ONCE

ONCE

A Stefan le resultó difícil no sonreír al ver cómo la cómica figura del ingeniero abroncaba a los soldados de Ostermark, que en comparación parecían gigantes. Se trataba de un hombre bajo y calvo, vestido con ropas demasiado finas para viajar, y con dos pares de gafas que se apoyaban precariamente en el extremo de su nariz. Los soldados de Ostermark guardaban silencio y no le hacían el más mínimo caso mientras pasaban más cuerdas en torno a la carreta y encajaban a martillazos cuñas de madera bajo las enfangadas ruedas que se habían hundido en el pegajoso lodo. Una gruesa lona impermeable cubría lo que había dentro de la carreta; «probablemente, pólvora», pensó von Kessel.

—¡Bufones! ¡Imbéciles endogámicos! ¡No atéis la cuerda alrededor de esa parte…! ¡Allí, ponedla allí, maldición! ¡No, no, no, allí no, idiota! Por allí…, ¿ves?, así —exclamaba el ingeniero con nerviosismo. Pero nadie le hacía el más mínimo caso.

La mayor parte del convoy se había detenido. Desde detrás de las enfangadas carretas llegaban chillidos que instaban a los soldados a darse prisa. Los soldados respondían con gritos bonachones y juraban tan profusa y coloridamente como sólo puede hacerlo un soldado o un marinero.

—¡Este es un cargamento precioso, bufones! —gritó el ingeniero—. ¡Poned atención a lo que estáis haciendo!

Von Kessel avanzó hasta la carreta y se hundió hasta los tobillos en el espeso fango.

—Ingeniero Markus, parecéis un poco agitado —comentó von Kessel con tono amistoso.

—¡Agitado! ¡Tenéis toda la razón en que estoy agitado! ¡Disculpadme por el tosco lenguaje, capitán, pero vuestros hombres no han escuchado ni una sola palabra de lo que les he dicho!

—Yo os escucharé, Markus; calmaos —dijo Stefan, que intentaba no sonreír.

El par de gafas anteriores se deslizaba cada vez más y más hacia la punta de la nariz del ingeniero. Stefan estaba seguro de que caerían al fango de un momento a otro.

—Bien, bien, muy amable por vuestra parte, capitán —dijo el ingeniero, que se aclaró la garganta como si estuviese a punto de comenzar un gran discurso—. Esta carreta contiene un muy precioso e intrincado aparato, algo que debe manipularse con cuidado extremo —comenzó mientras les lanzaba una venenosa mirada a los soldados que se esforzaban por sacar la carreta del fango.

Los caballos intentaban arrastrarla, una docena de soldados tiraban de cuerdas y otros cuatro la empujaban por detrás. La carreta se movió muy ligeramente, avanzó unos centímetros y volvió a deslizarse hacia el fango con una sacudida. Los soldados de la parte posterior cayeron de rodillas en el barro, para diversión de los que estaban detrás.

—¡Con suavidad, caballeros, por favor! —gritó el ingeniero Markus—. ¡Si se estropea algo, me encargaré de que se os haga personalmente responsables!

—No se estropeará nada, Markus —le aseguró von Kessel.

—Bueno, espero que no. Ahí dentro hay una costosa y rara pieza de artillería, capitán —dijo el ingeniero al mismo tiempo que agitaba un dedo hacia la carreta.

Von Kessel frunció el entrecejo.

—¿Artillería? —preguntó—. No sabía nada sobre un cañón adicional.

—¡Ajá! ¡No, claro que no! Y es mucho más que un cañón —proclamó el ingeniero—. Fue requisado por orden del mariscal del Reik. Os aseguro que el conde elector Otto Gruber se alterará cuando se entere de que el mariscal del Reik se lo ha llevado; ya lo creo que sí. Es una pieza muy especial. La Cólera de Sigmar.

—¿La Cólera de Sigmar?

El ingeniero se inclinó hacia el capitán con expresión conspiradora.

—Es una de las piezas de macro-multiballestas de precipitaciones múltiples de plomo pernicioso de von Meinkopf —susurró con orgullo.

Markus se balanceó sobre los talones y se chupó los dientes, en espera de una atónita exclamación ahogada por parte del capitán de Ostermark. Stefan se quedó mirándolo con desconcierto.

—¿Que es una qué? —preguntó.

—¿Una qué? —se burló el ingeniero—. ¿No os enseñan nada en Ostermark? —El ingeniero suspiró y puso los ojos en blanco ante el desconcertado capitán—. En términos profanos, es un cañón de salvas helblaster. ¡Ah, sí! ¡Veo que ahora lo entendéis!

Von Kessel volvió a mirar la carreta con ojos desorbitados.

Era un arma realmente potente. Con un gesto del brazo llamó a más hombres para que fueran a ayudar a los que luchaban con el carruaje atascado, y se metió de lleno en el fango para prestar también ayuda. Apoyó todo su peso contra la parte posterior del vehículo y afianzó los pies en el barro. Se dio la voz, y von Kessel empujó junto con todos los otros soldados. Sintió que la carreta comenzaba a moverse y redobló el esfuerzo. De repente, con un tremendo sonido de succión, el vehículo saltó hacia adelante y rodó fuera del fango. von Kessel y los otros soldados que lo empujaban cayeron de cara al lodazal.

Se oyeron carcajadas. Cuando el capitán se puso de pie, las risas se apagaron. Escupió barro y se pasó una mano por la cara para quitarse el pegajoso fango de los ojos. Entonces, se puso a reír. La risa de los otros volvió a comenzar, y los enlodados soldados se dieron palmadas en la espalda unos a otros, entre risas y maldiciones.

El capitán avanzó por el fangal para reunirse con el ingeniero.

—Ya está, Markus. La pieza ha salido del atasco y no le ha sucedido nada. Espero que haya merecido el esfuerzo.

—Ya lo creo que lo merecerá, capitán —dijo el ingeniero mientras le ofrecía a von Kessel un pañuelo de seda, que el capitán declinó para alivio del dueño.

—¡Capitán! ¡Los exploradores han avistado la costa! —gritó alguien.

Von Kessel se despidió del ingeniero y echó a andar hacia el frente de la columna, donde encontró al mariscal del Reik.

El caballero miró al capitán cubierto de fango y alzó una ceja.

—He resbalado —dijo el capitán sin más.

Vio un explorador que galopaba a toda velocidad por el sendero hacia ellos. Había espuma blanca y espesa en la boca del corcel, y cuando el jinete lo hizo detenerse ante el capitán, el animal relinchó y pateó el suelo con agitación.

—¿Qué noticias hay, Wilhelm? —preguntó von Kessel.

—¿Estáis bien, señor? —preguntó el hombre. El capitán agitó una mano para descartar la pregunta, y el gesto hizo volar fango—. Malas noticias, señor. El castillo Kreindorf está ocupado, como había dicho el mariscal del Reik, y en el mar se ven velas blancas, señor. Elfos, creo.

—¿Y cómo puede ser eso una mala noticia?

—No pueden desembarcar, señor. El castillo está rodeado y los barcos no pueden acercarse a la playa.

—¿Rodeado? ¿Son los norses? ¡De prisa, maldición!

—Sí, creo que sí, capitán, y también otras cosas.

—¿Otras cosas?

—Están bastante lejos, pero son miles. Bestias peludas que caminan como hombres.

—Hombres bestia —le espetó von Kessel.

—Sí, capitán.

—Tenemos que movernos con rapidez —dijo el mariscal del Reik con serenidad—. Si matan a esos elfos, la situación será muy incómoda para nuestro emperador Magnus.

—Estoy seguro de que será más incómoda para los elfos —replicó von Kessel—. ¿Qué están haciendo por aquí, de todos modos? ¿Y por qué esas naves intentan acercarse a la playa?

—Me temo que tratan de desembarcar para recoger a uno de los elfos. Alguien muy importante: un mago elfo de linaje real.

—¿Un qué? ¿Hemos recorrido toda esta distancia para rescatar a un príncipe brujo elfo? —preguntó von Kessel, pasmado.

El mariscal del Reik volvió la fría mirada hacia el joven capitán.

—Hemos recorrido toda esta distancia para auxiliar a nuestros aliados, los altos elfos, y para asegurar una paz duradera entre nuestros pueblos. Son una raza antigua y poderosa, capitán von Kessel. Si alguna vez se debilita nuestra amistad con ellos, nos encontraremos en una época realmente calamitosa —respondió con sequedad—, y en el castillo hay una princesa maga elfa. La muerte de una princesa de la casa real de Ulthuan en territorio del Imperio no sería buena cosa.

Stefan respondió con un gruñido.

—¿Desde la cresta de la loma puede verse el asedio, Wilhelm? —le preguntó al explorador.

—Sí, capitán. Os conduciré hasta allí —replicó el hombre al mismo tiempo que bajaba de la montura. Un joven cogió las riendas y se llevó el caballo.

—Bien —dijo von Kessel. Se volvió a mirar a un soldado que estaba cerca—. Traed aquí al ingeniero Markus. Daos prisa.

—¿Al ingeniero? —preguntó el mariscal del Reik mientras el soldado se marchaba a la carrera.

—Tiene un catalejo.

La pendiente hasta la cima era empinada, y Markus resbaló y cayó de rodillas varias veces durante el ascenso, se rompió las elegantes medias de seda plateada que llevaba y se raspó las rodillas contra el rocoso suelo. Maldecía en silencio y respiraba con dificultad. Bajó la mirada hacia el terreno dejado atrás. No se había dado cuenta de lo mucho que habían ascendido. El convoy, que avanzaba serpenteando a lo largo del camino, estaba muy abajo.

—Daos prisa, ingeniero —siseó el capitán von Kessel.

El ingeniero, jadeando y sudando profusamente, ascendió el último empinado tramo hasta lo alto de la loma. Al llegar a la cresta, lanzó una exclamación ahogada mientras contemplaba la escena que tenía delante.

Se encontraba de pie al borde de un gran precipicio; la caída era de varias decenas de metros y la altura le hacía dar vueltas la cabeza. El valle se aplanaba y extendía hasta la rocosa costa del Mar de las Garras, situada a unos nueve kilómetros, según calculó el ingeniero. En la Academia de Ingenieros de Nuln, era famoso por su habilidad para determinar distancias y trayectorias.

La linde norte del gran Bosque de las Sombras se extendía al pie del precipicio y se difuminaba a unos cinco kilómetros de la línea de la costa. A lo lejos, allende la línea de árboles, había un castillo ruinoso que había sido abandonado hacía mucho por los hombres del Imperio. Se alzaba sobre un risco situado a un kilómetro y medio de la costa. El terreno que rodeaba el castillo parecía oscilar y ondular. El mar en sí era oscuro, y las nieblas que flotaban sobre el agua no permitían ver dónde acababa el mar y dónde comenzaba el cielo.

—Ingeniero, vuestro catalejo, por favor —dijo el capitán von Kessel.

El ingeniero asintió con la cabeza y sacó con delicadeza lo que parecía el estuche de un rollo de pergamino de dentro del elegante abrigo bordado. Le quitó la tapa al estuche, y von Kessel vio que el interior estaba forrado de lujoso terciopelo púrpura. El ingeniero volcó el estuche con cuidado y sacó de dentro un objeto cilíndrico envuelto en tela suave. Con grandes miramientos, desenvolvió el catalejo de latón y se lo entregó delicadamente al capitán.

—Tened cuidado con él, os lo ruego.

El capitán asintió y se llevó el objeto a un ojo al mismo tiempo que cerraba el otro. En otra época había poseído un artilugio semejante, pero se había roto durante una batalla. Hizo rotar con cuidado los mandos de la parte superior, hasta que la imagen quedó enfocada.

En primer lugar, lo dirigió hacia el castillo. Sobre las almenas parcialmente destruidas vio figuras destellantes, revestidas de plateado y blanco: elfos. En lo más alto de la torre que quedaba en pie ondeaba una ornamentada bandera triangular, cuya tela, de un blanco perfecto, casi resplandecía. Resultaba difícil determinar nada desde tan lejos, pero calculó que había unas doscientas figuras sobre las murallas.

Volvió la mirada hacia las fuerzas del Caos que pululaban en torno al castillo. Como una marea viviente que rompiera contra los muros, las fuerzas del Caos eran innumerables. Vio centenares de estandartes rematados por macabros trofeos que llevaban hombres con casco astado. Se lanzaban contra las murallas como olas vivientes. Un par de toscas máquinas de asedio apresuradamente construidas rodaban con lentitud hacia las ruinosas murallas del castillo, tiradas por enormes criaturas peludas. Entonces, vio que una de las máquinas de asedio caía estruendosamente y aplastaba, sin duda, a decenas de hombres bajo su peso. «Los elfos deben de tener máquinas de guerra sobre las murallas», pensó.

Stefan miró más allá de los guerreros del Caos, hasta enfocar la línea de la costa. Había sólo una zona despejada que iba hasta el mar, ya que el resto de la costa estaba compuesto por rocosos acantilados. Vio drakars que habían sido arrastrados hasta la orilla de ese pequeño puerto. En la costa pululaban figuras.

Calculó que debía de haber alrededor de mil seguidores del Caos entre el puerto y el castillo. Al mirar mar adentro, vio cinco balandras con velas blancas, esbeltas naves elfas que hendían las aguas a gran velocidad. A su vez, esos barcos se acercaban rápidamente al puerto y disparaban grandes flechas con las máquinas de guerra que llevaban sobre la cubierta, antes de girar y regresar mar adentro. Estaba claro que no podían desembarcar en el puerto porque había demasiados enemigos pululando por la costa. Cualquier intento de desembarco sería frustrado con rapidez.

—¡Maldición! —juró Stefan.

Le devolvió bruscamente el catalejo al ingeniero e inició el descenso para volver junto al ejército. Markus lanzó una exclamación ahogada, pilló el catalejo con torpeza y se le escapó un suspiro de alivio al ver que no se le caía.

—Gracias, Dama Verena —susurró, invocando el nombre de la diosa de la erudición y la justicia.

Le lanzó una mirada torva al capitán von Kessel, que ya había descendido un trecho por la pendiente y les gritaba a los sargentos que se reunieran con él y con el mariscal del Reik para discutir los planes de batalla. Markus se apresuró e envolver el catalejo, meterlo en el estuche e iniciar el descenso. Logró no tropezar más de una vez mientras bajaba la resbaladiza pendiente, aunque le causó dolor en la punta del pie. No por primera vez, ni por última, maldijo la guerra que afligía el territorio y lo apartaba de su vida de estudio.

No obstante, según razonó, no todo era malo. Al menos, daba la impresión de que lograría poner a prueba La Cólera de Sigmar contra algo más que un blanco de prácticas. Sonrió con malevolencia, olvidados ya el dolor del pie y las medias desgarradas.