TRECE

TRECE

Se oyó un penetrante toque de cuerno, y Stefan von Kessel maldijo. Un segundo cuerno, más lejano, respondió al primero.

—Saben que estamos aquí —dijo Albrecht.

Stefan había conducido al ejército hacia el este, hasta lo alto de una meseta, donde la altura y el ángulo de las colinas habían ocultado su aproximación al castillo asediado. Se encontraban cerca de la cima de la meseta y poco faltaba para que pudieran ver el castillo y la costa. Desde lejos les llegaban sonidos de batalla.

—Ya no hay nada que hacer. Redoblad la marcha. Aseguraos de que los cañones se coloquen con rapidez cuando lleguemos a la cumbre —ordenó Stefan.

El sargento asintió con la cabeza y retrocedió a lo largo de la formación al mismo tiempo que gritaba las órdenes.

La plana cima de la meseta estaba casi desprovista de árboles, y el ejército de Ostermark marchó hacia ella en una larga línea de batalla. Filas y más filas de alabarderos, espadachines y lanceros que avanzaban a paso regular aceleraron al oír las órdenes gritadas por el sargento. Los regimientos de ballesteros y fusileros iban intercalados con los alabarderos y corrían a paso ligero, ya que no los estorbaban los petos y pesados cascos que llevaban los otros soldados. La turba de flagelantes, cuyo entusiasmo aumentaba hasta el frenesí, iba por el flanco derecho, bastante alejada del ejército. Los guardias de Reikland, con la armadura muy brillante y los pendones ondeando en el extremo de las lanzas, cabalgaban a medio galope detrás de varias filas de soldados regulares y, tras ellos, avanzaba la artillería, de la que tiraban fuertes caballos.

Stefan taconeó al corcel para que galopara los últimos quinientos metros hasta la cumbre de la colina. Antes de llegar, desmontó y se tendió con la cara hacia el suelo para recorrer a rastras los últimos metros y mirar hacia abajo. Observó la escena durante un rato antes de volver a montar y regresar al galope junto al ejército.

Pasó ante las columnas en marcha y se detuvo junto al mariscal del Reik.

—Una vez que pasemos la cumbre, tendremos al enemigo a unos ochocientos metros de distancia, mariscal.

—Bien —dijo el otro—. Quitaremos el avantrén de los cañones cuando hayamos pasado la cima y los prepararemos para disparar. El enemigo se acercará con rapidez a nuestra posición. Aseguraos de que las tropas estén preparadas, cuando hayamos rechazado ese primer ataque, dejad dos regimientos completos para que protejan los cañones y llevad a los soldados de infantería hacia el castillo. Tened cuidado y no permitáis que os rodeen. Tras el primer ataque, llevaré a mis caballeros hacia el norte y atacaré desde allí. Debemos despejar las playas. —Stefan asintió con la cabeza—. Y capitán —añadió el mariscal del Reik—, que Sigmar guíe vuestra espada.

—Lo hará —replicó von Kessel con certidumbre en el momento en que se volvía hacia los sargentos para transmitir las órdenes. Bajó del caballo y le entregó las riendas a un mozo, que lo alejó del campo de batalla. Se puso la celada en la cabeza y avanzó hasta el frente del ejército para reunirse con su regimiento de espadones. Los guerreros curtidos en la batalla ocupaban el centro de las líneas del Imperio, con los enormes mandobles sujetos sobre el hombro derecho.

Albrecht, que marchaba con un regimiento de alabarderos, coronó la cima de la colina, y sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Que Sigmar nos guarde! —exclamó uno de los alabarderos. Otros soldados maldijeron al ver el campo de batalla que se extendía ante ellos.

El ruinoso castillo se encontraba a unos mil metros de distancia y estaba completamente rodeado por los sitiadores. Se oía con claridad el entrechocar de las armas, junto con los rugidos de los hombres que cargaban y los alaridos de los moribundos.

Un mar viviente del Caos rodeaba el castillo cercado; cientos y más cientos de salvajes norses luchaban para romper las defensas de los elfos. Peludos hombres bestia batallaban junto a los norses, cada uno más alto que un hombre, con retorcidos cuernos que les crecían sobre la bestial cabeza.

Desde las murallas disparaban grandes nubes de flechas que abrían surcos en la masa atacante. Los que caían eran pisoteados por la masa de norses, pero había docenas para llenar las brechas dejadas por los compañeros caídos.

En la cabeza de playa se habían reunido centenares de norses, que agitaban hachas y espadas hacia las naves elfas que se deslizaban velozmente por el agua justo fuera de la pequeña bahía.

A ambos lados de la ensenada se alzaban enormes acantilados, con la base erizada de rocas que asomaban del agua, afiladas y traicioneras.

Se veían figuras sobre las ruinosas murallas del castillo, ataviadas con inmaculado ropón blanco y alto casco brillante. Sus armas destellaban al luchar para repeler las olas de atacantes que ascendían en masa por las empinadas laderas que rodeaban el castillo. Los enemigos apoyaban escalerillas contra las murallas y lanzaban cuerdas por encima de ellas. Muchas eran echadas abajo y arrojaban a los que ascendían hacia la masa de camaradas; pero las murallas eran demasiado bajas y había pocos defensores: el cerco no podría durar mucho más.

La muralla sudeste era poco más que una pila de piedras derrumbadas, y allí era donde la batalla se libraba con mayor ferocidad. Los norses pasaban por encima de las pilas de rocas y los arqueros que se encontraban sobre las secciones de muralla intactas de ambos lados de la brecha los mataban por decenas. Los que lograban sobrevivir a la lluvia de muerte eran recibidos por guerreros elfos que blandían magistralmente espadas enormes; estas, girando a su alrededor con eficiencia letal, los mataban sin piedad.

Mientras observaba, Albrecht vio una enorme criatura con cabeza de toro, de más de tres metros y medio de altura, que saltaba al interior de la brecha y trepaba con rapidez por las rocas, desesperada por matar a los que estaban dentro. Una lluvia de flechas salió volando hacia la bestia, que al cabo de poco rato tenía docenas de ellas clavadas en el grueso pellejo peludo. Sin hacer caso, el monstruo continuó adelante, concentrado en matar.

Una esbelta figura entró en la brecha para situarse junto a los guerreros; era alguien ataviado con un amplio ropón y una capa azul pálido. La figura llevaba en la mano un largo báculo, con cuyo extremo apuntó al minotauro de cabeza de toro que cargaba hacia ellos. De la punta del báculo salieron disparados rayos brillantes y abrasadores que volaron hacia la criatura y la hicieron estallar en dolor, la bestia avanzó torpemente unos pocos pasos, a ciegas, antes de caer convertida en un ennegrecido cadáver humeante. Varios de los alabarderos signos de protección.

—¿Era una mujer? —preguntó un hombre.

—No lo sé —replicó Albrecht—. Con esos elfos no es fácil saberlo.

El sargento gritó para dar el alto, y el grito fue repetido ladera arriba y abajo por otros sargentos. El ejército de Ostermark se detuvo, y los soldados bajaron la mirada hacia el caótico campo de batalla que tenían delante. Los hombres de abajo comenzaban a volverse para enfrentar aquella nueva amenaza, y se oyeron gritos y toques de cuerno que el viento llevó hasta ellos. Un grupo de alrededor ligera, pertrechados con arcos y lanzas, se separó del resto de las fuerzas enemigas y, describiendo un amplio arco, cabalgó hacia el sur.

—Intentan pasar en torno a nuestro flanco —murmuró Albrecht.

Con un estruendoso bramido, trescientos hombres bestia liderados por una gigantesca criatura brutal que tenía tres brazos echaron a correr colina arriba hacia el ejército del Imperio. Las pezuñas hendidas aporreaban el suelo y lo hacían temblar. Junto a ellos galopaban enormes mastines babeantes, criaturas del tamaño de ponis pequeños. Detrás de ellos, varios centenares de guerreros norses giraron y comenzaron a ascender pesadamente la colina. Muchos llevaban escudos redondos con piel flagelada tensada sobre ellos. Lucían símbolos malditos pintados en el cuerpo, y Stefan aferró con fuerza el talismán del cometa de dos colas que le colgaba del cuello, al mismo tiempo que musitaba una plegaria. Otros norses no llevaban escudo alguno, y ascendían a saltos con enormes hachas que requerían las dos manos para ser blandidas.

Un segundo grupo se separó de la masa de abajo y comenzó el ascenso justo detrás de los otros. Eran alrededor de un centenar de guerreros que llevaban armadura completa sobre una larga cota de malla. Al igual que los otros guerreros norses, se cubrían la cabeza con pesados cascos rematados por altos cuernos, y los hombros con recias capas.

—¡Fuego! —gritó uno de los sargentos de Ostermark, y el aire se colmó del crepitante fuego de los fusiles. Docenas de hombres bestia cayeron con la primera descarga y fueron pisoteados por los que iban detrás. Se oyó otro grito, y centenares de negras saetas de ballesta silbaron en el aire para clavarse en los enemigos con fuerza escalofriante, derribarlos con el impacto y lanzarlos al suelo.

Una detonación atronadora resonó por el campo de batalla, y fue seguida rápidamente por otra cuando los cañones del Imperio, ya preparados, efectuaron sus primeros disparos. Las explosiones reverberaban en los oídos de Albrecht, y de los enormes cañones manaba humo. Las balas de cañón hendían el aire e impactaban contra los enemigos con fuerza mortífera. Albrecht vio cómo la cabeza de un enorme guerrero bestial era limpiamente arrancada por una bala, que luego continuó hacia la masa y mató docenas.

Cada bala de cañón atravesaba las líneas enemigas, levantaba nubes de tierra y abría grandes surcos en el suelo allá donde rebotaba y resbalaba hasta detenerse. Arrancaban piernas al pasar entre los enemigos. En vano los guerreros alzaban los escudos, porque eran destrozados junto con los brazos. Una segunda descarga de fuego de fusil penetró entre los enemigos y, a esa corta distancia, fueron docenas más los que cayeron.

—¡Bien, muchachos, ya los tenemos aquí! —gritó Albrecht.

El capitán Stefan von Kessel aguardaba con serenidad, de cara al enemigo, que avanzaba. Otra descarga de negras saetas de ballesta silbó en el aire y abrió grandes surcos en las filas de hombres bestia. Otros continuaron avanzando, aunque entonces eran menos de la mitad de los que habían comenzado la carga colina arriba.

El capitán von Kessel amartilló una de las pistolas con la mano derecha, mientras con la izquierda sujetaba el reconfortante peso del escudo. En el interior del escudo había escrita una letanía de Sigmar, pintada en historiada caligrafía. Sabía de memoria aquellas palabras, pero a pesar de todo resultaba reconfortante tenerlas delante. Su fe lo protegería contra la maldad del Caos.

Los hombres bestia soltaron a los mastines que corrían a su lado, y estos se lanzaron hacia las tropas regulares entre gruñidos y rugidos. Eran odiosas criaturas del Caos, muradas y mortíferas.

Aunque su enorme tamaño bastaba para delatar el maligno origen de las criaturas, muchas presentaban mutaciones.

Enormes colmillos retorcidos sobresalían de las fauces de algunas bestias, mientras que otras tenían largas espinas óseas en el lomo. Una tenía manos en lugar de patas anteriores, y Stefan se preguntó, con asco, si humano.

Alzó la pistola y apuntó a la cabeza de una bestia que cargaba, una enorme criatura lobuna con la cola curvada sobre ella y rematada por una punta envenenada. Al apretar el gatillo, vio que la ancha cabeza de la criatura estallaba en una satisfactoria fuente de hueso y sangre. Tras enfundar la ornamentada pistola, sacó la espada. Algunos mastines corrían y se lanzaban contra los espadones. Docenas de otros alcanzaron al mismo tiempo la primera línea del ejército de Ostermark, decididos a matar.

Con un grito, Stefan von Kessel alzó la espada y el escudo ante sí, y saltó al encuentro de las bestias. Los espadones avanzaron con él, gritando a la vez que levantaban las enormes espadas.

Stefan clavó la hoja en la garganta de la primera criatura, que cayó con una herida que sangraba a borbotones. Estrelló el escudo en la cara de otra antes de que fuera decapitada por el barrido de un espadón. Los guerreros blandían sus enormes armas con brutal fuerza; cercenaban y abrían tajos a cada golpe.

Los cañones volvieron a tronar, junto con las esporádicas detonaciones de los fusiles que eran recargados y disparados.

Los últimos mastines murieron bajo los espadones, y Stefan vio que los hombres bestia habían quedado prácticamente reducidos a incontables cuerpos rotos que sembraban la colina. Los últimos se lanzaron en una carga temeraria contra los alabarderos situados a la derecha del capitán, y corrieron directamente hacia las afiladas puntas de las largas armas. Los que no murieron al instante Rieron atravesados por otras alabardas cuando los soldados de la línea siguiente clavaron las armas en los cuerpos de los hombres bestia.

Los norses que avanzaban detrás de los hombres bestia pasaban por encima de los cuerpos de los caídos mientras se preparaban para cargar, y gritaban retos y amenazas incoherentes.

Alzaban las armas hacia el cielo como si les imploraran fuerza a sus dioses con voces roncas y de sonido desagradable para Stefan. Se oían toques de cuerno por todo el campo de batalla y el redoble de tambores. Cayeron docenas de guerreros con negras saetas de ballesta clavadas en la garganta, o con el pecho atravesado por balas de fusil.

—¡Por Sigmar! —gritó Stefan.

—¡Por Sigmar! —rugió el ejército a modo de respuesta, y las dos formaciones cargaron la una hacia la otra.

Stefan rugía inarticuladamente mientras corría con la espada alzada por encima de la cabeza. Paró con el escudo un hacha que descendía y descargó la espada sobre el cuello del guerrero.

Manó la sangre y el rubio norse cayó. Los soldados de Stefan blandían sus enormes espadones contra los enemigos, y usaban el impulso de la carga para dar aún más fuerza a los tajos.

Un guerrero alzó un escudo para desviar un ataque, pero el escudo fue cortado en dos por la fuerza del golpe, y el hombre cayó mientras se aferraba el muñón del brazo. Stefan usó el escudo para hacer que otro guerrero perdiera el equilibrio de un golpe, antes de clavarle la espada en el vientre. Desvió con destreza una estocada de otro guerrero, y con el golpe de retorno le abrió un sangrante tajo de través en la cara y le quitó el casco. El norse recibió en el pecho un tajo de espadón que hendió la cota de malla y cortó hueso y carne. El arma quedó profundamente atascada en el cuerpo del guerrero, y mientras el espadón luchaba para arrancársela, un hacha se le estrelló contra la cara.

Los alaridos de los agonizantes atravesaban el estruendo de armas y gritos de guerra. Un guerrero alto, que llevaba la rubia barba trenzada y decorada con pequeños cráneos y cuentas de hierro negro, bramó al atacar a Stefan con un hacha a dos manos. El capitán desvió el golpe con el escudo, y el brazo se le estremeció a causa del impacto. Le asestó un tajo a una pierna del guerrero, que cayó con una maldición. von Kessel pateó la mandíbula del hombre, que salió despedido hacia atrás, y acometió a otro norse.

El mariscal del Reik Wolfgange Trenkenhoff observó el campo de batalla con ojo experto. La infantería de Ostermark estaba sumida en la batalla y sus filas se mezclaban con las de los norses en la furiosa lucha.

Con un grito, ordenó que los fusileros y ballesteros se desplegaran más hacia los flancos, porque la hirviente refriega amenazaba con envolverlos. Los ayudantes de campo de von Kessel asintieron con la cabeza, y las penetrantes notas de las cornetas sonaron por el campo. Los sargentos de los regimientos las oyeron y alejaron a sus soldados de la línea de batalla en expansión. Los cañones volvieron a disparar, esa vez por encima del frente de batalla, hacia las filas de guerreros del Caos totalmente acorazados que se aproximaban.

A la derecha de la línea de combate y separada de esta, von Kessel vio cómo la desorganizada turba de flagelantes se lanzaba a la refriega entre gritos y salmodias. En el extremo del flanco derecho, se alzaba humo ante un pequeño grupo de fusileros a causa de los disparos que efectuaban contra los jinetes que se aproximaban. Muchos de los guerreros montados eran derribados del caballo, pero continuaban avanzando. El mariscal del Reik no estaba preocupado. En ese flanco se encontraba el ingeniero con su amado cañón de salvas, La Cólera de Sigmar. En incontables ocasiones había visto la devastación que podían causar en el enemigo esas poderosas armas, aunque dudaba de que los jinetes del Caos supieran el peligro hacia el que se encaminaban.

Los guerreros acorazados del Caos apenas estaban entrando en la refriega y vio que los alabarderos formados contra ellos comenzaban a ceder bajo el ataque, y que la formación se deshacía.

Sabía que era allí donde estaba el peligro, y le gritó a la Guardia de Reikland. Con otro grito taconeó al poderoso corcel.

Como un solo hombre, los caballeros se lanzaron al galope colina abajo, encaminados de tal modo que pudieran pasar por la brecha que dejaban los fusileros al retirarse. La tierra retronaba bajo los cascos.

El ingeniero Markus rio para sí, triunfante, al derribar a otros dos jinetes con un par de disparos rápidos. Bajó el fusil de repetición, maravillado ante la precisión y alcance del mismo.

Sólo había usado esa arma en los campos de prácticas de Nuln y había anhelado el día en que pudiera emplearla de verdad.

No quedó descontento. Los engranajes de relojería hacían rotar suavemente los cañones hasta la posición de disparo, y lo complacía que la mira del arma estuviera ajustada a la perfección.

Sin embargo, los jinetes ya se encontraban cerca, y le dio un último repaso a La Cólera de Sigmar, con ojo experto.

Los jinetes que iban a galope tendido y guiaban diestramente a las monturas con las rodillas dispararon una salva de flechas con los poderosos arcos cortos. Markus oyó gemidos de dolor cuando las flechas hirieron a los rifleros. Chasqueó la lengua con irritación cuando una flecha rebotó en uno de los cañones de La Cólera de Sigmar.

—Bárbaros paganos —gruñó.

Ordenó al grupo de artilleros que hicieran rotar el arma hacia los jinetes. Sonrió cuando los jinetes se aproximaron aún más.

Una flecha se le clavó en el extravagante sombrero adornado con plumas y se lo tiró al suelo.

—¡Fuego! —chilló, y se desataron todos los infiernos.

Los tres martillos golpearon, y de los cañones situados más arriba surgieron tres bocanadas de fuego. Las detonaciones fueron sonoras y de los cañones salió humo. Con suavidad, uno de los artilleros hizo girar la manivela, y los siguientes tres cañones se situaron en posición. Los tres martillos golpearon una vez más, y otras tres bocanadas de llamas acompañaron la detonación de los disparos. Los otros tres artilleros volvían a cargar apresuradamente el arma cuando aún disparaba el último de los cañones. Markus sonreía como un maníaco.

El humo comenzó a levantarse y dejó a la vista la devastación causada por el arma. El campo estaba sembrado de caballos y hombres, y los alaridos eran ensordecedores. Dispersos por el suelo había varios torsos ensangrentados y extremidades.

Los fusileros sacaron largas dagas, corrieron hacia los jinetes caídos y pasaron por encima de los ensangrentados restos en busca de cualquier sobreviviente, para degollarlo. Markus se frotó las manos con alegría.

El suelo resonaba bajo los cascos de los pesados caballos de guerra que cargaban por el campo hacia la lucha, procedentes del flanco. Al acercarse al enemigo, todos los caballeros bajaron la lanza al mismo tiempo. Muchos de los guerreros acorazados del Caos se volvieron hacia ellos y levantaron los escudos para defenderse. Tras escoger un objetivo, el mariscal del ReikTrenkenhoff dirigió la punta de la lanza hacia el pecho del guerrero. Cuando el bárbaro alzó el escudo, el caballero varió ligeramente la dirección de la lanza y se la clavó en la garganta tras atravesarle el gorjal. El guerrero fue alzado del suelo y lanzado hacia atrás cuando la punta del arma le salió por la nuca. El corcel del mariscal del Reik, bien entrenado y habituado a la batalla, acometió con las patas delanteras para destrozar a otro enemigo y continuó la carga hacia las profundidades de la formación enemiga.

Los otros guardias de Reikland lanzaron enemigos a un lado y otro con el impulso de la carga al penetrar entre ellos y atravesar guerreros con las lanzas. Soltaron esas largas armas y sacaron los sables, con los que se pusieron a descargar tajos sobre los oponentes que se apiñaban en torno a las monturas.

El mariscal del Reik sacó su sable, un arma hermosamente forjada y potente. La hoja perfecta estaba recorrida por runas cuyo poder percibía al sujetarla. Era uno de los doce colmillos rúnicos forjados por los enanos para los líderes del Imperio, el arma del propio emperador Magnus, quien se la había regalado al mariscal del Reik justo antes de que saliera de Nuln camino del norte.

Al descargar un tajo con el colmillo rúnico, cortó un casco como si fuera de papel y dividió la cabeza del guerrero desde la coronilla a la mandíbula. El portaestandarte de la Guardia de Reikland iba a su lado y sujetaba en alto la bordada bandera incluso mientras descargaba un tajo que cercenaba el brazo de un guerrero que lo tendía hacia las riendas del caballo. Los caballeros penetraron profundamente en la formación enemiga al mismo tiempo que herían y mataban.

Stefan vio la bandera de la Guardia de Reikland y percibió que la desesperación de los norses aumentaba. Con renovado vigor, estrelló el pomo de la espada contra la cara de un atacante, y luego lo degolló con el filo.

—¡Por Sigmar! —volvió a gritar, y se lanzó hacia el enemigo.

Los espadones avanzaron con él a la vez que alzaban las mortíferas armas, aunque ya estaban cansándose. Sin embargo, eran los más duros y valientes de los soldados de Stefan, y sacaron fuerzas de la visión del capitán que luchaba junto a ellos y mataba enemigos, impertérrito.

Un guerrero norse que se encontraba al final de la masa de hombres, al ver que los caballeros penetraban el flanco de guerreros que tenía delante, dio media vuelta y huyó. Los guerreros que había a ambos lados lo vieron correr y, convencidos de que no habían oído la orden de retirada, giraron para correr con él. A poco, los norses se marchaban de la batalla en una imparable fuga desordenada.

Stefan mató a un guerrero en el momento en que se volvía para huir al comprobar que, detrás de él, otros escapaban. Los espadones avanzaron de un salto y mataron a incontables norses en plena fuga. Los únicos que no echaron a correr fueron los guerreros acorazados, que cerraron filas y continuaron luchando, desafiantes, hombro con hombro. Al cabo de poco rato, se vieron rodeados por todas partes por alabarderos, caballeros y espadones, pero continuaron la lucha y causaron gran número de víctimas entre los soldados de Ostermark. El capitán vio que varios de los gloriosos guardias de Reikland eran derribados al morir sus caballos. Los caballeros eran mucho más vulnerables después de haber perdido el impulso. Los guerreros del Caos morían uno a uno, pero cada norse que caía mataba a dos o más soldados del Imperio. Al fin, murieron todos.

Stefan rugió para ordenarles a los soldados que se reagruparan. Sonaron toques cortos de cuerno, y los soldados del Imperio, vigorizados por la victoria, comenzaron a formar. Los cañones retumbaron una vez más al disparar contra el enemigo, que entonces estaba a varios cientos de metros ladera abajo.

Como instantánea respuesta a las órdenes gritadas por Stefan y sus sargentos, la línea de batalla reunió sus filas e inició la marcha al compás de los tambores, ladera abajo, hacia el castillo asediado. Dos regimientos de lanceros quedaron atrás y se reorganizaron en lo alto para custodiar los cañones, que continuaban disparando hacia el remolino de la batalla de abajo. Un par de destacamentos más pequeños de rifleros y ballesteros se situaron en los flancos de las formaciones mayores.

En dirección sur, Stefan vio a la andrajosa turba de flagelantes, que corría a toda velocidad ladera abajo, hacia el castillo.

También vio que Markus avanzaba hacia el otro cañón, su orgullo y gloria, La Cólera de Sigmar, al que desplazaban a lo largo de la cima dos caballos de tiro. Se alegraba de que el ingeniero hubiese sobrevivido a la primera etapa de la batalla.

—¡Hemos superado el primer ataque, hombres! —rugió Stefan mientras marchaba—. ¡Ahora, acabemos con esto!

El autoproclamado profeta del Fin de los Tiempos gritaba incoherencias mientras corría hacia las fuerzas del Caos. Parpadeó para quitarse de los ojos la sangre que le goteaba del cometa de dos colas recién grabado en su frente. Llevaba el peto de la Guardia de Reikland cubierto de trozos de pergamino clavados a través del acero y en la carne. Cada trozo estaba lleno de textos manuscritos que describían sus visiones de locura y muerte.

Sostenía en alto una guadaña, arma que había encontrado pocos días antes en una abandonada granja humeante. Sabía que el propio Sigmar lo había guiado hasta ella porque era un arma adecuada con la que segar a los enemigos del Imperio.

—¡Sigmar está con nosotros, hermanos! —gritaba mientras él y los otros flagelantes corrían hacia los enemigos que ascendían la ladera para combatirlos—. ¡Nuestra hora ha llegado!

»¡Purguemos el mal de ellos como hemos purgado el nuestro!

Una figura en llamas pasó corriendo junto a él, chillando de júbilo mientras ardía hasta morir y hacía girar una larga cadena por encima de la cabeza.

—¡Mirad la devoción de nuestro hermano mártir! ¡Honradlo con muerte y dolor! —gritó el profeta anónimo, y los flagelantes chillaron alabanzas.

El mártir en llamas fue el primero en llegar a las líneas enemigas donde golpeó a un norse en la cara con la cadena y le arrancó el casco. Otro hombre clavó una espada en el vientre del flagelante, y el profeta anónimo la vio salir por la espalda del mártir y verter sangre. El hombre en llamas, pataleando y chillando, abrazó al atacante, y ambos cayeron al suelo envueltos por el fuego. Fueron pisoteados cuando las masas de norses y flagelantes chocaron una con otra.

Los norses iban mejor armados y acorazados, y eran guerreros consumados. La mayoría de los flagelantes no llevaban más que ropones andrajosos y ensangrentados, y sólo blandían armas toscas. Eran principalmente granjeros arrastrados a la locura por los horrores de la guerra, y nada sabían de oponentes diestros en la lucha. No obstante, los flagelantes abrazaban la muerte y se lanzaban con demente apasionamiento hacia los enemigos, a los que asestaban golpes y tajos sin preocuparse de sí mismos. Les cercenaban las extremidades, pero ellos continuaban luchando porque la locura les confería una fuerza y una resistencia increíbles. A un flagelante, un hombre flaco y desnutrido de mediana edad, le cortaron las piernas con un hacha; cayó al empapado suelo, pero continuó luchando y clavó la daga hacia arriba en la entrepierna de su asesino, al que arrastró al suelo. Mientras espumajeaba, apuñaló al hombre en el pecho una y otra vez.

El profeta anónimo asestaba tajos a su alrededor con la guadaña, y mataba norses al mismo tiempo que gritaba desvaríos sobre redención y fuego eterno. La guadaña se partió contra el escudo que un guerrero alzó para protegerse, pero al hombre no le importó y saltó sobre él para destrozarlo con las manos desnudas. Clavó los pulgares en los ojos del norse, que cayó entre alaridos. Tras coger el hacha del enemigo con las manos ensangrentadas, se adentró más en la refriega mientras asestaba tajos a diestra y siniestra.

—¡Salvación! ¡La salvación ha acudido a vosotros, paganos! —chillaba mientras mataba—. ¡Abjurad de vuestros Dioses Oscuros y consagraos a Sigmar!

Una lanza que voló por el aire impactó contra el pecho del profeta anónimo y lo derribó, aunque no le perforó el peto.

Desde el suelo, lanzó un tajo con el hacha y cortó las piernas de un hombre. El norse cayó rugiendo de dolor, y el profeta saltó sobre el pecho del caído y lo sujetó por la cabeza.

—¡La Oscuridad ha venido a buscarte! —le chilló a la cara mientras le golpeaba la cabeza contra el suelo una y otra vez.

Tras ponerse en pie de un salto y parpadear para quitarse la sangre de los ojos, lanzó un grito inarticulado y estrelló el hacha contra la cara de otro norse.

Las espadas lo cortaban, las hachas llegaban a rasparle los huesos y las lanzas le perforaban las extremidades, pero él no se daba cuenta. Lo único que podía sentir era el ardor de la ira de Sigmar en su interior, que le daba fuerzas. Mataba, mataba y mataba, y cuando no quedó nadie a quien matar, condujo a la ensangrentada chusma de flagelantes que quedaban en una carga enloquecida ladera abajo, hacia el grueso del ejército norse.