NUEVE
Durante dos arduas semanas de dura marcha, los soldados de Ostermark avanzaron penosamente hacia la costa norte del Imperio. Las tierras que atravesaban habían sufrido mucho durante los anteriores tres años de la Gran Guerra. Aunque en ese tiempo la parte principal de las fuerzas del ejército de Asavar Kul no habían llegado a atravesar las fronteras de Kislev hacia el interior del Imperio, sí que lo habían hecho cientos de hordas enviadas a sembrar el terror y la disensión entre la población.
Mientras Asavar Kul marchaba al interior de Kislev a la cabeza del más grandioso ejército del Caos que el mundo había visto jamás, esas hordas atacaban aislados pueblos y pequeñas ciudades rurales, los quemaban hasta los cimientos y sacrificaban a los habitantes a los Dioses Oscuros. El Imperio, dividido por cuatrocientos años de luchas intestinas y guerra civil, no reaccionó de modo organizado. La profunda división existente entre provincias hacía que no hubiese una defensa unificada, y mientras cada elector actuaba por su cuenta y hacía lo que consideraba mejor para sí mismo, las fuerzas del Caos medraban dentro de los oscuros bosques.
Durante los cuatrocientos años anteriores, mientras la guerra civil y la inquietud debilitaban al Imperio, los condes electores habían descuidado el deber de acabar con las malignas criaturas que acechaban en los bosques que rodeaban las ciudades, así que, cuando las fuerzas del Caos comenzaron el ataque, se les unieron incontables millares de hombres bestia de los bosques.
Las filas fueron engrosadas aún más por aquellos que habían sido proscritos de sus ciudades por tener tratos con los Poderes Oscuros o por ser incapaces de ocultar monstruosas mutaciones ante la sociedad en la cual vivían. Muchos que habían desaparecido en la oscuridad se alzaron entonces, ansiosos por derribar a quienes los habían oprimido. Habían permanecido al acecho durante generaciones, esperando que les llegara el momento de salir y asesinar a aquellos de los que se habían ocultado.
Hacía mucho tiempo que la brujería y la hechicería habían sido prohibidas en el Imperio, y todos los que practicaban esas peligrosas artes o eran acusados de hacerlo eran perseguidos y torturados y morían en la hoguera. Los que temían ser perseguidos también corrían a esconderse en la oscuridad de los bosques. La mayoría eran asesinados por los seres que acechaban en ellos, pero otros sobrevivían porque sus talentos mágicos eran auténticos. Estos maestros y brujos también se alzaron cuando las olas de energía del Caos llegaron desde los remotos desiertos del norte, y atacaron al Imperio desde dentro de sus propias fronteras junto con las hordas de guerra del Caos, los mutantes, los adoradores de los cultos y las incontables bestias del bosque.
Las tierras por las que habían pasado mostraban aún las señales de la devastación. «Pasarán generaciones antes de que sanen las heridas», pensó Stefan, aunque dudaba de que el Imperio tuviera un futuro de generaciones. Se había ganado la Gran Guerra, pero en sus momentos más pesimistas, se preguntaba si el final del conflicto era inevitable. Nunca había expresado esas dudas en voz alta y jamás lo haría, pero a veces lo asaltaban en plena noche, o acudían a él cuando caminaba en silencio por otro pueblo abandonado donde los esqueléticos despojos de los habitantes aparecían clavados a las puertas, limpios desde hacía mucho por obra de las aves carroñeras.
Tal vez los territorios del norte habían sufrido más que todos los otros del Imperio. Se encontraban alejados de cualquiera de las grandes ciudades, a gran distancia de la protección que estas ofrecían. Mucha de la gente que moraba tan al norte no había tenido ni idea de lo que estaba sucediendo en el mundo exterior, hasta que las hordas del Caos cayeron sobre ellos, asesinando, arrasando y quemando.
En los poblados que Stefan y su ejército encontraban milagrosamente habitados, reinaban la plaga y la pestilencia. Les ordenaba a los soldados dar un amplio rodeo en torno a esos asentamientos y no acercarse demasiado. A pesar de eso, muchos de los aldeanos enfermos y agonizantes les gritaban a los hombres de Ostermark para pedirles ayuda y comida, porque estaban hambrientos además de apestados.
Muchos de los soldados habían deseado ayudar a los desdichados, pero el sargento Albrecht les había dado la severa orden de no hacerlo.
—No les servirá de nada, muchachos; ni a nosotros tampoco.
No obstante, una constante corriente de chusma que buscaba protección se unía a la fuerza militar en marcha. Al principio, eran sólo unas pocas familias asustadas, cuya casa había sido destruida y que rápidamente buscaron la manera de hacerse útiles en el campamento con tareas como la limpieza y la cocina, para ganarse el sustento. Stefan hacía la vista gorda ante eso, dado que no tenía ningún efecto perjudicial. Sin embargo, la turba crecía sin parar a medida que pasaban los días, y a poco, había centenares de patéticos civiles que seguían al ejército. La mayoría no podían mantener el extenuante ritmo marcado por Stefan y el mariscal del Reik, y se les instaba a dirigirse al sur, hacia Wolfenburgo. Con el paso del tiempo, la mayoría quedaron atrás para enfrentarse con los peligros del territorio salvaje. Muchos aceptaron el consejo del capitán e iniciaron la peligrosa marcha hacia Wolfenburgo, pero Stefan sabía que la mayoría jamás lograría llegar. No obstante, por cada grupo familiar que quedaba atrás, otro se sumaba a la marcha, y también se les unían elementos más indeseables.
Docenas de fanáticos de mal agüero se habían sumado a la turba: hombres y mujeres empujados a la locura por los horrores que habían presenciado a lo largo de los últimos años.
Gritaban y desvariaban, diciendo que el fin del mundo estaba cerca, y se azotaban con látigos, cadenas y garrotes con púas.
Aterrorizaban a los otros seguidores y perturbaban a los soldados. Sus delirios y desvaríos, las proclamas de perdición y el descarado masoquismo eran malos para la moral.
—Nadie necesita que le recuerden su propia mortalidad de un modo tan claro —había comentado el mariscal del Reik mientras miraba con resquemor a los flagelantes cuando comenzaron a reunirse detrás de los carros de equipaje del ejército.
Stefan se mostraba ceñudo mientras él y Albrecht avanzaban por el campamento, pasando ante los fuegos de los soldados.
Los hombres comían en relativo silencio, sin risas ni alegría.
Algunos llamaban a Stefan para saludarlo, y él les respondía con un asentimiento de cabeza o una palabra.
Treinta espadones escogidos entre la guardia personal de Stefan marchaban tras los dos oficiales, que se alejaban del campamento en dirección a la hoguera que ardía a una cierta distancia. Los soldados sujetaban los enormes mandobles sobre el hombro derecho y lucían vistosas plumas en el sombrero.
Llevaban pesada armadura y marchaban al paso, con perfección y disciplina, detrás de Stefan y Albrecht. Eran guerreros impresionantes, intrépidos y disciplinados, y jamás vacilaban ante el enemigo. A pesar de todo, incluso ellos se mostraban inquietos al acercarse a los delirantes locos.
Stefan oía las voces de los flagelantes y veía figuras harapientas que brincaban en torno a las altas llamas. La luna verde, Morrslieb, estaba alta en el cielo, mucho más visible que su pálida hermana pura, Mannslieb. Las noches en que la luna verde se veía tan grande eran malas para el Imperio, porque tendían a suceder cosas extrañas y sobrenaturales. Algunos decían que los muertos caminaban por la tierra en noches así, y otros afirmaban que anunciaban males venideros. Sin duda, los flagelantes reaccionaban a ese fenómeno, porque se ponían cada vez más frenéticos a medida que la luna ascendía en el firmamento.
—¡Maldición, capitán!, son figuras despreciables, pero no puedo odiarlos —dijo Albrecht.
Stefan sabía a qué se refería. Las penurias de los años anteriores habían convertido a aquellas personas en lo que eran.
—Aunque resultan útiles en la lucha —añadió Albrecht, y Stefan tuvo que admitir que también eso era verdad. Dado que los fanáticos hacía mucho que se habían enfrentado con su propia visión mental de la destrucción del mundo, no le temían a la muerte.
Hacía apenas dos días, el convoy había sido atacado por pieles verdes. Aunque se trataba de criaturas esencialmente estúpidas, Stefan reconocía que eran astutas, porque permanecieron ocultas hasta que la Guardia de Reikland y el grueso de los guerreros de Ostermark atravesaron un estrecho valle, antes de lanzar el ataque. La retaguardia estaba aún demasiado lejos para interceptar a las vociferantes criaturas que salieron como un torrente de entre las rocas para atacar al conjunto aparentemente desprotegido de piezas de artillería, carros de equipaje y harapientos seguidores que se esforzaban por mantener el ritmo de la marcha.
Los primeros en llegar a la columna del Imperio fueron los sanguinarios pieles verdes pequeños, montados sobre enormes lobos babeantes. Los dementes flagelantes se lanzaron contra los enemigos y se pusieron a destrozarlos sin hacer el más mínimo caso de sus propias heridas, a menudo fatales. Se arrojaban contra las lanzas de los pieles verdes con el fin de acercarse a ellos y derribarlos con los látigos y toscos martillos que llevaban. Ese ataque había sorprendido tanto a los emboscados que habían perdido impulso, y Stefan pudo organizar con rapidez el contraataque. Los pieles verdes murieron en manadas bajo los disparos de las armas de fuego y las poderosas saetas de las ballestas de los hombres de Ostermark. Los que lograron sobrevivir a esas letales descargas y llegaron hasta la columna del Imperio se encontraron con Stefan y sus alabarderos, que los cortaron en pedazos con despiadada eficiencia.
Al acercarse a los enloquecidos fanáticos que cabriolaban y gritaban en torno a la hoguera, Stefan les ordenó a los espadones que se detuvieran. Sólo él y Albrecht se encaminaron haría los flagelantes.
Había unos setenta, ataviados con hábitos incrustados de mugre y ropas andrajosas. Varios se habían arrancado la ropa del cuerpo a pesar del creciente frío del invierno inminente, y vio que en la espalda tenían grandes heridas sangrantes causadas por la autoflagelación. Algunos se habían grabado en la carne declaraciones de arrepentimiento y perdición. Otros se habían arrancado los ojos y saltaban a ciegas en torno al fuego mientras las grandes campanillas que les rodeaban el cuello tañían lúgubremente. Otros llevaban collares con púas que les punzaban el cuello y les bañaban el cuerpo de sangre. Uno llevaba un pergamino maltrecho clavado en el pecho, una página arrancada de un libro sagrado de Sigmar. Stefan frunció el ceño al ver eso. Un par de hombres gritaban extáticamente mientras se desollaban la espalda el uno al otro.
De pie en el centro del grupo había un hombre enorme con armadura que ensalzaba a voces su visión de perdición y desesperación.
Tenía el pelo y la barba grises y descuidados, y los ojos desorbitados. En torno a la cintura le pendía una sarta de calaveras. Un pez muerto, con la boca increíblemente distendida, había sido encasquetado de forma grotesca en el cráneo de una de las calaveras. El hombre llevaba grabada en la frente la imagen del cometa de dos colas, símbolo de Sigmar, y se encontraba de pie sobre la espalda de otro hombre que yacía, postrado, en el fango, espumajeando por la boca. Con sorpresa, Stefan se dio cuenta de que el peto que llevaba el hombre era el mismo que usaba la Guardia de Reikland. «Probablemente se trata de un despojo recogido de un cadáver», razonó. Al ver a los dos hombres que se les acercaban con resquemor, el demente se volvió hacia ellos y alzó las manos en el aire.
—¡Uníos a nosotros, hijos míos! ¡Rendíos al fin de la humanidad!
»¡El día se acerca! ¡El Fin de los Tiempos ya está aquí!
»¡Humillaos ante el gran Sigmar! ¡Consagradle vuestra alma y desterrad el miedo de vuestro cuerpo!
Albrecht le lanzó al capitán una mirada tétrica. Stefan se cruzó de brazos y afianzó los pies en el suelo, a la vez que clavaba los ojos en los del autoproclamado profeta.
—Yo soy un devoto adorador del gran Sigmar. No tengo necesidad de humillarme ni de azotarme para demostrárselo.
—¡Arrepentíos, hijo mío! ¡Hay oscuridad dentro de vos!
»¡Dejad salir esa oscuridad! ¡Liberaos! ¡Quitadla con fuego de vuestra alma!
Esa proclama fue recibida con gritos de júbilo por parte de los flagelantes, y varios de ellos alzaron braseros encendidos en el aire. Otros se atrepellaron unos a otros para coger teas encendidas de la hoguera. El aire se cargó de repente de olor a carne quemada cuando uno de los flagelantes giró una antorcha y apoyó el extremo llameante contra su abdomen. Uno de los dementes seguidores del profeta de la perdición avanzó hacia Stefan con un brasero encendido.
—¡Quitadla con fuego de vuestra alma! —dijo, repitiendo a gritos las palabras del profeta, y le tendió el brasero.
Albrecht se situó ante el capitán y estrelló un carnoso puño contra la cara del hombre, que soltó el brasero y cayó de rodillas, aferrándose al tabardo de cuero de Albrecht.
—¡Gracias! —chilló.
Albrecht lo apartó de un puntapié, con expresión de asco en la cara.
—El fin se acerca de verdad —dijo el profeta con una voz queda que parecía más que lúcida—. Matamos al Elegido Eterno, Asavar Kul, en el campo de batalla de Kislev, pero no importa. Alguien se alzará. En este preciso instante, hay otro cuyo poder aumenta. Tal vez tenga la facultad necesaria para reunir a las tribus dispersas. Tenemos encima una nueva era de horror y muerte. No lograremos evitarlo. —Miró a los dementes seguidores—. Estos hombres y mujeres han visto que es inevitable.
—Yo no creo que el fin sea inevitable —replicó Stefan—, y si lo es, no cambiará mi resolución. Dondequiera que haya mal, debe lucharse contra él. Siempre hay esperanza. Renunciar a eso es renunciar a todo.
—En otros tiempos, yo creía lo mismo —asintió el predicador con una risa entre dientes, aunque carente de humor—, pero la verdad es que no hay esperanza, porque yo he visto el futuro. Sigmar me ha concedido la visión. Veo sangre, fuego y muerte. No hay nada más. Sangre, fuego y muerte.
—Luchasteis bien contra los pieles verdes —dijo Stefan, cambiando de tema al ver que un destello de demencia volvía a hacerse visible en el predicador—. Si vos y vuestros seguidores no hubieseis reaccionado con tanta rapidez, muchos habrían resultado muertos.
—No hay futuro para esta gente —declaró el predicador al mismo tiempo que señalaba a los flagelantes—. No hay futuro para mí. En la muerte, podemos prestarles auxilio a Sigmar y al Imperio. —Bajó la voz antes de continuar—. Sus hogares han sido destruidos, y sus familias, asesinadas ante sus propios ojos.
»Han presenciado cosas que volverían loco a cualquier hombre.
»No les queda nada más que los recuerdos que los persiguen durante cada minuto de vida. Sin dinero, con la mente destrozada por el horror, morirían de hambre y a solas en su locura.
»Juntos, forman una familia, y si podemos hallar la muerte luchando por el Imperio, ya habremos hecho algo.
—¿Cómo os llamáis? En otros tiempos cabalgasteis con la Guardia de Reikland, ¿no es así? —dijo Stefan. Ya no le quedaba duda alguna de que aquel hombre había sido un caballero; el peto no era un despojo recogido de un cadáver, como había pensado al principio.
—Sí, cabalgué con el mariscal del Reik, un hombre excelente.
»Aplastamos a los demonios del Caos en el norte —dijo—. No tengo nombre. Hace tiempo que renuncié a él. No tengo familia ni hogar, y no necesito nombre. Brillaré con fuerza, mataré por el Imperio y moriré anónimamente.
—¿Por qué ya no cabalgáis con ellos?
—Caí en la batalla. Un diablo rojo mató el caballo que montaba y quedé atrapado debajo de él. Sabía que el diablo habría querido matarme allí mismo, pero un brujo maligno se lo impidió. Me cogieron vivo. Tenía las piernas inutilizadas, partidas a la altura de la cadera. Fui su prisionero durante cinco días y cinco noches. Se me llenó la cabeza de visiones.
»Mis captores cambiaban ante mis ojos. Les crecían extremidades nuevas y tentáculos por todo el cuerpo. Las caras se les transformaban en las de perros y lagartos, y la hierba se volvía negra a su paso. Sus caballos se convirtieron en enormes y babeantes mastines de la Oscuridad que lanzaban fuego, con luz roja en los ojos y largas lenguas que les colgaban de la boca. Yo era presa de la locura. Al diablo rojo le crecieron alas y de la frente le brotó un cuerno llameante. Luego, la locura se disipó porque apareció el mariscal del Reik y mis compañeros caballeros. Me rescataron. Se me curó el cuerpo, pero mi mente estaba perdida. Sangre, fuego y muerte. Es lo único que veo cuando cierro los ojos —susurró—. El fin está cerca.
»Sangre, fuego y muerte —alzó los brazos por encima de la cabeza—. ¡La sangre, el fuego y la muerte se acercan, hijos míos! —vociferó.
Stefan le volvió la espalda al hombre y echó a andar hacia los espadones.
—Ese hombre está loco —dijo Albrecht.
—Sí, lo está, pero pienso que sus dementes hermanos podrían ser útiles en los días oscuros que se avecinan. Todos los luchadores serán necesarios.
—Tal vez —replicó Albrecht, dubitativo—. ¿Creéis que fue realmente un guardia de Reikland? Resulta difícil imaginar que uno de esos caballeros pueda caer tan bajo.
—Creo que lo fue. Los estragos del Caos pueden derribar a cualquiera que no sea de los más puros —respondió Stefan.
Albrecht vio que el capitán aferraba el símbolo de Sigmar que le pendía del cuello sin darse cuenta.
—¿Pensáis de verdad que es prudente dejar que esos locos continúen siguiéndonos? —preguntó Albrecht.
—¿Pensáis de verdad que podríamos impedírselo? —inquirió, a su vez, von Kessel.
—No, supongo que no podríamos —admitió el fornido sargento.
—Ese hombre quiere morir ayudando al Imperio, Albrecht.
»Quiere morir haciendo algo bueno antes de que la locura lo consuma por completo. Los visteis luchar el otro día. Nos vendrán bien hombres como esos.
A sus espaldas, oían al profeta que declamaba en voz alta su visión de la destrucción.
—Simplemente, mantenedlos bien lejos de nuestros hombres.