VEINTICUATRO

VEINTICUATRO

Stefan cabalgaba por el campo abierto, donde el corcel pisaba la hierba cubierta de escarcha. La respiración se condensaba en el ambiente, y resistió el impulso de soplarse aire tibio en las manos congeladas. El extraño resplandor frío anterior al amanecer iluminaba el entorno, aunque el sol no cambiaría mucho las cosas ese día, porque los cielos eran fríos y estaban cubiertos de nubes, y ni un solo rayo atravesaría la gruesa capa que formaban. Sobre el suelo flotaba una niebla que corría en jirones por el campo abierto y se concentraba en las depresiones del suelo irregular.

Albrecht iba un paso por detrás de él, al igual que Lederstein, el capitán de la Guardia de Reikland. Detrás de ellos cabalgaban veinte de los resplandecientes caballeros, imponentes hombres corpulentos que montaban enormes caballos de guerra. Uno de los caballeros llevaba en alto el estandarte de la orden, y otro enarbolaba la bandera de Stefan, con los colores de Ostermark.

Los ojos del capitán eran duros y fríos, y miraban fijamente al frente mientras se acercaban al grupo de hombres que había al otro lado del campo. También ellos llevaban una bandera enorme que lucía los colores de Ostermark. Sin embargo, esa bandera tenía las insignias heráldicas del gran conde, jefe de todas las fuerzas de Ostermark. Al verlas, Stefan sintió que la bilis le subía hasta la garganta.

—Tranquila, criatura estúpida —siseó Albrecht cuando el caballo tironeó de las riendas.

Durante casi dos semanas, Stefan había marchado a través del Imperio en persecución del ejército de Gruber, prácticamente hasta las estribaciones de las Montañas del Fin del Mundo. No había tenido noticia alguna de Gunthar ni de la misión destinada a recuperar la única arma de la que se decía que podía matar al conde. Aunque esperaba que al sacerdote guerrero le fueran bien las cosas, a Stefan no le importaba el arma; lo único que quería hacer, lo único que dominaba sus pensamientos de vigilia y reposo, era enfrentarse con el conde en el campo de batalla. Ese día su deseo se vería cumplido.

Se oyó un grito seco, y unos cincuenta espadones que lucían el uniforme púrpura y amarillo de Ostermark se pusieron firmes y alzaron las enormes armas hasta el hombro. Delante de ellos, los ayudantes y consejeros del gran conde se reunieron en torno a un palanquín cerrado que reposaba sobre los hombros de seis hombres. Al acercarse Stefan y sus soldados, bajaron suavemente el palanquín al suelo. No se veía al ocupante, oculto tras una cortina de gasa, pero Stefan no tenía duda alguna de que el pretendiente Gruber se encontraba sentado dentro.

Cuando von Kessel alzó una mano, los caballeros que llevaba consigo se detuvieron, y los caballos bufaron y patearon el suelo. Les hizo un gesto de asentimiento a Albrecht y Lederstein, y desmontó para acercarse al palanquín. Les lanzó una mirada a los consejeros, y vio frialdad en sus ojos. El astuto consejero tileano de piel cobriza, Andros, lo miró con desdén, y una sonrisa presumida le tensó las comisuras de la boca. El joven Johann, ataviado de negro, el sobrino y heredero de Gruber, no intentó siquiera ocultar el odio que sentía y le lanzó una abierta mirada asesina.

Un par de hombres se llevaron largos cuernos a la boca y tocaron una larga nota en el aire frío.

—¡El misericordioso gran conde Otto Gruber, príncipe de Wurtbad, señor de Sylvania y legítimo elegido para el título de elector de Ostermark! —anunció con voz tronante uno de los hombres que transportaban el palanquín.

El rostro de Stefan se frunció con asco.

En lo alto del palanquín se puso en marcha un aparato mecánico que chasqueó y giró cuando comenzaron a moverse engranajes y ruedecillas. Una pequeña puerta de relojería se abrió, y por ella salió un oso mecánico cuya cabeza se inclinaba de un lado a otro mientras golpeaba un tambor de bronce. Dos esqueletos mecánicos, cada uno con un reloj de arena, avanzaron con movimientos espasmódicos hasta la parte frontal del palanquín. Uno giró a la derecha y el otro a la izquierda, y empezaron a marchar por la parte superior del habitáculo. En ese momento fue apartada la cortina que ocultaba a Gruber, y dejó a la vista al hombre, que estaba reclinado sobre un lecho de almohadones y acariciaba un sapo muerto. Cuando la cortina acabó de descorrerse, los esqueletos en miniatura regresaron a sus nichos y el oso del tambor retrocedió a través de las puertas, que se cerraron con un chasquido, y cesó el movimiento de engranajes y ruedecillas.

—¡Maravilloso, ¿verdad?! —exclamó el gran conde, que aplaudía con sus manos regordetas—. ¡Simplemente maravilloso! —El gordo acomodó su pesado cuerpo—. Bienvenido, capitán Stefan von Kessel. Me han dicho que habéis actuado bien. Me siento de lo más complacido. Honráis a Ostermark con vuestras acciones, joven. Acercaos, quiero veros.

La mandíbula de Stefan se contrajo y sus puños se cerraron para reprimir el impulso de dar un salto y matar al demonio allí sentado.

—Estaría mucho mejor, Gruber, si no me hubiese enterado de que hay algo podrido en el corazón de Ostermark —logró decir con cólera apenas contenida y voz tensa.

—Os dirigiréis al gran conde con el debido respeto, hijo de puta —gruñó Johann, pero Gruber lo hizo callar agitando una mano.

—¿Podrido, habéis dicho? ¿Habláis de la plaga? Es algo terrible, sí; terrible —dijo el conde con una leve sonrisa al mismo tiempo que sus ojos destellaban de humor negro.

—Hablo de algo peor que la plaga, Gruber —gruñó Stefan, que le lanzó una feroz y venenosa mirada a Johann—. Hablo de la adoración de los Dioses Oscuros y del engaño de la propia Ostermark: el enemigo interior.

—Veo que aún habláis de vuestro abuelo. Tenéis una fijación con eso, muchacho. Debéis olvidar su traición si queréis avanzar.

—No hablo de mi abuelo, que fue un hombre honrado y justo.

—¿Honrado y justo fue? ¡Era un perro traidor adorador del Caos! —le espetó el conde, y gotas de saliva volaron de su boca.

Stefan vio que Gruber tenía mucho peor aspecto que la última vez que lo había visto. Le brillaba la cara de sudor y habían comenzado a caérsele grandes mechones de pelo que le dejaban zonas calvas, cubiertas por costras escamosas. De ambos ojos le lloraba un líquido amarillo que le corría por las mejillas, y un sirviente se los enjugaba con un paño mojado cada pocos minutos. Tenía la boca rodeada de llagas supurantes que se lamía, sin darse cuenta, con la carnosa lengua rosada. Las enormes cantidades de incienso y aceites esenciales no lograban enmascarar el rancio hedor a podredumbre que flotaba sobre él.

—¡Traicionó a Ostermark, me traicionó a mí y os traicionó a vos, vuestro condenado pariente! ¡Es gracias a él que os marcaron monstruosamente la cara cuando erais un niño, von Kessel, os hicieron la marca del Caos para reflejar la vergüenza de él!

El conde se dejó caer contra los almohadones. Stefan permaneció inmóvil como una estatua, con el rostro enrojecido, pero el conde no había acabado aún.

—¡Me debéis la vida, von Kessel! ¡Los cazadores de brujas querían que ardierais en las llamas, junto con vuestro abuelo y esa perra de madre vuestra! ¡Fui yo quien argumentó a favor de vuestra vida! ¿Y cómo me lo agradecéis? Presentándoos ante mí con un ejército, mi propio ejército, como si quisierais combatir. ¡Humillaos —chilló el enfurecido conde, cuya cara se ponía cada vez más roja—, humillaos ante mí, hijo de puta! ¡Humillaos u os haré colgar por vuestros traidores actos!

—No os debo nada, Gruber. ¿Humillarme ante vos? Creo que no. Preferiría morir antes que hacer algo semejante, pretendiente traidor.

—Creo que eso puedo arreglarlo —siseó el conde—. Hombre —dijo al mismo tiempo que señalaba con un regordete dedo al capitán de la Guardia de Reikland—, lleváoslo. ¡Cumplid con el deber del Emperador y apartadlo de mi vista! ¡Lo haré ahorcar antes de que acabe la mañana! —El caballero no se movió siquiera, con el severo rostro impasible—•. ¿A qué estáis esperando? Sois un leal servidor del Imperio, ¿no es así?

Yo soy un conde elector, caballero. ¡Os ordeno que os lo llevéis!

—No puedo hacer eso, mi señor —dijo el caballero.

—Que no podéis… También a vos os haré ahorcar. ¡Hacedlo!

El caballero permaneció quieto, sin que su cara manifestara emoción alguna.

—Vaya, veo que habéis propagado vuestras mentiras, von Kessel. Yo os salvé la vida, miserable desagradecido —siseó el conde.

Durante todos los años pasados, eso había hecho aflorar la culpabilidad de Stefan, porque sabía que era verdad. Pero ya no; entonces estaba lleno de cólera. Ese hombre no lo había salvado, lo había condenado a crecer dolorosamente en la vergüenza.

Nada le debía.

—¿Aceptaréis vuestros crímenes y os someteréis a juicio? —preguntó Stefan con voz gélida.

—¿Someterme a juicio? —El conde se puso a reír, luego tosió y escupió una bola de flema en una escupidera de bronce—. No tengo necesidad de hacerlo. Nadie aceptará la palabra de un capitán cubierto de vergüenza cuyo abuelo fue quemado por brujo. ¡Soy un elector del Imperio! —Rio ante lo absurdo de la sugerencia.

—Mi abuelo era un elector, y os creyeron a vos.

—Sí, me creyeron, muchacho, pero yo era el consejero de más confianza del elector, además de su amigo íntimo. Todos los de la corte colaboraron conmigo y se volvieron contra él.

Yo, como el más fiel de los amigos, me sentí agraviado por sus herejías. Fue con gran pesar y desesperación que llamé la atención de los cazadores de brujas sobre sus crímenes. Yo mismo hice venir a uno de ellos, un íntimo socio personal, que cumplió su deber con eficiencia y fervor. Me trastornó muchísimo todo aquello —dijo con burlona sinceridad no disimulada—. Hoy le he hecho venir para que vea hasta dónde habéis caído, von Kessel —dijo a la vez que hacía un gesto hacia alguien que se encontraba entre los cortesanos.

Un hombre alto, con vestimenta extravagante, le hizo un gesto de sabio asentimiento al conde. Avanzó un paso y se inclinó en una exagerada reverencia.

—Es con gran disgusto que veo claramente que el alma de este hombre está manchada por la contaminación del Caos. El conde detuvo mi mano cuando erais un niño, von Kessel. Parece que su buena voluntad y misericordia le han estallado en la cara. Os someteréis a acusación pública y juicio por brujería, lo cual resultará en vuestra muerte, me temo. —Hizo un gesto imperioso, y dos hombres brutales avanzaron hacia el capitán.

—Podríais haberlo tenido todo, von Kessel —declaró el conde—. Os quería a mi lado, por eso os salvé la vida. Podríais haber sido mi heredero y sucesor. Sois tan estúpido como lo fue vuestro abuelo antes que vos. Le ofrecí un lugar junto con mis… amigos. Se lo ofrecí todo, todos los secretos que he aprendido al vencer la enfermedad, pero los rechazó. Os doy una última oportunidad: ¿os pondréis de mi lado o escogeréis la muerte?

Albrecht desenvainó la espada y la dirigió hacia la garganta de uno de los hombres que avanzaban hacia el capitán. También el caballero de la Guardia de Reikland sacó la suya, un arma enorme, y la sostuvo hacia adelante.

—Os veré muerto, Gruber. Os mataré a vos y a todos vuestros traidores lacayos —gruñó Stefan, desviando los ojos para mirar a los cortesanos reunidos.

El cazador de brujas avanzó.

—Vuestras acciones os condenan, von Kessel —le espetó.

Stefan sacó una de las pistolas y apuntó con ella al cazador de brujas.

—No —dijo—, vos os condenáis a vos mismo —y le disparó al hombre en la cara.

—Eso ha salido bien —dijo Albrecht cuando cabalgaban de vuelta hacia el ejército.

Stefan estaba ceñudo.

—Que el ejército atraviese la colina, sargento. Hoy mismo acabaremos con esto.

* * *

Hroth alzó el hacha cuando la espada demonio de Asavar Kul descendió hacia él. Paró el golpe, y un rayo de fuego brujo salió disparado de la espada de Kul, danzó sobre el arma de el campeón de Khorne y subió por sus brazos. El khazag retrocedió con un traspié bajo la fuerza del impacto, con los brazos entumecidos.

—No eres nada para mí, hombrecillo —repitió el gigantesco señor de la guerra, y lo acometió otra vez.

Hroth saltó hacia atrás para evitar el golpe. La espada volvió a destellar hacia él, y rodó a un lado para esquivarla. La hoja se estrelló contra los cráneos sobre los que se encontraban, los partió y lanzó al aire esquirlas de hueso.

—¿Piensas que eres digno de empuñar esta espada santificada? —tronó la voz del señor de la guerra—. No eres nada.

Nada vales. Un lastimoso hombrecillo. Eres un perro. Un cachorro.

Nada más.

En ese momento, algo estalló en el interior de Hroth. Una furia roja creció en su interior para inundarlo de cólera y odio, alimentó sus cansadas extremidades y lo colmó de fuerza y poder. Los cuernos de la cabeza le estallaron en llamas, y los ojos se le encendieron de ira. Con un rugido bestial, se lanzó hacia el señor de la guerra y descargó un golpe de hacha hacia el enemigo, con toda la fuerza demoníaca que tenía dentro.

Kul se enfrentó sin vacilar con el golpe, lo paró y le asestó un brutal tajo de respuesta que habría decapitado a Hroth. El campeón de Khorne se agachó para esquivarlo y, desde abajo, clavó el hacha en el vientre del señor de la guerra, le partió las placas de la armadura y hendió la carne de debajo.

Asavar Kul gruñó de dolor y estrelló el puño de la espada contra la cabeza de Hroth, para luego apartarlo de una patada.

De la herida que le hizo al campeón de Khorne en la frente, comenzó a gotear sangre, que al tocar las llamas del ojo derecho, las avivó aún más. La cólera todavía crecía en su interior, y los músculos se le tensaban e hinchaban al mismo tiempo que la respiración era cada vez más trabajosa. Gruñendo como una bestia, se lanzó contra el guerrero más corpulento y lo acometió con una lluvia de tajos.

Asavar Kul retrocedió ante la furia de la acometida, mientras su espada destellaba al ir de un lado a otro para desviar todos los golpes dirigidos contra él. La espada demonio trazó un arco y le hizo una herida a un brazo del berserker de Khorne.

El demonio del interior de la espada se retorció y contorsionó de éxtasis, y la herida siseó y humeó. Hroth apenas si lo notó y, temerario, se lanzó otra vez al ataque, renunciando a todo intento de protegerse. El hacha se transformó en un borrón al girar en torno a él, que descargó una lluvia de incontables golpes sobre el señor de la guerra, que se esforzaba por equiparar la intensidad del ataque.

Hroth sufrió una herida profunda en un muslo y otra en el pecho, pero logró abrir un tajo en un hombro de Kul y arrancar la armadura que lo cubría. La cólera y el poder de Hroth continuaban en aumento, y sentía a Khorne en su interior, instándolo a seguir y dotándolo de una fuerza furiosa. Lo veía todo rojo, y la mente se le quedó completamente en blanco, concentrada sólo en la cólera.

Con un diestro giro de muñeca, Asavar Kul le arrebató de las manos el hacha, que salió volando por el aire y cayó, girando sobre los extremos, por el borde de la meseta de cráneos para desaparecer entre llamas y humo. Sin perder un segundo, el campeón de Khorne se lanzó hacia el señor de la guerra con las manos extendidas en dirección a la garganta. Kul le clavó la espada demonio en el pecho y lo ensartó. Hroth, indiferente, siguió avanzando, y la espada continuó penetrándole en el cuerpo y salió por la espalda, junto con un reguero de sangre.

El campeón de Khorne tenía una mano alrededor del gorjal que protegía la garganta de Kul, y el metal se tensaba y doblaba bajo su fuerza. Al lanzar su peso contra el hombre más corpulento, hizo que Asavar Kul resbalara y desalojara cráneos, que cayeron en una avalancha. Con una última embestida, Hroth logró hacer que perdiera el equilibrio, y ambos se precipitaron por el borde de la torre.

Continuaron luchando mientras caían: Kul retorcía la espada demonio que atravesaba al campeón de Khorne, mientras Hroth apretaba la garganta del señor de la guerra. Gruñendo como un animal herido, Hroth estrelló la frente contra el casco de Kul una y otra vez. Por la cara de Hroth comenzó a correr sangre, pero no le importó porque ya lo veía todo rojo. El yelmo de metal empezó a abollarse y arrugarse. Giraban en el aire, luchando el uno contra el otro, y continuaban la caída hacia las llamas.

El yelmo de metal de Asavar Kul estaba deformado, y Hroth lo arrancó de la cabeza del señor de la guerra. La cara estaba ensangrentada y contorsionada de cólera y dolor; golpeó con una palma la nariz del señor de la guerra, hasta cuyo cerebro hizo ascender las esquirlas del hueso partido. Pero el señor de la guerra siguió luchando, incluso cuando cayeron sobre los cráneos y los huesos apilados en la base de la torre, a decenas de metros más abajo.

Hroth quedó encima del señor de la guerra, con una rodilla muy hundida en el pecho de Asavar Kul. La espada demonio aún lo atravesaba, pero Kul había soltado la empuñadura. El arma desapareció de repente, y Hroth se encontró arrodillado sobre el cuerpo de Kul, con el hacha en la mano derecha —no sabía cómo— y la espada demonio, U’Zhul, en la izquierda.

Alzó la mirada, con la visión aún roja, y vio que Asavar Kul estaba de pie ante él, con los brazos cruzados sobre el enorme pecho. Al bajar los ojos, confuso, vio el ensangrentado cuerpo del señor de la guerra inmovilizado debajo de él.

—Sois bueno, guerrero del Caos —dijo el Asavar Kul, que estaba de pie.

Entonces, Hroth clavó la espada demonio en el cuerpo del Kul caído, al mismo tiempo que lanzaba un rugido cargado de cólera, y le atravesó el corazón. La fuerza vital y el poder del gran hombre fluyeron a través de la hoja al interior de Hroth, que lanzó un rugido de victoria. La energía corrió por su cuerpo y le llenó las venas de poder, un poder como jamás había sentido antes.

Hroth el mortal ya no existía. Hroth el Ensangrentado, príncipe demonio de Khorne, había nacido.