VEINTITRÉS
Hroth trepó por la torre de cráneos durante lo que pareció una eternidad. No miraba hacia abajo, pero de haberlo hecho, no habría logrado ver el suelo, que estaba perdido entre fuego y humo, muy por debajo de él. Los cráneos se partían cuando se aferraba a ellos, pero apenas se daba cuenta porque estaba concentrado en escalar hasta lo alto.
Los rayos caían sobre la torre, a su lado, y las esquirlas de hueso y diente le herían la cara. Los cráneos se movían, y él se agarraba con fuerza para no caer. Demonios voladores desollados, todo músculos, tendones y garras, lo atacaban, le tironeaban de las manos y le sacaban los dedos de las cuencas oculares de los cráneos. Él los apartaba de una manotada y continuaba el ascenso.
Al fin, llegó a lo alto de la torre y subió a la cima, respirando trabajosamente. Le dolían los brazos y las piernas a causa del ascenso, y flexionó los dedos. Se encontraba sobre una meseta. Cientos de miles de cráneos pulcramente apilados llegaban muy arriba en el cielo, hasta donde alcanzaba la vista.
El cielo estaba encendido y furiosas llamas lo recorrían.
Asavar Kul se encontraba sentado ante él, sobre un trono de cráneos, y los ojos rojos lo observaban con interés desde detrás del casco cerrado.
La espada, la Asesina de Reyes, descansaba sobre su regazo.
Dentro de la enorme arma concentraba un poder oscuro que se retorcía como si lo atormentaran. «El demonio U’Zhul, siempre luchando para escapar de la prisión», comprendió Hroth.
Asavar Kul era un hombre descomunal, que irradiaba un poder inmenso. Sus severos ojos rojos atravesaron a Hroth, que se sintió humilde. Cayó de rodillas ante ese avatar de los dioses, y rindió homenaje a uno de los más grandiosos señores de la guerra que el mundo había conocido, uno de los Elegidos Eternos del Caos.
—Levántate, guerrero —dijo el gran señor de la guerra con voz potente y fuerte.
Hroth se levantó, irguiéndose en toda su estatura. A pesar de eso, si el señor de la guerra se hubiera levantado del trono de calaveras, habría parecido un gigante a su lado.
—¿Por qué vienes a buscarme aquí, guerrero? —tronó la voz del Elegido Eterno—. ¿Por qué me interrumpes?
—Elegido Eterno —respondió Hroth, y se lamió los labios mientras escogía con cuidado las palabras—, he venido en busca de poder.
—¡Poder! ¡Bah! Por supuesto que buscas poder, es el estilo del Caos: el estilo de los norscan, los hung y los kurgan. Es como ha sido siempre y siempre será, pero ¿qué buscas realmente?
—Yo…, matar, erigir una torre de cráneos que rivalice con la tuya, y honrar al gran Khorne.
Asavar Kul se levantó del trono, con la Asesina de Reyes ante sí. Dentro de la hoja se veía la cara de un demonio que gritaba y miraba hacia el exterior con malevolencia. El señor de la guerra rotó los hombros y las placas metálicas de la armadura se deslizaron suavemente unas sobre otras.
—Una torre que rivalice con la mía, ¿eh? Eso sería impresionante, realmente impresionante.
Trazó con la espada un arco a su alrededor, y Hroth dio un paso atrás involuntariamente. El poder crepitó en torno al arma: rayos que corrían arriba y abajo por la superficie de la hoja y sobre el acorazado brazo del enorme guerrero. Hroth tenía el hacha en las manos, aunque no recordaba haberla sacado. Sentía que le pesaba.
—Hay miedo en ti, guerrero. Puedo sentirlo en tu corazón —dijo el enorme señor de la guerra con tono amenazador—. ¿A qué le temes?
—No le temo a nada, señor de la guerra —declaró Hroth, a quien su propia voz le pareció débil.
—Le temes a la muerte —declaró Asavar Kul—. La muerte no es nada. ¿Piensas que la muerte es el final de tu servicio a los Dioses Oscuros? Tienes mucho que aprender —dijo al mismo tiempo que inclinaba la cabeza de lado a lado—. Tu servicio a los dioses continúa mucho después de la muerte, guerrero. Porque ¿qué es la muerte para los dioses? No es nada. Podrías morir aquí, sobre esta meseta de cráneos, y a los dioses no les importaría.
Avanzó un paso hacia Hroth. El elegido de Khorne alzó el hacha.
—No eres nada, hombrecillo —continuó el señor de la guerra—. No eres nada para los dioses, ni eres nada para mí.
—Intento continuar la guerra que tú empezaste, la guerra que concluyó con tu muerte —gruñó Hroth, cuya cólera aumentaba.
—¿Es que no oyes nada de lo que digo? Mi muerte no significó nada. Los dioses no lloraron mi deceso. Siempre hay alguien para recomenzar la matanza.
—Busco tu espada, gran señor de la guerra. Con ella, podré unir las tribus bajo mi mando.
—¿Esta? —preguntó Asavar Kul mientras alzaba el arma—. No es más que una espada, pero si la quieres, tendrás que vencerme, hombrecillo. ¿Piensas que puedes quitármela?
—Lo haré, o moriré en el intento —gruñó Hroth.
—Como quieras —canturreó el señor de la guerra, y avanzó para matar al campeón de Khorne; otro cráneo para su torre descomunal.