DIECIOCHO
Hroth rugió al mismo tiempo que alzaba la pesada hacha por encima de la cabeza. El mar se agitaba en torno a ellos, y la nave subía y bajaba sobre las enormes olas. El agua salada le empapó el rostro cuando el barco se precipitó desde lo alto de una ola.
El cielo estaba cubierto de oscuras nubes gris verdoso, y una lluvia torrencial aporreaba las cubiertas. Restallaba el rayo y resonaba el trueno. Más de una docena de naves habían sido alcanzadas por rayos que les partieron mástiles y encendieron fuegos que fueron apagados casi de inmediato por las violentas olas.
Las flechas caían sobre la cubierta del gigantesco barco, y muchos guerreros perdían el asidero en la borda cuando los proyectiles se les clavaban en el cuerpo y los lanzaban, gritando, al turbulento mar negro. Hroth no se acobardaba ante las flechas del enemigo. Sabía que el Dios de la Sangre estaba con él y que lo protegería de las insignificantes armas de los elfos.
Volvió a rugir para gritarles su odio y furia a los elfos que veía en las cubiertas de las esbeltas naves de blancas velas.
Los norscan luchaban con la enorme nave para intentar acercarla a los barcos enemigos, que surcaban el mar a gran velocidad. Ya habían embestido a una de las naves, y el demonio que estaba prisionero en el casco del gran barco la había acometido con furia. Las demoledoras mandíbulas de metal habían destrozado las cubiertas de la frágil nave, a la que había partido en dos para enviarla al fondo del océano.
Una nave elfa pasó a gran velocidad ante el gran barco; demasiado cerca. Con un grito, el señor de la guerra norse, Ulkjar, ordenó que dispararan los cañones de encadenamiento que había sobre la cubierta. Con el giro de engranajes infernales, los cañones dispararon arpones descomunales que se clavaron en el casco del barco enemigo. Cuando los arpones penetraron a través del costado de la nave, se abrieron puntas, de modo que no pudieran ser desalojados. Las cadenas que unían el barco norse a los arpones comenzaron a ser recogidas con gran estruendo. La nave elfa fue inexorablemente drakar.
Los lanzadores de virotes de repetición situados en la popa de la nave elfa dispararon docenas de proyectiles hacia el barco norse, cada uno tan largo como alto era un hombre. Mataron a varios de los norscan que manejaban los enormes remos y los dejaron clavados a la cubierta. Sus camaradas les arrancaron los proyectiles del cuerpo, y los que pudieron regresaron a su puesto.
Hroth volvió a rugir cuando la nave se acercó más, y se preparó para la batalla. Hacía demasiado tiempo que no derramaba sangre para su dios y sentía que estaba hambriento. Permaneció de pie, sin hacer caso de las flechas que volaban en torno a él, con los ojos encendidos por el luego. Una flecha le golpeó la garganta, pero se partió a causa del impacto. Cuando tuvo la nave elfa a unos cinco metros de distancia, saltó en el aire con un grito, cubrió la brecha que separaba ambas embarcaciones y rodó hasta ponerse de pie en el barco enemigo.
Hroth trazó un arco mortífero con el hacha que decapitó un arquero que estaba arrodillado y se clavó en el pecho de otro.
El pecho del elfo se hundió con todos los huesos partidos por el poderoso golpe. Al cabo de un momento, habían muerto otros tres elfos, y fue entonces cuando los norscan y los khazags leales a Hroth saltaron a la refriega.
La furia roja descendió sobre Hroth, que abrió un surco sangriento entre los elfos, a los que mataba a diestro y siniestro.
La cubierta se ladeó al ascender sobre una ola, y lanzó a docenas de hombres al mar, pero Hroth se mantuvo de pie y continuó acometiendo al enemigo, con el corazón henchido de placer por tener la posibilidad de matar. Mató a un par de elfos que tenía delante. Atravesó de un hachazo el escudo del primero y la hoja se le clavó en la cabeza. Al otro lo cogió por el cuello, notó que los huesos de la tráquea se partían al apretar y arrojó al desdichado por la borda de la nave. Sintió que tenía a alguien detrás y giró en redondo al mismo tiempo que lanzaba un velocísimo hachazo. La hoja chocó con el cuello de un norscan, que cayó sobre la cubierta, casi completamente decapitado. Hroth apenas si se dio cuenta, y tampoco le habría importado, cortaba y mataba indiscriminadamente.
La nave comenzó a inclinarse al descender hacia el profundo seno de otra ola. Se estrelló con fuerza contra un costado del gran barco norse, y Hroth cayó de rodillas y se deslizó por la cubierta. Chocó contra un elfo, se aferró al esbelto ser y lo derribó. Estrelló contra la cara del elfo un puño que atravesó el hueso y llegó al cerebro.
Se levantó con dificultad y cruzó la cubierta con paso tambaleante hacia los elfos restantes, que libraban una valiente lucha de defensa en la cubierta superior de popa de la nave.
Subió los escalones de un salto y aterrizó en medio de ellos. Uno de los elfos le lanzó una estocada, pero él apartó la espada a un lado con un barrido de antebrazo. Le dio una patada en las piernas al elfo y lo hizo caer, y descargó un hachazo cuando golpeaba ya la cubierta. El hacha atravesó hueso y carne, y se clavó en el suelo de madera. Hroth arrancó el arma y atrapó una lanza que avanzaba para herirlo. Alzó la lanza e hizo volar por el aire al enemigo que la sujetaba y que se estrelló contra el casco de bronce del barco norse. Cayó al agua, donde aguardaban los tiburones sedientos de sangre que seguían a los drakars. A Hroth le gustaban los tiburones; creía que eran unas criaturas que Khorne aprobaría.
Hroth recibió un golpe en el casco a la vez que relumbraba una luz cegadora, y fue lanzado hacia un lado. Le dolía la cabeza y sentía que el casco se había deformado a causa del inesperado ataque. Levantó una mano y se lo arrancó de la cabeza con un poderoso tirón, acompañado del sonido del metal doblado. El guerrero elfo que tenía delante, y cuya espada relumbraba con energía mágica, retrocedió un paso al ver que los cuernos del casco de Hroth ya no estaban unidos al metal, sino a la cabeza del enorme guerrero elegido. Fusionados con el cráneo, los curvos cuernos que nacían de la frente formaban entonces parte de él, y en sus ojos ardía fuego.
Hroth gruñó y se lanzó hacia el capitán elfo. El elfo abrió un tajo de través en el pecho del campeón de Khorne con la espada relumbrante y dejó una sangrienta senda que atravesaba armadura y carne. No tuvo oportunidad de asestar un segundo golpe, porque Hroth le dio un codazo en la garganta. Mientras el elfo se ahogaba, con la tráquea destrozada, Hroth lo derribó de un puñetazo sobre la cubierta y le pisó la cabeza, que estalló como un melón. Recogió el arma que había blandido el elfo. Brilló con fuerza, y Hroth gruñó cuando la empuñadura le quemó la mano. Sin hacer caso del dolor, la arrojó al mar.
De repente, Ulkjar se encontraba junto a Hroth y desviaba una estocada con una de las espadas al mismo tiempo que clavaba la otra en el cuello de un elfo. Hroth recuperó el hacha, y juntos mataron a los elfos restantes. Completada la carnicería, regresaron al gigantesco barco demonio y los arpones que los cañones fueron recogidos. La nave elfa se hundió bajo las negras olas. Con las cejas alzadas, Ulkjar miró los cuernos que Hroth tenía en la cabeza.
—El Dios de la Sangre te sonríe, sin duda —dijo.
—Así es —asintió Hroth. El khazag se sentía poderoso y fuerte, jubiloso tras el derramamiento de sangre. El brujo Sudobaal avanzó furtivamente por la cubierta y se situó junto a Hroth.
—Tenemos un problema —siseó—. En la visión, he visto que esto no es más que una maniobra de distracción. La mayor parte de la flota elfa se escabulle por delante de nosotros.
Intentan llegar antes a la isla para defenderla. El tiempo apremia. No podemos permitir que la alcancen antes que nosotros.
—Bien, ¿y qué sugieres, oh, poderoso brujo? —gruñó Hroth.
—Pediré la ayuda de los dioses —replicó Sudobaal sin hacer caso del tono del campeón—, pero no puede interrumpírseme.
Debemos alejar el barco de la batalla.
Como para dar mayor peso a sus argumentos, una flecha se clavó en la cubierta, entre él y el campeón de Khorne.
—¿Quieres que evite voluntariamente la batalla?
—Si pretendes que descubramos el cuerpo de Asavar Kul, sí.
Los fuegos de los ojos de Hroth se avivaron, y él pareció a punto de decir algo más, o de actuar. El brujo le sostuvo la mirada con los fijos ojos amarillos entrecerrados. Al fin, el elegido de Khorne se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Debes saber cuál es tu sitio, campeón —siseó Sudobaal, y se marchó arrastrando los pies para preparar su magia oscura.
A muchos kilómetros por debajo de la turbulenta superficie del Mar del Caos, en la impenetrable oscuridad abisal del fondo marino, despertó una criatura antigua y poderosa. Había nadado por los océanos antes de la llegada de hombres y elfos, y había imperado muy lejos de la superficie antes de la llegada del Caos, situada en los más profundos valles del Mar de las Garras, donde no podía vivir ninguna otra criatura. Había percibido la llegada al mundo de los Dioses del Caos y había sentido su poder. Había permitido que los poderes de esos dioses lo cambiaran Caos, y apenas se parecía a su forma original. Durante miles de años había sido la última de su especie, o tal vez siempre había sido la única. Ni lo sabía ni le importaba.
En sus enormes ojos negros e inexpresivos destelló algo parecido al rayo cuando despertó. Sentía que algo la llamaba, un irresistible canto de sirena que atraía su mente. Una ondulación de color fosforescente descendió por el bulboso cuerpo, y extendió los palpos largos como zarcillos. Poco a poco, recordó el lugar en que estaba, el gélido mundo oscuro que gobernaba.
Una luz amarilla destelló en la punta de los apéndices, y las gigantescas fauces se abrieron de par en par para dejar a la vista miles de largos colmillos curvos, demasiados para que le cupieran con facilidad dentro de la boca. A ambos lados de la boca de la criatura había manojos de zarcillos luminosos que ondulaban suavemente. Bajo la pálida piel de unos largos tentáculos carnosos rematados por afilados garfios relumbraban anillas azules. Palparon perezosamente alrededor de la criatura, tocaron la áspera roca, ascendieron y descendieron. Tras determinar dónde estaba la salida de la cueva situada en el mar profundo, los carnosos tentáculos de la criatura fuera de la madriguera.
Al salir de las protegidas cavernas, agitó la poderosa cola y multitud de aletas como helechos. Las aletas dorsales de la criatura se flexionaron y se desplegaron, y una pálida y fina piel se extendió entre las espinas óseas, que bombearon veneno a cada flexión de las aletas.
Se abrió el segundo grupo de ojos de la criatura, concentraciones de pequeños puntitos grandes. Volvió a sentir la llamada, procedente de muy lejos, de la superficie del océano, y no pudo resistirse. Con un golpe de la enorme cola espinosa, comenzó a nadar hacia la superficie con los tentáculos rematados por garfios flotando detrás del cuerpo.
Lathyerin se encontraba en la cubierta de la nave dragón que surcaba las aguas, y el viento le agitaba el cabello. La nave de cascos gemelos apenas si tocaba el agua al deslizarse rápidamente por la superficie, gobernada por la experta tripulación. Otras llaves bogaban junto a ella, naves dragón y naves águila, más pequeñas. Una parte de la flota se había desviado para interceptar a los incursores del Caos, y dirigió una mirada de congoja hacia el oeste. Esperaba que aquellos elfos salieran con bien de la empresa, aunque temía que no fuera así.
Al este destellaban rayos dentro de las negras nubes. Los vientos de la tormenta maligna los abofeteaban y les imprimían mayor velocidad. Las nubes eran de un feo color gris verdoso, y Lathyerin sabía que la tempestad corría a atraparlos. La lluvia comenzaba a alcanzarlos, hirientes goterones que le golpeaban la cara. Rezó una rápida plegaria por los elfos que se habían dirigido hacia la tormenta para mantener a los norscan a distancia. Las naves elfas eran las más rápidas de los mares.
Ninguna otra raza podía equiparar la tremenda velocidad y maniobrabilidad de esas embarcaciones, pero los norses también eran marineros diestros y les llevaban ventaja. El príncipe Khalanos había desviado una parte de la flota para que los interceptaran, con la intención de retrasarlos. Lathyerin esperaba que su sacrificio valiera la pena.
La nave dragón viró al este para recibir los vientos más fuertes. Las exacto para aprovechar el feroz viento que empujaba la tormenta hacia pensado la ventaja de la flota norse y que la isla se encontraba a la misma distancia respecto a ambas flotas. Confiaba en que la velocidad de las naves elfas marcaría la diferencia, y ellos llegarían varias horas antes que el enemigo. Si se mantenían como hasta entonces, navegarían por delante de la tormenta, pero lo lograrían por muy poco. Las olas crecían a causa de la tempestad, y el viento aumentaba de intensidad y furia con cada minuto que pasaba.
—¡Capitán! —gritó alguien, frenético.
Lathyerin miró en dirección al que había gritado. Era Daralyn, un marinero de pelo oscuro que había surcado los mares durante casi dos siglos. El hombre hacía gestos desesperados hacia el este, en dirección a la tormenta.
Una pequeña nave águila corría por las aguas, que tocaba sólo cada treinta metros, más o menos, con las velas hinchadas.
Lathyerin no vio nada por un momento, hasta que sus agudos ojos atisbaron algo que hizo que le recorriera un escalofrío de miedo. Detrás de la nave águila se veía una forma oscura por debajo de la superficie; el único indicio de su paso era una enorme ola que corría ante ella. Se aproximaba a gran velocidad a la popa de la nave.
—¿Ballena? —dijo Lathyerin en voz alta, pero lo descartó en el mismo momento de decirlo.
Sin duda, tenía el tamaño de una ballena, pero ninguna ballena que él hubiese visto había actuado de ese modo, ni habría sido capaz de equiparar su velocidad con la de una nave elfa. No, se trataba de algo muy poco natural, y percibía la contaminación del Caos en el aire. Durante el tiempo que había pasado en el mar, había visto muchos monstruos de las profundidades, pero nada que se pareciera a eso.
Hileras de enormes aletas espinosas se desplegaban sobre el lomo de la bestia y asomaban del agua, viles y de color pálido, como si el ser nunca hubiese visto la luz del sol. Ante él, alzó fuera del agua un par de palpos largos como zarcillos que relumbraban con luz mortecina. La nave águila vio que el monstruo se le acercaba y viró bruscamente escapar. La criatura afloró completamente a la superficie y dejó a la vista el pálido cuerpo inmundo. Un par de gigantescos ojos negros se movieron de un lado a otro antes de enfocar a la presa.
Eran enormes, cada uno de un diámetro mayor que la altura de un elfo, y Lathyerin se sintió horrorizado al ver una inteligencia maligna en los ojos antiguos y cargados de odio. Debajo de los ojos gigantescos había una miríada de ojos azules más pequeños que relumbraban y brillaban con luz extraña. La carne de la criatura era de una palidez enfermiza y casi translúcida.
Justo por debajo de la piel de la bestia se veían grandes venas de color azul y púrpura, y tenía los costados recorridos por cicatrices.
Se lanzó hacia un lado en persecución de la presa, chapoteando con las gigantescas aletas, y se aproximó más al catamarán de cascos gemelos, que realizó un repentino y desesperado viraje hacia el sur para quitarse al cazador de encima. La criatura era demasiado rápida, y ya estaba sobre la nave en el momento en que esta giraba. Un gigantesco par de tentáculos rematados por garfios rompió la superficie del agua al otro lado de la nave elfa, rodeó completamente el casco e hizo pedazos tablones y planchas con su fuerza. Unas relumbrantes anillas azules latían con luz extraña bajo la piel de los tentáculos, que olían de modo repugnante. Al ser arrastrada hacia el interior de las aguas por los tentáculos, el costado de la nave más cercano a la criatura se alzó en el aire. La nave fue tumbada completamente de lado y el terror de las profundidades se lanzó contra el casco con las fauces abiertas, al mismo tiempo que lanzaba un chillido sobrenatural.
La boca era más grande de lo que parecía posible incluso en una bestia tan descomunal. Tenía varias articulaciones, e hizo pedazos todo el casco de un solo mordisco. Dientes como espadas atravesaban las planchas como si fueran de madera de cerilla. En un instante, el barco no era más que trozos dispersos de madera y cuerpos que se debatían.
Una mano de Lathyerin bajó, y los lanzadores de proyectiles garra de águila dispararon los mortíferos virotes contra la inmunda criatura a la vez que la nave viraba para encararla. Los proyectiles llovieron sobre los costados del monstruo y, con gran satisfacción, Lathyerin vio que uno se le clavaba en uno de los grandes ojos fijos. La criatura se debatió con furia y lanzó cuerpos fuera del agua al agitar los tentáculos. Se sumergió en las profundidades cuando otra descarga volaba hacia ella.
Con un grito, Lathyerin hizo que la nave volviera a girar. La tormenta se acercaba con rapidez y no podía permitir que lo atrapara.
El gigantesco catamarán fue repentinamente alzado del agua con un crujido terrible cuando la criatura lo acometió desde abajo. La perdido toda la velocidad a causa del golpe, y el agua chapoteó contra los costados. Los tentáculos de la criatura salieron del agua y aferraron los mástiles, que crujieron pero resistieron.
Lathyerin corrió al mismo tiempo que desenvainaba el sable, y lo clavó en el tentáculo más próximo. Era grueso y gomoso, pero la afilada hoja penetró profundamente en él. Con un chillido, otro tentáculo voló hacia el elfo cuando la criatura intentó ensartarlo con un garfio. Rodó para situarse fuera de su alcance; el tentáculo golpeó la escalera que conducía a la popa y la hizo pedazos.
Lathyerin sintió que algo le tocaba una bota, y un escozor doloroso le ascendió por la pierna. Al bajar los ojos vio que un pálido zarcillo lo palpaba. Lanzó una exclamación ahogada y cortó con el sable el inmundo zarcillo urticante, que quedó serpenteando sobre la cubierta. El elfo lo apartó de una patada, y al instante, doloroso le envolvió el pie.
La criatura subió a la cubierta de la nave, la cual se inclinó de modo alarmante, y Lathyerin se encontró con que se deslizaba hacia las fétidas fauces abiertas de la inmunda criatura, de las que manaba hedor a muerte. Vio que los dientes variaban mucho altura de un hombre, hasta crueles dientes más pequeños del largo de su antebrazo. Mientras resbalaba hacia la boca, logró aferrarse a una cuerda de remolque y detenerse justo fuera del alcance de los dientes. Allí colgado, supo que era sólo cuestión de tiempo que soltara la cuerda.
Un calor abrasador estalló en torno a Lathyerin, y él apartó la cara de las repentinas llamas. Un viento lo azotó con fuerza, pero se dio cuenta de que era algo más que el viento de la tormenta que se aproximaba. Batiendo las alas con fuerza, el dragón del príncipe Khalanos permanecía suspendido en el aire mientras vomitaba abrasadoras llamas sobre la criatura de las profundidades. El dragón se elevó para evitar tres tentáculos que salieron disparados hacia él. El monstruo soltó la nave dragón y volvió a sumergirse con el lomo ennegrecido y ampollado por el fuego del dragón, al mismo tiempo que chillaba a causa del enojo y el dolor. Las otras naves elfas tenían rodeada a la criatura para acribillarla con virotes y flechas, y el monstruo se debatía a ciegas. Logró apoderarse de una nave pequeña, que hizo pedazos antes de que una serie de flechas se le clavaran en los ojos y la obligaran a descender a las profundidades.
Un rayo cayó en el mástil de una de las naves dragón, y las velas estallaron en llamas. «Puede ser que la criatura se haya retirado —pensó Lathyerin—, pero ha cumplido su misión».
La flota elfa había sido alcanzada por la tormenta.
Sudobaal rio para sí cuando, por fin, abandonó el control sobre el leviatán y le permitió regresar a las gélidas profundidades.
Los elfos no serían los primeros en llegar a la isla.