DIEZ

DIEZ

—Debemos ser veloces, señor de la guerra. Mi hora se aproxima —siseó Sudobaal.

Durante dos días, las fuerzas del Caos se habían movido con celeridad a través de la oscuridad del bosque, sin apenas detenerse a descansar. A Hroth no le importaba. Sus guerreros eran khazags y estaban muy habituados a ese tipo de esfuerzo extremo.

Podían correr sin parar durante una semana, con la armadura puesta, y a pesar de todo, tener fuerzas suficientes para librar una batalla. También los guerreros de negra armadura de Borkhil eran fuertes y no daban señales de cansancio.

—Llegaremos al árbol horca antes de que acabe el día, Sudobaal —dijo Hroth.

La mayoría de los guerreros iban a pie, y Hroth había establecido un paso extenuante y los había obligado a correr durante los últimos dos días. Los caballeros de negra armadura de Borkhil se habían desplegado por el bosque a ambos lados de los guerreros que corrían, y avanzaban con cuidado entre los árboles. Los jinetes bárbaros de Hroth, con armas y corazas ligeras, y montados sobre robustos y resistentes caballos de las llanuras de khazag, formaban por delante de los otros y exploraban el bosque en busca de la ruta más fácil de transitar.

Junto a los campeones de Khorne que corrían, el brujo cabalgaba sobre un corcel cuyos flancos de medianoche estaban empapados de sudor. Era una bestia de mal carácter, temperamental con cualquiera que no fuese el brujo. No tenía cascos, y las patas estaban rematadas por zarpas que se clavaban en el suelo y levantaban nubes de polvo a cada paso. Cada anochecer, el brujo lo alimentaba con trozos humanos, de los cuales la criatura arrancaba la carne de los huesos con afilados dientes.

Hroth corría con sus guerreros y se regocijaba con la sensación de poder y fuerza que fluía por su interior a medida que los kilómetros quedaban atrás. Su hacha tenía sed de sangre, pero él sabía que faltaba poco para que corriera mucha. «Paciencia», se dijo. Muy pronto tendría millares de cráneos para ofrecérselos a su deidad. Anhelaba ese día.

A medida que pasaban las horas, Hroth sentía que su cuerpo cambiaba bajo la piel. La comezón que tenía dentro de los gruesos músculos no era una sensación desagradable. Notaba que los músculos se desgarraban y volvían a formarse, y que la sangre corría por las venas y las arterias para alimentar su creciente poder. Los músculos se tensaban dentro del cuerpo y se fortalecían. Sentía cómo se endurecían y sabía que en poco tiempo serían casi impenetrables.

Sabía que Khorne estaba con él. Khorne, que podía ver el interior de su corazón y su mente, y por tanto, los planes que estaba trazando, estaba complacido.

Mientras acariciaba el hacha con los dedos, miró la figura cargada de hombros de Sudobaal, montada sobre el corcel del Caos. «Sí», pensó, Khorne estaba complacido con las acciones que planeaba llevar a cabo.

—En cuanto lleguemos, necesitaré preparar el ritual. Debe llevarse a cabo esta noche y concluir en el preciso instante en que la luna verde aparezca más grande en el cielo.

Los khazags llamaban Ghyranek a esta luna, la verde dadora de vida. Su aparición era impredecible; a veces no se la veía en semanas, y otras pasaba tan cerca por el cielo nocturno que su poder podía ser percibido por todos los que estaban debajo. En esas ocasiones, los chamanes dirigían a los khazags en las celebraciones rituales. Hroth sabía que la luna era poderosa.

Había presenciado varias veces ese poder, cuando aparecía muy grande en el cielo. En una ocasión, había anunciado el cambio del guerrero Glukhos, al que le habían brotado bocas en la carne desnuda. Al fin había sido despedazado por las mutaciones que le destrozaban el cuerpo. Las celebraciones habían sido grandiosas la noche en que la tribu había presenciado el toque de los dioses. Hroth sabía que la proximidad de la luna estaba provocando los cambios que percibía dentro de su propio cuerpo.

—La luna del Caos estará cerca esta noche. Anuncia nuestra victoria —continuó Sudobaal.

»Cuando acabe el ritual, conoceré el lugar de descanso del gran zar, el ungido Asavar Kul. El maldito pueblo elfo se llevó su cuerpo con la intención de ocultárnoslo para siempre.

»Pero yo averiguaré dónde se encuentra, y viajaremos hasta allí.

La espada de Asavar Kul, la Asesina de Reyes impregnada de la esencia del demonio U’Zhul, yace junto al cuerpo. Cualquiera al que los dioses consideren digno de blandir la Asesina de Reyes podría unir a las tribus que se encuentran dispersas por todos los territorios. ¡La alzaré, y el mundo temblará! ¡Contigo a mi lado, Anax Hroth, aceptaré el reto ante el cual fracasó Asavar Kul, y traeré el sangriento desastre a estas tierras!

—Sangre, fuego y muerte —asintió Hroth mientras acariciaba el hacha con los dedos.