DIECINUEVE
—¡Date prisa, maldito seas! —gruñó Hroth.
El khazag subía por la escalera antigua tallada en la pared del acantilado. De un salto, salvó otros cuatro escalones antes de volverse y dirigir una mirada funesta hacia el brujo, que ascendía con mayor lentitud, detrás de él. Sudobaal respiraba con dificultad y se apoyaba en el báculo mientras subía trabajosamente los escalones.
Ante él, Hroth vio a los norscan de la playa, que batallaban con los elfos, que desembarcaban en gran número. Anhelaba encontrarse abajo, en medio del derramamiento de sangre y la matanza, y sentía que la sangre era bombeada con rapidez a través de su cuerpo mutado, como reacción ante la lucha. Se le tensaban los músculos y cerraba los puños con fuerza. Estaban llegando más naves elfas de blancas velas, que surcaban el mar a toda velocidad. Viraban delante de la playa, donde el escaso calado les permitía acercarse a poca distancia de la orilla.
Centenares de flechas hendían el aire, junto con proyectiles más grandes que disparaban máquinas de guerra montadas en las naves.
Los rayos iluminaban la playa y retumbaba el trueno. La lluvia caía torrencialmente sobre Hroth y Sudobaal, y hacía que las piedras estuviesen resbaladizas y peligrosas. Ya habían ascendido varias decenas de metros, y les quedaban aún unos treinta metros más antes de llegar a la cima, donde estaban la meta y el premio.
La batalla no iba muy bien allá abajo, y Hroth tenía que reprimir el impulso de correr hacia la refriega. Sabía que si él estuviera allí, los elfos no tendrían la más mínima oportunidad.
Conocía el efecto del frenesí guerrero que se apoderaba de él, y sentía correr por su interior el poder de la deidad a la que se había consagrado. Khorne le había fortalecido el cuerpo de tal modo que las armas se hacían pedazos contra él, y era capaz de recibir con indiferencia heridas que en otros serían mortales. Con el poder que se le había concedido, podía descuartizar a un hombre con poco esfuerzo. Sabía que era más alto y fuerte que nunca antes, y todos se acobardaban ante su presencia. Todos podían ver la impronta de los dioses en él, evidente no sólo en los ojos llameantes y curvos cuernos que le crecían en la cabeza, sino en el poder que exudaba. Todos le temían y lo respetaban —«salvo el brujo, Sudobaal», pensó Hroth—, pero eso cambiaría muy pronto.
—El poder del Caos es potente en esta isla —siseó Sudobaal entre jadeos.
Hroth también lo percibía: se sentía más poderoso, más cerca de su dios, como si el aire mismo le insuflara fuerza. La isla también parecía afectada por ese poder: las plantas se retorcían y contorsionaban, flores con dientes les lanzaban mordiscos al pasar, y rostros demoníacos que gritaban en silencio su tormento aparecían en la pared de roca.
—Es el aliento de los dioses. Siento que el poder me llama —siseó Sudobaal—. Debemos darnos prisa.
El brujo pasó arrastrando los pies junto al ceñudo Hroth, y continuó ascendiendo por el segundo tramo de toscos escalones.
Hroth lanzó una última mirada hacia la batalla en curso, con los músculos tensos, antes de volverse, ascender la escalera y adelantar al brujo.
Llegó a lo alto del acantilado antes que Sudobaal. El rudimentario sendero continuaba rodeando una roca grande y bajaba por una escalera que había al otro lado. Al salir de la curva, sintió que el poder del Caos se intensificaba de modo repentino y lo bañaba en una ola que le revolvía el estómago.
Por su mente pasaron risas y alaridos, y estuvo a punto de tropezar a causa de la potencia de aquello. Ante él había una enorme fisura en la pared de roca. De las grietas que rodeaban la entrada de la cueva ascendía vapor, como si fuera la respiración de una gigantesca bestia que durmiera en el interior. La entrada estaba bordeada por afiladas rocas que le conferían la apariencia de una gigantesca boca abierta.
A ambos lados de la entrada, había una piedra erecta. En otros tiempos habían sido altas y elegantes, hechas de una luminosa piedra blanca, y Hroth vio que tenían runas elfas talladas en los costados y rellenas de oro. Las habían destrozado hasta la mitad, y los trozos de relumbrante roca yacían dispersos en torno a la entrada. Se veían negras venas palpitantes que ascendían por las piedras blancas: el poder corruptor del Caos se imponía a la magia elfa. Sudobaal apareció arrastrando los pies y tropezó bajo el repentino poder que manaba de la caverna.
Recobró la compostura con rapidez y observó la entrada con ojos cargados de codicia.
—Qué arrogancia pensar que podían mantener a distancia el poder del Caos —dijo, y una sonrisa malvada apareció en su cara—. Aquí la tenemos: la meta que nos hemos esforzado por alcanzar.
Dicho eso, los dos entraron en la caverna del Caos: el brujo, con paso osado; el elegido de Khorne, caminando con mayor cautela, con el hacha en las manos.
Docenas de naves elfas entraron en los bajíos, protegidas pollos disparos de otras. Centenares de guerreros saltaron al rompiente de la playa, con las espadas y las lanzas a punto, y los cascos plateados brillando noblemente al destellar los rayos. Los norses se enfrentaron con ellos en las turbulentas aguas que les llegaban hasta las rodillas, y el mar se tornó rojo con la sangre de hombres y elfos.
Lathyerin saltó al agua y se sumergió hasta los muslos; el largo ropón se le empapó a causa del gélido contacto. Bajó la destellante espada hacia el enemigo y condujo a sus soldados en una carga a través de las agitadas aguas. La fuerte resaca tiraba de él, pero luchó contra ella y avanzó trabajosamente por el agua hacia la batalla que estallaba enfrente.
Aletas negras rompieron la superficie de las aguas someras y vio que un elfo caía cuando un tiburón lo atrapó por el torso.
«Lobos del mar», los llamaba Lathyerin, y la cantidad de sangre que había en el agua los había puesto frenéticos. La espuma de las olas que lo bañaban era roja, pero hizo caso omiso del asco y continuó adelante.
Por encima de su cabeza pasaban flechas que se precipitaban entre los norscan. La mayoría lograban protegerse de ellas con los escudos, pero docenas caían en el agitado mar, chillando, con flechas clavadas en el cuello y los brazos desnudos. Los tiburones estaban entre ellos, y vio que un hombre daba un traspié cuando una enorme silueta negra lo cogía por una pierna y lo arrastraba, pataleando y manoteando, hacia aguas más profundas.
Con un grito, Lathyerin se lanzó contra el enemigo, y la brillante espada atravesó el escudo de cuero y se clavó en la cara del norscan que lo sujetaba. Cayó con un alarido, y Lathyerin le asestó una estocada descendente para rematarlo. Su fiable guardia del mar formó en torno a él, y los elfos se pusieron a matar con las largas lanzas. Los norscan se abalanzaban contra las puntas de las armas para hacerlas bajar, de modo que sus camaradas pudieran acercarse a los elfos.
Un corpulento guerrero del Caos, de piel más oscura que el resto, se lanzó contra los elfos sin hacer caso de dos lanzas que chocaron contra su pecho. Con un barrido de hacha partió las astas de las armas y saltó sobre los elfos que las blandían. El guerrero dejó caer el hacha y le dio un puñetazo en la cara a uno de ellos, para luego saltar sobre el otro, cogerle la cara entre las manos y apretar con fuerza, hasta que de las puntiagudas orejas del elfo salió sangre y su cuerpo se puso laxo.
Lathyerin intentó acercarse al guerrero berserker, pero los movimientos de la batalla alejaron al hombre enloquecido. Paró una estocada de espada, y con el golpe de respuesta clavó la hoja de su arma en el cuello de otro norscan.
Con una ráfaga de viento y un rugido sobrenatural, el príncipe Khalanos entró en la refriega. El enorme dragón azul verdoso se lanzó sobre los norscan, desgarrando y descuartizando a la vez que alzaba una gran ola de agua en el aire. Lathyerin vio a un hombre partido en dos de una dentellada, y a otro al que el roce de las garras del dragón le cercenó un brazo. El propio Khalanos ensartó con la lanza a un par de norscan.
El dragón volvió a elevarse y exhaló su mortal aliento sobre una docena de hombres. El agua del mar se agitó e hirvió bajo el intenso calor, y el vapor ascendió de ella. Los norscan que se habían sumergido para escapar de las llamas vomitadas hacia ellos, emergieron entre alaridos, con la carne hervida desprendida de los huesos.
—¡Adelante! —gritó Lathyerin.
El elfo cargó en un intento de derrotar a los desmoralizados norscan que tenía delante. La guardia del mar corrió a su lado.
Los que iban armados con arcos dispararon flechas contra los enemigos, que caían de veinte en veinte. El agua estaba llena de cadáveres que las constantes olas llevaban de acá para allá.
Lathyerin sintió que lo golpeaba algo grande y lo derribaba, y el elfo que estaba a su lado gritó. Un gigantesco tiburón de cuatro metros y medio lo tenía entre las fauces, con las mandíbulas cerradas en torno al torso y los brazos, y el escudo se partió bajo la fuerza de la criatura. Lathyerin se lanzó adelante y clavó la brillante espada en la cabeza del tiburón, en cuyo cerebro penetró profundamente. La criatura se volvió loca y se debatió con frenesí en los estertores de la muerte. De un golpe dejó sin aliento a Lathyerin, que cayó bajo el agua. Intentó respirar y tragó una buena cantidad de sangrienta agua salada. Se levantó, tosiendo, y continuó avanzando hacia la orilla.
A todo lo largo de la playa, los elfos estaban avanzando sobre la arena y obligaban a los norscan a retroceder. Había un guerrero alto que mataba a los elfos que lo rodeaban con un par de espadas. Un elfo se lanzó hacia el bruto, con la espada dirigida hacia la espalda del guerrero al mismo tiempo que giraba.
Como si sintiera el golpe que se avecinaba, y moviéndose con una rapidez imposible, el alto norscan giró con ligereza para evitar el golpe. La segunda espada salió silbando y se clavó en el cuello del elfo, que cayó en silencio.
Ulkjar Moerk Cortacabezas no hizo pausa alguna tras matar al elfo, sino que continuó abriendo una senda de destrucción a través de las filas del enemigo. Sin embargo, eran demasiados y estaban haciendo retroceder a los norscan.
—¡Cualquier cosa que estés haciendo, brujo, hazla de prisa! —murmuró mientras volvía a matar.
Sudobaal pasaba una mano con garras por la lisa pared de roca mientras descendía hacia las profundidades de las cavernas.
La roca palpitaba con luz y color: azules, verdes y púrpuras.
Venas de materia más oscura formaban un entramado sobre la roca lisa, latiendo con energía apenas contenida, y Sudobaal se maravillaba ante el poder que corría a su alrededor.
El erizado pelo de la nuca de Hroth lo advertía de la magia de aquel lugar. Por un lado, se sentía más cerca de su dios que nunca antes fuera del campo de batalla, pero también sentía recelo ante la poderosa magia que inundaba las cavernas, siempre desconfiado de la brujería. Aferraba el hacha con fuerza mientras descendía tras el brujo.
Dentro de la cueva había luz, aunque se trataba de una fría luz sobrenatural que surgía de las paredes. Las llamas azules del báculo del brujo ardían con luz fría, se reflejaban sobre las lisas paredes reflectantes e iluminaban a ambos hombres. Descendían hacia una caverna en forma de cuenco, una sala circular con paredes curvas que se fundían con el suelo. En el interior de la cámara se arremolinaba y corría a gran velocidad un humo de color rojo púrpura oscuro, como el de la sangre coagulada.
Al acercarse a la entrada de la cámara en forma de cuenco, el tono y la luz de las paredes se izo más brillante, y los colores comenzaron a ondular y arremolinarse. A través del turbulento humo rojo vieron que en el centro de la cámara había un ataúd de piedra blanca colocado sobre una plataforma rocosa. El ataúd estaba adornado con runas elfas que brillaban con fuerza, al rojo blanco. Sudobaal siseó al ver las runas, porque le quemaban los ojos y eran lacerantes. A Hroth, mirarlas le causaba dolor dentro de la cabeza, y aferró el hacha con más fuerza.
Sudobaal posó una huesuda mano en el enorme pecho de Hroth, para impedir que este entrara en la cámara. El guerrero bajó los ojos con desdén hacia la mano que lo tocaba, pero se detuvo.
El brujo avanzó hasta la entrada de la cueva y alzó la mano.
Y el báculo como si palpara el aire mismo. El humo rojo purpúreo pasó a gran velocidad ante él, a pocos centímetros de la mano, retenido en el interior. Sudobaal susurró unas palabras guturales, y las runas elfas brillaron aún más. Al mismo tiempo que asentía con la cabeza, retrocedió y desenvainó una larga daga curva. La alzó y se hizo un corte en cada mejilla. Tras envainar el arma, se pasó la palma de una mano por cada corte para untársela de sangre, y luego volvió a avanzar hacia la entrada con la palma manchada de sangre en alto. Pareció que el humo era atraído por la sangre y se puso a describir frenéticos círculos por la cámara para concentrarse alrededor de la mano extendida del brujo. Las runas elfas se encendieron con brillante luz cuando Sudobaal comenzó la salmodia una vez más. Espetó una palabra dura, y una de las runas se encendió más y estalló en una pequeña detonación de luz. Volvió a espetar la palabra, y luego otra vez, hasta que cada una de las runas elfas desapareció. El humo cambió sutilmente de color, se volvió más oscuro y comenzó a girar de modo aún más frenético. El ataúd empezó a rajarse y la blanca superficie se tornó negra. De él surgieron afiladas puntas, hasta que quedó rodeado de espinas y púas que nacían de la piedra.
Sudobaal cerró los ojos por un instante. Su hora había llegado: la hora de coger lo que era legítimamente suyo y llevar a cabo su ascensión; la hora de deshacerse de Hroth el Ensangrentado.
El campeón de Khorne había hecho lo necesario al reunir un ejército y llevarlo sano y salvo hasta ese lugar, pero ya había acabado su utilidad y el advenedizo se estaba transformando en un muy poderoso campeón de los dioses; no sabía durante cuánto tiempo sería capaz de dominarlo.
Comenzó a pronunciar un encantamiento al mismo tiempo que se volvía hacia el enorme guerrero. En ese segundo, vio que el hacha descendía hacia su cabeza y retrocedió, conmocionado.
Por instinto, dijo una palabra en el idioma del Caos, y una negra mano humosa, insustancial y provista de garras, detuvo el hacha pocos centímetros antes de que impactara.
Hroth gruñó de cólera, y Sudobaal retrocedió dando traspiés para poner cierta distancia entre ambos. Un instante después, la zarpa desapareció.
El brujo bajó el báculo y crepitantes llamas azules salieron disparadas hacia Hroth. El guerrero había percibido el movimiento del brujo y ya tensaba los músculos para saltar, pero fue demasiado lento. Las llamas lo envolvieron cuando intentaba rodar a un lado, y lo lanzaron hacia atrás para estrellarlo contra la lisa pared de roca. Cayó al suelo, con el cuerpo humeando, la piel quemada y la armadura ennegrecida. Gruñó de odio y furia.
Sudobaal atrajo a su interior el poder del Caos; absorbió el que manaba del ataúd de la sala contigua y flotaba en el aire.
Sintió cómo aumentaba dentro de él, y se regocijó con la sensación.
Raras veces había sentido un poder semejante, y entonces destruiría a Hroth con él, lo eliminaría y lo enviaría chillando a los Reinos del Caos, para que allí lo torturaran hasta el fin de los tiempos. ¿Cómo se atrevía el estúpido a atacarlo a él?
Los dorados ojos se le volvieron negros al aumentar el poder en su interior, y el aire que lo rodeaba se cargó de electricidad.
Las llamas azules del báculo rugían e inundaban la sala de luz fría; le corrían por los brazos y los hombros, y ascendían hasta la cara y la capucha. Al cabo de pocos momentos, todo su cuerpo ardía con llamas azules. Abrió la boca, y las llamas descendieron hasta los pulmones y el estómago, y lo inundaron por completo.
—¿Cómo puedes haber abrigado la esperanza de vencerme? —preguntó la figura en llamas—. Jamás habrías tenido la más mínima posibilidad contra mi magia.
El humeante Hroth se puso de pie. También sus ojos ardían, pero con llamas calientes y coléricas, que parecían antagónicas de las frías llamas azules que cubrían al brujo.
—La magia es para los cobardes que no saben blandir un arma y carecen de la valentía para enfrentarse cara a cara con el enemigo, enano —gruñó.
—¿Ah, sí? —rio entre dientes el brujo—. Entonces, ¿en qué te convierte eso a ti, si eres vencido por un cobarde que esgrime magia?
—Jamás me vencerás, Sudobaal. Tu alma será mía —gruñó el campeón de Khorne al mismo tiempo que se preparaba para saltar hacia el hechicero.
—Adiós, campeón —susurró Sudobaal, y dejó en libertad la energía que retenía en su interior.
El campeón saltó hacia el brujo, pero aún no había llegado a la mitad de la caverna cuando la energía impactó contra él.
Debería haberle atravesado la carne, habérsela arrancado de los huesos antes de lanzarlo entre alaridos hacia los Reinos del Caos, pero las llamas azules pasaron por encima de él sin tocarlo siquiera, lo rodearon y no se acercaron ni a un centímetro de su piel. Hroth sintió el calor y el poder del hechizo que debería haber acabado con su vida pero que no lo tocaba.
Con una exclamación ahogada, el brujo retrocedió. Hroth salió del ataque sin un rasguño, pero dio sólo dos pasos antes de hincar las rodillas y sisear de dolor. La enorme hacha cayó al suelo de piedra y el campeón se aferró el cuello con las manos.
La piel se le hinchaba de modo extraño, como si algo del interior se esforzara por salir. Ladeó la cabeza y, de repente, una serie de púas de latón atravesaron la epidermis desde dentro.
La sangre manchó la armadura mientras las púas continuaban saliendo del cuello, seguidas por una pesada anilla metálica.
Finalmente, desaparecido el dolor, Hroth se puso de pie. Sudobaal estaba acuclillado en el suelo y lo miraba con incredulidad.
Hroth alzó una mano para tocar el collar de púas que le había surgido de la carne para rodearle el cuello. Sonrió y entonces volvió los ardientes ojos hacia Sudobaal, a la vez que se encogía de hombros.
—Un collar de Khorne —jadeó el brujo.
Otorgado por el Dios de la Sangre a algunos de sus demonios favoritos, el collar de Khorne era un artefacto poderoso que protegía al portador de la magia perjudicial. Con desesperación, Sudobaal le espetó a Hroth una maldición, y en torno al campeón de Khorne apareció una multitud de negras figuras humosas cuyos ojos rojos estaban cargados de odio.
Tendieron hacia el campeón largas manos con garras para apoderarse de su alma, pero no pudieron tocarlo y retrocedieron a causa del dolor. Él las espantó con el hacha al mismo tiempo que avanzaba a grandes zancadas hacia el brujo, y las formas insustanciales desaparecieron en el aire.
Sudobaal alzó otra vez el báculo, en cuyo extremo crepitó el rayo, pero Hroth lo apartó a un lado de una patada. Cogió al brujo por el cuello y lo levantó en el aire. Tras alzarlo hasta la altura de sus ojos, con los pies de Sudobaal colgando a unos sesenta centímetros del suelo, Hroth le dedicó una sonrisa malvada.
—Ahora sí que tienes problemas, brujo —gruñó.
Hroth arrojó al otro lado de la sala al brujo, que se estrelló contra la pared antes de deslizarse al suelo convertido en un bulto informe. EL campeón de Khorne avanzó hasta la desplomada figura y volvió a levantarla, cogida por el cuello.
—Tu alma será mía —añadió antes de volver a lanzarlo al otro lado de la cámara.
Sudobaal se estrelló contra la pared opuesta.
—No quiero matarte —dijo Hroth mientras avanzaba hacia la quebrantada forma del brujo, que gimoteaba—, al menos no de momento. —Se volvió hacia la cámara en forma de cuenco que aún inundaban el humo y las energías frenéticamente arremolinados.
—¿Qué sucederá cuando entre allí? ¿Eh? ¿Qué sucederá? —preguntó, y le dio al brujo una patada cuando este no respondió de inmediato.
Sudobaal tosió y escupió sangre en el suelo.
—Es mi destino, bastardo khazag, no el tuyo —logró decir el brujo, y Hroth rio entre dientes.
—Bueno, no puede decirse que no tengas arrestos, brujo.
Estás ahí tirado, patético y ensangrentado, y a pesar de todo me insultas.
—Te mataré —susurró el brujo, y en su fea boca burbujeó sangre.
—No, no lo harás, Sudobaal. Ya no seré el perro ni por un segundo más. A partir de ahora, seré el amo, y tu alma será mía.
»Ahora voy a entrar en esa sala y a coger lo que es mío.
Dejó al quebrantado brujo en el suelo y avanzó hacia la entrada de la cámara en forma de cuenco. Se volvió, escupió hacia el brujo y entró en los Reinos del Caos.