QUINCE

QUINCE

El capitán Stefan von Kessel mató a otro norse y, al ver que no había ningún enemigo justo delante de él, respiró profunda y temblorosamente. Tenía la mano bañada en sangre y la espada comenzaba a resbalarle del puño. Cansado, se pasó una mano por la frente manchada de sangre. Hizo una mueca al sentir dolor en un costado. Notó que los huesos de las costillas raspaban unos contra otros. Sabía que había tenido suerte, pero no se sentía afortunado. Al ver que continuaba sin haber ningún norse cerca, les ordenó a los espadones que se desplazaran hacia el norte para ayudar a los alabarderos de Albrecht, que aún batallaban en esa zona.

El ataque a los sitiadores del castillo había ido bien. Atrapados entre el ejército que avanzaba y las murallas, los norses y los últimos hombres bestia que quedaban habían sido pasados por las armas sin vacilación ni misericordia. La acometida de alabarderos y espadones había sido tremenda, y el enemigo se había visto abrumado. Los que se encontraban más atrás eran acribillados por las flechas de los defensores elfos. De vez en cuando, ráfagas de llamas mágicas procedentes de la hechicera de cabello blanco que estaba sobre las almenas hacían que los hombres estallaran en llamas. Los calcinados cuerpos caían al suelo pero continuaban ardiendo, y las llamas parecían avivarse con cada minuto que pasaba. Stefan sentía desconfianza y suspicacia ante la magia en general, pero se alegraba de que la hechicera estuviera de su lado.

Los hombres que lo rodeaban estaban ensangrentados y exhaustos, y todos tenían heridas leves. Muchos de ellos habían caído porque los norses eran guerreros salvajes, cuya destreza había sido perfeccionada por una vida de constante guerra y batallas. «Y los bastardos también son grandes», pensó Stefan, en general una cabeza más altos que los hombres de Ostermark.

A pesar de eso, los soldados del capitán habían luchado bien, y al principio habían causado entre los enemigos más bajas de las que habían sufrido ellos.

No obstante, al continuar la batalla, la superioridad numérica de los norses comenzó a pesar. El frente del Imperio había tenido que retroceder por los flancos. La única parte de la línea de combate que había continuado ganando terreno ante los norses era la que formaban los espadones de Stefan. Y aun así, el impulso inicial se había visto frenado poco a poco, y durante un buen rato habían tenido que luchar con desesperación para que no los hicieran retroceder. Por todo eso, Stefan estaba orgulloso de sus hombres, y ninguno de ellos había huido ante el terrible enemigo. «Son hombres valientes los de Ostermark», se recordó a sí mismo.

A pesar de que contaba con numerosísimos efectivos, el enemigo no había logrado traspasar los flancos del ejército del Imperio. Los fusileros y ballesteros de lo alto de la colina habían avanzado y, entre sus disparos y el fuego de los cañones, habían mantenido los flancos despejados.

Stefan esperaba que al mariscal del Reik le fueran bien las cosas y que el ataque dirigido contra la zona del castillo hubiese alejado de la cabeza de playa a la mayoría de los norses. Había oído una nota clara y alta tocada con un cuerno que claramente no era un instrumento humano, seguida del estruendo de cascos de caballo; sin embargo, eso había sucedido hacía más de una hora.

Apareció a la vista una muchedumbre de norses lanzados a la carrera. Se preguntó si Albrecht los habría puesto en fuga, y en ese preciso instante, los salvajes se lanzaron hacia Stefan y sus soldados. Parecían desesperados por abrirse paso entre los espadones, y asestaban tajos a diestra y siniestra, enloquecidos.

Extenuado, Stefan alzó espada y escudo; se sentía más cansado de lo que recordaba haberlo estado jamás. «Estás envejeciendo, soldado», pensó.

Bloqueó un golpe con el escudo y lo devolvió, pero la respuesta tenía poca fuerza y fue fácilmente desviada por el corpulento norse.

—Eres débil, hombrecillo —dijo el guerrero en reikspiel chapurreado. El norse avanzó para empujar al capitán a un lado, pero se detuvo en seco cuando se le clavó una flecha en el cuello.

Permaneció de pie por un instante, y se desplomó. De repente, las flechas inundaron el aire, y los norses se volvieron a mirar, confusos. Pasó galopando un grupo de jinetes elfos que disparaban con infalible puntería contra los norses. Las flechas los hicieron caer por docenas, y Stefan, tras reunir sus fuerzas, lanzó un sonoro grito y acometió los restantes. Mató a dos guerreros; le clavó la espada en el pecho a uno, y en la entrepierna, al otro. De repente, se encontró ante hombres ataviados de púrpura y amarillo.

—¡Albrecht! —llamó el capitán—. Me alegro de ver que habéis evitado la caricia de Morr.

—Sí, capitán, aún no estoy preparado para que venga a por mí.

Un rugido profundo resonó por el campo de batalla, más potente que el disparo de cualquier cañón.

—¡En el nombre de Sigmar, ¿qué es eso?! —preguntó Albrecht, y les gritó a los soldados para que giraran, dispuesto a enfrentarse con cualquier amenaza que se acercara desde la playa.

Stefan dejó a los espadones en la zona sur para que ayudaran a los otros regimientos de tropas regulares y avanzó, junto con Albrecht, mientras los alabarderos se apartaban para dejarlos pasar. Oyeron otro sonido, como el de velas de lona de grandiosas naves que se agitaran en un fuerte viento. El aire soplaba con fuerza alrededor de Stefan y los alabarderos, que miraban a su alrededor con inquietud. Todos igualmente extenuados, con el semblante pálido y demacrado, aguardaron la aparición de ese nuevo terror.

Volvió a oírse el rugido, entonces más cercano. von Kessel sintió que el sonido le reverberaba dentro del cuerpo.

—¡Que Sigmar nos guarde! —jadeó Albrecht al ver qué se aproximaba.

Un terror abyecto recorrió a los alabarderos.

Hacia ellos se precipitaba un ser enorme; moviéndose entre las nubes, cubría con su sombra a cientos de hombres. Con un batir de correosas alas, el dragón les rugió y, de las fosas nasales, salieron llamas.

Era de color mar, un mar lejano, cálido y lleno de vida, no el frío mar negro que se extendía desde la orilla donde se libraba la batalla. Se trataba de una bestia gigantesca, casi tan larga como un barco desde el hocico a la cola, y con las alas parecía cubrir el cielo. Sobre el flexible espinazo le crecían grandes púas, que corrían por el cuello y formaban una melena detrás de la cabeza. Las fuertes extremidades sinuosas eran lo bastante potentes como para hacer pedazos el castillo, y las mandíbulas podían partir piedra. Los ojos de serpiente ardían con una antigua inteligencia feroz.

Aunque el gesto parecía fútil, Stefan sacó y amartilló la pistola, que aún no había disparado, y apuntó con ella a la monstruosa criatura que descendía hacia ellos. Tenía la boca abierta y los labios de reptil retraídos, con lo que dejaba a la vista incontables dientes descomunales, cada uno tan grande como un espadón. Inspiró profundamente para llenarse los pulmones con una enorme cantidad de aire. Stefan esperaba que en cualquier instante lo envolviera una gran bocanada de fuego, pero continuó allí, impertérrito. Sólo esperaba tener la posibilidad de herir a la criatura antes de que lo matara, así que apuntó a uno de los funestos ojos.

Justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo de la pistola, aflojó la mano y bajó el arma.

—¿Qué hacéis? —preguntó Albrecht con los dientes apretados, y entonces también él lo vio.

Una figura, ataviada con una ornamentada armadura de destellante verde oscuro, iba a horcajadas sobre el lomo del dragón verde azulado. La armadura estaba hecha a semejanza del dragón que montaba el jinete, con alas verde oscuro extendidas sobre el casco artísticamente forjado. En una mano llevaba una larga lanza, que brillaba con luz dorada, y con la otra sujetaba un escudo que no presentaba ni un arañazo ni abolladura.

—Es un elfo —jadeó Stefan.

El jinete del dragón rugió al pasar por encima de ellos y levantó tras de sí una estela de polvo y piedras. Los hombres del Imperio se volvieron como uno solo para contemplar el paso de la enorme criatura, de cuya boca salieron repentinamente grandes bocanadas de llamas que asaron vivos a docenas de norses y fundieron al instante las corazas y las armas. El dragón desapareció de la vista durante un momento antes de volver a encumbrarse en el cielo, ya a centenares de metros de distancia.

La criatura llevaba aferrados a las patas a un par de guerreros norses; mientras los pasmados hombres de Ostermark observaban, los estrujó con las poderosas zarpas y los dejó caer al suelo, sin vida. Otra figura pendía a media asta de la brillante lanza del jinete, que lo había ensartado. Con un movimiento despectivo, el jefe norse fue lanzado al suelo.

Un gran clamor de alegría se alzó mientras el dragón causaba estragos entre los norses restantes, a los que quemó y destrozó. La batalla estaba ganada.