DIECISIETE

DIECISIETE

Stefan von Kessel se encontraba ante el pequeño espejo que tenía en la tienda, y en la mesa había un cuenco con agua tibia, delante de él. Tenía el torso desnudo y se miraba la herida del costado. Los cirujanos se la habían cosido lo mejor posible, pero sangraba. «No importaba», pensó. Tenía incontables cicatrices más en el pecho y el vientre. Pero no había ni una sola cicatriz en su espalda, observó con cierto orgullo.

Tras hundir la afilada hoja en el agua tibia, von Kessel continuó afeitándose. Las cicatrices del rostro hacían que el afeitado fuese difícil y lento. Eran cicatrices feas, tres gruesas líneas que le cruzaban la cara, unidas por un arco que comenzaba encima de un ojo, atravesaba la frente y bajaba por el costado de la cara para acabar en el mentón. En una ocasión, Albrecht le había preguntado por qué se molestaba siquiera en afeitarse, pues la barba le cubriría la mayor parte de las cicatrices. von Kessel había respondido que no tenía nada que ocultar. Se preguntó si eso era realmente cierto.

Cada vez que se miraba al espejo, recordaba la vergüenza de su abuelo. Sabía que llevaría esa vergüenza hasta la tumba, pero al menos estaba vivo. Se preguntó si podía decirse lo mismo de su padre. La madre había muerto al darlo a luz, pero el padre había continuado vivo. Cuando se había descubierto la traición del abuelo de Stefan, el padre había sido desterrado de Ostermark.

Le habían quemado la cara, y los cazadores de brujas le habían arrancado los ojos. Le habían dado treinta días para salir del Imperio. Si después de ese tiempo lo encontraban dentro de las fronteras, lo matarían por traidor.

Stefan no tenía hermanos ni hermanas. Era el último de su linaje. El misericordioso elector, Gruber, había sido llamado por la gente de Ostermark cuando lo eligieron para ocupar el cargo.

Fue la compasión de Gruber la que salvó la vida de Stefan y de su padre. Había discutido apasionadamente en defensa de sus vidas con el cazador de brujas que había querido quemar a todo el linaje del anterior elector traidor. Cuidar al joven Stefan y criarlo en su casa habían formado parte de los deberes de Gruber.

Cada dos años, el cazador de brujas llegaba a Wurtbad para comprobar cómo estaba Stefan, examinarle el cuerpo en busca de signos de contaminación y hablar interminablemente con él para evaluar su estado mental. Sólo la fe que Stefan tenía en Sigmar le había salvado la vida.

Stefan apartó de sí esos pensamientos, acabó de afeitarse y se secó la cara. Se vistió con rapidez, cerró las hebillas de la armadura, bajó la llama de la lámpara y salió de la tienda.

Estaba oscuro y el campamento se hallaba iluminado por incontables antorchas encendidas. Atravesó el campamento con decisión para encaminarse hacia la tienda del mariscal del Reik Wolfgange Trenkenhoff. Un par de los legendarios caballeros de la Guardia de Reikland le hicieron un gesto de asentimiento al verlo llegar. Aguardó en el exterior hasta que salió el mariscal, su superior, y lo saludó.

—Bien, vayamos a ver a esos elfos —dijo el mariscal del Reik, y echaron a andar a través del campo hacia el castillo ruinoso que se alzaba sobre la colina.

—Recordad que estos son importantes aliados del Imperio —continuó el mariscal del Reik—. Son altivos, arrogantes y orgullosos, pero recordad siempre que son aliados importantes.

Como ya sabéis, nos habrían derrotado y destruido si no nos hubieran ayudado durante la Gran Guerra.

»Sois franco y sincero, von Kessel —añadió el mariscal del Reik, y Stefan sintió que la cara le ardía. Se sintió como si volviera a estar en una clase—. Valoro esas cualidades vuestras, pero también os enojáis con rapidez y decís lo que pensáis, a menudo sin pensarlo. Hoy no haréis eso. Los elfos no son humanos; tienen una escala de valores diferente a la nuestra.

Se ofenden con facilidad, y hoy no podemos permitirnos enemistarlos con nosotros.

»Cuidado con lo que hacéis y, por el amor de Sigmar, pensad lo que vais a decir antes de decirlo —resumió el mariscal del Reik cuando se aproximaban al cuerpo de guardia—. De hecho, prefiero que no digáis nada, capitán.

En la entrada del cuerpo de guardia había un par de elfos.

El castillo estaba iluminado, pero no por la luz anaranjada de las antorchas. A los lados de las puertas pendían delicados faroles de los que manaba una fría luz azul, aunque Stefan no veía llama alguna dentro de ellos. El puente levadizo estaba bajado y el rastrillo alzado. Stefan miró fijamente a los elfos, ya que nunca había visto a uno desde tan cerca.

Eran altos y esbeltos, más altos que él, pero parecían mucho más ligeros y delicados. «Da la impresión de que se les partirían los huesos con un golpe pesado», pensó. Tenían extremidades largas y elegantes, y rostros finos con pómulos altos. Los ojos eran almendrados y penetrantes. Iban ataviados con armaduras que llegaban casi hasta el suelo, y un alargado casco plateado les cubría la cabeza. En el brazo izquierdo llevaban largos escudos adornados con cabezas de dragón verde que salían de aguas turbulentas, y con la mano derecha sostenían largas lanzas de asta blanca. Las puntas de los escudos tenían forma de lágrima. Todo el metal que los cubría o sujetaban era de un extraño blanco plateado, y no se parecía a ningún metal que hubiese visto antes. Los elfos miraron con fría ferocidad a los humanos que llegaban, pero los dejaron pasar sin decir nada.

Von Kessel y el mariscal del Reik atravesaron el cuerpo de guardia, pasaron por debajo de los derrames y del rastrillo, y avanzaron con determinación hacia el patio, que también estaba iluminado con fría luz azul. El mariscal del Reik y Stefan quedaron petrificados en medio de un paso al salir de la oscuridad del cuerpo de guardia.

El gran dragón que habían visto aquella tarde ocupaba el espacio que se abría enfrente. Se encontraba sentado como un gato, con las patas posteriores flexionadas y las delanteras estiradas. La enorme cola, que metros de largo, se enroscaba en torno a las patas. La fina punta aguzada de la cola se movía de aquí para allá con enojo. Tenía las alas plegadas sobre el lomo y la cabeza alta y orgullosa llegaba casi hasta el tejado del cuerpo de guardia. Contempló a los dos humanos con mirada maliciosa y ojos entrecerrados, y de la garganta de reptil salió un siseo grave. Tensó las zarpas y arrancó enormes losas de piedra del patio.

Aparecieron a la vista dos figuras. Una era la hechicera que Stefan había atisbado sobre las almenas en un momento anterior del día. El otro era el alto jinete del dragón, que aún iba vestido con el atuendo de batalla. Atravesaron el patio con movimientos gráciles de bailarín. La mujer le dijo algo al hombre, que no respondió. Volvió a hablar con tono más cortante, y él respondió con voz suave.

La hechicera avanzó hacia Stefan y el mariscal del Reik, mientras el hombre se volvía y le hablaba con voz cantarina al dragón. El animal aún miraba a los dos humanos con ojos funestos, le salía humo por las fosas nasales y un retumbar sordo manaba de las profundidades de su pecho, como el gruñido de cien perros enfadados. El jinete de dragón dijo una palabra en tono seco, y el dragón se volvió a mirarlo. Parpadeó y gruñó antes de desplegar las gigantescas alas y saltar al aire. Batió las poderosas alas que provocaron viento e hicieron volar hojas de árbol por el patio, y se alejó noche adentro.

—Os saludo, hombres del Imperio —dijo la elfa en un reikspiel perfecto.

La hechicera tenía una voz clara y enérgica, y pronunciaba las palabras con cuidado. Era hermosa, pese a su estilo fantasmal, espectral. Sus ojos eran de un violeta muy suave, y la piel, de un blanco inmaculado, casi translúcida en su perfección.

—Os saludamos, mi señora —replicó el mariscal del Reik a la vez que le hacía una reverencia.

Stefan lo imitó, aunque con cierta rigidez.

—Me llamo Aurelion. Este es mi primo —declaró al mismo tiempo que hacía un gesto hacia el alto jinete de dragones que entonces se encontraba a su lado—, el príncipe Khalanos.

—Yo soy Wolfgange Trenkenhoff, mariscal del Reik y comandante de los ejércitos del Imperio, mi señora. Este es el capitán Stefan von Kessel.

Aurelion les dedicó a los dos hombres un grácil asentimiento de cabeza. El alto príncipe de ojos gris acero permaneció impasible, sin que en su frío rostro se viera ninguna emoción ni signo de reconocimiento hacia los hombres.

Se produjo un silencio embarazoso; Stefan se sentía cada vez más incómodo. El jinete de dragones de ojos acerados, el príncipe Khalanos, los miró primero a él y luego al mariscal del Reik. von Kessel no sabía si debía sostenerle la mirada al elfo. Ignoraba si lo consideraban una grosería, o si no hacerlo sería una señal de debilidad. Miró a Aurelion, se encontró con que ella lo observaba fríamente, y volvió a posar los ojos sobre el gélido príncipe. Entonces decidió que prefería que lo consideraran grosero antes que débil, y sostuvo la mirada del príncipe.

—Fue un placer luchar contra nuestro enemigo común en el campo de batalla una vez más, príncipe Khalanos —declaró el mariscal del Reik para romper el silencio. Stefan agradeció que el príncipe desviara la mirada hacia el mariscal—. Como siempre, vuestra destreza y valentía son orgullo de vuestro pueblo.

El príncipe no respondió, pero inclinó la cabeza a modo de respuesta.

—Y nosotros os damos las gracias, mariscal del Reik y capitán, por vuestros esfuerzos en el día de hoy. Sin vuestra llegada, muchos más elfos habrían perdido la vida y estarían realizando el viaje hacia los territorios allende este.

—Es un placer y un deber para nosotros haberos prestado ayuda, mi señora Aurelion, aunque lamento no haber llegado antes para evitar que ningún elfo perdiera la vida en territorios del Imperio. Hago extensivas mis simpatías y condolencias a todos los que han sobrevivido, y mi máximo respeto y gratitud para con aquellos que hoy abandonaron esta vida.

—Vuestras tierras están en ruinas, según parece —dijo Aurelion—. Puede ser que se haya ganado la guerra, pero vuestro pueblo sufre.

—Así es, en efecto —dijo el mariscal del Reik—. Son tiempos difíciles para nosotros. Hay hordas del Caos que deambulan por nuestras tierras; matan y queman todo lo que pueden. La plaga se propaga entre nuestra población. Muchos pasan hambre.

Os estamos profundamente agradecidos por habernos ayudado hoy a combatir este mal.

—Hay males que vendrán antes de que vuestras tierras puedan comenzar a sanar —dijo Aurelion—. Se avecina una época de gran oscuridad. Los enemigos del Imperio son muchos y poderosos, y vuestro territorio está indefenso.

—Indefenso, no, mi señora. En este mismo momento, nuestros ejércitos recorren los bosques para acabar con los adoradores del Caos que se han escondido allí. Las hordas son numerosas, pero están dispersas y desorientadas. Son autodestructivas y han vuelto a los hábitos de siempre, ahora que su líder ha muerto. Batallan unas contra otras y matan a los suyos tanto como luchan contra nosotros.

—Se ha alzado uno que podría unir a las hordas dispersas.

Ha reunido a casi nueve mil guerreros a su lado, y no se encuentran en el remoto norte, sino dentro de las fronteras del Imperio, mientras hablamos.

—¿Nueve mil? ¿Reunidos en un solo sitio? Estoy seguro de que es imposible.

—Y sin embargo, es verdad, me temo. Se avecina una época de oscuridad.

—Decidme dónde habéis visto ese ejército, mi señora, y reuniremos a los nuestros para luchar contra él. Decidnos dónde se oculta ese señor de la guerra.

—Se ha hecho a la mar. Busca un poder antiguo, un poder que no podemos permitir que encuentre.

—¿Ha salido del Imperio? —preguntó Stefan; eran las primeras palabras que pronunciaba desde que se habían reunido con los elfos.

La maga Aurelion volvió sus rasgados ojos violeta hacia él.

—Así es, capitán.

—En ese caso, sin duda es un buen día para el Imperio, señora.

Aurelion contempló al capitán con frialdad.

—No, no es un buen día. Si se permite que el enemigo recupere lo que busca, volverán los días oscuros de verdad, para vuestro Imperio y para todos los enemigos del Caos.

—¿Qué buscan? —preguntó el mariscal del Reik al mismo tiempo que le lanzaba una mirada penetrante al capitán.

—Algo que les otorgaría mucho poder; algo que no puede permitirse que posean.

—¿Qué llegaría a suceder si lograran recuperar ese objeto?

—Oscuridad, fuego y muerte. No puedo darle a esto la suficiente importancia en el…, el idioma de vuestro pueblo.

—De ser así, mi señora Aurelion, debemos detenerlos. Los del Imperio siempre hemos confiado en el consejo de los elfos de Ulthuan. También lo haremos ahora.

—En efecto, sería imprudente por vuestra parte no hacer caso de mi advertencia.

—¿Sabéis dónde buscan las fuerzas del Caos esa fuente de oscuridad?

—Lo sé.

—¿Y cuál es, según vuestra propuesta, el mejor modo que tenemos de combatir a este enemigo? El puerto imperial de Marienburgo se encuentra a algunos días de camino. Se necesitaría casi una semana para que llegara un mensajero y enviaran barcos. Para entonces, habremos perdido la pista de la presa.

La maga Aurelion se volvió a mirar a su campeón, el jinete de dragones Khalanos, y le hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible. Los músculos de la mandíbula del príncipe se contrajeron y entrecerró los ojos.

—Han pasado muchos años desde que tuve la necesidad de conversar en vuestro tosco idioma —declaró el príncipe con brusquedad—. Hablaré, pero brevemente. Más barcos de mi flota llegarán por la noche. Los envié a luchar contra los malditos norses. Ya he perdido a muchos elfos contra ellos. Se los llorará en Ulthuan. En pleno mediodía de mañana, mis barcos abandonarán estas costas para buscar al enemigo. Habrá espacio para dos mil de vuestros hombres bajo cubierta. También hay espacio suficiente para los caballos, mariscal del Reik, porque en este día he perdido a muchos cascos plateados. Otros dos mil pueden ir sobre la cubierta de mis barcos, si no temen a los mares.

—Sois muy amable, príncipe Khalanos, por permitirnos subir a bordo de las naves de la hermosa Ulthuan —dijo el mariscal del Reik.

El príncipe Khalanos se limitó a asentir.

—No llevaréis ni una pizca de vuestra tosca pólvora a bordo de las naves de Ulthuan —dijo el príncipe—. Los inventos de los enanos no tienen cabida en los barcos de los elfos.

—Verdaderamente, detesto que mis soldados tengan que abandonar el suelo del Imperio cuando se encuentra en su momento más vulnerable, pero si es eso lo que debe suceder, que así sea.

—Sois sabio para alguien de vuestra raza, mariscal del Reik Wolfgange Trenkenhoff —dijo Aurelion.

—No obstante, soy el comandante supremo de los ejércitos del Imperio. No puedo salir del territorio sin el consentimiento del emperador Magnus. No comandaré las fuerzas imperiales que os acompañarán, príncipe Khalanos. Lo hará el capitán von Kessel en mi lugar.

—Como vos deseéis —dijo Aurelion. Stefan sintió que los fríos ojos del príncipe Khalanos lo observaban—. Tampoco yo me uniré a la persecución —continuó Aurelion—. Debo viajar hasta la ciudad de Altdorf y reunirme con el señor Teclis.

»Debo ayudarlo a enseñarle a vuestro pueblo los secretos de la magia.

Stefan se aclaró la garganta, y todos se volvieron a mirarlo.

—¿Es prudente, mi señor, que los soldados abandonen las fronteras del Imperio en este momento? —preguntó.

El mariscal del Reik lo miró con impasibilidad, pero en sus ojos destelló el enfado.

—Hace mucho que confiamos en el consejo de los elfos, capitán —replicó el mariscal del Reik de forma diplomática—. Tenéis razón al preocuparos por vuestro Imperio, como siempre, pero esta es la línea de acción que debemos seguir. Esta noche le enviaré un mensajero al emperador Magnus, para informarle sobre este nuevo acontecimiento. Y ahora, mi señor, mi señora, os damos las buenas noches y nos marchamos a preparar a los soldados.

—¿Por qué lleváis esas cicatrices en la cara, humano? —Era el príncipe Khalanos quien hablaba, y la pregunta fue respondida por el silencio.

El semblante de Stefan se ensombreció. El mariscal del Reik lo miró con el ceño fruncido.

—Las sufrí cuando era un bebé. Me quemaron la cara —dijo al fin.

—¿Quemado? —preguntó Khalanos con frialdad—. ¿Un accidente?

—No —respondió el capitán—. Yo… Mi abuelo hizo caer la vergüenza sobre mi familia. Lo quemaron en la hoguera por sus crímenes. Es esa vergüenza la que yo llevo sobre mí.

El príncipe elfo arrugó la frente.

—Sois una raza tosca y bárbara —declaró con la boca fruncida de desagrado.

—Quemado en la hoguera… ¿No es ese el modo en que matan en el Imperio a los que tienen tratos con los Poderes de la Oscuridad? —preguntó Aurelion.

—Lo es, mi señora —se apresuró a responder el mariscal del Reik—, pero von Kessel está completamente consagrado al Imperio y a nuestra causa, y es un ferviente seguidor de Sigmar, os lo aseguro.

La maga agitó ligeramente la cabeza para quitar importancia a las palabras del mariscal del Reik.

—No, eso no lo dudo —dijo mientras un ligero fruncimiento le arrugaba la delicada boca. Miró fijamente a Stefan, sin parpadear. Él se encontró con que no podía apartar la mirada de los ojos de ella, tan hermosos como inquietantes—. No hay contaminación ninguna en vos, capitán; ni tampoco la hay en vuestra familia.

Dicho eso, giró sobre los talones y se marchó, mientras el pasmado humano intentaba entender qué significaban aquellas palabras. El príncipe le dedicó al mariscal del Reik un asentimiento de cabeza y dejó a los humanos a solas.

El hombre de más edad le dio una fuerte palmada en un hombro al capitán.

—Vamos —dijo—. Este no es momento para meditar las palabras de una vidente elfa.

Von Kessel asintió, enmudecido, y ambos se marcharon del castillo para reunirse con el ejército.

—Son una raza tosca y bárbara —repitió el príncipe Khalanos, esa vez en el elegante idioma de su raza.

—Tienen una cierta… vitalidad —dijo Aurelion.

—Es por su vida corta. ¿Por qué le dijiste al humano que no tenía contaminación ninguna?

—Porque teme abrigar dentro de sí la semilla del Caos, pero no es así.

—Pero ¿por qué decírselo? ¿Qué nos importa a nosotros? —preguntó Khalanos.

La maga elfa se encogió de hombros.

—Tiene derecho a saberlo —replicó—. ¿Podréis impedir que el enemigo descubra el cuerpo del señor de la guerra del Caos?

—Lo haremos o no lo haremos —fue la simple respuesta de Khalanos—. Los guerreros humanos ayudarán, pero ¿bastará?

—No lo sé. Los humanos no deben enterarse de que era deber de los elfos proteger el cuerpo del señor de la guerra del Caos, con independencia de lo que suceda. Ninguno debe saber que nuestras protecciones han fallado.

Los ojos de Aurelion se encontraron con los del príncipe.

Comprendía lo que decía, y eso la entristecía. Si se corría la voz de que las protecciones habían fallado, podría descubrirse que las defensas de la bendita Ulthuan estaban a punto de caer.

Necesitaban que Teclis regresara a Ulthuan, pero él estaba decidido a ayudar a los humanos. Iría a la ciudad imperial de Altdorf y lo ayudaría a fundar los Colegios de Magia. Trabajaría con ahínco para que Teclis pudiera regresar a casa cuanto antes.

—Ahora me retiraré, primo. Mañana partiré a reunirme con el señor Teclis. Que tu sueño sea plácido —dijo Aurelion al mismo tiempo que se ponía de puntillas para darle un leve beso en una mejilla. Dejó solo al príncipe.

La cara de Khalanos era fría e impasible, orgullosa y noble.

Había visto transcurrir más de ochocientos años, y allí estaba, ayudando a librar las guerras de los bárbaros humanos. Había argumentado en contra de ayudarlos.

—Dejadlos librados a su suerte —había dicho.

—Su suerte es la nuestra —le habían replicado.

Esperaba que no fuera así, porque no podía ver a los humanos sobreviviendo muchas más generaciones antes de ser arrasados.

Desaparecerían en un abrir y cerrar de ojos, una década, un siglo o tal vez tres, y dejarían de existir. Al cabo de pocos siglos más, serían olvidados por la historia.

Sin embargo, nunca permitiría que se dijera que uno de los nobles príncipes de Caledor eludía sus deberes. El propio Rey Fénix había decretado que los elfos ayudaran a los humanos, y Khalanos lucharía con todas las fuerzas y poder que poseía para hacerlo.

Alzó la cabeza hacia el oscuro firmamento y lanzó un agudo silbido reverberante que viajó hasta muy lejos por el aire.

Al cabo de pocos minutos distinguió una figura de reptil que descendía a través de la oscuridad. Esa noche recorrería los cielos.

* * *

Había un mensajero que esperaba al mariscal del Reik cuando este y Stefan regresaron al campamento imperial. Tras recibir los despachos, ambos hombres se retiraron a la tienda del mariscal. Stefan permaneció de pie, inquieto, mientras el caballero rompía el sello de cera de los pergaminos y los extendía sobre la mesa que tenía delante. Pasaron minutos mientras el mariscal del Reik leía los despachos, volviendo las páginas con impaciencia. Maldijo en voz baja.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó von Kessel, inquieto.

Sin pronunciar una sola palabra, el mariscal le entregó una hoja de pergamino. Stefan leyó lentamente el documento. Al llegar al final, volvió a leerlo. Alzó la mirada con el rostro enrojecido.

—El perro cobarde… —murmuró.

—El gran conde Gruber se ha retirado —dijo el mariscal del Reik con enojo—. Se ha llevado su ejército de las Montañas Centrales, «a la vista de la creciente agresión procedente del norte, y temeroso de la plaga que se propaga por el norte de Ostland», y ha retrocedido hacia Ostermark. ¿Qué demonios está haciendo? ¡Ha dejado abierto un pasillo a través de las Montañas Centrales hasta el corazón del Imperio! Si el ejército del que habló la maga elfa avanza hacia el sur, no habrá nada que lo detenga —se encolerizó—. ¡Un ejército podría marchar directamente hasta el corazón del Imperio sin que nada se lo impidiera!

—No puedo unirme a los elfos y abandonar el suelo del Imperio, mariscal. Marcharme ahora sería una locura —dijo von Kessel.

—No, debéis ir. En este tipo de cosas, siempre hemos confiado en los elfos. Son sabios, Stefan, y no podemos hacer caso omiso de su consejo. No, yo debo marcharme de inmediato.

¡Bastardo! Cabalgaré sin parar, me haré cargo del mando de su ejército y yo mismo lo llevaré de vuelta al norte para hacer frente al enemigo que se reúne allí.

—No se tomará a la ligera una acción semejante —le advirtió Stefan.

—No me importa cómo se la tome —dijo el mariscal del Reik—. Si se opone a mí, lo llevaré a Nuln, a rastras y encadenado, ante el emperador. No permitiré que hayamos ganado la guerra en el norte sólo para que el Imperio caiga a causa de la cobardía de un gordo elector producto de la endogamia.

Ni permitiré que la guerra civil vuelva al Imperio.

»No. Vos os uniréis a los elfos, y yo cabalgaré esta noche hacia el sureste.

Fue justo antes del amanecer cuando Stefan entró en su tienda.

Estaba muerto de cansancio, ya que había pasado la noche con los preparativos del viaje por barco hacia Sigmar sabía dónde. El mariscal del Reik había partido horas antes con aproximadamente la mitad de su compañía de caballeros de élite. Había dejado al resto con Stefan, al mando del capitán von Dieter, de la Guardia de Reikland.

Atravesó la tienda arrastrando los pies, y estaba a punto de dejarse caer sobre el camastro completamente vestido cuando vio la carta lacrada sobre la silla. Frunció el entrecejo, la abrió con torpeza y leyó con rapidez. Volvió a leerla para asegurarse de que la había leído correctamente. Se puso de pie, se encaminó hacia la entrada de la tienda y llamó a uno de los guardias.

—Traedme a Albrecht —dijo.

Cuando el sargento llegó, la tienda estaba escasamente iluminada.

—Señor —dijo con precaución, en la penumbra, al mismo tiempo que empujaba la solapa de la tienda.

—Entrad —dijo Stefan desde la oscuridad y con voz tensa.

Al adaptarse los ojos de Albrecht a la escasa luz, vio que Stefan estaba sentado ante la mesa, con una carta delante, además de una botella de licor. Gimió para sí. Ya había visto a Stefan borracho antes, pero nunca cuando estaban de campaña. Era un borracho difícil y temperamental, pero también era lo bastante inteligente como para saberlo, y sólo bebía a solas.

—¿Qué sucede, capitán?

—He recibido una carta de Ostermark. Sabe Sigmar cuánto ha tardado en llegar —respondió. Dijo eso con los dientes apretados, pero las palabras eran claras, sin asomo de torpeza alcohólica.

«Menos mal», pensó Albrecht, que prefería a Stefan enfadado antes que borracho.

—¿Ah? ¿Cómo van las cosas por la patria?

—Mal. La plaga está acabando con nuestra gente. El norte está siendo arrasado por ella. Han sucumbido ciudades y pueblos enteros. Han muerto miles de pobladores. Las ciudades más grandes han cerrado y han barrado las puertas, y no permiten que entre nadie. Otros miles de nuestro pueblo han muerto congelados tras habérseles negado la entrada.

—Esta plaga es algo malo de verdad; no es natural.

—No es natural —repitió Stefan.

Entonces se le endureció la voz, y Albrecht quedó desconcertado ante el odio que se manifestó en ella.

—Nuestra tierra está sufriendo, y ahora me entero de que está gobernada por el hombre responsable de ese sufrimiento.

—¿Qué? ¿De qué estáis hablando, capitán?

—Gruber es el responsable de la propagación de las plagas…

Él y sus infernales aliados.

—Stefan…, podrían colgaros por esas palabras.

—Esta carta que tengo aquí fue enviada desde un templo sigmarita de Ostermark. Lleva la marca de un sacerdote de Sigmar, y la firma del médico del propio Gruber.

—¿Su médico? ¿Heinrich? ¿El médico que desapareció hace meses?

—El mismo. No desapareció. Huyó de Gruber. Sabe la verdad.

—¿La verdad? ¿La verdad de la enfermedad del viejo? No entiendo, capitán.

—¡Debería haber muerto hace años! Bastardo. Lo mataré yo mismo.

—¿Matarlo, capitán? ¿Qué estáis diciendo? ¿Qué locura es esta? Tranquilizaos.

—¿Locura, Albrecht? Sí, aquí hay locura, pero no es creación mía —se encolerizó Stefan—. El perro. Él me hizo estas cicatrices —gruñó al mismo tiempo que se señalaba la cara—. Él me hizo esta…, esta… marca del Caos. Hizo asesinar a mi abuelo y desterrar a mi padre.

—No fue Gruber, Stefan —lo reconvino Albrecht—. Cuantío vuestro abuelo fue descubierto, su suerte quedó sellada. Él atrajo la desgracia sobre sí mismo.

—La atrajo sobre sí mismo. No, eso fue una mentira, Albrecht; una mentira que nos hicieron tragar a todos.

—¿Una mentira? No comprendo, capitán.

—Leed esto —dijo al mismo tiempo que adelantaba la carta hacia el fornido sargento—. ¡Leedlo!

Confundido y alarmado por la aparente demencia del capitán, Albrecht recorrió la carta con la mirada. La marca que había al pie de la página era, en efecto, de un sacerdote sigmarita —un martillo blasonado con un cometa de dos colas—, y vio la firma del médico, Heinrich. Los ojos se le agrandaron al leer las palabras que había escritas en la página: «… he desenterrado un secreto que el elector maldito creía olvidado hacía décadas: la verdad sobre la ejecución de vuestro abuelo, el gran elector Piter von Kessel, una falacia de justicia para ocultar a los verdaderos criminales: los cortesanos de Ostermark, encabezados por el gran impostor, Otto Gruber, el auténtico adorador de los funestos Poderes del Caos…».

—¿Qué significa esto? —preguntó Albrecht, pasmado.

—Significa que mi abuelo fue injustamente acusado e injustamente condenado. Significa que Ostermark está gobernada por un demonio traidor que trabaja contra el Imperio desde dentro. ¡No es de extrañar que Gruber haya hecho retroceder al ejército! ¡Quiere que las fuerzas del Caos ataquen!

—¿Cómo podemos saber que esta carta dice la verdad? ¿No podría tratarse de una treta del enemigo para sembrar la discordia entre nosotros?

—¡Lleva la marca de Sigmar! ¡Ningún engendro del Caos podría usar un icono del bien para sus funestos propósitos!

—Este sacerdote de Sigmar —dijo Albrecht, mientras miraba la marca que había al pie de la hoja—, Gunthar, ¿cómo sabemos que se puede confiar en él?

—¿Que cómo lo…? ¡Es un sacerdote de Sigmar, hombre!

—¿Qué os pasa, Albrecht? ¿Cómo podéis dudar de la palabra de un sacerdote? —se encolerizó Stefan; tenía los ojos ardientes.

—Nunca he sido un hombre muy religioso, Stefan, como ya sabéis. No me malinterpretéis, pediré el favor de Mannan cuando suba al barco, y solicito la gracia de Sigmar cuando voy a la batalla, pero no deposito mi fe en esas cosas. Un sacerdote es sólo un hombre, Stefan, sólo un hombre, y yo no me fío de ningún hombre al que no conozca.

—¡Bah! ¡Qué importa…! ¡Esta carta contiene la verdad! ¡Me lo dice el corazón! —Stefan respiraba agitadamente, cargado de odio.

Albrecht suspiró y se llevó una mano a una sien, donde comenzaba a sentir el principio de una jaqueca.

—Me temo que la carta dice la verdad, Stefan, no me malinterpretéis.

Vuestro abuelo era un hombre bueno. Todos quedamos conmocionados cuando…, bueno, cuando lo acusaron.

Era un hombre mejor que Gruber, de eso no cabe duda. Pero de lo que estáis hablando vos… Habrá guerra civil, hombre. El Imperio casi fue destruido por las guerras civiles. Estuvimos sumergidos en ellas durante siglos, y casi nos destruyeron. El emperador Magnus unió los estados. Ahora, cuando el Imperio aún se ve amenazado, ¿queréis iniciar otra guerra civil?

—No puedo permitir que salga con bien de esta, Albrecht.

—Lo sabéis.

—Lo sé —replicó el sargento con un suspiro—, y vos sabéis que vuestro ejército os seguirá contra cualquier enemigo…, incluso contra Gruber. Pero ¿es prudente?

—No sé si es prudente o no, pero lo mataré.

—Estaréis pidiéndoles a hombres de Ostermark que luchen contra otros hombres de Ostermark. Se conocerán entre ellos.

»Algunos serán amigos, incluso familiares, y vos les pediréis que se maten unos a otros.

El semblante de Stefan se endureció.

—Si Gruber es realmente un aliado de los Poderes de la Oscuridad, no cabe la más mínima duda al respecto, Albrecht.

»Hay que matarlo.

—Sí, de acuerdo. ¿Qué hay de los elfos, capitán? Mientras hablamos, nuestros hombres se preparan para embarcar en las naves por la mañana.

—No nos marcharemos con los elfos. No podemos abandonar el suelo del Imperio mientras Gruber camine por él.

—¿Y qué hay de las órdenes del mariscal del Reik?

—No tenía conocimiento de esta nueva información. Mientras hablamos, va camino de encontrarse con Gruber. Debemos darle alcance y ponerlo sobre aviso.

—Por supuesto, sabéis que podemos advertirlo de la situación y marcharnos con los elfos de todos modos. El mariscal del Reik puede reunir un ejército para enfrentarse con él.

—¿Un ejército de dónde? Ostermark y Ostland son desiertos; sus ejércitos murieron en la Gran Guerra. ¡Los restos de las fuerzas militares ya se han unido a nosotros! ¿Talabecland?

»Los ejércitos de Talabecland han desaparecido casi por completo.

»Apenas tienen soldados suficientes para proteger las murallas de Talabheim. Así que ¿de dónde? ¿Middenland?

—¿Reikland? Tienen ejércitos, es verdad, pero pasarían meses antes de que llegaran a Ostermark, y eso sería dejar el corazón del Imperio completamente indefenso. ¡No, Albrecht, no hay nadie, y no permitiré que me priven del placer de matar a ese gordo miserable!

Albrecht frunció el ceño.

—Si no nos unimos a los elfos y, en cambio, marchamos a través del Imperio, ¿qué sucederá si el enemigo ataca aquí? No habrá nadie que le oponga resistencia. Sin duda, avanzará hasta el corazón del Imperio.

—¡Ya hay un enemigo dentro del Imperio —gruñó Stefan con el rostro contorsionado por el odio—, y debemos destruirlo!

* * *

Aurelion se encontraba sobre las almenas del castillo, observando a los últimos soldados del Imperio que se alejaban en el horizonte.

—Son ciegos estúpidos —gruñó Khalanos—. No pueden ver lo que han hecho en este día. Fuego, oscuridad y muerte serán las consecuencias de esto.

«Lo sé», pensó Aurelion, pero no pudo evitar sentir lástima por el capitán imperial de las cicatrices. Dentro del hombre hervía la cólera, y ella sabía que se había enterado de alguna verdad terrible. Había trazado su camino, había tomado una decisión según veía las cosas, y tendría que vivir con las consecuencias o morir con ellas.

—Les dedicas demasiado tiempo a esos humanos —declaró el príncipe.

—Los compadezco a ellos y a sus breves vidas. ¿Cómo pueden ver lo descabellado de sus acciones cuando su vida es tan fugaz? El capitán está haciendo lo que cree acertado.

—Eres joven, Aurelion. No hace lo que cree acertado. Está cegado por la ira. Con el tiempo, prima, te darás cuenta de que los humanos no son merecedores de nuestra lástima.

—¡No conocen el poder de lo que buscan las fuerzas del Caos! ¡Y no podemos contárselo, porque era deber nuestro mantenerlo a salvo!

—¿Qué estás diciendo, prima? ¿Que es culpa nuestra que los humanos no puedan ver lo descabellado de sus acciones?

—La verdad es que esta batalla no deberían librarla ellos, Khalanos, sino nosotros. No puedo aborrecerlos por no haberse unido a ti —le espetó, y de inmediato lamentó haber perdido el control—. ¿Qué harás ahora?

—Lo que debo. Mi flota partirá al encuentro de las fuerzas del Caos.

—Sin los soldados del Imperio, no superarás en número a los norses, primo.

—Lo sé, pero hay que detenerlos. Eso lo sabes. Reza para que las acciones del capitán humano no nos hayan condenado a todos.

Bajó de las almenas, alto, noble y orgulloso. Tal y como había dicho, Aurelion no podía aborrecer a los humanos por no hacer lo que ella deseaba, y sentía lástima por el capitán humano. No obstante, sabía que de la precipitada decisión de él se derivarían acontecimientos nefastos.

Se quedó observando al príncipe Khalanos, que se lanzó al aire sobre el lomo del enorme dragón. Permaneció sobre las almenas mientras las naves se adentraban en el mar para perseguir a las odiadas fuerzas del Caos. Susurró una plegaria por ellos, pero en el fondo sabía que no volvería a verlos nunca más.

Una sola lágrima resbaló por su mejilla perfecta; giró sobre sí misma y bajó de las almenas. Cuando las blancas velas de las naves desaparecieron de la vista, pareció que se las tragaban las oscuras nubes de tormenta que crecían en el horizonte.

Carandrian, su leal guardia, maestro de la espada, la esperaba junto con el séquito. Le dedicó un asentimiento de cabeza, y salieron del castillo. Viajaría hasta Altdorf, como le había solicitado el señor Teclis.