballo y retroceded! ¡Debemos retroceder hasta el grueso del ejército! ¡Aquí no podemos vencer!

—¡No! —bramó Stefan—. ¡Debemos acabar con esto ahora!

El caballero estrelló la afilada hoja contra el cuello del portador de plaga y lo decapitó casi completamente. Pero la criatura continuó luchando, sonriendo como un demente mientras su cabeza se bamboleaba a un lado, colgada de tendones y músculos como cuerdas. Lederstein se volvió para encararse con von Kessel.

—¡Vuestro ejército aún lucha contra el de Gruber! —gritó—. ¡Parad la matanza, y luego acabad con esto! ¡Si todos morimos aquí, no habrá servido de nada!

De repente, un arma se clavó en una pierna del caballero, que bramó de dolor. Demonios más pequeños tironearon de él para arrastrarlo al suelo mientras el portador de plaga le arrancaba la espada Con una maldición, von Kessel montó en el caballo, que resoplaba. Centenares de portadores de plaga estaban acabando con los restantes espadones. Habían caído muchos de la Guardia de Reikland, los demonios. Más inmundas criaturas eran excretadas por la tierra; tras maldecir una vez más, el capitán gritó con voz atronadora.

—¡Guardia de Reikland, conmigo! —bramó, y comenzó a abrirse camino fuera de la confusión.

Los caballeros, que obedecieron al instante, se abrieron paso hasta su lado y, juntos, se alejaron de los inmundos demonios y de Gruber. Stefan vio que centenares de otros portadores de plaga se levantaban por todo el campo de batalla. Caían sobre los soldados de Gruber, a los que mataban en masa, y propagaban enfermedad La hierba escarchada se marchitaba y moría bajo sus pies, y los hombres caían al suelo, tosiendo y escupiendo inmundicia al transportar el viento el hedor de los demonios por el campo.

El ejército de Stefan se había trabado en combate con el de Gruber, y las dos líneas de batalla se fundían en la lucha por vencer al enemigo; todos los soldados vestían con el mismo uniforme amarillo y púrpura. No se daban cuenta de los horrores que se desplegaban detrás de ellos, y continuaban luchando.

Stefan y la Guardia de Reikland taconearon a los caballos, que galoparon por el campo de batalla con estruendo atronador y pasaron entre los guerreros que le eran leales a Gruber. Esos hombres no hicieron nada para impedirles el paso, trabados en desesperado combate con los inmundos demonios o moviéndose de un lado a otro, presas de la confusión.

Stefan se desvió hacia el centro de la línea de batalla y cargó hacia la retaguardia de los soldados de Gruber. Muchos de ellos, al oír a su espalda el estruendo de los cascos del caballo, se volvieron para hacerle frente y alzaron las alabardas en posición defensiva.

—¡Hombres de Ostermark! —rugió Stefan mientras recorría la línea de batalla—. ¡Dejad de luchar! ¡Nos enfrentamos a un enemigo común! ¡Dejad de luchar!

Los ojos de los soldados fueron atraídos ladera arriba, hacia las legiones de demonios que masacraban la retaguardia de Gruber. Lanzaron una ahogada exclamación de horror y bajaron las armas. Poco a poco, la lucha comenzó a detenerse, hasta cesar por completo. El sargento Albrecht atravesó la masa de hombres que minutos antes habían estado concentrados en matarse unos a otros y se acercó al capitán.

—¡Sigmar de lo alto! —jadeó al contemplar el campo de batalla.

Grupos de demonios luchaban contra los soldados de Gruber, pero la parte superior de la ladera estaba completamente infestada de ellos. Resultaba difícil saber cuántas de esas cosas había, porque una gigantesca nube de insectos las ocultaba en parte. Incluso desde donde estaban, oían el ruido que hacían las moscas, un zumbido sordo que resultaba repulsivo y aborrecible.

Los demonios habían matado a los últimos humanos de la ladera, pero aún no se habían puesto en movimiento.

Parecían aguardar algo.

Gruber acarició al nurglete que, contento, le rozaba los brazos con el hocico, y que entonces ronroneó y babeó de placer.

Los portadores de plaga cabriolaban a su alrededor, y otros nurgletes gritaban en torno a sus pies para que les prestara atención. Continuaba salmodiando, pronunciando con facilidad las difíciles palabras. La mayoría de los cortesanos estaban muertos. Habían sido unos estúpidos al pensar que él les permitiría compartir su poder. Entre ellos, sólo uno era poderoso de verdad, y seguía de pie junto a Gruber, a cuya voz sumaba la suya. El tileano de piel olivácea, Andros, que tenía los ojos cerrados y la cara bañada de sudor a causa de la concentración, pronunciaba el poderoso encantamiento, que alimentaba con su propia fuerza.

El joven Johann había parecido horrorizado cuando surgió el primer demonio, para gran diversión de Otto Gruber. «Era un muchacho estúpido», pensó. Nunca le había gustado realmente, y había reído cuando Johann fue descuartizado por un par de portadores de plaga y los nurgletes se le comieron las entrañas.

El plan no era que las cosas sucedieran de ese modo. No había tenido intención de descubrirse tan pronto. No, la intención era esperar la llegada del elegido del Caos y revelar su naturaleza en el último momento, cuando su traición garantizaría la victoria de las fuerzas de los Dioses Oscuros. Había planeado tener sus fuerzas dentro de la ciudad asediada en el momento de manifestarse. Abriría las puertas para permitir la entrada de los atacantes, y entonces comenzaría la verdadera matanza. El Gran Nurgle habría quedado satisfecho de sus actos, y sin duda le habría concedido enfermedades aún más grandiosas.

Pero todos esos planes habían acabado en nada, gracias a von Kessel y la odiada espada que blandía. Gruber no había tenido más alternativa que descubrirse. Al mirar al gigantesco demonio que se alzaba de la tierra ante él, finalmente se alegró de haber puesto su poder en acción.

De más de seis metros de alto, goteando pus e inmundicia, el grandioso demonio abrió los enormes párpados que aún tenía pegados, y miró a su alrededor con placer. Abrió el gigantesco tajo que tenía por boca y dejó a la vista podridos incisivos y colmillos como losas, y un millar de dientes interiores más pequeños. Los gusanos se retorcían dentro de la cavernosa boca, y una larga lengua salió entre los carnosos labios verdes, rematada por una boca que lanzaba dentelladas y goteaba saliva e inmundicia. Unos cuernos que parecían ramas podridas se alzaban sobre la cabeza del demonio, cubiertos de algas colgantes y hongos. Por el cuerpo de la criatura se arrastraban escarabajos y larvas, y los gusanos se le metían debajo de la piel. En torno a la cara del demonio zumbaban moscas que descendían para alimentarse del líquido de los ojos y la boca, y de la saliva que le chorreaba por la parte delantera del cuerpo.

La criatura era corpulenta y enorme, tan ancha en todas las direcciones como alta. La piel verdosa le colgaba en pliegues, y en los rollos de grasa había grandes desgarrones que dejaban a la vista los rojos músculos. Las costillas asomaban del pecho y las entrañas caían hasta el suelo desde el distendido vientre del gigante. Alzó al aire largos y flacos brazos; las descomunales manos tenían dedos de muchas articulaciones rematados por garras partidas, que supuraban sangre y pus. Los demonios menores del Dios de la Pestilencia, los nurgletes, infestaban a la enorme criatura y se acurrucaban amorosamente entre los intestinos visibles y los pliegues de grasa. Se metían en los desgarrones de la carne para buscar el calor y los reconfortantes fluidos de dentro. El gigantesco demonio miraba con adoración a esas versiones en miniatura de sí mismo, las acariciaba y se las subía a los bulbosos hombros. Uno de ellos metió un dedo en un ojo del demonio, que apartó a la diminuta criatura con un parpadeo. Otro se hundió en la carne de una axila y cavó más profundamente en la tibia cavidad, y el gigante lo sacó con una mano flaca y larga, y lo alzó hasta su cara. La larga lengua parecida a un gusano salió de la boca del gigante y acarició a la pequeña criatura, que rio y puso los lechosos ojos en blanco de placer.

Gruber avanzó hacia el descomunal demonio con una ancha sonrisa en la cara. Se inclinó profundamente ante él, aún con el nurglete cogido como un bebé. El diminuto demonio alzó los pútridos ojos hacia el gigante con una mirada de amor.

—Gran impuro, me honráis con vuestra presencia —dijo Gruber en el idioma oscuro del demonio.

La gigantesca criatura lo miró y le hizo un guiño que obligó a volar a las moscas que tenía dentro del ojo.

—Hombrecillo —comenzó, y su grave voz tronante se parecía al sonido de succión del fango. Tosió con repulsivo sonido líquido, y todo el cuerpo se le sacudió. Carraspeó sonoramente y escupió al suelo un nurglete cubierto de mucosidad—. Hombrecillo, te agradezco por traerme… El Señor de la Plaga se siente complacido.

—Los enemigos del señor Nurgle están formados contra nosotros, impuro. Quieren matar a vuestros hijos —dijo Gruber.

El gran demonio abrazó a un grupo de nurgletes contra el pecho, con gesto protector, mientras el horror afloraba a su cara.

—No permitiré que les hagan daño a mis preciosidades —gargareó con su voz tronante. Sus ojos recorrieron a los humanos que se encontraban en la llanura y se entrecerraron con cólera y odio.

El gran impuro extendió un brazo y flexionó los dedos. Una nube de moscas y otros insectos voladores se concentraron alrededor de la mano, cada vez más cerca las unas de las otras, en una masa informe. Comenzaron a unirse unas con otras para formar la silueta de una espada enorme. Los dedos del demonio se cerraron para aferrar a los zumbantes insectos, que se fundieron unos con otros y se transformaron en oscuro metal corroído. El demonio alzó la gigantesca espada por encima de la cabeza, y luego apuntó con ella al ejército humano. El arma estaba cubierta de óxido, y de la hoja goteaba virulento veneno: toda infección, enfermedad, mal y plaga estaban contenidas en ese veneno. El demonio rugió, y una gran nube de insectos se alzó a su alrededor en respuesta al monstruoso sonido.

Los nurgletes sumaron sus vocecillas diminutas al rugido, al mismo tiempo que lanzaban una mirada funesta hacia el ejército del Imperio. Los portadores de plaga volvieron los ojos muertos hacia los enemigos y comenzaron a saltar hacia ellos.

Con un tremendo esfuerzo, el grandioso demonio empezó a desplazar su peso sobre las piernas, que eran como troncos de árbol podridos. Gruber se apartó a un lado y se frotó las manos con emoción, y el demonio dio otro paso con los ojos fijos en el odiado enemigo que quería hacerles daño a sus hijos. Volvió a bramar y aceleró al bajar la ladera con pesados pasos, rodeado por un mar de nurgletes, mientras los portadores de plaga formados ante él avanzaban a saltos hacia los humanos.

La formación de portadores de plaga fue atravesada por balas de cañón que destrozaron sus cuerpos enfermos, y de las terribles heridas manaron regueros de inmundicia. Explosivas granadas de mortero detonaron entre los demonios y los lanzaron volando por el aire, con la podrida carne hecha jirones por la metralla caliente. La línea de batalla de los humanos se preparaba para hacer frente a los demonios, mientras las flechas, saetas de ballesta y balas de fusil llovían sobre las filas de portadores de plaga. Los demonios eran resistentes al dolor y las heridas, y muchos continuaban avanzando, aunque tenían incontables flechas clavadas en el cuerpo. Muchos morían y se desplomaban en charcos de inmundicia mientras su esencia era enviada de vuelta a los Reinos del Caos.

La cólera del gigantesco impuro aumentaba; se estremecía al sentir cada muerte, apretaba los dientes y bufaba de furia.

Una bala de cañón impactó contra su pecho, le atravesó la carne, partió las costillas y quedó alojada en las profundidades del cuerpo. Del agujero salió humo, y por la herida abierta asomó la cara de un sorprendido nurglete. El enorme demonio siseó de ira. Con un rugido, condujo a sus secuaces en una enloquecida carga hacia el ejército de Ostermark.

—¡Hombres del Imperio! ¡Con fe en Sigmar, venceremos! —rugió el sacerdote guerrero Gunthar, cuya tronante voz llegó hasta muy lejos y alentó a los aterrorizados soldados—. ¡No le temáis al demonio! ¡Durante la Gran Guerra, me enfrenté a cosas mucho peores que este insignificante lacayo del Caos, y maldito sea si hoy es el día en que voy a morir! ¡Por Sigmar!

Tras alzar el martillo en el aire, el sacerdote guerrero se lanzó hacia los demonios que avanzaban hacia ellos, al mismo tiempo que rugía un desafío. Sin vacilar, los alabarderos que estaban reunidos junto a él corrieron a su lado. Una grandiosa luz relumbrante rodeó al sacerdote mientras corría, y brilló con fuerza en torno al martillo de guerra. Los demonios se cubrieron los ojos y retrocedieron ante la resplandeciente luz, temerosos de su intensidad. Gunthar le asestó un martillazo en la cabeza al primer portador de plaga y, aprovechando el impulso que traía, giró sobre sí mismo y decapitó de un golpe a otro de los inmundos demonios de plaga.

—¡Sigmar, purifícalos! —rugió Gunthar, y golpeó la tierra con el martillo.

Una onda expansiva de luz y poder corrió en círculos concéntricos a partir del impacto, y docenas de portadores de plaga cayeron con el cuerpo en llamas y murieron.

Por todo el campo de batalla, los hombres luchaban desesperadamente contra los demonios. Los soldados de Ostermark —entonces los de Stefan y Gruber luchaban hombro con hombro— superaban mucho en número a los portadores de plaga. Habían causado tremendas bajas entre ellos con las máquinas de guerra, las ballestas, los arcos y los fusiles, pero los demonios habían llegado hasta ellos y morían seis hombres o más por cada demonio que caía. Allá donde luchaba Gunthar, la batalla iba bien, y el sacerdote lideraba intrépidamente a los alabarderos; pero en todo el resto del campo de batalla, las tropas regulares retrocedían, abrumadas y aterrorizadas por los pestilentes demonios.

El gran impuro entró en la refriega y lanzó portadores de plaga a un lado y otro en su impaciencia por trabarse en combate. Con un barrido de espada, lanzó a seis hombres volando por el aire, y mató a otros cuatro con el golpe de retorno.

De su cuerpo salían nurgletes que lanzaban mordiscos y arañazos.

En general, eran ineficaces, pero se metían bajo los pies de los soldados y saltaban sobre los que caían al suelo. El gran demonio volvió a hacer un barrido con la espada, y murieron otros cinco soldados. Los demás hombres, que sufrían arcadas y vómitos, retrocedieron ante la criatura, desesperados por mantenerse alejados del horrendo monstruo de seis metros.

El gran impuro abrió la boca de par en par y vació el contenido del estómago, lanzando porquería sobre la masa de hombres que tenía delante. Cargado de inmundicia cancerosa, gusanos y bilis, el líquido cubrió a treinta hombres, que cayeron de rodillas, chillando de horror y dolor. Los gusanos se les metieron en la carne, y los ojos se les consumieron en las órbitas al ser quemados por los biliosos ácidos del estómago del demonio, que corroían incluso petos de metal y escudos. Los soldados que se encontraban frente al demonio se empujaron unos a otros para retroceder y en la huida desesperada pisotearon a los que caían entre la apretada masa humana.

Otto Gruber, situado en lo alto de la colina, cacareaba y reía de contento mientras observaba la carnicería que se desplegaba ante él; los demonios atravesaban el ejército de Ostermark sin dejar de asesinar. Dio un gritito de emoción cuando el gran impuro llegó a la batalla y barrió todo lo que tenía delante, y rio cuando los hombres dieron media vuelta y huyeron ante el horrendo demonio. El día era suyo. Bien era cierto que había descubierto su verdadera lealtad antes de lo que habría deseado, pero no importaba.

—Todo marcha bien, ¿no es cierto, Andros? —preguntó Gruber con los ojos fijos en la batalla.

Al no oír respuesta alguna, apartó la vista de la matanza, de mala gana, y vio que Andros yacía boca abajo, en el suelo, con una flecha clavada en el cuello.

—¿Qué? —jadeó, y giró en redondo.

Una flecha se le clavó en el pecho, le atravesó las costillas y le perforó el corazón. La fuerza del impacto lo empujó hacia atrás, pero no cayó. Alzó una mirada feroz hacia el pequeño grupo de hombres que avanzaba hacia él, y dos flechas más se le clavaron en una pierna y el pecho. Los impactos lo hicieron hincarse de rodillas. Otra flecha le atravesó un ojo, le penetró en el cerebro y se le clavó en la parte posterior del cráneo.

Encolerizado, se arrancó la flecha y la arrojó al suelo.

—Vuestras insignificantes armas no pueden hacerme daño, estúpidos —gruñó Gruber mientras se arrancaba la flecha que le había atravesado el corazón.

—¿De verdad? —preguntó Wilhelm, que avanzó hasta él y lo derribó al suelo de un puñetazo en la cara.

El explorador se quedó junto al gordo conde y flexionó la mano.

—Parece que han funcionado bastante bien. El capitán se alegrará de veros —gruñó, y le dio a Gruber otro puñetazo en la cara cuando intentó levantarse.

El nurglete que el gran conde tenía en los brazos había caído pesadamente al suelo y se arrastraba hacia Wilhelm al mismo tiempo que enseñaba los dientes podridos. El explorador dio un paso atrás y alzó el arco a la vez que le ponía una flecha. El arco era un arma perfecta, y disparada a tan corta distancia, atravesó al pequeño demonio y lo clavó contra el suelo. El ser chilló de dolor como un cerdito. El conde intentó ponerse de pie e inició un encantamiento, pero el explorador, que era demasiado rápido para él, avanzó y le dio otro puñetazo en la cara.

Luego, lo aferró por la camisa y acercó el ensangrentado rostro del conde al suyo.

—Me gustaría destriparte aquí y ahora, bastardo enfermo —le gruñó—, pero parece que eso no serviría de nada. No, le dejaré esa tarea al capitán.

Wilhelm estrelló otra vez el puño contra la cara de Gruber, y la fuerza del golpe lanzó la cabeza del conde contra el suelo. Tras erguirse, Wilhelm cogió al hombre inconsciente por una pierna y comenzó a arrastrarlo ladera abajo.

El ingeniero Markus bajó el catalejo por el que había estado mirando.

—¡Capitán! —gritó. El ingeniero saltó una y otra vez, y agitó los brazos por encima de la cabeza—. ¡Capitán von Kessel!

Al no obtener respuesta del capitán, que estaba haciendo girar a la Guardia de Reikland en las llanuras inferiores para preparar una carga contra los demonios, el ingeniero rebuscó dentro de una bolsa de cuero y sacó una pequeña bola de cerámica que tenía una larga mecha; la acortó de un frenético mordisco y escupió al suelo el trozo seccionado. De un bolsillo sacó también un pequeño artilugio de latón, de fabricación propia, que contenía aceite y llevaba unido un pequeño pedernal.

Al golpear el pedernal, surgió una llama. De inmediato, encendió la mecha, que comenzó a chisporrotear, y lanzó la bola hacia lo alto. Del interior de la bola se desplegaron pequeñas alas de relojería, que aletearon frenéticamente, aunque no estaba claro si colaboraban con el aparato o lo entorpecían. En el punto cúspide del recorrido, la bola explotó con una detonación sonora, y una luz destelló como el rayo.

El capitán, que hacía girar el caballo, oyó la detonación y levantó los ojos, atraído por la luz destellante. Markus se puso a dar saltos y a señalar hacia el otro lado del campo. Stefan miró hacia donde indicaba, y les gritó una orden a los caballeros, que volvieron a girar antes de lanzarse al galope, colina arriba, hacia la figura que descendía. Atravesaron un grupo de portadores de plaga a los que lanzaron hacia los lados. Markus, que volvía a mirar a través del catalejo, observó cómo uno de los caballeros era arrastrado del lomo del caballo por dos de los inmundos demonios que mataban al corcel. El hombre derribó de un tajo a una de las criaturas, cuyas tripas se derramaron por el suelo, y se levantó con piernas inseguras. La criatura a la que acababa de destripar se lanzó hacia él, arrastrando los intestinos como cuerdas, y embistió la cabeza del hombre con su único cuerno. El caballero cayó al suelo, y los fétidos demonios se le echaron encima. Los otros caballeros lograron atravesar el grupo y galoparon colina arriba, hacia el explorador que arrastraba al inconsciente Gruber.

—¡Ingeniero Markus! —gritó alguien.

Al apartar el catalejo, vio que uno de los artilleros de La Cólera de Sigmar señalaba colina abajo con un dedo. Un grupo de demonios ascendía a saltos hacia su posición. Markus se apresuró a guardar el catalejo y recogió el fusil largo Hochland, que alzó hasta el hombro. Apuntó con cuidado y disparó, y la bala atravesó el ojo de la criatura que iba en cabeza, y que cayó.

Maravillado ante la precisión del arma, la bajó y les gritó a los artilleros de un mortero cercano, a la vez que gesticulaba hacia los demonios. La granada de mortero salió volando hacia las criaturas y, detonando en medio de ellas, destrozó carne y huesos. Sin embargo, la mayoría de los demonios continuaban ascendiendo a saltos, a pesar de haber perdido extremidades y tener desgarrones en el cuerpo.

—¡Preparad el helblaster! Disparad los nueve cañones a mi señal —gritó Markus—. ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Fuego!

Una vez más, La Cólera de Sigmar escupió ardiente muerte y lo destruyó todo a su paso. Markus lanzó un grito de entusiasmo y se puso a cargar el fusil largo.

El capitán Stefan von Kessel saltó de la silla de montar y corrió hacia el inconsciente conde. El explorador soltó la pierna del hombre y se apartó de él.

—Es todo vuestro, capitán —dijo, y les hizo una señal a los otros exploradores, que corrieron a toda velocidad colina abajo, hasta tener a los demonios al alcance de los arcos largos, para luego dispararles.

Como si percibiera el odio de los ojos que se posaban sobre él, Otto Gruber recobró el conocimiento y parpadeó pesadamente con el único ojo sano que le quedaba. Stefan avanzó y apoyó una rodilla sobre el pecho del gordo conde. Con la mano izquierda agarró el fino pelo del conde, mientras con la derecha sujetaba la espada desnuda con la relumbrante punta dorada a escasos centímetros de la garganta de Gruber. Al conde se le salió el ojo de la órbita al ver el arma y se debatió en vano.

No merecéis una muerte rápida, Gruber —gruñó Stefan—. Merecéis extraigan lentamente las tripas del cuerpo. Las llamas deberían lameros la carne para quemaros la grasa de los huesos y haceros hervir los ojos en las cuencas. Deberían arrancaros la lengua de la boca, sucederá porque no me rebajaré a vuestro nivel. Esto es por mi abuelo, bastardo enfermo.

Sin ceremonia alguna, Stefan clavó la relumbrante espacia a través de la garganta del gordo conde y la empujó hasta el cerebro. Gruber sufrió violentas convulsiones, y luego la piel se le arrugó y se le puso negra. Como si estuvieran absorbiéndole todo el líquido del cuerpo, la carne de Gruber se secó y desintegró en un abrir y cerrar de ojos, para no dejar más que un esqueleto ennegrecido debajo del capitán.

—Ha acabado —susurró Stefan.

La relumbrante espada que tenía en la mano comenzó a sisear, y él la dejó caer al suelo mientras se fundía y desaparecía.

Al ser drenada del mundo real la magia que sustentaba la existencia de los portadores de plaga, los demonios cayeron al suelo, retorciéndose y contorsionándose, mientras se transformaban en un fétido líquido que se filtraba a través del suelo del campo de batalla.

Sólo permaneció el gran impuro, pues su poder era demasiado grande como para que lo afectara la muerte del maestro Gruber. Estaba rodeado por el ejército de Ostermark, y centenares de flechas y saetas de ballesta se le clavaban en la gruesa piel. Rugió de cólera y dolor cuando incontables balas de fusil le perforaron el cuerpo. Docenas de soldados se precipitaban hacia él y le clavaban las alabardas en el vientre y la espalda, pero el demonio continuaba luchando, apartaba a los enemigos a manotazos como si fueran insectos y mataba a un puñado de hombres con cada barrido de su cruel espada.

Se tambaleó cuando los flagelantes se lanzaron hacia él, gritando y bramando, y lo golpearon con los azotes provistos de púas. El anónimo excaballero también estaba allí, exhortando a sus seguidores a cumplir con el deber, y saltó sobre el impuro, al que se puso a golpear con un par de mazas con púas.

La carne del demonio se transformó en sangrientos jirones bajo la acometida, y cayó al suelo. La lengua rematada por una boca salió disparada, clavó los dientes en uno de los torturadores y le arrancó la cara del cráneo. Bramando de dolor, el demonio volvió a ponerse de pie por un momento e hizo un barrido más con el arma; la hoja envenenada cortó por la mitad a tres flagelantes.

Cayó al suelo en el momento en que Gunthar aparecía ante él con el enorme martillo alzado por encima de la cabeza. Con un bramido, lo descargó sobre la cabeza del demonio, le atravesó el cráneo y penetró en el cerebro podrido e infestado de gusanos.

De repente, se alzó una gran nube de moscas que lo ocultaron todo a la vista. Desaparecieron en el aire y no dejaron más que un burbujeante charco de veneno, que fue absorbido por el suelo.