CATORCE
La alta elfa ascendió con gracilidad a las almenas, con el fantasmal cabello blanco largo hasta la cintura ondulando a su alrededor por efecto de la brisa. Tenía la piel pálida, casi translúcida, y completamente inmaculada. Dirigió la gélida mirada hacia el campo de batalla, cuyo estruendo le llegaba desde abajo.
La irrupción de las tropas del Imperio había sido oportuna.
Estaba enterada de que iban de camino, pero había temido que pudieran llegar demasiado tarde. «Aún puede ser demasiado tarde», pensó, pero no lo creía de verdad.
—Deberíais bajar, mi señora. No es un lugar seguro —dijo una voz suave, a su lado.
Aurelion se volvió a mirar a Carandrian, su guardia personal.
Permanecía junto a ella, servicial como siempre. Era un guerrero orgulloso y llevaba el alto casco plateado brillante de todos los Maestros de la Espada de Hoeth.
—Estamos cercados, Carandrian. Claro está que no es seguro —replicó ella, y continuó observando el campo de batalla.
Los soldados del Imperio se habían reorganizado con rapidez después de la primera acometida y estaban en marcha.
Descendían hacia el castillo para enfrentarse con la retaguardia de los sitiadores. Reparó en que el extenso frente de batalla abarcaría a los enemigos del lado norte del castillo. Eso debería alejar a los norses del cuerpo de guardia, que era la única salida de la fortificación. Los caballeros del Imperio se habían dirigido al trote ligero hacia el norte, a lo largo de la ladera, y entonces cargaban desde lo alto del promontorio hacia la playa, matando todo lo que encontraban a su paso.
Llegó hasta ella la detonación apagada de los disparos de cañón, acompañada por nubecillas de humo que ocultaban las máquinas de guerra del Imperio, incluso ante sus agudos ojos.
Esos cañones eran máquinas toscas, sucias y peligrosas, y tan mortíferas para el enemigo como para aquellos que las disparaban.
No podía entender por qué alguien querría usar la pólvora que tanto les gustaba a los humanos, ya que los riesgos eran enormes. «Su manera de considerar la vida es diferente», se recordó a sí misma. Tenían una existencia tan corta que no se daban cuenta de lo valiosa que era la vida. A pesar de todo, la vida de un humano no significaba nada para ella. Eran criaturas primitivas, tan propensas a los actos malvados como a los bondadosos. Le resultaba irónico que sus fuerzas estuvieran sitiadas por humanos, y que fueran humanos los que acudieran en su auxilio.
Los orgullosos guerreros de Ulthuan se encontraban a todo lo largo de las almenas. Muchos habían caído, y Aurelion estaba acongojada por ellos, pero otros permanecían en pie, desafiantes y honorables. Disparaban con elegancia sus destellantes arcos blancos, sabedores de que tenían escasez de flechas, y cada disparo cuidadosamente dirigido mataba a un atacante.
Incluso antes de que las fuerzas del Imperio llegaran desde el otro lado de la colina, habían luchado sin miedo y habían matado eficiente y despiadadamente, con frío orgullo y nobleza: eran auténticos guerreros de Ulthuan.
Miró hacia el mar y vio las brillantes naves dragón que surcaban las aguas. Si los barcos lograban atracar, el cerco sería desbaratado. Descendió con paso elegante de la posición desprotegida que ocupaba sobre las murallas y llamó a Arandyal, oficial de los Yelmos Plateados. Sus corceles se encontraban, quietos, en el patio de abajo, sin atar; los corceles de Ulthuan no necesitaban esos rústicos métodos para evitar que escaparan.
Los caballeros se habían reunido con los otros guerreros sobre las murallas, para contribuir con sus espadas a la defensa de la plaza. Arandyal se separó de los combatientes con los que luchaba y corrió con ligereza a lo largo de las murallas.
—¿Mi señora Aurelion? —gritó.
—Preparad a los Yelmos Plateados, Arandyal. Debéis ayudar a los humanos a despejar la playa.
El elfo hizo un gesto para indicar que había comprendido, y corrió de vuelta a la refriega. A ambos lados de la muralla, los caballeros comenzaron a retirarse y continuaron luchando mientras retrocedían hacia las escaleras de piedra medio en ruinas, situadas a cada extremo. Los enemigos subieron en gran número sobre la desprotegida muralla.
Tras atraer poder hacia su interior, Aurelion comenzó un encantamiento suavemente entonado, cuyas intrincadas y difíciles palabras salían de su boca sin esfuerzo, musicales y hermosas.
Alzó el báculo y lo dirigió hacia el punto medio de la muralla, donde el enemigo se reunía en mayor número. Llamas abrasadoras estallaron a los pies de los atacantes, que gritaron de sorpresa y dolor. El fuego prendió en los guerreros, cuyas capas, pelo y carne ardieron y se derritieron. Entre alaridos, los guerreros cegados daban traspiés, caían de las murallas y encendían a sus camaradas. Aurelion extendió el hechizo de modo que las llamas corrieran a derecha e izquierda a lo largo de la muralla, hasta que estuvo toda cubierta de rugiente fuego. Con cada segundo que pasaba, más calientes eran las llamas y más altas se hacían. Sentía en la cara el calor que le enrojecía las mejillas pálidas como el hielo.
Se volvió para recorrer las almenas con la mirada una vez más, y vio que los guerreros pululaban allá abajo.
—Vuelven a atacar —dijo en el momento en que las escalerillas chocaban contra la muralla, y retrocedió un paso para situarse detrás de Carandrian.
Muchas de las escaleras fueron empujadas hacia atrás por los defensores de la muralla y cayeron en medio de la marea de maldad que hormigueaba en la base. Toscos norses ascendían en gran número por las otras, y de repente, la muralla volvió a ser el escenario de una terrible lucha cuerpo a cuerpo.
Carandrian avanzó con la gracilidad de un bailarín y le cortó la cabeza al primero que saltó sobre las almenas, con un barrido de la espada a dos manos, que zumbó en el aire. El guerrero cayó de la muralla sin emitir sonido alguno. Otro se desplomó cuando Carandrian le clavó el arma en el pecho y la fina hoja se deslizó entre las costillas para perforarle el corazón.
Al mirar hacia abajo, Aurelion vio que los caballeros de Arandyal estaban prácticamente preparados. Casi todos habían montado ya y sujetaban en alto las largas lanzas. Les hizo una señal a los lanzadores de proyectiles garra de águila situados en el tejado de la torre, para que dirigieran sus disparos hacia el exterior del cuerpo de guardia. Los elfos reaccionaron al instante e hicieron girar con soltura las máquinas de guerra, tras lo cual se pusieron a disparar contra la masa de enemigos. Cada proyectil disparado medía un metro veinte de largo, y las máquinas tenían una frecuencia de disparo fenomenal. Docenas de proyectiles volaron hacia abajo y ensartaron a los guerreros situados en el exterior del cuerpo de guardia.
—¿Los soldados del Imperio ya se han trabado en pleno combate? —le preguntó a Carandrian.
El alto guerrero despachó a otro enemigo, al que su arma le abrió primero un tajo en el estómago y luego le cortó la garganta con golpe de retorno en un solo movimiento continuo.
—Sí, mi señora Aurelion. Este sería un buen momento para que el señor Arandyal hiciera la salida —replicó con calma mientras la punta de su espada se clavaba en el cuello de otro guerrero. Con un movimiento diestro le cortó la garganta a la víctima.
La maga elfa le hizo una señal a Arandyal, que alzó una mano a modo de respuesta y, tal vez, de despedida. Los guerreros de lo alto del cuerpo de guardia aumentaron la frecuencia de disparo y dejaron caer una lluvia de proyectiles sobre los enemigos para despejar la zona inmediata a las puertas. Entre crujidos, se alzó el rastrillo, y el puente levadizo comenzó a bajar.
Se oyó el estruendo de las cadenas al descender el puente y caer sobre la tierra con un pesado golpe sordo.
Sonó una nota de cuerno, clara y alta, y los Yelmos Plateados salieron a galope del castillo hacia el campo de batalla.
—Príncipe Khalanos, primo —dijo Aurelion en voz baja—, ¿dónde estás?