DIECISÉIS
El señor de la guerra Hroth se encontraba de pie en el rocoso promontorio y miraba hacia el mar mientras pasaba los dedos por el hacha. El sol poniente hacía que el agua pareciera un mar de sangre. A lo lejos, veía docenas de drakars que surcaban el mar hacia la playa con las enormes velas ondeando al viento. Centenares de remos se hundían en el agua a un tiempo e impulsaban las naves a una velocidad impresionante por el mar picado.
Cada barco llevaba un alto mascarón de proa, único de cada nave. Algunos representaban cabezas de dragón cuidadosamente talladas, con los colmillos desnudos y la serpenteante lengua fuera de las fauces. Otros llevaban tallas de torsos y cabezas de entidades demoníacas, los dioses adorados por los norses. Las cabezas de muchos tenían curvados cuernos, y algunos lucían enormes alas de murciélago que se extendían detrás de ellos y sobre el casco del barco. Hroth reconoció a muchos de ellos, aunque no estaba familiarizado con los nombres norses.
Se sintió complacido al ver varios rostros de Khorne prominentemente expuestos en la proa de muchos de los drakars de la flotilla. Quizá los norses le dieran nombres diferentes, pero eso carecía de importancia. Al Gran Khorne no le importaba por qué nombre lo conocían, sino sólo que le entregaran cráneos y sangre en gran abundancia. Una de las tallas lo presentaba como un dios bestial de pura ira, con una cabeza de perro que tenía el inconfundible símbolo de Khorne tallado en la frente; otra como un guerrero de proporciones descomunales, con una espada y un hacha cruzadas sobre el pecho de barril, y calaveras colgadas de la armadura de intrincada talla.
Las naves llevaban incorporados en el casco extraños aparatos mecánicos; Hroth se imaginó que eran máquinas de guerra y destrucción. Enormes proyectiles con púas sobresalían a los lados de algunos barcos; unos tenían grandes barrenas rotatorias con púas que se veían bajo la superficie del agua, mientras que otros llevaban ruedas en las que se enrollaban enormes cadenas que entraban por la boca de las tallas de demonios. Para qué servían en realidad era algo que ignoraba.
Los drakars se acercaban, cabalgando impertérritos las enormes olas que los arrastraban hacia la playa. La mayoría de ellos tenían alrededor de treinta bancos de remos, pero entre todos había un barco que era realmente inmenso, con al menos setenta bancos y unos trescientos norses que movían con fuerza los enormes remos de la gigantesca nave para impulsarla hacia la arena. Estaba claro que el barco pertenecía al poderoso señor de la guerra de esa tribu norse. También lucía el símbolo de Khorne, el Señor de los Cráneos. La proa llevaba una bestial cabeza de bronce, y en los malignos ojos de la bestia ardían llamas rojas.
Hroth se dio cuenta de que toda la nave estaba hecha de bronce batido, y se preguntó cómo se mantenía a flote.
A los lados del barco se alineaban docenas de horcas, de las que pendían cadáveres. Habían sido ahorcados y estaban atravesados por enormes púas que les habían clavado en el cuerpo cuando aún vivían. Por debajo de los muertos, corría un canalón que llegaba hasta el frente del barco y vertía su contenido en la boca del bestial mascarón de proa. Cuando aquellos infortunados fueron colgados, su sangre había corrido por el desagüe para alimentar a la criatura.
Hroth sintió el poder del Dios de la Sangre dentro de aquella nave. Percibió que el favor de Khorne estaba con el señor de la guerra que navegaba en ella, aunque no vio al hombre; pero el poder que emanaba de la nave era algo más que eso: procedía del barco en sí.
La descomunal cara de bronce de la proa forcejeó hacia un lado, y abrió y cerró la boca como si buscara enemigos. Hroth supo que la esencia de un demonio estaba atrapada en el cuerpo del barco. Para lograr una proeza semejante se necesitaba una brujería poderosa de verdad, y aumentó el respeto que sentía por el señor de la guerra. Estaba claro que era el poder del demonio lo que mantenía a flote al barco de bronce. Dio media vuelta y descendió por el rocoso camino de cabras para recibir al señor de la guerra y su tribu.
El ejército del señor de la guerra Hroth estaba formado justo al otro lado de la playa, y el campeón de Khorne sonrió al ver lo numeroso que era. Durante la marcha hacia la costa se había encontrado con varias hordas de guerra que vagaban por la campiña para hacer incursiones y saqueos. Había matado a los campeones de varias de ellas y se había apoderado de las hordas, y del estandarte habían colgado la cabeza de los oponentes más dignos. Otros campeones más prudentes le habían jurado lealtad al instante. Algunas hordas de guerra habían ido a buscarlo para unir su suerte a la de él, ansiosas por ganarse su respeto. Los guerreros de su horda inicial, Olaf el Berserker, Barok —el portaestandarte—, Thorgar Partecráneos y los otros supervivientes khazags habían ocupado puestos de poder dentro del ejército. Habían estado en primera línea de todas las batallas y llevaban la armadura manchada de rojo a causa de la matanza.
El brujo Sudobaal lo aguardaba en la arena. Con una mano como una garra, le hizo a Hroth un gesto impaciente.
—Ven, debemos reunimos con ese Ulkjar Cortacabezas, de los skaelings. Haz avanzar mi ejército. Se necesita una demostración de mi poder —siseó Sudobaal.
El elegido de Khorne miró al brujo con ferocidad.
—Haré avanzar a mi ejército —gruñó.
Sudobaal le lanzó una mirada penetrante. Las omnipresentes llamas que ondulaban sobre el báculo que volvía a tener fundido con el brazo ardieron, brillantes, para manifestar el enojo del brujo.
—Haz avanzar a mi ejército. Recuerda que soy yo quien ha hecho de ti lo que eres, elegido. Con la misma facilidad puedo deshacerme de ti.
Hroth sintió ganas de partirle el cráneo con el hacha. «Este no es el momento», se dijo al sentir cómo aumentaba su enojo.
Matar a ese perro sarnoso, por placentero que pudiese resultar, no le serviría de mucho; el enano era el único que podía localizar el lugar de descanso de Asavar Kul. Con los ojos encendidos, se apartó del brujo y atravesó la arena para llamar al ejército.
—Haz avanzar las hordas —le gruñó al enorme y calvo khazag Barok—. Demostrémosles a esos norscan de pelo claro qué aspecto tienen los verdaderos guerreros.
A cada golpe del gigantesco tambor de bronce, los largos remos se hundían con fuerza en las gélidas aguas negras al unísono. Cada remo era movido por cuatro de los más fuertes guerreros skaelings de Ulkjar, y la nave insignia surcaba las olas hacia la playa.
Al igual que todos los de su raza, Ulkjar Moerk el Cortacabezas era alto y rubio, con penetrantes ojos azules, pero aun así superaba por una cabeza la estatura del más grande de sus guerreros. Llevaba armadura negra ribeteada de bronce y lucía en los hombros el símbolo del Dios de la Sangre, para que nadie pudiera dudar de su lealtad. Del cinturón le colgaban un par de espadas gemelas cortas, de hoja ancha. Habían sido encantadas por el más grandioso de los chamanes norses, y eran millares los que habían caído bajo ellas; su sangre había sido derramada como sacrificio al Dios de la Sangre.
El barco se acercó a la playa, pero el batir del tambor no se hizo más lento, sino que aceleró el ritmo cuando la rompiente comenzó a golpear la nave. Con repentina energía, los skaelings tiraron de los pesados remos, y el demonio atrapado en el barco se lanzó hacia la arena. Fue alzado por una ola enorme, y con un impulso resultó impelido hacia el seno de la ola.
La blanca espuma barrió la popa del barco al acercarse a la orilla.
En el último segundo, el batir del tambor cesó y los norses alzaron los remos en el aire cuando la nave llegó a la arena. La fuerza e impulso del barco lo llevaron muy adentro de la playa y dejó un surco en la negra arena. Se detuvo, y Ulkjar saltó por encima de la borda y cayó con soltura, cuatro metros y medio más abajo.
Rodeó la proa del barco y alzó la mirada hacia la demoníaca cara de bronce. El metálico cuello se tensó, y los músculos ondularon al intentar el demonio del interior liberarse de la prisión que lo retenía. La cara medía más de seis metros de ancho y le enseñó los dientes mientras un gruñido grave resonaba en sus profundidades. Las fauces eran lo bastante grandes como para que un hombre pudiera ponerse de pie sin llegar al paladar. Era capaz de hacer pedazos los cascos de naves enemigas, y los humeantes ojos rojos de la criatura miraron a Ulkjar con odio.
—Gracias otra vez por la travesía segura, Dweaorjner —dijo Ulkjar, al mismo tiempo que miraba al furioso demonio a los ojos y pronunciaba su nombre verdadero.
La criatura, obligada por el poder de su amo, bajó la mirada con sumisión.
Ulkjar se quitó uno de los guanteletes de bronce, se acercó más al demonio metálico y pasó la mano a lo largo de los puntiagudos dientes. Luego, cerró el puño y lo mantuvo dentro de las bestiales fauces demoníacas para que su sangre goteara sobre la lengua de bronce. Retiró la mano y se lamió el resto de la sangre. La herida ya se había cerrado.
Los otros drakars de los skaelings ya habían llegado a la playa, y las tripulaciones los arrastraban para adentrarlos más en la arena. Ulkjar les hizo un gesto a sus hermanos menores, que se situaron detrás de él para marchar hacia las figuras que los aguardaban.
Tenían un ejército formado detrás, compuesto por docenas de tribus. Era una fuerza numerosa, de más de cinco mil hombres, según calculó. No le importaba. Un ejército sólo era tan fuerte como su señor de la guerra, y aunque los skaelings eran sólo dos mil, él era el señor de la guerra skaeling más fuerte que hubiera existido jamás y no se dejaría acobardar por ningún hombre, ni siquiera por uno que se jactara de tener un ejército tan numeroso como ese. Sólo había existido un hombre que impresionara de verdad a Ulkjar, y lo habían matado el año anterior. Alguien como Asavar Kul era raro.
El dúo permanecía inmóvil en espera de que llegara. Uno era encorvado y llevaba una capa negra. Un báculo retorcido se fusionaba con el brazo derecho de ese hombre, cuya piel era de un enfermizo color gris. Tenía rasgos afilados y la frente surcada por profundas arrugas, pero poseía poder. Sus ojos amarillos no parpadeaban, fríos como los de una serpiente.
Llevaba sigilos y runas tallados en las correosas mejillas. «Un brujo», pensó el skaeling con indiferencia. No tenía tiempo para esos personajes.
Desvió la mirada hacia el otro hombre con el fin de medirlo.
Ese sí que era un auténtico guerrero, lo sabía. Era más bajo que Ulkjar pero, a pesar de eso, se trataba de un hombre corpulento, con enormes y poderosos hombros: un guerrero nato. Llevaba una armadura rojo sangre y un casco rematado por curvos cuernos. Sus ojos no eran normales: en ellos danzaban llamas que ardían peligrosamente. Ulkjar percibió el favor del Dios de la Sangre en ese hombre, y supo que el guerrero era el elegido, al igual que lo era él mismo.
—Mis chamanes oyeron tu llamada —le dijo el norse al brujo sin más ceremonia—. Los augurios mostraron que Kharloth, el Dios de la Sangre, deseaba que respondiera a ella.
—En efecto, así es, Ulkjar Moerk Cortacabezas, de los skaelings —siseó el brujo—. Me llamo Sudobaal.
—Ya sé cómo te llamas. Y tú —dijo al mismo tiempo que miraba al elegido del Dios de la Sangre—, tú eres Hroth el Ensangrentado. Me enteré de que derrotaste al zar Slaaeth.
Habría querido matarlo yo mismo, pero no importa. Te precede la noticia de tu creciente poder.
El acorazado elegido del Dios de la Sangre cruzó los brazos sobre el enorme pecho.
—Y yo te conozco a ti, Ulkjar. Lideraste a los norses en el ataque contra Praag. Se dice que cruzaste espadas con el mismísimo Asavar Kul, y que te perdonó la vida. ¿Es verdad?
—Es la verdad, elegido. No me avergüenzo de haber sido vencido por él —replicó Ulkjar—. Ningún otro se ha enfrentado jamás conmigo y ha sobrevivido. Ni ninguno lo hará.
Los dos elegidos de Khorne se contemplaron peligrosamente el uno al otro.
—Es bueno que hayas venido. Los dioses lo quieren —dijo Sudobaal—. Me han mostrado una potente visión, Ulkjar. El lastimoso Imperio cree que ha ganado, que sus tierras están a salvo ahora que Asavar Kul ha caído. Están equivocados.
—¡Nunca están a salvo! —gritó Ulkjar—. Ellos lo saben, pero prefieren llevar vidas de miedo y debilidad. Saben que sus tierras estarán siempre bajo la espada, atacadas, mientras los norses surquen los mares.
—Hay verdad en lo que dices, Ulkjar, pero se te escapa un detalle. El Imperio cree que tiene tiempo para lamerse las heridas. Yo puedo asegurarme de que no dispongan de ese tiempo. Ayúdanos, y juntos lograremos el poder necesario para aplastar completamente al Imperio, para acabar lo que comenzó Asavar Kul.
—Asavar Kul era el Elegido Eterno, de eso no cabe duda.
»Todos los seguidores de los dioses verdaderos le juraron lealtad: los kurgan, los norscan y los hung. Con su caída, las tribus norses quedaron divididas. Ahora batallamos entre nosotros para lograr el dominio. No hay ninguno que pueda hacerse con él. Ningún norscan puede resistirme, pero ni siquiera yo puedo unirlos. Lo mismo sucede con los kurgan, ¿verdad?
—Es cierto.
—Hay muchos poderosos señores de la guerra, pero ninguno que se destaque entre ellos —dijo el norscan al mismo tiempo que le hacía un gesto de asentimiento a Hroth—. Sólo tú, según he oído. Pero ni tú ni yo podemos unir a las tribus dispersas.
»Necesitaríamos dedicar nuestra vida a matar campeones para probar nuestra valía. Siempre habrá algunos que piensen que pueden vencernos. Las batallas no acabarían nunca.
»Asavar Kul acudió a Norsca. Nadie lo desafió, excepto yo.
Todos conocían su poder, y nadie quería contender con él. Un guerrero semejante nace sólo una vez cada diez generaciones.
—Es cierto —intervino Sudobaal, astuto—, pero yo sé dónde está su espada.
El norscan bufó.
—Se ha perdido. Cualquiera que empuñara la espada y doblegara al demonio encerrado en ella, sería realmente favorecido por los dioses. Entre los norscan, nadie se atrevería a desafiar a alguien así. Pero se ha perdido.
—Y pocos entre los kurgan y los hung contenderían con alguien que la blandiera —dijo Sudobaal—. Ya no está perdida. Se me ha mostrado dónde se encuentra.
Ulkjar frunció el ceño. Si el brujo decía la verdad, él tenía mucho que ganar. Si se apoderaba de la espada, nadie le resistiría.
—Mis chamanes, a pesar de lo poderosos que son, no pueden verla. ¿Cómo es que tú afirmas conocer su paradero cuando mis chamanes lo desconocen?
—Ya basta —gruñó Hroth, al mismo tiempo que clavaba la mirada en el guerrero más alto—. Demasiada charla. Necesitamos tus barcos, norscan. —Ulkjar lo miró con frialdad.
—Se pronuncia tu nombre en toda Norsca, elegido —dijo el skaeling—, pero lo mismo pasa con el mío. Tu poder aumenta como el sol del amanecer, pero el mío está en la cúspide; es el sol en lo alto del cielo, brillante y fuerte. No puedes compararte conmigo.
Hroth gruñó y aferró el hacha con fuerza.
—Sabes que digo la verdad. El Dios de la Sangre ha visto poder y grandeza en nosotros dos…, pero no me vengas con exigencias, cachorro. Soy mejor que tú.
Mientras el norscan hablaba, las llamas de los ojos de Hroth se encendieron aún más. Sin hacer caso, Ulkjar se irguió en toda su estatura. Sabía que el Dios de la Sangre tenía los ojos fijos en ambos campeones y que contemplaba con interés la lucha de voluntades. Ulkjar también sabía que los observaban los ojos de todos los skaelings y los guerreros de Hroth. Había sido el jefe de su tribu durante dos décadas; conocía bien el poder que podía inspirar en sus hombres un gran líder, pero no ignoraba que era algo inconstante, algo en lo que había que trabajar sin descanso. Ulkjar era muy cuidadoso siempre que se encontraba bajo el escrutinio de sus seguidores: nunca dejaba de proyectar el aura de poder y mostrar que era quien tenía el control. Si no lo hacía así, sabía que tendría que cuidarse constantemente las espaldas y aceptar los inevitables retos de los miembros de la tribu que cuestionaran su posición. No quería nada de eso. No, ejercería su dominio sobre ese guerrero ante los ojos de ambas tribus. Si podía provocar a Hroth, arrastrarlo al conflicto y derrotarlo, esas tribus deberían sometérsele.
—Te cortaré la cabeza, mierda norscan —gruñó Hroth.
—¿De verdad lo harás, cachorro? —preguntó Ulkjar.
Se sentía cómodo y relajado. ¿Cuántas veces se habían producido encuentros como ese en el pasado? Hacía mucho que había perdido la cuenta de los enemigos a los que había matado.
Ese no sería diferente. El elegido era poderoso, cierto, pero eso sólo haría que su victoria fuese tanto más dulce. Reclamaría el ejército del elegido cuando hubiese acabado con él, y obligaría al brujo a llevarlo hasta el lugar en que se hallaba la espada de Asavar Kul. Entonces, nadie podría oponérsele. Los días de sangre volverían a comenzar. «Soy realmente bendito a los ojos de los dioses», pensó.
—Te descuartizaré miembro a miembro, khazag —dijo Ulkjar—. Le daré de beber tu sangre al demonio de mi barco. Me quedaré con tu ejército. Comenzará una nueva era de derramamiento de sangre y terror, y tú no participarás en ella —declaró con indiferencia, y desenvainó las dos espadas.
—Menos charla. Que tus espadas hablen por ti.
—Como desees, cachorro.
Sudobaal sonrió cuando los dos guerreros se prepararon para el combate. No le importaba quién ganara, y en cuanto tomó la decisión de contactar con los chamanes de Ulkjar en sus viajes oníricos, supo que eso iba a suceder. No había dudado ni por un momento que Ulkjar desafiaría a Hroth. Era un señor de la guerra demasiado orgulloso y próspero como para querer someterse a nadie, y mucho menos a un kurgan. No le importaría que Hroth resultara muerto. Sudobaal sabía que sería más fácil de manipular que el elegido khazag. Hroth simplemente era demasiado testarudo. No le cabía duda de que el norscan era más sutil y tortuoso que Hroth, y ciertamente sabía cómo impresionar a sus seguidores.
Sin embargo, la testarudez de Hroth era también su fuerza.
El elegido de los khazags no sabía cómo retroceder ante nada y su determinación era de una absoluta firmeza. Su falta de sutileza, su sinceridad directa, era algo poderoso.
Probablemente, sería para mejor que lo mataran. Se preguntó si había juzgado mal a Hroth: ¿se volvería difícil de manejar en caso de que su poder continuara creciendo? Ciertamente, a Sudobaal ya le resultaba cada vez más arduo influir en el campeón de Khorne. El brujo apartó el pensamiento de su mente y volvió a concentrarse en el combate.
Sudobaal recordó a un sabio señor de la guerra anciano que había dicho que un combate entre espada y hacha nunca podía durar mucho. En cuanto los guerreros comenzaron a intercambiar golpes, supo que eso sería verdad en ese caso.
Ulkjar era más rápido que Hroth y llegaba más lejos. Hroth era más bajo, pero más fuerte que el skaeling. Mientras el norscan luchaba con una furia fría que ardía sin llama, la cólera de Hroth era ardiente y feroz, y su estilo de combate lo reflejaba.
Cada golpe estaba cargado con el poder de su ira. Cada uno de sus ataques tenía la finalidad de acabar con la lucha. Ulkjar se movía con elegante gracilidad, como un león de montaña. Paraba los letales ataques del contrincante y los devolvía con la rapidez del rayo, con tajos profundos. Tenía intención de cortar en pedazos al enemigo, cansarlo lentamente hasta que pudiera descargar el golpe mortal.
Por la mente de Sudobaal pasó una imagen, y el brujo cayó de rodillas y se apretó las sienes. Los dos guerreros continuaron luchando sin hacerle caso. Un dolor terrible se apoderó de él mientras la visión se desplegaba. Vio un campo de batalla sembrado de cadáveres. Vio caer las murallas de una grandiosa ciudad del Imperio. Vio a un demonio que reía mientras le sacaba los ojos a un cadáver. Vio a Ulkjar y Hroth, luchando espalda con espalda; también alguien vestido con un ropón negro. Era él mismo. Había una figura relumbrante, cuya vista le causaba dolor en los ojos y que tenía un martillo llameante en las manos. El fuego rodeaba al martillo cuando lo blandía y dejaba tras de sí estelas gemelas. Una flecha atravesó la masa de combatientes, directamente hacia Sudobaal, que gritó una advertencia, pero no hubo reacción ni sonido. Mientras la flecha volaba hacia el objetivo, a pocos metros de la parte posterior de su cabeza, la visión de Ulkjar avanzó y, por inadvertencia, se situó en la trayectoria del proyectil.
Sudobaal interrumpió la visión. Le goteaba sangre de la nariz y los oídos. Sabía qué le había mostrado la visión. Con independencia de lo que allí ocurriera, Ulkjar debía vivir porque, en caso contrario, él moriría.
Ulkjar clavó en un costado de Hroth una de las espadas, cuya hoja atravesó armadura y carne. Al ver una brecha en la defensa, estocó con la otra hacia la garganta expuesta del khazag. Se dio cuenta del error e intentó invertir la estocada y retroceder un paso, pero era demasiado tarde. Hroth ya clavaba una rodilla en tierra en el momento en que el norscan se lanzaba hacia él y trazaba un terrible arco con el hacha. La otra espada había quedado atascada en el costado del khazag, así que no podía defenderse del ataque, y entonces supo que Hroth había dejado que se la clavara deliberadamente.
El hacha chocó contra el vientre de Ulkjar con una fuerza que habría bastado para cortar un caballo en dos. Ulkjar sintió que la hoja del hacha le penetraba en el vientre y atravesaba armadura y carne antes de golpearle la columna vertebral. Para Hroth, fue como darle un hachazo a una piedra, porque el arma se estremeció violentamente en sus manos, incapaz de cercenar el hueso duro como el hierro. Sin embargo, el norscan cayó al suelo, empapado desangre.
Los dos mil skaelings permanecieron inmóviles. Al otro lado de la playa, se alzaron seis mil voces para salmodiar una y otra vez el nombre de Hroth. Todos sabían quién era Ulkjar, y verlo derrotado por el campeón constituía un signo del favor del dios.
Hroth, con los ojos llameantes, avanzó para acabar con el norscan. Ulkjar ya estaba poniéndose de pie y las heridas se le cerraban. Se irguió en toda su estatura, aunque no llevaba arma alguna, y contempló al vencedor con frialdad.
—Eres verdaderamente el elegido del Dios de la Sangre —dijo con la cabeza alta, en espera del golpe que pondría fin a su vida.
Sudobaal avanzó con paso tambaleante y se situó entre los dos guerreros. Los ojos de Hroth llamearon.
—Apártate de mi camino, brujo. Su cráneo me pertenece —gruñó el elegido de Khorne.
—Su cráneo pertenece a los Dioses del Caos, y los Dioses del Caos exigen que viva por ahora —replicó Sudobaal mientras se limpiaba la sangre de la nariz—. Aún tiene un papel que desempeñar.
—¿Qué es esta locura? —gritó Ulkjar—. Me has derrotado, Hroth el Ensangrentado. Acaba ya. Concédeme ese honor.
—No lo hagas, khazag. Encolerizarías a los dioses —gruñó Sudobaal—, y me encolerizarías a mí.
Hroth luchaba consigo mismo. Tenía ganas de apartar al brujo de un golpe y reclamar el cráneo del norscan. Era su derecho.
Les volvió la espalda a Sudobaal y a Ulkjar, y oyó que el skaeling lo maldecía. Mientras la furia hervía dentro de él, avanzó hacia los dos hermanos de Ulkjar que se encontraban cerca con el semblante pálido. Al ver la furia del elegido de Khorne, se dispusieron a desenvainar las espadas, pero fueron demasiado lentos. Al cabo de un momento estaban los dos muertos, y sus cuerpos caían bombeando sangre sobre la arena.
Hroth continuó avanzando a grandes zancadas hacia los dos mil norses atónitos. Con respiración trabajosa, Hroth les gruñó.
—Vosotros, hombres, skaelings de Ulkjar —rugió—. Ahora sois mis hombres. Viviréis o moriréis según mi deseo.
»¡Tú! —gritó al mismo tiempo que señalaba a un skaeling barbudo, particularmente grande—. Escoge a un hombre de cada barco y tráemelos.
El hombre se apresuró a cumplir la orden. Al cabo de pocos minutos, había ante Hroth una fila de casi cincuenta hombres, todos de pie. Ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos. Se detuvo ante el primer hombre de la fila.
—Arrodíllate —gruñó.
El hombre se puso de rodillas ante Hroth. Sin ceremonia alguna, con toda su inmensa fuerza, descargó un tajo de hacha contra el cuello del hombre. La cabeza del guerrero rodó por la arena y dejó un reguero de sangre. Hroth se situó ante el siguiente hombre.
—Arrodíllate —gruñó.
Dejó al hombre arrodillado, volvió a encaminarse hacia Ulkjar, se detuvo y alzó una mirada furibunda hacia él.
—Ulkjar Cortacabezas, eres hombre muerto. Tu cráneo me pertenece, y lo reclamaré —gruñó Hroth.
Avanzó un paso mientras se mordía un pulgar con los afilados dientes. Presionó con fuerza el pulgar contra la frente del hombre más alto que él, cuya piel siseó. El norscan no retrocedió.
Tras apartar la mano, Hroth sostuvo la mirada de Ulkjar.
—Estás marcado. Tu cráneo será mío.
Hroth se volvió para dirigirle a Sudobaal una mirada funesta.
El brujo se la sostuvo sin decir nada. Sin más palabras, Hroth volvió junto al guerrero skaeling que estaba arrodillado y lo decapitó.
Cogió la cabeza por el pelo para levantarla, la arrojó junto a la primera, y avanzó hasta el hombre siguiente.
—Arrodíllate —gruñó.
Dos horas más tarde, las naves norses eran empujadas de vuelta al gélido mar negro, y la pálida luna Mannslieb ascendía por el cielo. Hroth estaba de pie en la cubierta de la más grande, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sudobaal y Ulkjar se encontraban a su lado. La mayor parte del ejército había quedado atrás, en espera de su regreso, todos menos los khazags de Hroth y los norses de Ulkjar. Hroth se quedó mirando cómo la tierra se perdía en la oscuridad, con los ojos fijos en las altas llamas que ardían sobre la arena. Había cincuenta cráneos en el centro de la enorme pira, cuyas llamas eran un reflejo de las que ardían en los ojos del khazag.