VEINTIUNO
El cielo estaba negro e inundado de luz. Ondulaba una fantasmal luminosidad verde y azul, y formaba lo que parecían montañas y castillos allá arriba, en las estrellas. A veces, Hroth creía ver formas que giraban y volaban a través de la noche, entre las montañas de lo alto. Los colores se arremolinaban y adoptaban formas diversas; creaban siluetas pasmosas y tonalidades demoníacas. Los verdes y azules cambiaban a ardientes amarillos y rojos, y en esos momentos era cuando Hroth se sentía más fuerte. «El reino de los dioses», pensó Hroth. Se sentía privilegiado por poder mirar los mundos habitados por los grandes, si era eso lo que contemplaba. Se preguntó si la ciudadela de la sangre de Khorne se alzaría sobre una de esas montañas, gran trono de bronce.
El elegido de Khorne había estado atravesando el territorio durante lo que parecían meses porque los días y las noches se fundían unos con otras. No recordaba haber visto al sol salir ni ponerse, pero sabía que tenía que haberlo hecho. En algunos momentos, la cara y le calentaba la armadura hasta el punto de que quemaba al tacto. Manaba calor de la tierra roja por la que andaba, y a su alrededor veía rielar el aire caliente. En la periferia de su campo visual se movían velozmente criaturas, pero cuando se volvía no había nada. En otras ocasiones era plena noche y la luna verde del Caos flotaba pesadamente en el cielo, cercana y palpitante de poder. Lo calaban gélidos vientos que lo helaban hasta el tuétano. La tierra misma cambiaba, aunque nunca podía determinar el instante en que se producía el cambio.
En un momento dado estaba caminando sobre roca roja, y al siguiente trepaba por rocas negras de extraña forma hexagonal que continuaban ascendiendo ante él hasta donde llegaba la vista. En algunos casos, andaba por grietas de roca bañada de agua, por las que sus hombros pasaban apenas. Cascadas de agua negra caían desde decenas de metros más arriba y se precipitaban, rugiendo, en fosos sin Durante todo ese tiempo lo impelían a avanzar. Tenía que llegar a la torre de cráneos, eso lo sabía, pero sólo había atisbado la gigantesca estructura en la distancia, muy lejos. Se afanaba para atravesar desiertos de ceniza y cruzar llanuras salinas, caminando entre los esqueletos de antiguas bestias gigantescas, azotados por el viento.
Sentía cómo el poder del lugar obraba en su cuerpo y mente. Era como una presión en la nuca, cuanto más avanzaba. Sabía que, si sucumbía a eso, su cuerpo cambiaría, mutaría, y ya no volvería a ser él mismo nunca más. «Entrégate al cambio —decía, sin cesar, una voz en su interior—. Entrégate por completo al Caos».
La presión de la cabeza aumentaba, y percibía la lucha que se libraba dentro de él. Cayó de rodillas y se cogió la cabeza con las manos. Su cuerpo estaba resistiéndose al cambio, pero él lo sentía dentro, imparable. Los músculos se le contraían de forma descontrolada, y sentía que le estiraban y estrujaban los órganos.
Los huesos estaban cambiando, se partían y adoptaban formas nuevas de configuración más extraña. La columna vertebral se le fundió en una sola masa sólida, y la piel y armadura fueron atravesadas por púas que le causaron un dolor terrible.
Le crujían las articulaciones, y los músculos y los tendones se desgarraron y estiraron para contener la forma mutada, contorsionada.
Surgieron llamas a todo lo largo de sus cuernos y, con un rugido, se puso de pie al negarse a ceder a las mutaciones.
No había cambiado; era el mismo que había sido durante los incontables minutos o meses que había andado errante.
Luchó contra los secuaces de ese mundo de sombras. Le arrancó el corazón a una criatura que en otros tiempos podría haber sido humana, pero que hacía mucho que había cambiado para transformarse en otra cosa. Se debatió de manera patética sobre el suelo y agitó enloquecidamente los apéndices pared dos a aletas mientras él permanecía de pie, a su lado, con el corazón aún palpitante en la mano. Al verlo acercarse, se dispersaban mastines energía vital.
Batalló contra otro campeón de los dioses que erraba por el territorio, un guerrero de dorada armadura estriada, con extremidades invocado en su auxilio a una hueste de demonios del Gran Mutador, que reían con voz aguda; eran criaturas que cabriolaban mientras dementes, y que lo atacaban con llamas de mutación que manaban de las puntas de sus dedos de múltiples articulaciones.
Enfurecido, apartó de un golpe a los demonios de su camino para llegar hasta el guerrero de armadura dorada, pero cada vez que mataba a uno de los saltarines demonios, dos criaturas más pequeñas se abrían paso a través de su piel con las garras, gimiendo y bufándole. Avanzó lentamente a través de esas crueles criaturas, que le arañaron el alma con las insustanciales garras, y se trabó en combate con el campeón. Los cielos cambiaron, surcados por las estrellas mientras ellos luchaban, pero Hroth acabó por matar al oponente y alzó su cráneo hacia el cielo en honor a su dios. Mientras estaba allí, de pie, el campeón de armadura dorada se pudrió y desapareció, la piel se marchitó y cayó de los huesos, que se transformaron en polvo.
Hroth no recordaba cuándo había descansado por última vez, pero sabía que dormir era abandonarse a la locura y la destrucción. Cuando cerraba los ojos, veía a los demonios de Khorne que lo miraban fijamente, lo evaluaban. Vio a los de sangradores, los soldados de infantería del Dios de la Sangre.
Estaban de pie ante él; eran poderosas criaturas a las que habían desollado para dejar a la vista los músculos brillantes de sangre. Las alargadas cabezas estaban rematadas por cuernos, y las largas lenguas serpenteantes saboreaban a Hroth. Los ojos de los desangradores reflejaban las llamas que ardían en los del khazag. Aparecían ante él cada vez que parpadeaba siquiera, con sus enormes alabardas. Parecían aguardar algo y lo contemplaban vorazmente, con la cabeza ladeada. Si esperaban para devorarlo o para seguirlo, no lo sabía.
De repente, Hroth se encontró al pie de la gran torre de cráneos: su meta. Era inmensa; llegaba hasta el cielo que se agitaba con llamas y humo vivientes. Rodeó la base y contó treinta pasos en torno a la circunferencia de la construcción que se alzaba a decenas de metros de altura. Era la torre que el gran Asavar Kul había erigido para Khorne, y contenía los cráneos de todos los que había matado el gran hombre.
Al cerrar los ojos, vio que los desangradores lo contemplaban con curiosidad, controladas la locura y la furia por el momento. Avanzó hacia la gigantesca torre, metió los dedos en las cuencas oculares de un cráneo y se aupó. Usó los cráneos para sujetarse con las manos y apoyar los pies, y comenzó a escalar la torre de Asavar Kul.