OCHO

OCHO

En el suelo de la cueva había ocho círculos formados por polvo rojo alrededor de una figura arrodillada, que iba ataviada con un ropón negro. Cada uno de los círculos se superponía sobre los dos colindantes, y en el centro de cada uno había una ofrenda para los dioses. En uno había un pequeño montón de huesos, mientras que otro contenía una piedra rojo sangre cubierta de venas rojo púrpura que palpitaban y latían con luz.

En el centro de otro de los círculos había un cráneo con cuernos que le nacían de la frente, y con un mentón alargado que se bifurcaba en otro par de cuernos de hueso. En el interior de un cuarto círculo, yacía un hueso de muslo de una bestia enorme que tenía todo el largo cubierto de intrincadas espirales talladas.

En el centro del círculo situado justo delante de la figura arrodillada, había un pesado icono de latón que lucía la estrella de ocho puntas del Caos, y en otro había una pequeña piedra blanca, perfectamente redonda. El aire rielaba en torno al blanco guijarro. La última ofrenda era un corazón latiente que descansaba sobre una bandeja dorada. Un círculo estaba vacío.

En la cueva entraba poca luz, y la figura arrodillada tenía la capucha echada muy hacia adelante y le ocultaba el rostro. Los brazos le colgaban laxamente a los lados, y las manos, como las de un cadáver y parecidas a zarpas, tocaban el frío suelo de piedra. Se contrajeron espasmódicamente y los brazos comenzaron a moverse. Alzó las manos y se apartó el ropón negro del pecho, con lo que dejó a la vista un torso magro, muy musculado y cubierto de cicatrices. La piel del torso era de un color pálido enfermizo y tan traslúcida que se veían las venas azules de debajo.

Desde las sombras, otra figura avanzó hacia la que estaba arrodillada. Con movimientos torpes y grotescos, se deslizó por el suelo y fue a detenerse justo fuera de los círculos de polvo rojo. La deformada cara de bebé estaba situada en lo alto de una cola parecida a un gusano, y se desplazaba impulsándose con un par de extremidades parecidas a tentáculos. Tenía ojos alargados como los de una serpiente, de un color amarillo brillante.

Tras erguirse con cierta dificultad, extendió un tentáculo por encima del polvo rojo, y luego otro. Con la cara fruncida de concentración, desplazó cuidadosamente el peso hacia adelante, inclinándose hacia el lado de la cara, y a continuación pasó la cola por encima del círculo. Con tiento, repitió la maniobra hasta situarse ante la figura arrodillada. Se irguió todo lo posible sobre la cola, al mismo tiempo que abría la boca sin emitir sonido alguno y dejaba a la vista dientes afilados.

La figura cubierta por el ropón extendió un brazo para coger a la desfigurada criatura, y la hizo girar en redondo, de modo que le tocara el vientre con la cola. El ser se retorció y rechinó los dientes, y comenzó a penetrar en la carne de la figura.

También los tentáculos empezaron a meterse profundamente dentro del vientre de la pálida figura y a arrastrar a la criatura cada vez más adentro del cuerpo del hombre de negro ropón. Al cabo de poco rato, todo lo que podía verse de la criatura era la monstruosa cara, y luego también esta fue engullida por la carne. El color comenzó a volver al pálido cuerpo de la figura arrodillada, y las azules venas desaparecieron.

Tras cerrarse el ropón, la figura se puso de pie. Con una mano barrió el aire, y un brusco viento penetró en la cueva y dispersó el polvo rojo. Los círculos desaparecieron, y la figura salió de la cueva para recibir al campeón victorioso.

Hroth estaba satisfecho con el nuevo elemento que lucía en su estandarte. La cabeza de Slaaeth, colgada por el largo cabello blanco, miraba fijamente hacia el frente. La boca del elegido estaba abierta y laxa, y de ella colgaba la lengua, de casi treinta centímetros de largo. Por mucha aversión que le tuviera al campeón de Slaanesh, no cabía duda de que los dioses lo habían favorecido, al menos durante un tiempo. La cabeza era un digno añadido para los trofeos de Hroth el Ensangrentado.

Mientras avanzaba pesadamente a través del denso sotobosque y apartaba del camino retorcidas ramas que parecía que intentaran cogerlo, evocó las palabras de Slaaeth. «Te han enviado como a un perro —había dicho—, a buscar el báculo para tu amo». Bufó. «Nadie es mi amo», pensó al mismo tiempo que pateaba fuera de su camino un tronco podrido.

Odiaba los oscuros y densos bosques del Imperio. Sabía que eran ventajosos para él, ya que los hombres del Imperio no podían patrullar cada kilómetro cuadrado de los enormes bosques que cubrían sus tierras, ni siquiera cuando los ejércitos contaban con toda su potencia. Había cosas oscuras que acechaban en las ocultas profundidades que no pisaba hombre alguno, y millares de hombres bestia infestaban las zonas más profundas de los bosques. No obstante, Hroth detestaba sentirse tan encerrado. Los árboles eran gigantes retorcidos que, al crecer, habían adoptado toda clase de formas contorsionadas.

Las ramas, muy en lo alto, se entretejían para formar un dosel impenetrable que no podía atravesar ni el más minúsculo rastro de luz. Un espeso manto de hojas podridas cubría el suelo, y la fina capa de hielo que se había formado sobre él crujía mientras Hroth avanzaba a través de la oscura región salvaje.

La oscuridad en sí no le molestaba. No, estaba habituado a ella. En las tierras de origen de los khazags, a meses de camino hacia el lejano nordeste, la oscuridad reinaba durante casi la mitad del año porque el sol apenas si se alzaba por encima del horizonte. La tierra natal de los nómadas khazags era abierta y estaba casi completamente desprovista de vegetación. Era una tierra de buenos jinetes. Las laderas estaban cubiertas de oscura roca puntiaguda y afilada. Entre algunos de los rocosos picos se encontraban humeantes estanques de agua rica en azufre que, de vez en cuando, hacían erupción como enormes géiseres cuando los dioses estaban enfadados. Era el paisaje en el que se sentía cómodo, con cielos abiertos en lo alto, nunca con un techo sobre la cabeza.

Otra cosa que detestaba era ocultarse en las sombras. Sabía que también eso era necesario porque, aunque su horda iba en aumento, no era lo bastante grande como para permitirle atravesar abiertamente el Imperio. A pesar de todo, lo afligía.

Enfrentarse con el enemigo en el campo de batalla, eso era lo que anhelaba. Enfrentarse de cabeza con el poder del enemigo y triunfar, ese era el estilo de Khorne.

Hroth entró en el claro con paso majestuoso. El suelo estaba ennegrecido por el fuego y había un grupo de guerreros en el centro. Vieron al campeón de Khorne y la horda que se aproximaban, y se volvieron a mirarlos. Uno de ellos, recubierto por una negra armadura, avanzó para recibirlos. A través de las rendijas del casco se veía un resplandor rojo mortecino que emanaba del interior. Se detuvo ante Hroth, que cruzó los brazos y lo miró con dureza antes de asentir con la cabeza a modo de saludo.

—Te veo, Hroth de los khazags —dijo el guerrero con la voz apagada por el casco.

—Te veo, Borkhil de los dolganos.

—Así que has vencido tú. No estaba muy seguro de que tuvieras el poder necesario para acabar con el zar Slaaeth.

—Me alegro de haber hecho que te equivocaras —gruñó Hroth—. El Dios de la Sangre está conmigo.

—Al igual que el Príncipe Oscuro estaba con Slaaeth. Pero el Señor de los Placeres es un inconstante; se aburre con facilidad de aquellos a los que antes ha favorecido.

—No debe confiarse en el tortuoso —dijo Hroth.

Se había encontrado con Borkhil en varias ocasiones, porque nunca estaba lejos de Sudobaal. Borkhil y sus despiadados guerreros de negra armadura eran absolutos devotos del brujo, ya que procedían de la misma tribu y reconocían el poder que esgrimía. Por encima de un hombro de Borkhil, Hroth miró a los otros guerreros. Dos eran jefes kurgan a los que conocía, guerreros poderosos ambos. Otro era un alto jefe de los norses, de anchos hombros, con penetrantes ojos azules y amuletos y fetiches atados al largo cabello rubio. El último era un hombre más bajo, que iba cubierto con gruesas pieles y no llevaba coraza sobre el pecho. Tenía la piel cubierta de toscos dibujos, y un cráneo bestial le ocultaba el rostro. «Otro jefe kurgan», dedujo Hroth. Reparó en que las piernas del hombre acababan en pezuñas hendidas.

—¿Encontraste lo que te envió a buscar nuestro señor Sudobaal? —preguntó Borkhil.

Hroth reprimió una réplica colérica.

—Le he traído a vuestro señor lo que quiere, sí.

—Eso es bueno. Puede hacerse correr la voz entre las tribus dispersas. Nuestro gran éxito y el ascenso de nuestro señor Sudobaal se acercan cada vez más.

—¿Dónde está el brujo? —preguntó Hroth con sequedad.

La acorazada figura negra de Borkhil guardó silencio por un momento, sin dejar de mirar al ceñudo campeón de Khorne que tenía delante.

—Eres un jefe poderoso, Hroth el Ensangrentado de los khazags. Tus victorias son muchas, y todos pueden ver que cuentas con el favor de los dioses. Has sido bendecido porque te has convertido en elegido. Has demostrado ser un valioso aliado del señor Sudobaal.

»Pero recuerda siempre que él es más poderoso. Su dominio de la Lengua Oscura es igual al que tienen los más favorecidos chamanes de las tribus del remoto norte. Supera las habilidades de cualquier brujo de los khazags. Cuando habla en la Lengua Oscura, los propios dioses lo oyen porque es su oráculo, y le conceden enorme poder. Es comandante de una docena de poderosos jefes. Tú sólo eres uno de ellos, recuérdalo.

»Nunca permitas que tu estúpido orgullo te convierta en su enemigo.

Antes de que pudiera responder, Hroth vio que la figura de negro ropón de Sudobaal descendía por la rocosa ladera abrupta que ascendía al otro extremo del claro. Notó que se le erizaba el pelo de la nuca al aproximarse el brujo, y sintió en la boca el acerbo sabor eléctrico de la magia. Odiaba la sensación, pero reprimió el desagrado.

—El brujo es poderoso, sí —le gruñó Hroth a Borkhil cuando el brujo aún estaba fuera del alcance auditivo—, pero un día seré incluso más poderoso que él. Ese día te mataré, Borkhil, y le ofreceré tu cráneo al Dios de la Sangre.

—Si ese día llegase, agradeceré la oportunidad de enfrentarme contigo, Hroth de los khazags —declaró la figura de negra armadura antes de apartarse a un lado para dejar pasar a su señor Sudobaal. Los otros jefes inclinaron la cabeza al acercarse el brujo.

Sudobaal se echó atrás la capucha y dejó a la vista el anciano rostro chupado. Tenía facciones duras, crueles y feroces a pesar de la edad, y exudaba amenaza. El poder manaba de él en palpitantes oleadas, como si los invisibles y omnipresentes vientos de la magia respondieran a cada latido de su corazón.

En la piel de las mejillas tenía cicatrices en forma de sigilos grabados con profundos cortes, runas de poder que a Hroth le causaban dolor en los ojos. Los amarillos ojos de serpiente no parpadeaban ni transmitían emoción ninguna, y la boca tenía una permanente mueca severa.

—¿Tienes el báculo? —preguntó el brujo con profunda voz sepulcral.

Aunque Hroth medía una cabeza y media más que el brujo, este destilaba amenaza y poder. Hroth sentía que el poder del brujo lo golpeaba para obligarlo a ponerse de rodillas. Con los dientes apretados, agitó una mano para indicarle al guerrero Thorgar que avanzara. Llevaba una pesada piel de animal en los brazos. Tras depositarla en el suelo, Thorgar apartó la piel y dejó a la vista el retorcido báculo que ocultaba, con cuidado de no tocarlo. El interior de la piel estaba chamuscado y de olla ascendía olor a pelo quemado.

Sudobaal contempló el báculo sin parpadear, y en su boca apareció una sonrisa salvaje. Avanzó con ansiedad, se acuclilló junto al báculo y extendió las manos por encima de él para sentir el aire. «El enano apenas puede contenerse», pensó Hroth al ver que el hechicero se sonrojaba y se le aceleraba la respiración.

—Sí —susurró el brujo—. Es este.

Sudobaal se lamió los secos labios y tendió las manos hacia el retorcido báculo. Lo recogió delicadamente con ambas manos y lo sujetó en brazos con la dulzura de una madre que acuna a un bebé. Se puso de pie con los ojos brillantes.

El báculo comenzó a moverse muy lentamente, y los zarcillos como raíces se desenroscaron para envolver la mano y el antebrazo de Sudobaal. El brujo observó, embelesado, cómo los afilados extremos de las ramas le hendían la piel y penetraban en sus venas. Sintió un tirón en el corazón cuando su sangre comenzó a fluir al interior del retorcido báculo, ascender por él y palpitar en torno a la estilizada estrella del Caos que lo remataba. De repente, estalló en llamas, y un fuego azul y verde onduló y fluctuó por todo el báculo. Sudobaal sonrió con crueldad cuando llegó a comprender y dominar el báculo. Con un solo pensamiento hacía que las llamas verde azulado se avivaran con furia y cambiaran a un rojo purpúreo oscuro que iluminaba todo el claro con demoníaco resplandor. Con otro pensamiento hacía que las llamas desaparecieran casi por completo y que su fluctuación fuese prácticamente imperceptible.

—Has obrado bien, elegido —dijo Sudobaal, cuyo rostro era de nuevo severo.

Se volvió hacia Borkhil y los otros jefes presentes en el claro que contemplaban con pasmo reverencial el espectáculo, y habló con voz profunda y tono autoritario.

—Dentro de poco, mis planes se verán culminados. Torben Partecráneos, llévate a tus guerreros hacia el noroeste esta noche.

»Viaja por el camino y acaba con cualquier enemigo que encuentres.

»Prende fuego a todos los edificios que halles y mata a cualquiera que esté dentro. En una semana te enviaré mensaje.

»Dharkon Gar, tú y tu primo llevaréis a vuestras tribus hacia el sur. Saquead y robad todo lo que podáis; convertíos en una herida en el cuerpo del Imperio que no se pueda pasar por alto. Dispondrán algunas fuerzas para que se encarguen de vosotros, porque vuestros guerreros son muchos, demasiados para que puedan hacer caso omiso de ellos.

Los dos jefes kurgan asintieron con la cabeza. Sudobaal se volvió a mirar al jefe más bajo, el que tenía las piernas rematadas en pezuñas hundidas.

—Tú, Ghorbar de las Bestias, recorrerás los senderos oscuros del nordeste que se encuentran a dos semanas de marcha desde aquí. Busca a las tribus de bestias que se ocultan en la zona.

»Prepara el árbol horca para mi llegada. —El jefe inclinó la cabeza y se marchó con paso desgarbado al mismo tiempo que ladraba órdenes.

Sudobaal se volvió hacia Hroth y Borkhil, y guardó silencio durante un momento. Ladeó la cabeza como si oyera una voz que nadie más percibía. Luego, asintió para sí y habló.

—Hroth el Ensangrentado, tú y tu horda me acompañaréis.

»Te nombro mi señor de la guerra, jefe entre mis jefes. Has demostrado tu valía y los dioses te favorecen.

Dicho eso, Sudobaal giró sobre los talones y se alejó para volver a ascender por la rocosa ladera en dirección a la cueva.

Borkhil hincó una rodilla ante Hroth.

—Mi espada es tuya, señor de la guerra —declaró el guerrero de negra armadura. Los jefes que quedaban hicieron lo mismo.

Hroth el Ensangrentado sonrió y dejó a la vista los afilados dientes. Sus ojos llameaban con ferocidad. «Sí —pensó—, he demostrado mi valía».