VEINTICINCO

VEINTICINCO

Albrecht dirigió una ceñuda mirada hacia el otro lado del campo abierto. El sol todavía no había atravesado las espesas nubes de lo alto, y la escarcha aún cubría la hierba. A lo lejos, veía al ejército de Gruber resplandecientemente formado para hacerles frente. «Hombres de Ostermark que luchan contra hombres de Ostermark mientras los enemigos esperan para caer sobre el Imperio», pensó. Era un día fatídico.

—¿No hay ningún modo de que podamos evitar esta batalla? —le preguntó al capitán, aunque ya conocía la respuesta.

—¿Queréis decir antes de que el conde amenazara con ahorcarme y yo le volara la cabeza al cazador de brujas? Probablemente. ¿Ahora? Ni la más mínima posibilidad.

—No, eso ya lo sé. Los hombres que luchan por Gruber… no son hombres malos, capitán. Sólo cumplen con su deber.

—Igual que nosotros —puntualizó Stefan, y su rostro se ensombreció.

—Habiendo sido otras las circunstancias, estaríamos luchando en aquel lado del campo de batalla, como podría haber sido el caso de cualquiera de los hombres que luchan por vos. ¿Qué bien puede derivarse de que el hermano mate al hermano?

—¿Qué bien puede derivarse de eso? ¡Gruber debe morir, Albrecht! ¡Lo sabéis!

—Por supuesto que lo sé, pero estoy seguro de que hay alguna otra forma de lograrlo, una que no acabe con la muerte de hombres del Imperio, con independencia del resultado.

—Si tienen que morir algunos hombres para que Ostermark sea libre, es un precio que debe pagarse, Albrecht. Esta conversación ha concluido.

En ese punto, el capitán se alejó del sargento y les gritó a los hombres para que se prepararan para la inminente batalla.

No obstante, las palabras del sargento habían calado en el porque sabía que el hombre había dicho la verdad. Era un día amargo para Ostermark, y si había algún modo de que pudiera evitar la batalla y a la vez cortarle la cabeza a Gruber, mucho mejor. Había deambulado entre los hombres durante las últimas horas, hablando con los soldados para demostrarles que era uno de ellos y no un comandante que eludiría la batalla una vez que se declarara, aunque los soldados no necesitaban que los tranquilizara al respecto, porque todos lo habían visto ya luchando en primera línea.

¿Por qué, entonces, se sentía tan intranquilo? La respuesta era sencilla: porque se trataba de una batalla que nadie celebra ría, tanto si la ganaban como si la perdían. Para obtener la victoria, les pedía a sus hombres que mataran a sus propios compatriotas, personas de las mismas aldeas y ciudades en las que se habían criado. Vio al jefe de los flagelantes, el anónimo excaballero, sentado a solas sobre un tronco. Estaba inmóvil, como si el demente fervor lo hubiese abandonado por fin. La ausencia de movimiento del hombre parecía reñida con el ejército, que hervía de actividad al prepararse para la batalla

—Os saludo, guerrero —dijo el capitán. El hombre que en otros tiempos había sido Guardia de Reikland alzó la mirada hacia él; tenía los ojos vidriosos. El cometa de dos colas que llevaba grabado en la frente estaba cubierto por una costra de sangre seca. Resultaba evidente que había pasado cierto tiempo desde la última vez que se lo había grabado—. ¿Vos y vuestros compañeros no lucharéis hoy?

—¿Luchar? ¿Hoy? No, no lucharemos. Aún no. No, de momento. —Miró al capitán, con la demencia evidente en los ojos—. Sigmar no brilla dentro de mí en este día. Me ha abandonado para arrojarme a la oscuridad. Es una señal. Mediante el dolor, purificaré mi cuerpo. Cuando el día se vuelva noche, me purificaré. A través del dolor, volveré a ser merecedor de su luz, y entonces…, ya no seré.

—Ya veo. Eso es… bueno, amigo mío. Os deseo el bien —dijo Stefan, y se dispuso a dejar al demente con su tristeza.

—Cuando el apestado se muestre, lucharemos —gritó el hombre, de pronto—. ¡Cuando cabriolen los demonios del Señor de las Moscas —gritó al mismo tiempo que aferraba las piernas de Stefan—, entonces lucharé! ¡Sigmar volverá a mí, entonces! —El capitán apartó de sí al hombre—. ¡Volverá a alumbrarme con su luz si aniquilo a los pestilentes! ¡Mirad!

¡Miradlo! ¡Ya llega! —gritó el hombre con súbito embeleso, a la vez que señalaba y se inclinaba hasta ensuciarse la cara de barro—. ¡Ya llega! ¡El mismísimo Sigmar!

Reflejado en los ojos del hombre, vio a un guerrero bañado de resplandeciente luz blanca que avanzaba hacia él con un martillo relumbrante en las manos.

Stefan alzó los ojos para ver lo que veía el demente, aunque esperaba no ver nada; sin embargo, vio que el gigantesco sacerdote Gunthar caminaba hacia él con la cara ojerosa y demacrada.

En efecto, el sacerdote parecía haber envejecido diez años, tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y la cara surcada por muchas arrugas. En su rostro, había un par de feas cicatrices recientes que comenzaban por encima de la línea del cabello, le atravesaban la ceja y continuaban hasta el pómulo, el hombre demente seguía postrado sobre la tierra, y Gunthar se arrodilló junto a él y le posó una mano sobre la cabeza. El hombre quedó inmóvil durante un momento, y luego se sentó, con los ojos libres de locura.

—No soy Sigmar, hombre, pero su luz brilla a través de mí. Y brilla también dentro de vos —dijo el sacerdote guerrero.

El hombre se quedó mirando a Gunthar con pasmo y reverencia, mudo por un momento, antes de salir corriendo entre la muchedumbre.

—Gunthar, tenéis un aspecto terrible —dijo Stefan.

—Bueno, tampoco vos estáis hecho un figurín, precisamente —bramó el enorme sacerdote antes de atrapar al capitán en un demoledor abrazo de oso—. Al menos, las cicatrices no cubren toda mi cara bonita.

* * *

Stefan se quedó rígido, pues lo incomodaba cualquier con tacto físico. Al fin, el sacerdote empujó al capitán hacia atrás y lo sujetó a la distancia de los brazos extendidos.

—La tengo —susurró con voz ronca—. ¡Por Sigmar, la tengo! —En los ojos del sacerdote brillaba una luz ardiente que hacía que pareciese más que mentalmente trastornado. Luego, el brillo pareció apagarse, y el sacerdote se encorvó visiblemente y dejó caer los hombros.

—Estuvimos a punto de perdernos. Lamento regresar con tan pocos de vuestros hombres, capitán. Los muertos ambulantes los mataron. El mal protegía esta arma, pero la Oscuridad ha sido purgada y se les ha dado descanso a los muertos, gracias a Sigmar.

Gunthar se irguió y adelantó bruscamente la espada hacia Stefan.

—Matad al demonio, capitán. No es más que correcto que muera por vuestra mano.

—¿Qué queréis decir con que las piezas de artillería están limpias? —preguntó el ingeniero Markus con exasperación mientras pasaba un dedo por el interior del cañón de una de las grandes armas. Alzó el dedo ennegrecido y lo adelantó para que los artilleros lo inspeccionaran—. Por el amor de Shallya, hacedlo correctamente, ¿queréis? El enemigo tiene más cañones que nosotros, y estas piezas deben estar en óptimas condiciones. Esta —dijo al mismo tiempo que le daba una palmada, vale más que vuestras vidas; tratadla con el respeto con que trataríais a vuestra madre.

—La trataré con el respeto con que trataría a vuestra madre —murmuró uno de los hombres, y sus compañeros rieron con disimulo.

—¿Qué habéis dicho? —le espetó el ingeniero, mirando con altanería al hombre; aunque era más grande que él, Markus no se dejó intimidar.

Era una escena vagamente cómica: el pequeño ingeniero, vestido de forma inmaculada, aunque despeinado, indignado ante los corpulentos hombretones sucios de hollín que se encumbraban sobre él y se contemplaban la punta de los pies con aire resuelto.

—Y bien, ¿qué habéis dicho? ¿Algo que macule el honor de mi madre, eh? Os hago saber que la señora Isabella von Kempt es una dama de alta estima, y es considerada como una amiga querida por los condes de varios estados imperiales.

—Apuesto a que sí —murmuró otro hombre situado en la parte posterior del grupo, cosa que causó más risas contenidas.

—¡Bien! ¡Se acabó, hombres rústicos y vulgares! ¡No voy a quedarme aquí para oír cómo el nombre de mi querida madre es manchado por vuestras obscenas bufonadas! Quiero estos riñones limpios, adecuadamente limpios, os lo advierto, y enganchados a los caballos dentro de media hora. Eso es, gemid tanto como queráis —gritó el pequeño ingeniero—. ¿Qué os pasa? ¡Moveos!

Los artilleros se pusieron a trabajar, refunfuñando y maldiciendo, mientras el ingeniero recogía su recientemente adquirido fusil largo Hochland y comenzaba a desmontarlo y observar con intensa concentración los mecanismos y el interior del largo cañón. Preparar las piezas de artillería para la batalla era una tarea agotadora para los artilleros, que trabajaban en silencio, ceñudos, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

A pesar de lo mucho que habían fastidiado al ingeniero, sólo intentaban encontrar un poco de humor en lo que parecía un día terrible. Todos temían la batalla inminente porque conocían el poder destructivo de las armas que manejaban, ¿y qué hombre desearía encender la mecha que dispararía balas explosivas contra sus compatriotas de Ostermark? Cumplieron su deber con experta eficiencia; engancharon los cañones y morteros, se aseguraron de que cada carreta estuviera totalmente cargada de pólvora, balas de cañón y mortero, y se ocuparon de que el helblaster, La Cólera de Sigmar, estuviese bien aceitado, para que los mecanismos que hacían rotar las baterías de cañones de pequeño calibre se movieran con suavidad y no se atascaran.

Acabadas esas tareas, se envolvieron bien en los abrigos, se pusieron a patear el suelo para mantenerse calientes entonces que habían dejado de trabajar y se dedicaron a fumar sus pipas.

El ingeniero Markus los habría regañado furiosamente de haberlos visto —fumar pipas no era el acto más inteligente del mundo cuando uno se encontraba cerca de cubos llenos de pólvora—, pero como se había alejado con el fusil largo, disfrutaron del vicio con una total indiferencia hacia el potencial y muy real peligro. En silencio, pensaban en la batalla inminente y sentían que se les revolvía el estómago.

Por experiencia, Albrecht sabía que esa era siempre la peor parte de cualquier batalla: la espera. «Bueno, dejando aparte que le clavaran a uno una estocada», pensó. Deambulaba entre los hombres, a los que daba consejos y contaba chistes groseros para asegurarse de parecer relajado y cómodo, aunque por dentro no se sentía así en absoluto. Los hombres estaban tensos e incómodos, reflejo de sus propios sentimientos, pero continuó cumpliendo que tiene el control y está tranquilo. Sabía el efecto que eso causaba en los soldados: si tenían la sensación de que los superiores estaban era cuando los sentimientos de incertidumbre invadían el corazón de los soldados, los drenaban de valentía y fuerza, y erosionaban su moral. Albrecht sabía que así se perdían batallas. Sin embargo, no podía evitar la deprimente sensación de que el enemigo, equipado con más del doble de cañones y morteros que las fuerzas del capitán, y ya atrincherado hasta las cejas, los eliminaría con facilidad del campo de batalla.

El explorador Wilhelm corría entre los árboles, agachado, recorriendo con rapidez el suelo helado. Con el arco en la mano, saltaba por encima de troncos podridos y se agachaba para pasar por debajo de las ramas bajas, mientras los helechos le rozaban las piernas. Se detuvo en seco; se agachó detrás de una roca cubierta de musgo y miró a sus espaldas. El equipo de cazadores iba tras él; corrían entre los árboles como fantasmas. Se detuvieron al ver que Wilhelm había hecho un alto, y se agacharon. Al instante quedaron completamente ocultos por los helechos y la niebla.

Wilhelm volvió a erguirse y se escabulló en torno a la roca para descender por una pendiente resbaladiza, con los ojos alerta. Al llegar al pie de la pendiente, se lanzó a la carrera una vez más, pasando entre los árboles a gran velocidad. El terreno descendía hacia otra depresión, y Wilhelm bajó a la carreta hasta el fondo, chapoteó al atravesar el arroyuelo que la recorría y ascendió por la pendiente del otro lado. Se arrojó al suelo y miró con precaución por encima del borde, antes de ponerse de pie y continuar. Al fin, se detuvo y clavó una rodilla en tierra, con la respiración agitada debido al prolongado esfuerzo.

De repente, Wilhelm puso una flecha en el arco y miró fijamente hacia la niebla. La respiración se le regularizó al echar atrás la flecha y tensar el potente arco. Durante un momento, no vio nada, pero luego una figura salió de la niebla, muy agachada y moviéndose de un lado a otro con cautela. Wilhelm la reconoció —un compañero explorador con el que se había entrenado en otro tiempo—, uno que no formaba parte del ejército del capitán von Kessel. Era un buen hombre, con esposa y dos hijas, según recordó. Sin embargo, no tenía dudas respecto a su deber de matarlo; de hecho, jamás le había pasado por la cabeza sentir compasión o remordimiento. Estaba haciendo su trabajo, y punto.

El hombre avanzaba con precaución entre los helechos, y Wilhelm se concentró en él, con el arco aún tenso. Cuando el hombre estuvo a menos de treinta pasos de distancia, disparó.

La flecha hendió el aire y se clavó en la garganta del explorador, que cayó al suelo sin siquiera un gemido. A unos cincuenta pasos al este, vio que otro explorador enemigo caía en silencio con una flecha clavada en la boca.

Desde el oeste, le llegó un grito sordo, y Wilhelm maldijo.

Se puso de pie y echó a correr a la máxima velocidad posible hacia la fuente del sonido. Avistó a un hombre que corría a través de los árboles, delante de él, y se desvió hacia la izquierda, calculando que el enemigo giraría hacia allí.

Unas ramas le arañaron la cara cuando saltó sobre una roca, y sintió que le corría sangre por el rostro. Hizo caso omiso del escozor y continuó corriendo; al atravesar un grupo de ramas, se desprendió una nube de hielo. El hombre corría justo delante de él, y Wilhelm le saltó encima y lo derribó con su peso.

Sacó el largo cuchillo de caza y se lo clavó en la espalda. Cuando dejó de debatirse, se puso de pie.

Uno de sus exploradores apareció entre el sotobosque, con la cara enrojecida. Se detuvo al ver al muerto.

—Lo siento, señor, era demasiado rápido para mí —jadeó el hombre.

Wilhelm le respondió con un gruñido.

—¿Los tenemos a todos? —preguntó.

—Sí, señor. Este era el único que parecía que iba a escapar.

Los enemigos no saben que estamos detrás de ellos.

—Bien. Decidles a los hombres que se aproximen a la linde del bosque. Hacedlo en silencio. Que ningún hombre se deje ver. Luego, esperad mi orden.

El hombre asintió con la cabeza y desapareció entre los árboles.

Si Wilhelm no estaba equivocado, deberían salir justo detrás de la artillería enemiga.

El capitán Stefan von Kessel alzó la espada y examinó la larga hoja fina. Era de hermosa forja, sin imperfecciones, y delicadas runas elfas recorrían toda la hoja. Parecía relumbrar suavemente, y el capitán la sopesó e hizo una finta precisa con ella.

Frunció el entrecejo.

—Es un poco ligera —comentó.

—Sí que lo es. Los elfos no son los tipos más corpulentos que existen, ¿no? Esta arma es una muerte segura para el conde.

—Bien. No podemos permitir que la batalla dure mucho.

Debo matar a Gruber con rapidez, y entonces podremos poner fin a esta farsa. No quiero que los hombres de Ostermark se maten unos a otros; son mi gente, Gunthar.

—Sí, lo sé. ¿Vais a seguir vuestro plan, entonces?

—Sí. En este momento, mis exploradores han limpiado el bosque de enemigos. Los caballeros de la Guardia de Reikland están ocupando su posición. Debo marcharme para reunirme con ellos. ¿Estáis seguro de que no queréis luchar a mi lado?

Me vendrían bien vuestra fuerza y vuestra fe.

—¿Yo? ¿Luchar a lomos de un caballo? ¡Ja! No, mi sitio está con los pies sobre el sólido suelo, muchacho —dijo el sacerdote guerrero, y suspiró—. Pero es un suicidio, capitán. Si lográis atravesar las líneas enemigas, tendréis que luchar con los espadones para llegar hasta él, y durante todo ese tiempo, estaréis rodeado por los otros regimientos de guardias del conde.

Aunque lo matéis, lo más probable es que os rodeen y os maten. Vos lo sabéis. Es un suicidio.

—¿Un suicidio? Tal vez sí, pero tal vez no. Es la única manera de acabar rápidamente con esto, Gunthar. Lo sabéis.

—Lo que sé es que no me gusta —respondió el corpulento sacerdote con solemnidad—. Que Sigmar guíe vuestra espada. von Kessel. Arrodillaos ante mí, muchacho —dijo.

El capitán se puso de rodillas e inclinó la cabeza ante el sacerdote, que alzó el martillo hacia los cielos con una mano y posó la otra sobre la cabeza de Stefan. Cerró los ojos y le imploró a Sigmar que protegiera al hombre y lo colmara de fuerza y valentía. Sintió calor en la mano cuando el poder del dios pasó al capitán.

Stefan se puso de pie con los ojos cargados de fe.

—No fallaré —juró.

Sonaron los cuernos y batieron los tambores cuando el ejército de Stefan se puso en movimiento. El suelo reverberó por el avance de miles de hombres. Decenas de banderas flameaban en lo alto, la mayoría con los colores amarillo y púrpura de Ostermark, pero también había otras con los colores verde y rojo de Hochland, y varias de Talabecland, que lucían orgullosamente los colores rojo y amarillo. El ejército de Gruber, el ejército regular de Ostermark, estaba formado ante ellos.

Todo él llevaba los colores tradicionales, excepto un pequeño contingente de bulliciosos halflings, situado en el flanco norte, representantes de la Asamblea, que iban vestidos con una ecléctica gama de colores terrosos.

Albrecht tenía el corazón acongojado cuando gritó la orden de marchar por el campo cubierto de escarcha. Una sensación de inexorabilidad y desesperación lo recorrió al ver a los soldados de Gruber formados en la ladera, ante ellos. No se movían. Al mirar el grandioso ejército del conde, calculó que los superaban en número por tres hombres a dos. «No es una ventaja terrible», pensó, aunque los cañones del enemigo eran muy superiores, y pensaba que era eso lo que marcaría la gran diferencia.

El plan del gran conde era sencillo y obvio. Planeaba esperar a que el ejército de Stefan avanzara, y comenzaría a bombardearlo con los cañones. Cuando continuaran la marcha, los morteros entrarían en acción para golpear a los soldados con granadas explosivas y causar el caos. Finalmente, los ballesteros y los fusileros, formados en la ladera, se unirían al ataque para diezmar las filas de los soldados que siguieran avanzando.

Entonces, intervendría la infantería de Gruber para eliminar todo lo que quedara. Calculó que verían toda la potencia de la artillería del conde cuando hubieran cubierto unos doscientos pasos más, colina arriba. Sería entonces cuando se dispararían los primeros tiros de las armas más pequeñas.

Al menos, Albrecht estaba seguro de que eso sería lo que había planeado el conde. La realidad podía resultar muy diferente.

Las piezas de artillería de Stefan estaban enganchadas y avanzaban tras la masa principal del ejército. Una vez que estuvieran a la distancia adecuada, se quitarían los avantrenes y comenzarían a bombardear las líneas enemigas. Albrecht sabía que el pequeño ingeniero, Markus, había entrenado una y otra vez a los artilleros de esas máquinas, así que el tiempo que necesitaban para quitarles el avantrén y prepararlas para disparar era menos de un minuto. El sargento tenía que admitir que, a pesar de todas las despiadadas burlas de que era objeto el excéntrico ingeniero, sus métodos resultaban eficaces.

Con un poco de suerte, el explorador Wilhelm estaría ocupando su posición dentro del bosque, detrás del ejército de Gruber, y lanzaría un ataque contra la artillería enemiga si tenía la más mínima posibilidad. Él habría dicho que un ataque así estaba condenado a fracasar pero, en todo caso, si alguien podía tener éxito en una aventura semejante sería Wilhelm. A Albrecht no le gustaba el cazador porque era un asesino sin emociones, pero respetaba sus habilidades.

Von Kessel, a la cabeza de la Guardia de Reikland, también avanzaba entre los árboles, un poco más adelante. «El condenado necio —pensó Albrecht—, intenta hacerse matar con sus heroicidades». Le había dicho al capitán esas mismas palabras, a la cara, pero él se había mostrado optimista. Tenía razón en que era la mejor manera de que la batalla acabara con rapidez.

Albrecht no podía discutir eso, pero no le gustaba.

—Ciertamente, son muchos, ¿verdad? —dijo el gigantesco sacerdote Gunthar, que marchaba junto a él, entre los alabarderos.

* * *

Wilhelm perjuró al oír que los cuernos sonaban a lo lejos para anunciar que el ejército se ponía en movimiento. Se acuclilló en la linde del bosque y miró hacia el campo, donde los cañones y morteros de Gruber estaban atrincherados en la tierra helada. Se hallaban a unos doscientos metros, al alcance de su arco largo, pero no había modo de que pudiera disparar con precisión a esa distancia. Si disparaba contra una masa de soldados enemigos, bien, pero intentar acertarle a un soldado concreto desde tan lejos era una locura.

Para ponerle más difíciles las cosas, los cañones estaban defendidos, aunque era algo con lo que contaba de antemano.

Había un destacamento de alabarderos a un lado de las piezas de artillería atrincheradas; «alrededor de cien», calculó. Además, vio un grupo de jinetes detrás de ellas. Eran alrededor de treinta, más que los exploradores que Wilhelm tenía consigo.

Se trataba de soldados con armadura ligera, que llevaban sólo petos y cascos ennegrecidos. Lucían largas plumas en los yelmos, y los caballos parecían bien criados, en opinión de Wilhelm.

Supuso que eran jóvenes nobles que habían situado tras los cañones para que actuaran como retaguardia o, más probablemente, sólo para mantenerlos a salvo de todo daño. Estuvo observándolos por un momento, pensativo.

Al fin, retrocedió al interior del bosque y les explicó el plan a los exploradores. A su orden, la mitad de ellos se alejaron adentrándose más entre los árboles, y los demás acudieron con Wilhelm a la linde del bosque. Wilhelm y sus hombres salieron corriendo osadamente a terreno abierto, y cubrieron unos cincuenta metros antes de que los otros se fijaran en ellos. Se detuvieron y tensaron los arcos. Dispararon una salva de flechas hacia los jinetes que se volvían, y luego una segunda antes de que la primera llegara al blanco. Cuando las flechas impactaron y derribaron a varios hombres de la montura, Wilhelm y los suyos dieron media vuelta y huyeron hacia el límite del bosque. Corrieron hacia un pequeño sendero que serpenteaba entre los árboles, probablemente un camino que transitaban los ciervos y los jabalíes.

Los jinetes se lanzaron al galope tras ellos, atronando con los cascos sobre el terreno irregular. Se oyeron varios disparos de arma de fuego, y dos exploradores cayeron entre alaridos. Al mirar por encima de un hombro, Wilhelm vio que un joven noble iba hacia él y lo apuntaba con una pistola. Al llegar a la linde del bosque, Wilhelm se lanzó por encima de un tronco caído. La pistola de tonó, y el tronco podrido se partió cuando la bala impactó contra él, a poca distancia de la cabeza del explorador. El caballo saltó, y los cascos volaron por encima del tronco y de Wilhelm. El explorador se puso de rodillas, colocó una flecha en el arco y la disparó contra la espalda del jinete; se le clavó en el momento en que hacía girar al caballo, y el joven cayó de la silla.

Wilhelm ya estaba de pie y corría bosque adentro cuando sintió que una bala le pasaba silbando junto a una oreja. Se agachó detrás de un árbol y se asomó con cautela. Vio que los pistoleros se habían quedado a cierta distancia, reacios a adentrarse demasiado el sitio, y varios de los jóvenes nobles dispararon con las pis tolas contra los exploradores que se retiraban.

Wilhelm salió a plena vista al sendero y disparó una flecha al pecho de otro de los jinetes. Los hombres, al ver claramente al enemigo en el camino, taconearon las cabalgaduras y galoparon por la senda hacia Wilhelm. Cuando habían cubierto la mitad de la distancia, los jinetes que iban en cabeza fueron repentinamente derribados de las monturas por flechas disparadas desde los lados del sendero, que los mataron despiadadamente.

Wilhelm mató a otros dos que miraban a su alrededor, confusos. Algunos de los jinetes, al darse cuenta de la trampa, intentaron hacer que los caballos dieran media vuelta y galoparan para ponerse a salvo, pero los de atrás, que no se habían percatado de que era una emboscada, aún intentaban avanzar. Al cabo de pocos momentos, todos los jóvenes jinetes habían sido derribados, y los exploradores de Wilhelm se apoderaban de las riendas. El propio Wilhelm examinó a los caídos y degolló a los que no estaban muertos.

Luego, recogió uno de los altos yelmos emplumados y se lo puso. También recogió una pistola que no había sido disparada y se la metió en el cinturón antes de montar. Los otros exploradores siguieron su ejemplo, y al cabo de poco rato, todos iban a lomos de caballo. Volvieron trotando por el sendero hacia el campo abierto. Oyeron el atronador rugido de los disparos de cañón, y Wilhelm maldijo.

—Vayamos a silenciar a esos cañones —dijo.

Ya fuera del bosque, taconeó el caballo para que se lanzara al galope.

Los primeros disparos de los cañones de Gruber silbaron colina abajo y cayeron sobre los soldados regulares que avanzaban hacia ellos en apretadas filas, en las que abrieron un sangriento surco. Los soldados caían entre alaridos de dolor, con las piernas arrancadas y el pecho reducido a pulpa. Las balas de cañón rebotaban entre las filas, donde partían extremidades y aplastaban huesos, hundían armaduras y lo destruían todo a su paso.

—¡Mantened la formación! —rugió Albrecht al percibir que la valentía de los alabarderos vacilaba—. ¡Avanzad!

Mientras Wilhelm galopaba hacia los cañones enemigos, pensaba que en cualquier instante se darían cuenta del engaño, y la metralla los haría pedazos. El corazón le latía con fuerza al aproximarse más y más a los cañones atrincherados. Las poderosas piezas de artillería dispararon una vez más, y el caballo que montaba forcejeó con él, acobardado por el sobrenatural ruido y el extraño olor de la pólvora. Mantuvo las riendas aferradas con firmeza y lo hizo galopar directamente hacia los cañones.

Al llegar, saltó de la silla y se encontró cara a cara con un par de sobresaltados artilleros que cargaban una granada enorme en uno de los morteros. Lo miraron con confusión, incluso cuando clavó el cuchillo de caza en la garganta del primero. Los otros exploradores saltaron por encima del terraplén y se pusieron a apuñalar y matar. En el momento en que el otro artillero dejaba caer la granada, Wilhelm le dio en la cara un puñetazo que lo lanzó contra suelo. Se puso de rodillas sobre la espalda del hombre y lo mató de una brutal puñalada, para levantarse y ponerse en movimiento segundos después.

Agachado, rodeó el cañón que acababa de disparar y embistió con un hombro a un artillero, al que alzó en el aire antes de estrellarlo contra el suelo. En la lucha resultante, clavó el cuchillo en el estómago del hombre, una y otra vez. Se puso de pie y abrió la tapa de un barril grande, que estaba lleno de pólvora hasta el borde. Lo tumbó de lado y lo empujó con un tacón, y el barril rodó por el pequeño terraplén antes de detenerse entre dos cañones. Los artilleros alzaron la mirada para ver de dónde había salido el barril, y vieron a Wilhelm de pie, con una pistola en una mano. Frenéticos, intentaron trepar para salir de la trinchera en el momento en que el explorador apuntaba al barril y disparaba.

Otto Gruber abrió las cortinas del palanquín al oír una tremenda explosión.

—En el nombre de todos los dioses, ¿qué…? —preguntó al ver la bola de fuego que se elevaba en medio de sus amados cañones.

—¡Conde, mirad! —gritó Johann, que señalaba hacia el sur.

En formación de cuña, un destacamento de caballeros de la Guardia de Reikland salía a la carga de entre los árboles que los habían ocultado, por detrás de la línea de batalla principal situada en la colina. Galopaban directamente hacia él y acortaban distancia con preocupante rapidez. En ese momento, las piezas de artillería masa de soldados de la ladera, sembrando la muerte entre las tropas de Gruber.

Los bien entrenados espadones, la guardia personal de Gruber, giró y se reagrupó para hacer frente a los caballeros que se acercaban con rapidez. Otros regimientos de la línea de batalla estaban girando hacia los caballeros, pero ninguno reaccionó con la presteza suficiente como para que pudiera interceptarlos.

Gruber vio que von Kessel, a la cabeza de la formación, alzaba en alto una espada, un arma que destellaba con luz dorada. Sintió que se le encogía el corazón a la vista del arma y siseó con creciente pánico.

Los caballeros chocaron contra los espadones y penetraron profundamente en sus filas. Gruber vio morir en un instante a docenas de sus guardias de élite, ensartados en las lanzas de los caballeros y aplastados bajo las patas de los gigantescos caballos de guerra. Vio que von Kessel batallaba furiosamente mientras se abría paso hacia él a través de la masa de guerreros, asestando tajos a su alrededor con la maldita espada relumbrante. El avance de los caballeros se hizo más lento, pero continuaban moviéndose inexorablemente hacia él. Quedaron por completo rodeados cuando los espadachines cerraron la brecha detrás de ellos. No podían retroceder: o bien los mataban hasta el último, o llegarían hasta Gruber.

Stefan von Kessel atisbo el lujoso palanquín del conde elector situado más adelante, y renovó la furia del ataque. La espada elfa era ligera en su mano, y descargaba tajos descendentes que atravesaban yelmos y hendían cráneos. Con las rodillas hacía avanzar el caballo de guerra y lo obligaba a adentrarse más en la formación enemiga. El animal pateó con los cascos y mató a otro hombre. Stefan paró con el escudo un golpe cuya fuerza lo lanzó hacia atrás en la silla, pero no cayó y continuó descargando tajos con la brillante espada elfa y matando con cada elegante golpe que lo llevaba más cerca del conde, más cerca de cumplir su juramento y redimir el honor de su familia.

—¡Bajadme! —gritó Otto Gruber, y el palanquín fue suavemente depositado en el suelo—. ¡Mi aquelarre! ¡A mí! —gritó sin importarle quién pudiera oír lo que decía.

Los cortesanos, que habían asistido a la batalla para beber vino y presenciar la victoria, parecían conmocionados y asustados.

—¡Reuníos en torno a mí! ¡Dadme vuestra fuerza! —les gritó el gran conde.

Avanzaron lentamente para formar un círculo imperfecto alrededor del gordo conde y se pusieron de rodillas. El hombre sacó un sapo muerto de entre sus ropones y comenzó a salmodiar en un idioma que hacía estremecer a quienes lo oían, asqueados por el sonido antinatural del lenguaje del Caos. Los cortesanos reunidos en torno a Gruber, su aquelarre, se pusieron a salmodiar con él, en el idioma de los demonios.

Al otro lado del campo, detrás de las líneas de batalla y allende las tropas que avanzaban, el anónimo caballero flagelante se irguió súbitamente en medio de los andrajosos fanáticos.

—¡Ya llegan! —rugió—. ¡Llegan los pestilentes! ¡Levantaos, hermanos míos! ¡Coged las armas una vez más! ¡Llegan los putrefactos!