VEINTE

VEINTE

Stefan von Kessel se tambaleó a causa del inesperado golpe.

Se llevó una mano a la mandíbula y posó la mirada en los furiosos ojos del mariscal del Reik. Abrió y cerró la boca, y sintió que la mandíbula le crujía de modo alarmante.

—Buen golpe —murmuró.

—Tenéis suerte de que sea lo único que haya hecho. Sois un condenado estúpido, von Kessel. No puedo creer que hayáis desobedecido mi orden. —Stefan iba a decir algo, pero el encolerizado caballero lo hizo callar—. ¡Mi palabra es la palabra del Emperador, maldición! ¿Desobedeceríais una orden directa del emperador Magnus? ¡Responded!

—Señor, pensé que estas eran… circunstancias extremas.

—No tenéis ni idea de lo que habéis hecho, ¿verdad?

—¡Señor, Gruber es un traidor! ¿Cómo podía dejar pasar eso? ¡Un conde elector, uno de los doce hombres que gozan de más confianza en el Imperio, y nos ha traicionado!

—Sí, eso decís vos. Por una simple carta, habéis marchado durante dos semanas con vuestro ejército a través del Imperio, y habéis desobedecido una orden directa.

—Pero, señor…, temo que el futuro de Ostermark esté…

—¡Me importa un comino el futuro de Ostermark! —se encolerizó el mariscal del Reik, interrumpiendo al capitán—. Lo único que me importa algo es el Imperio en su totalidad. ¿De qué le servirá a Ostermark que el Imperio se desmorone a su alrededor?

—¡Hice lo que pensé que era mejor para el Imperio!

—No, no pensasteis ni lo más mínimo, condenación. Vuestra capacidad de juicio se vio nublada por vuestra cólera, von Kessel. ¡Lo único en lo que estáis pensando es en vuestro condenado abuelo y en ese gordo miserable de Gruber! ¡No sólo desobedecisteis mi orden! ¡Pensaba que al menos podríais haber tenido la sensatez de defender el terreno que se suponía que debía defender Gruber! Pero no, habéis atravesado como un insensato el maldito Imperio y habéis dejado Ostland sin defensas. Si las fuerzas del Caos regresan y avanzan a través de Ostland, no habrá nadie para defender el territorio; podrían marchar directamente a través de Talabheim y el corazón del Imperio.

—¿Talabheim? Esa gran ciudad nunca ha caído.

—No, no ha caído, pero en Talabheim apenas hay hombres suficientes para defender las murallas interiores, y mucho menos las enormes murallas exteriores, estúpido —dijo el mariscal del Reik—. Si las fuerzas del Caos marchan sobre Ostland, será culpa vuestra, von Kessel. —El hombre de más edad suspiró con cansancio—. Si tenéis razón, el Imperio corre un verdadero peligro procedente del interior. ¡Maldición!

—Trenkenhoff guardó silencio por un momento, con la frente fruncida de preocupación.

—¡Maldición! —repitió—. Bien, os daré tres días. Averiguad la verdad en ese tiempo, y actuaremos de acuerdo con ella. De no lograrlo, llevaréis vuestro ejército de vuelta a Ostland, y rezo para que no lleguéis demasiado tarde.

Von Kessel continuaba teniendo una expresión desafiante en los ojos, y las mejillas enrojecidas.

—¿Le han llegado a Gruber vuestros mensajes, señor? ¿Los mensajes en los que le decís que detenga la retirada hacia el este?

—Maldita sea si lo sé. No he obtenido ninguna respuesta suya. Mis batidores no han regresado aún, y el perro cobarde continúa huyendo. No sé a qué está jugando; sinceramente, no lo sé. Tal vez huye sólo de la plaga que está poniendo de rodillas a Ostland, Ostermark y ahora Talabecland.

Stefan frunció el entrecejo.

—¿Huyendo de la plaga? Tal vez…

—Tres días, von Kessel. Encontrad a ese hombre en tres días.

Retendré al ejército aquí durante ese tiempo. Bien saben los cielos que a la milicia local le vendrá bien la ayuda para acallar con las inmundas criaturas que hay a lo largo de las orillas del río. Marchaos ya.

Stefan aún estaba resentido por el rapapolvo que le había echado el mariscal del Reik, incluso entonces, pasados dos días del incidente. Apartó de la mente todo pensamiento sobre el episodio al regresar su explorador más experto, Wilhelm, que llegó corriendo entre los árboles, por la empinada ladera. Jadeante, se detuvo ante el capitán.

—¿Y bien? —preguntó Stefan—. ¿Está allí?

—Sí, señor. Y parece ocupado. Hay leña acabada de cortar apilada ante las puertas de la capilla.

—Bien. ¿A qué distancia?

—No muy lejos, a una media hora, elector.

—No me llaméis así —le espetó Stefan, y taconeó al corcel para que echara a andar.

Los soldados de Ostermark habían comenzado a llamarlo elector una semana antes, para gran horror de él. Se habían enterado de que Gruber había traicionado al Imperio, y entre ellos habían decidido que, una vez que el traidor noble fuese desposeído, el legítimo heredero del trono sería Stefan. Había intentado disuadirlos de ese modo de pensar, pero no había logrado nada.

Los otros integrantes del grupo siguieron el ejemplo del capitán y taconearon a los corceles para que continuaran por el rocoso sendero que serpenteaba adentrándose en las colinas cubiertas de pinos. Comenzó a caer una nevada ligera, cuyos suaves copos se posaban en los hombros de Stefan, que se ajustó mejor la capa en torno al cuerpo.

Tras él, cabalgaba una docena de hombres. Eran todos jinetes competentes, salvo Albrecht, que detestaba montar a caballo.

—A los caballos no les gusto —había declarado el día anterior.

Stefan tuvo que mostrarse de acuerdo con el sargento.

A pesar de la mutua antipatía que existía entre él y los corceles, se había negado de plano a quedarse atrás. Uno de los caballos había intentado morder a la montura de Albrecht en un momento anterior del día, y la yegua se había alzado de manos y había lanzado al suelo al sargento, que juraba que los caballos habían estado riéndose de él.

El talante de Stefan se ensombreció al aproximarse a la ca pilla. El humor del viaje era sombrío, y los soldados iban en silencio. El capitán se preparaba para las noticias que iba a recibir, la verdad que anhelaba y temía oír. La noche estaba próxima cuando se acercaron a la capilla largamente abandonada. Salía humo de la chimenea del pequeño edificio adosado a la parte posterior del retiro. La nieve se había posado en una capa de unos treinta centímetros, y el aliento de caballos y hombres se condensaba ante ellos.

Al aproximarse a la capilla, no repararon en las oscuras siluetas que se movían rápidamente entre los árboles. El caballo de Albrecht bufó, con las orejas echadas atrás contra la cabeza, y el hombre lo maldijo. Las puertas de la capilla se abrieron y en la entrada apareció un gigantesco hombre con pecho de barril. Del cuello le pendía un pesado colgante, un cometa de dos colas, según advirtió Stefan con alivio. Llevaba la cabeza completamente afeitada, el pétreo rostro era cuadrado y casi no tenía cuello: poseía todo el aspecto de un luchador nato. Parecía que le habían partido la nariz varias veces y se le había soldado torcida. En las manos llevaba un enorme martillo a dos manos, y contempló a los jinetes con prevención.

Parecía más un soldado que un sacerdote, pero no debía olvidarse que todos los sacerdotes de Sigmar eran guerreros bien entrenados, algo apropiado en el caso de un dios guerrero.

—Acercaos más y sentiréis la cólera de Sigmar, perros —atronó su voz, profunda y cargada de autoridad.

Stefan reparó en que un par de ballestas lo apuntaban desde las ventanas de la capilla, a través de los postigos ligeramente abiertos.

—No es un recibimiento muy cordial para venir de un sacerdote —observó Albrecht.

Stefan le lanzó una mirada ceñuda.

—No me vengáis con esas, malditos, y podéis decirle a Gruber que un día, pronto, tendrá una dolorosa muerte en mis manos. ¡Fuera de aquí, perros falderos del Caos!

—No venimos de parte del traidor conde. Soy Stefan von Kessel —gritó el capitán.

El sacerdote entrecerró los ojos para observarlo con suspirada, y luego los abrió. Les hizo un gesto a los otros para que bajaran las ballestas.

—¡Von Kessel! ¡Gracias a Sigmar! Entrad, debéis de estar congelado.

Soy Gunthar. —Condujo a Stefan al interior de la capilla—. Entrad todos. En la parte de atrás hay un pequeño establo para los caballos. En la capilla no hay mucho espacio, pero bastará para todos vosotros. ¡Entrad! ¡Vamos! —dijo mientras le daba a Stefan una palmada tan fuerte en la espalda que casi lo derribó. Vagamente, Stefan tuvo la sensación de haber visto antes al sacerdote, pero no pudo identificarlo.

—Pensé que erais lacayos de Gruber, que habíais venido para matarme. Gracias a Sigmar, aún no han encontrado mi rastro.

Lo harán, no lo dudéis. Debería haber continuado viaje; debería haber abandonado este lugar. Hace demasiado que estoy aquí, pero no podía marcharme aún, por temor a que llegarais vos y encontrarais la capilla abandonada. Hablo demasiado.

Hay caldo caliente al fuego. Venid.

La capilla era vieja y hacía muchos años que la habían abandonado.

No obstante, resultaba evidente que el sacerdote había trabajado a conciencia para limpiarla, ya que los suelos estaban acabados de barrer. Era un lugar austero, como solía suceder con los edificios dedicados al culto de Sigmar, y las ventanas tenían los postigos echados. El techo era alto, con las vigas al descubierto y llenas de telarañas. En el tejado había un par de agujeros que habían tapado chapuceramente, y de ellos descendía un ligero polvillo de nieve. Dentro de la capilla había dos hombres, aunque, al mirarlos con mayor detenimiento, Stefan vio que uno de ellos era poco más que un niño.

—Josef y Mikael —dijo Gunthar al presentárselos a Stefan—. Mikael, sé un buen muchacho y ayuda a los soldados con los caballos, y asegúrate de que tengan mantas suficientes. —El más joven de los dos asintió con la cabeza, agitando los rojos cabellos rizados, y se marchó a la carrera—. Aquí hay espacio suficiente para que vuestros hombres duerman esta noche. Mikael os traerá mantas. No penséis que es impropio dormir dentro de la iglesia de Sigmar… ¿Qué mejor lugar para que duerman los guerreros, no?

Una estatua de Sigmar, de antigua talla en madera, se alzaba en el fondo de la capilla; llevaba el gran martillo Ghal-Maraztw las manos. El sacerdote condujo a Stefan hacia una puerta pequeña que conducía a las habitaciones de la vivienda situadas en la parte posterior del edificio, pero el capitán se excusó y se aproximó a la estatua. Se puso de rodillas, inclinó la cabeza y le dedicó una plegaria al dios guerrero. A continuación, se levantó y siguió al sacerdote hasta la habitación contigua.

—Sois devoto de Sigmar, según veo —dijo Gunthar, con aprobación, cuando entraban en la pequeña cocina.

Stefan, que iba detrás del gigantesco sacerdote, pensó que un oso vestido con los atuendos de un sacerdote tendría un aspecto muy parecido, dados el tamaño y la fuerza del sigmarita.

«Un buen hombre para tenerlo al lado en una lucha», decidió.

La cocina era austera, poco más que una mesa de madera maciza, un par de cajones para sentarse y una olla negra que colgaba sobre un fuego. Una puerta daba acceso al pequeño patio de detrás de la capilla; «probablemente donde está el establo con los caballos», razonó Stefan. En la estancia había otro hombre, un anciano encorvado que removía el contenido de la olla. A Stefan, el olor le pareció delicioso. Cuando el hombre se volvió, lo reconoció de inmediato.

—Médico Piter —elijo Stefan, cordial—. Me alegro de veros bien, hombre.

El anciano le dedicó una sonrisa cansada. Siempre había sido amable con Stefan cuando era niño, le daba raíces especiales para que las masticara cuando le dolían los dientes y le contaba historias inverosímiles cuando nadie más quería hablar con él.

—¿Tengo buen aspecto? ¡Ja! Me crujen los huesos cuando camino y me quedo sin aliento cuando subo escaleras. Estoy viejo y cansado, joven, pero me alegro de veros —dijo con voz enronquecida—. Es una lástima que nos encontremos en estas circunstancias.

—En verdad lo es, pero de todos modos me alegro de veros.

Gunthar hizo sentar al anciano en un cajón, y luego invitó a Stefan a tomar asiento. A continuación, cogió unos cuencos que parecían ridículamente pequeños en sus manos enormes y comenzó a servir la comida. Cuando hubo servido a Stefan y al anciano médico, llamó a Josef para que llevara pan para Stefan y los soldados. Tras atender las necesidades de los huéspedes, el sacerdote se sentó en uno de los cajones.

—Tenemos mucho de qué hablar —dijo Piter, que suspiró con cansancio—. Que Morr tenga compasión de mi necia alma vieja. Me persiguen, Stefan, ¿lo sabíais? Me han llamado traidor y adorador de las artes oscuras. ¿Os lo imagináis? ¡Yo, adorando a los Dioses Oscuros! ¿Podéis pensar en algo más ridículo? Pero me estoy adelantando. —El anciano se inclinó hacia adelante y fijó una intensa mirada en los ojos del capitán.

»Este buen sacerdote, aquí presente —dijo al mismo tiempo que hacía un gesto hacia Gunthar—, es un hombre tan digno de confianza como jamás haya conocido. Está dispuesto a sacrificarse por el Imperio; es un devoto absoluto. Vos me conocéis desde que erais un niño, Stefan, y me gustaría pensar que confiáis en mí.

—Por supuesto —asintió Stefan—, como si fuera necesario preguntarlo, siquiera.

—En ese caso, confiad en este hombre como confiáis en mí.

No dudéis de nada de cuanto diga.

Stefan se volvió hacia el sacerdote, que le devolvió una mirada impasible.

—Haré lo que me pedís, Piter —replicó Stefan con solemnidad.

—Bien. Puede ser que, de hecho, hayáis oído hablar de él.

Sus hazañas durante la Gran Guerra fueron muy conocidas, según creo.

Stefan se estrujó los sesos, y entonces abrió más los ojos.

—Gunthar… ¿Gunthar Klaus? —El sacerdote guerrero asintió con expresión ceñuda.

El hombre era una leyenda viviente. Había luchado incansablemente durante los años de la guerra. Si las historias eran fieles a la realidad, poderosos demonios habían muerto bajo su martillo, y ejércitos a punto de ser derrotados habían sido reagrupados sólo por ese hombre.

—Es un gran honor —jadeó Stefan.

—Me alegro de que recibierais mi carta, capitán… Temía que no llegara a vuestras manos. Ahora —dijo el médico al mismo tiempo que se echaba atrás en el asiento—, merecéis conocer la verdad. Como sabéis, he sido el médico de la casa real de Ostermark durante décadas. Serví a vuestro abuelo, y no es que necesitara mis servicios con frecuencia, pero era yo quien atendía a su familia cuando no se encontraba bien. Era un hombre fuerte vuestro abuelo. Así pues, también fui el médico de Otto Gruber, maldito sea su nombre, cuando recibió el título de gran elector.

»Ahora bien, ese hombre siempre ha estado enfermo. De niño sufrió la enfermedad de consunción. Se dice que nadie abrigaba muchas esperanzas respecto al muchacho, pero logró sobrevivir y superar lo peor de la enfermedad. A pesar de eso, su salud quedó muy debilitada y siempre estaba aquejado por enfermedades.

»Cuando se convirtió en elector, no pensé nada en concreto del asunto. Era un hombre inteligente, muy astuto. Me embaucó como había embaucado a todos los demás. La enfermedad parecía formar parte de él, y a medida que transcurrían los años, era como si presentara los síntomas de algunos de los virus más mortíferos con los que me he encontrado. Hacía lo que podía por él, le preparaba tinturas y caldos, y él siempre lograba recuperarse. En esa época, yo no tenía ni idea de cómo lo conseguía. Durante un tiempo me engañé a mí mismo pensando que era por mis remedios, pero eso sólo era orgullo.

Ahora me doy cuenta.

»No, a medida que continuaron pasando los años y yo me convertí en el hombre frágil que ahora soy, comencé a comprender que había algo que no estaba del todo bien. —El anciano hizo una pausa momentánea mientras jugaba con la cuchara—. Ese hombre debería haber muerto hacía años. Había algo que lo mantenía con vida, y con toda seguridad que no era obra mía.

No obstante, yo disfrutaba de la posición que ocupaba. Todos sabían que el elector estaba enfermo desde hacía décadas, pero nunca lo había vencido la enfermedad, y que yo era su médico.

Condes y barones solicitaban mis servicios desde todas partes. Una vez más, se trataba de orgullo.

«Finalmente, me enteré de la verdad. Lo único que yo estaba haciendo era mantener a raya la podredumbre que ese hombre llevaba dentro desde el principio, y no lo digo en ningún sentido metafórico: en verdad, ese hombre está pudriéndose por dentro. Está pudriéndose, pero no muriéndose. En realidad, creo que de algún modo disfruta de las enfermedades que sufre, cómodo en el conocimiento de que no sucumbirá a la muerte como resultado de ellas.

»Es una criatura del Caos, Stefan, un adorador de un inmundo dios oscuro y pestilente del Caos. No pronunciaré ninguno de sus muchos nombres; baste decir que es la antítesis del orden natural de las cosas. Yo creo, y esto es sólo una conjetura pero yo lo creo de verdad, que Gruber, probablemente, habría muerto como resultado de la enfermedad de consunción que tuvo de niño. Con total seguridad, no habría superado los años de la adolescencia. No, creo que para evitar esa suerte buscó a cualquier dios que quisiera protegerlo. Tal vez no tenía intención de recurrir al mal, pero fue un dios del Caos el que le respondió. Eso lo salvó, y lo condenó.

En la sala reinaba un silencio absoluto. Stefan permanecía sentado e inmóvil, con una evidente expresión de asco en la cara. Se aclaró la garganta.

—¿Y mi abuelo? —preguntó.

—Lo único que se me ocurre es que vuestro abuelo descubrió su secreto. Al ser un auténtico hombre de honor y puro, debió de sentirse trastornado. ¡Eran amigos íntimos! A pesar de todo, Gruber debió de volverse contra él. Como un animal acorralado, atacó con el fin de protegerse y salvaguardar su secreto.

»Vuestro abuelo fue acusado de tener tratos con los Poderes Oscuros. Él se rio de las acusaciones, pero, a instancias de Gruber, se hizo venir a un cazador de brujas para que realizara una investigación y dictaminara sobre el asunto. Este cazador de brujas, una vil serpiente de hombre, entrevistó a su manera a los sirvientes de la casa y a los miembros de la corte. Durante esas supuestas entrevistas, se oyeron muchos alaridos resonando por el castillo.

»En aquella última noche fatídica, entró en las dependencias de vuestro abuelo y descubrió un santuario dedicado a los Dioses Oscuros. Sobre él habían dejado corazones humanos como ofrenda y habían escrito con sangre en las paredes viles símbolos del Caos.

»Fue Gruber quien incriminó a vuestro abuelo, de eso estoy seguro; así que vuestro abuelo fue condenado a muerte, vuestro padre fue desterrado y a vos os marcaron a fuego la cara con ese cruel signo.

—Pero… toda la corte se volvió contra él. Colaboraron con la historia de Gruber.

El anciano se encogió de hombros.

—A los políticos se los compra con facilidad. Tal vez se les concedió longevidad también a ellos, mediante la adoración ciclos Dioses Oscuros. Probablemente nunca lo sabremos. Han pasado muchos años. Cuando me enteré de la verdad, hace apenas unos meses, no supe qué hacer. No podía denunciar lo. ¿La palabra de un médico contra la de un conde elector y toda su corte? ¡Ja! Me habrían azotado y me habrían colgado de las puertas del castillo para que me picotearan los cuervos.

Así que huí, y aquí estoy.

—Es una historia tenebrosa —dijo la atronadora voz del sacerdote, Gunthar.

—No entiendo por qué me mantuvo con vida —dijo Stefan—. Sin duda, para él habría sido mejor matarme cuando era un bebé. Es evidente que si llegaba a saber la verdad, yo intentaría matarlo. Además, por mucho que me desagrade el pensamiento, soy el legítimo heredero de la dignidad de elector.

No tiene ningún sentido.

—Bueno, en eso estoy de acuerdo con vos. No tiene sentido —dijo Gunthar—, pero por lo que he oído, ese hombre perdió la cordura hace muchos años. ¿Quién puede adivinar las motivaciones de un demente?

—La verdad es que sí intentó matarme —dijo Stefan, que justo entonces se daba cuenta—, pero fue mucho más tarde.

La misión destinada a guardar el paso. Era una misión suicida.

¿Por qué esperar tanto tiempo para eliminarme?

—No sé qué decir, muchacho.

—Bueno, lo mismo me sucede a mí. Ahora no queda nada más que hacer que destripar a ese miserable.

—Hay un problema, muchacho —dijo Gunthar—. No es un hombre fácil de matar.

Stefan frunció el entrecejo.

—Una espada en el corazón debería lograrlo.

* * *

—Ahí es donde os equivocáis. Aunque yo le aplastara la cabeza con mi enorme martillo —dijo al mismo tiempo que lo alzaba a dos manos para dar más fuerza a la frase—, no lo malaria.

Estoy seguro de que no tendría un aspecto demasiado bonito después de eso, pero no lo mataría.

Stefan frunció el ceño con aire dubitativo.

—Según mi experiencia, si se clava la espada en la cabeza de un hombre, siempre se logra matarlo.

—¡Ah!, pero él ya no es realmente un hombre. Es el poder del Caos —dijo el sacerdote mientras hacía el protector signo de Sigmar para alejar al mal—. Lo protege. Vendió su alma a la condenación, y ahora los Dioses del Caos protegen codiciosamente a su peón. Ni siquiera con todo el poder de mi fe, podría matar a ese demonio. Maldito sea, pero ojalá pudiera.

—Entonces…, ¿cómo podemos acabar con él?

—Hay algo que puede matarlo, pero no será fácil conseguirlo.

Me he enterado de que…

Se oyó un golpeteo en la chimenea, y el sacerdote dejó de hablar. En las llamas cayó un objeto que dispersó ascuas y chispas, y rodó hasta el suelo. Era un globo de metal del tamaño de un puño aproximadamente y cubierto de pequeñas perforaciones.

—¡En el nombre de Sigmar!, ¿qué…? —tronó la voz de Gunthar al mismo tiempo que se ponía en pie de un salto y derribaba el cajón en el que estaba sentado. Por los agujeros del globo metálico comenzó a salir humo verde, y el hedor le causó arcadas a Stefan.

—¡Atrás! —gritó Piter entre toses—. ¡Veneno!

Stefan desenvainó la espada. Comenzaron a llorarle los ojos, y el humo, al entrarle en los pulmones, hizo que le diera vueltas la cabeza. Tosiendo, se puso una mano sobre la boca y siguió a Gunthar a través de la puerta, hasta la capilla. Tras sacar a tirones de la cocina al anciano médico, cerró la puerta de golpe.

Piter cayó de rodillas y, al toser, expelió sangre sobre las losas de piedra.

—¡Barrad las puertas! —gritó Stefan mientras se enjugaba los ojos llorosos.

Los soldados saltaron a la acción para cargar ballestas y arcabuces y apostarse en las ventanas. Dos de ellos alzaron una barricada ante la puerta principal de la capilla, y otros dos si pusieron a mover un pesado banco de madera para colocarlo ante la puerta que llevaba a las habitaciones de la vivienda.

—¡¿Dónde está Mikael?! —tronó la voz de Gunthar—. ¿Donde está maldición?

—¿El muchacho? Atendiendo a los caballos —replicó el explorador Wilhelm.

El enorme sacerdote maldijo, apartó el banco de su camino con una sola mano y volvió a la cocina.

—¡Maldición! —exclamó Stefan—. ¡Vosotros dos —dijo al mismo tiempo que señalaba a un par de soldados—, id con él!

La estancia estaba llena de humo verde, así que los dos se cubrieron la cara con un brazo y entraron corriendo tras el gigantesco sacerdote. Gunthar se lanzó directamente contra la pequeña puerta que daba al patio, la arrancó de los goznes con un golpe de hombro y salió al aire fresco. Sentía un escozor doloroso en los ojos y las lágrimas corrían por su cara. Los soldados aparecieron detrás de él y respiraron con avidez. Si oyó la detonación de un arma de fuego, y uno de los hombres cayó con un tiro en la garganta.

Con la cabeza inclinada, Gunthar atravesó pesadamente el patio y se abrió paso hacia el interior del establo. Los caballos pateaban las puertas y relinchaban de terror. Vio al joven Mikael tendido en el suelo, sobre un charco de sangre, y a uno de los soldados de von Kessel, desplomado contra una pared. Una pequeña figura ataviada de negro se encontraba de pie junto a los cadáveres, con una daga en cada mano. Se volvió al entrar Gunthar, con movimientos rápidos e inhumanos. Gunthar vio crueles ojos rasgados que destellaban bajo la negra capucha.

Con un siseo malévolo, saltó hacia el sacerdote a gran velocidad.

Gunthar llevaba cogido el martillo a dos manos y barrió el aire con toda su fuerza para golpear al asesino. La criatura se anticipó al movimiento y saltó hacia la pared para evitar el golpe. Giró en medio del aire y golpeó el muro con las patas para impulsarse y volar por encima del arma y el sacerdote.

En el momento de descender, clavó una de las dagas en el cuello del soldado que seguía a Gunthar, y el hombre cayó al suelo entre gorgoteos de sangre. Sufrió violentas convulsiones y, por la boca, le salió espuma manchada de sangre. Gunthar reparó en que las dagas que blandía la criatura estaban untadas con una sustancia verde oscuro. Mientras observaba, una gota cayó al suelo, donde siseó y humeó ligeramente: veneno.

La criatura rodó con soltura, se puso de pie y se acuclilló una vez más frente a Gunthar.

—Engendro infernal —gruñó el sacerdote.

Vio que la criatura tenía una cola que llevaba envuelta en tela negra y que estaba rematada por una punta de flecha metálica fue permanecía suspendida peligrosamente en el aire, justo por encima de un hombro. También estaba untada con veneno.

—¡En el nombre de Sigmar, purificaré al mundo de tu presencia!

Alzó el martillo por encima de la cabeza y cargó hacia el asesino al mismo tiempo que lanzaba gritos inarticulados. La criatura le enseñó los afilados dientes amarillos mientras se mecía ligeramente sobre las patas y hacía girar rápidamente las dagas. En el último momento, saltó a un lado, pero el sacerdote había previsto eso y, con una rapidez y agilidad que desafiaban su tamaño, cambió el ángulo del golpe. El martillo se estrelló contra el pecho de la asesina criatura y la lanzó a través de uno de los pesebres de madera. Gunthar la siguió. El golpe le había aplastado el pecho, y el ropón negro estaba atravesado por blancas astillas de hueso. Alzó hacia el sacerdote los ojos cargados de odio un momento antes de que Gunthar le aplastara la cabeza.

El sacerdote salió del establo y atravesó el patio a la carrera.

Se oyó otra detonación de arma de fuego, y sintió un dolor agudo cuando una bala le rozó un muslo. Sin hacer caso del dolor, volvió a entrar en la cocina. El humo se había disipado casi completamente. Gunthar atravesó la estancia con rapidez y entró en la capilla. Tras cerrar la puerta de golpe, ayudó a los hombres a bloquearla con el pesado banco de madera.

—Os han herido —dijo Stefan al ver las flechas que el sacerdote guerrero llevaba clavadas en el pecho.

El hombretón gruñó y se las arrancó.

—Me han pasado cosas peores —dijo al mismo tiempo que las arrojaba al suelo.

—¿Y mis hombres? ¿Y el muchacho? —preguntó Stefan mientras volvía a cargar las pistolas.

—Muertos —fue la sencilla respuesta del sacerdote.

Los restantes soldados del interior de la capilla habían ocupado posiciones ante las ventanas. Disparaban esporádicamente hacia la oscuridad con ballestas, arcos y fusiles.

—¡Ya vuelven! —gritó Albrecht, que disparaba con la ballesta hacia la noche, Stefan corrió a una ventana cuando el hombre que la ocupaba cayó al suelo con un cuchillo clavado en la garganta. Al mirar al exterior por entre los postigos, vio una figura que pasaba a toda velocidad y le disparó la pistola a quemarropa.

Del cañón del arma salió humo.

—¿Cuántos? —gritó el capitán.

—No lo sé. Demasiados —fue la respuesta del sargento.

—¿Cómo está Piter, Gunthar?

—Inconsciente. El corazón le late débilmente, pero está vivo.

Un hacha impactó contra la puerta que daba a la cocina y rajó los paneles. El sacerdote guerrero se situó junto a ella, con el martillo en las manos, en espera de lo que pudiera atravesarla.

El hacha volvió a golpear contra la puerta y la hizo pedazos. Gunthar del primer hombre. Otros dos avanzaron de un salto y metieron las alabardas a través de la puerta. Gunthar las apartó a un lado con un barrido del martillo. De repente, Stefan estaba junto a él y descargaba una pistola en la cara de uno de los hombres, mientras que al otro lo mataba con una estocada de espada. Fue entonces cuando vio que llevaban el uniforme amarillo y púrpura de las tropas regulares de Ostermark.

—Sigmar de lo alto —murmuró.

Gunthar lo lanzó a un lado cuando un par de saetas de ballesta entraban por la puerta. Se oyó la detonación de un arma de fuego, y uno de los hombres de Stefan se desplomó con un disparo en la espalda.

Un polvillo de nieve cayó dentro de la capilla desde el tejado y, al levantar la mirada, Stefan vio un par de figuras ataviadas de negro que saltaban desde las altas vigas.

—¡Detrás de nosotros! —gritó cuando las figuras caían ágilmente en medio de la habitación.

Una de ellas extendió un brazo con gran rapidez, y uno de los soldados de las ventanas se desplomó mientras aferraba algo que tenía clavado en la nuca. Las dos figuras recorrieron rápidamente la estancia con los ojos, y su mirada se clavó en el postrado Piter. Moviéndose de modo simultáneo, se lanzaron a través de la refriega, pasando con saltos mortales por encima de los combatientes y agachándose para esquivar barridos de espada. Stefan se dio cuenta de cuál era su objetivo, y corrió para situarse entre los dos atacantes y el médico yacente.

El capitán acometió con la espada a una de las criaturas. Esta retrocedió, y la hoja pasó a pocos centímetros de su vientre, y luego atacó a Stefan con sus armas. Llevaba largas garras metálicas sujetas sobre las manos, e intentaba arañarlo como un animal rabioso. Una de las armas le dejó un trío de arañazos sangrantes en un brazo, y él gruñó de dolor mientras se defendía frenéticamente del oponente veloz como el rayo.

—¡Albrecht! —gritó—. ¡Proteged a Piter!

El sargento se volvió y vio a la figura de capa negra que se acercaba al médico. Se llevó la pesada ballesta a un hombro y disparó. La flecha voló a través de la habitación, directamente hacia la pequeña figura. Como si percibiera el peligro, la criatura se volvió de súbito, y una de sus manos ascendió con rapidez para atrapar la flecha en medio del aire. Hizo girar la saeta, de modo que la punta quedara hacia abajo, como una daga, y la clavó en un ojo del médico inconsciente, al que mató al instante.

Una mano enorme descendió sobre el asesino acuclillado y lo aferró por el flaco cuello. Gunthar levantó en alto a la criatura que pataleaba, y le estrelló la cabeza contra el marco de la puerta. Quedó laxa, y el sacerdote la arrojó al suelo con desdén.

Stefan se defendía frenéticamente del otro asesino, y apenas lograba mantener a raya a las velocísimas zarpas. Sufrió otra herida cuando tres garras le arañaron un muslo, y retrocedió, gruñendo de dolor. La figura de negro saltó en el aire y aterrizó sobre la escultura que coronaba una ventana, a unos tres metros de altura. Con otro salto, llegó hasta las vigas, y luego desapareció.

Stefan se arrodilló junto al asesino que Gunthar había matado, y le quitó las vendas negras que le ocultaban el rostro alargado. Debajo vio suciedad, apelmazado pelo lleno de piojos, y por un segundo pensó que se trataba de una grotesca máscara, pero no era así. La criatura tenía un rostro largo que acababa en una nariz negra cubierta de bigotes maltrechos. Por la boca abierta se le veían largos dientes rotos y sucios, y una lengua purpúrea pálido y purulento. La criatura estaba cubierta de llagas abiertas y supurantes, y olía como un cadáver putrefacto.

—¡Que Shallya nos proteja! —dijo Albrecht al mismo tiempo que se tapaba la boca—. Es una especie de hombre bestia.

—Un skaven —dijo Stefan.

Cayó otro de los hombres de Stefan que estaban ante las ventanas, con una flecha clavada en el cuello. A través de la ventana lanzaron una tea ardiendo que describió un arco por el aire, girando sobre los extremos, y cayó al suelo. Arrojaron más antorchas encendidas al interior de la capilla, y se oyeron golpes en el tejado al caer otras sobre él.

—Tenemos que salir de aquí —rugió Stefan—. ¡A los caballos!

Gunthar, que encabezó la carga a través de la puerta de la cocina, saltó por encima del banco volcado. En la habitación había dos hombres: uno cargaba frenéticamente la ballesta, y el otro iba armado con una alabarda. El arma era demasiado grande para usarla con eficacia en un espacio tan reducido, y Gunthar arremetió contra él con un hombro y lo lanzó de espaldas contra la pared.

El ballestero dejó caer el arma y desenvainó una daga pequeña con cuello. No tuvo ni una sola oportunidad, porque la espada de Albrecht se le clavó en el pecho, y el hombre cayó al suelo. El sargento escupió sobre el hombre caído. Gunthar asintió con la cabeza para darle las gracias, a la vez que se ponía de pie. El hombre al que había atropellado estaba inmóvil, con los ojos inexpresivos y fijos; se había partido la espalda.

—¡Escudos a punto! —gritó Stefan mientras conducía a los soldados al patio.

Varias saetas de ballesta golpearon contra los escudos alzados.

Se oyó otra detonación de arma de fuego, y uno de los soldados cayó de forma absolutamente silenciosa. Con un juramento, Stefan le quitó el escudo al muerto, y los soldados restantes corrieron hacia el establo.

Dos ballesteros, un arcabucero. Ese es el peligroso —dijo Gunthar—. Está situado detrás de la roca grande del montículo, cincuenta metros más atrás. Y también es un tirador condenadamente bueno.

—Yo iré —dijo uno de los soldados. Se trataba de Wilhelm, el explorador que había encontrado la capilla—. Ya sé dónde queréis decir.

—Iré con vos —dijo Albrecht.

Stefan asintió con la cabeza, y los dos hombres salieron al patio a la carrera, agachados y corriendo en zigzag. Una saeta de ballesta impactó a sus pies, contra el empedrado cubierto de nieve, antes de que se escabulleran detrás de una esquina del edificio y corrieran hacia los árboles.

—Preparad los caballos —ordenó Stefan—. ¿Sabéis montar? —le preguntó a Gunthar.

El gigantesco hombre frunció la cara salpicada de sangre.

—No puedo decir que me encante, pero sí, sé montar.

Karl volvió a cargar el fusil largo Hochland con rapidez y eficiencia. Hacía casi una década que tenía el arma, y la conocía como no conocía nada más en todo el mundo. La quería más de lo que quería a su esposa, como solían bromear los amigos, pero era verdad y la mujer lo sabía. Su alcance y precisión no se parecían a las de ninguna otra arma que hubiese usado. En dos ocasiones, había ganado el trofeo de puntería del ejército de Ostermark. Había recibido el premio de las manos del mismísimo gran elector: un broche de oro con una calavera sonriente, coronada de laurel, con una bala de mosquete entre los dientes. Aunque ya no los tenía, pues los había vendido hacía mucho para pagar cerveza y mujeres costosas.

Tras alzar el arma hasta el hombro una vez más, miró a lo largo del cañón. El patio estaba desierto, pero sabía que los traidores aún se ocultaban en el establo y que en algún momento tendrían que salir. No le importaba; era un hombre paciente.

Podía esperar.

Dos de ellos habían escapado hacía unos minutos, pero entonces él estaba cargando el arma y no había podido dispararles.

No importaba; el que le interesaba de verdad aún estaba dentro del establo, el gigantesco sacerdote hereje. Se había sentido fastidiado consigo mismo por haber errado hasta ese momento. Debería haberlo matado cuando atravesó corriendo el patio, pero se le desvió el tiro y sólo logró rozarle una pierna. El otro disparo había sido difícil, a través de dos puertas abiertas, y no se había sorprendido al fallar. Aun así, había matado a uno de los rebeldes de Ostermark, así que no estaba mal del todo.

Respiraba lenta y controladamente, como era necesario en el caso de un francotirador. Vio a unos veinte hombres que se acercaban a los establos, agachados, con espadas y alabardas en la mano. Uno murió mientras él observaba, con una flecha de ballesta clavada en el pecho. La capilla se había incendiado y estaba consumida por las llamas. Cerró un ojo para mirar a lo largo del cañón y contuvo la respiración al ver un movimiento. Un soldado asomó la cabeza fuera del establo. «Estúpido», pensó Karl mientras apretaba el gatillo. Vio caer al hombre, y el reguero de sangre que se derramaba sobre la nieve. Con rapidez, metódicamente, volvió a cargar el arma y se puso en posición una vez más.

—Vamos, sacerdote —susurró para sí.

La cabeza del hombre estaba puesta a precio, precio fijado por el propio gran conde. Era una cantidad suficiente para que un hombre pudiera retirarse, que era precisamente lo que planeaba hacer, eso era lo que quería hacer. A su esposa no le importaría que no estuviera mucho en casa, estaba acostumbrada, pero sabía que se sentiría más contenta si sabía que el padre de sus hijos ya no era soldado. No sentía ningún deseo real de permanecer y el Imperio, y si conseguía matar a aquel sacerdote, lo dejaría.

Sabía que dentro del establo había menos de media docena de hombres, y los que se aproximaban estaban cada vez más cerca. Se habían desplegado para rodear la caballeriza. Uno había caído al suelo con la cara destrozada por un disparo de pistola. A pesar de todo, los del establo estaban terriblemente superados en número. Tendrían que intentar salir en cualquier momento, Karl estaba esperando. Confiaba en ser capaz de matar al sacerdote, pero no cobraría recompensa alguna si los otros se le adelantaban.

—Vamos —susurró para sí.

Matar a pieles verdes o bárbaros del norte era una cosa, pero disparar contra un compatriota del Imperio era mal asunto.

Apretar el gatillo y matar a un hombre vestido de púrpura y amarillo era algo que iba en contra de toda su naturaleza, pero se recordó que eran herejes adoradores del Caos, que ya no eran hombres de Ostermark, sino propagadores de plagas, mentiras y engaños, y que el sacerdote era el peor de todos. Ya había intentado matar al gran conde. Por No sabía cómo podía un hombre traicionar a los suyos.

Karl había visto a las pequeñas criaturas vestidas de negro que se movían allá abajo. Se desplazaban en silencio y con tal rapidez que apenas parecían humanas; ¿demonios aliados del sacerdote, tal vez? Intentó apartarlas de sus pensamientos.

Karl oyó un sonido a su espalda, una ramita que se partía bajo un pie. «Uno de los torpes ballesteros», pensó. Eran unos inútiles. Si uno de esos atontados lograba matar al sacerdote en su lugar, jamás podría superarlo. Sin hacer caso del ruido, se concentró en el establo.

De repente, tenía un cuchillo contra la garganta.

—Bonita arma, escoria adoradora del Caos —dijo un susurro ronco, y el cuchillo lo degolló.

Una mano lo sujetó contra el suelo mientras Karl se debatía en la nieve y la volvía roja con su sangre.

Wilhelm sujetó al hombre hasta que se quedó quieto. Limpió el cuchillo en el tabardo amarillo y púrpura del francotirador, y alzó la mirada hacia Albrecht. El sargento señaló pendiente abajo y, en silencio, le indicó que allí había dos hombres.

Wilhelm hizo un gesto para que Albrecht se quedara donde estaba y bajó por la ladera, muy agachado, avanzando como un gato en plena cacería. Albrecht se encogió de hombros, se sentó en la nieve y sopesó el fusil largo del muerto. «Son costosos», reflexionó al reparar en el detallado labrado del cañón y las incrustaciones de oro de la pesada caja. Se preguntó cuánto pagaría el ingeniero Markus por el arma.

Wilhelm regresó momentos más tarde con el cuchillo de caza goteando sangre.

* * *

—¿Hecho? —preguntó Albrecht.

—Sí, está hecho —replicó el hombre.

Los dos echaron a correr por la nieve para ayudar al capitán.

Stefan taconeó al caballo, que salió al galope del establo. Un par de hombres que se habían acercado sigilosamente a la entrada lo acometieron con alabardas, y él se echó atrás en la silla y estuvo a punto de caer. El caballo se alzó de manos y pateó velozmente con los cascos. Uno de los hombres arremetió y clavó la punta de la alabarda en el pecho del corcel. El animal relinchó y se desplomó, pataleando. Stefan cayó pesadamente al suelo, él, pero fue derribada al suelo por el barrido de un martillo de guerra. En la mandíbula del soldado, se la hizo pedazos y lo lanzó volando por el aire.

—¿Y vos me preguntabais si yo sabía montar? —comentó, malhumorado, antes de estrellar el martillo contra un hombro del otro soldado. El hombre quedó laxo y dejó caer el arma.

Lo remató un tremendo golpe en la cabeza.

Un soldado ayudó a levantarse al capitán, que se sacudió la ropa. Había nueve hombres que les presentaban batalla.

—Muere, traidor —chilló uno de ellos, que corrió hacia e) corpulento sacerdote con la espada desnuda.

El sacerdote paró con el mango del martillo el tajo del ata cante, y le propinó en la entrepierna un tremendo rodillazo que le obligó a doblarse por la cintura. Descargó un golpe con el mango en el cuello del hombre, luego le puso un pie sobre la espalda y levantó el martillo en el aire al mismo tiempo que su voz atronaba con tono autoritario.

—¡Os han embaucado, hombres de Ostermark! ¡No soy yo el traidor, sino vuestro amo y señor, el gran conde Otto Gruber! ¡Yo soy encuentra a mi lado!

Los hombres intercambiaron nerviosas miradas.

—¿Von Kessel? —gritó uno de ellos, inseguro.

—Sí, soy yo, hombres —gruñó el capitán—. Arrojad las armas al suelo. No somos vuestros enemigos.

—¡No! —gritó uno de los soldados—. ¡Está confabulado con el sacerdote hereje! ¡Miradle la cara! ¡Lleva la marca del mismísimo Caos!

Cuando se lanzó hacia adelante, Gunthar lo derribó de un martillazo. Los últimos soldados miraron hacia atrás, precavidos, cuando Albrecht y el explorador llegaron corriendo.

—Sargento Albrecht —gritó uno con nerviosismo—, ¿dice la verdad el sacerdote?

—Sí, Kurt Nieman. Arrojad las armas, muchachos.

Uno a uno, los soldados dejaron caer las armas sobre la nieve.