SEIS
Hroth el Ensangrentado y los khazags avanzaban cautelosamente hacia la plaza de la ciudad. El espacio abierto estaba iluminado por la oscilante luz anaranjada de las llamas que consumían los edificios que lo rodeaban. Una gran fuente se alzaba en medio de la plaza, con esculturas de piedra pálida sobre un pedestal circular situado en medio del agua. Hroth no estaba seguro de si se debía a un efecto de la luz del fuego, pero el agua parecía de color rojo sangre. La estatua del centro de la fuente representaba al odiado, cobarde dios del Imperio, Sigmar, de pie y con el martillo en alto. Lo rodeaban once estatuas de señores de la guerra. Mientras Hroth observaba, un guerrero con casco que se encontraba sobre los hombros de Sigmar balanceó un pesado martillo a dos manos y arrancó de un golpe la cabeza de la estatua. Se oyeron estruendosas aclamaciones.
Con los brazos y las manos cubiertos de sangre seca, Olaf gruñó al ver los estandartes que enarbolaban los guerreros que había al otro lado de la plaza. Hechos con una sedosa tela negra, lucían los distintivos del campeón de la horda.
—Zar Slaaeth —siseó Hroth, y echó a andar a través de la plaza abierta.
Los khazags se desplegaron detrás de él; eran casi cuatrocientos en total. El empedrado estaba sembrado de cadáveres, tanto de plebeyos como de soldados. Era evidente que muchos de los habitantes habían huido hacia allí, y que los pocos soldados supervivientes habían escogido la plaza para ofrecer la última resistencia. Hroth sintió que su enojo comenzaba a aumentar.
A esos debería haberlos matado él y sus khazags como ofrenda al gran Khorne, y no el zar Slaaeth.
Hroth lo había odiado desde que lo había conocido, tres años antes. Frente a las puertas de Praag, Hroth y Slaaeth habían luchado lado a lado, pero sólo debido al poder y la autoridad del alto zar señor de la guerra Asavar Kul. Hroth nunca había conocido al alto zar, pero simplemente el miedo que su nombre inspiraba era suficiente para disuadir de disputas personales a los campeones que luchaban bajo su estandarte. Hroth y Slaaeth habían luchado con ferocidad en Praag y habían hecho una carnicería entre los defensores de Kislev que se les oponían.
Slaaeth, con su refinada voz y carismática personalidad, era el que había sido nombrado zar al concluir las batallas. No había habido el mismo honor para Hroth, y el hecho de que Slaaeth también fuera un khazag resultaba ofensivo. Aquel día, Hroth le había jurado al gran Khorne que el cráneo de Slaaeth sería suyo.
Las hordas rivales se miraron con desconfianza. A un observador externo, los dos grupos le habrían parecido casi idénticos.
Ambas tribus eran khazags, y llevaban armas y armaduras similares. Las únicas diferencias aparentes eran los tatuajes y las anillas rituales escogidos por cada uno. Mientras que los guerreros de Hroth el Ensangrentado preferían las cicatrices de tajos entrecruzados en los brazos y las mejillas, y muchos se adornaban con tatuajes rojo sangre que indicaban su devoción al Dios de la Sangre, Khorne, los guerreros del zar Slaaeth tendían a lucir púas que les atravesaban las cejas, las orejas y la nariz, y se adornaban con tatuajes de finas líneas en espiral. En cuanto al número, ambas hordas estaban igualadas.
Una alta figura se levantó del lugar en que se hallaba sentada, pasando los dedos por entre los cabellos dorados de una mujer inmóvil. A su alrededor yacían los cadáveres desnudos de al menos una docena de hombres y mujeres. No cabía duda de que habían saciado los deseos de Slaaeth, aunque brevemente.
Esbelto para ser un khazag, el zar Slaaeth era media cabeza más bajo que Hroth, aunque su delgadez lo hacía parecer mucho más menudo que el corpulento campeón de Khorne.
Tenía un rostro apuesto, y el pelo lacio de un blanco perfecto le caía como una cascada por la acorazada espalda. En la mejilla izquierda llevaba un pequeño tatuaje púrpura en forma de espiral, una marca del Dios del Placer, Slaanesh. Tenía los ojos completamente negros, ya que las pupilas se le habían dilatado hacía mucho tiempo.
—Tu poder es cosa del pasado, Slaaeth —gruñó Hroth cuando el campeón enemigo avanzó hacia él.
Las dos hordas formaron semicírculos en torno a los campeones.
Sabían qué se avecinaba. Ambas hordas habían visto a sus campeones enfrentarse con incontables rivales.
El campeón de Slaanesh le dirigió a Hroth una sonrisa encantadora y agitó el pálido cabello.
—Así que piensas que ha llegado tu hora, Hroth el Ensangrentado.
—Abrió la boca y se pasó por los dientes la larga lengua afilada de color rosa purpúreo.
—Me daré un festín con tus entrañas cuando esto acabe. Te mantendré con vida para que lo sientas… Tal vez disfrutes. Por mi parte, sé que yo lo disfrutaré, querido Slaaeth.
—Voy a hacerte pedazos. A Slaanesh le gusta la sangre de los campeones de Khorne —replicó Slaaeth con una risilla entre dientes.
Entretanto, flexionó las manos antes de desenvainar una larga espada curva con la izquierda y coger un negro látigo rematado por púas con la derecha. El ondulante látigo parecía agitarse con vida propia, como si ansiara infligir dolor.
Hroth flexionó las piernas; después, con el hacha aferrada a dos manos, comenzó a avanzar hacia el enemigo.
Vio que el chamán del zar estaba entre los guerreros y que movía la boca sin emitir sonido alguno. Era un hombre enorme, que llevaba el pecho desnudo y una pesada piel sobre los hombros. Cada centímetro visible de la piel del chamán estaba cubierto por intrincados dibujos negros. A cada segundo que pasaba, se enroscaban y retorcían sobre la piel para formar nuevas y variadas formas. En las manos tenía un largo báculo que parecía haber sido hecho con varias raíces de árboles antiguos trenzadas unas con otras. En lo alto, las raíces formaban una estrella de ocho puntas ennegrecida por el fuego. Hroth se dio cuenta de que el chamán, en realidad, no sujetaba el báculo, sino que el báculo parecía aferrarse a él. Las retorcidas raíces habían envuelto la mano y el antebrazo del hombre, y penetraban profundamente en la carne. Slaaeth vio que Hroth entrecerraba los ojos, y se volvió para ver qué miraba el campeón de Khorne.
—Veo que te gusta el báculo, ¿eh? ¿Has venido por eso? ¿Has venido a buscarlo para tu amo, como un mastín obediente? —Slaaeth volvió a sonreír—. Sí, ya veo que se trata de eso. Te han enviado como a un perro a buscarlo para tu querido amo, Sudobaal.
»Ya sé qué busca tu amo, pero creo que me quedaré con el báculo.
—Yo no llamo amo a nadie —replicó Hroth con tono peligroso.
—Claro que no, perro —lo provocó el zar.
Detrás de los campeones rivales, las hordas comenzaron a golpear las armas contra los escudos al unísono, y a gruñir cada vez que lo hacían. El sonido resonaba en la plaza, y crecía a medida que los campeones se movían en círculo, uno frente al otro. Se trataba de un ritual que había sido ejecutado por los campeones khazags durante incontables generaciones, y cada hombre era consciente de que los dioses mismos estaban contemplándolos desde lo alto, ansiosos por ver el espectáculo que se avecinaba. Ambos guerreros eran los elegidos de sus dioses, y a cada uno se le habían concedido poderosos dones que los distinguían de los otros hombres de la tribu. Ambos habían matado en duelos como ese a una docena de otros campeones elegidos.
El látigo de Slaaeth restalló al salir disparado en busca de los ojos de Hroth, que apartó la cabeza y logró que el látigo de púas sólo le rozara una mejilla. Saboreó su propia sangre cuando le llegó a los labios; saboreó el poder de su interior. Con un rugido, el campeón de Khorne saltó hacia el oponente al mismo tiempo que trazaba un mortífero arco con el hacha.
El esbelto campeón de Slaanesh se apartó a un lado como un danzarín, con movimientos gráciles a pesar de la armadura negra que llevaba. Cuando el hacha de Hroth pasó zumbando de modo inofensivo ante él, atacó con la espada curva. La hoja se clavó profundamente en la resistente hombrera roja y bronce de Hroth, a través de la cual se deslizó sin esfuerzo. El campeón de Khorne gruñó de dolor. Al apartarse, Slaaeth hizo restallar el látigo, y las púas hirieron la piel del cuello de Hroth.
Hroth volvió a moverse en círculos, con los ojos fijos en cada movimiento del oponente. Tras simular un golpe dirigido a la cabeza de Slaaeth, Hroth hizo bajar el hacha para dirigir el tajo a la entrepierna del contrario. El zar se inclinó hacia atrás para esquivarlo y lanzó la espada contra la cabeza de Hroth, que se agachó para evitar la curva hoja y comenzó a avanzar un paso para descargar otro golpe contra el enemigo; pero Slaaeth ya se había apartado e hizo restallar el látigo una vez más. El tiento de cuero del látigo se enroscó en torno a uno de los cuernos del casco de Hroth, y Slaaeth se lo arrancó de la cabeza de un lirón.
Hroth gruñó, con los ojos en llamas, y volvió a saltar hacia el ágil zar con el hacha silbando en el aire. Slaaeth se apartó limpiamente a un lado, pero no pudo evitar el golpe de retorno, y Hroth estrelló el mango del hacha contra la cara del oponente.
El zar retrocedió un paso tambaleando, y sólo su rapidez preternatural lo salvó del mortífero ataque que hendía el aire hacia su cuello.
Ambos comenzaron a describir círculos una vez más. De la herida del hombro de Hroth goteaba sangre, así como de los cortes menores que tenía en el cuello y la mejilla. La cara de Slaaeth estaba contusa y ensangrentada.
Los campeones avanzaron uno contra otro, y hacha y espada destellaron. Slaaeth se movía con soltura y siempre se mantenía justo fuera del alcance del guerrero de Khorne, más pesado que él. De vez en cuando, se acercaba con la elegancia de un danzarín para acometerlo, pero la mayoría de los ataques eran desviados por Hroth, que parecía volverse más fuerte y rápido al aumentar su cólera. Pasó un minuto. Manaba sangre de un corte que Hroth tenía en un costado.
Slaaeth le lanzó un tajo hacia el costado herido, y Hroth avanzó y atrapó la muñeca del hombre menos corpulento en una presa demoledora. El zar dejó caer el látigo, y la mano libre descendió a la velocidad del rayo y volvió a ascender una fracción de segundo después con una daga rematada en punta de flecha que clavó en el antebrazo de Hroth. La larga lengua de Slaaeth salió rápidamente de la boca y atravesó la carne de una mejilla del guerrero de Khorne antes de desaparecer.
Siseando, Hroth atrajo al zar hacia sí y estrelló la frente contra la cara del campeón de Slaanesh, a quien le partió la nariz.
Sin soltar la muñeca del zar, le asestó un rodillazo en la entrepierna.
Tras un segundo golpe de la rodilla acorazada, el enemigo se desplomó. Sólo entonces abrió la mano izquierda al mismo tiempo que alzaba el hacha por encima de la cabeza.
El zar rodó hacia atrás, y el látigo salió volando otra vez.
Hroth sujetó el hacha en alto con una sola mano mientras con la otra aferraba el tiento de cuero del látigo que iba hacia él y le daba un tirón que hacía perder el equilibrio al zar. Luego, descargó el hacha sobre el cuello del zar. La cabeza, con el blanco cabello tras de sí como una estela, voló por el aire, y al caer, rodó por el suelo.
Hroth se arrancó la daga del antebrazo y la arrojó al suelo.
Dio media vuelta y avanzó hacia el chamán del zar. Los otros miembros de la horda de Slaaeth se apartaron del hombre, que comenzó a hablar con rapidez a la vez que alzaba las manos con gesto defensivo ante sí. Sin ceremonia alguna, Hroth descargó el hacha sobre la cabeza del chamán y se la abrió desde la coronilla a la mandíbula. El hombre cayó al suelo. Los zarcillos leñosos que lo unían al báculo se retrajeron para soltarse de la carne muerta, y dejaron agujeros en la mano y el antebrazo del chamán. De una patada, Hroth apartó del cadáver el retorcido báculo y se irguió en toda su estatura para posar una mirada ponzoñosa en la horda de Slaaeth que lo rodeaba.
—Cualquier hombre que desee unirse a mí puede hacerlo.
Cualquiera que no lo desee que hable ahora mismo y se enfrente conmigo.
La plaza quedó en silencio. Hroth avanzó hasta el guerrero de Slaaeth que tenía más cerca, un hombre que llevaba una estrella de ocho puntas en la frente, formada por cicatrices de tajos. Hroth tendió una mano hacia la daga del hombre y la sacó de la vaina. Alzó una mano y se abrió un tajo en la palma.
La sangre que manó de la herida burbujeó como si hirviera.
Posó la herida sobre la cara del hombre, de modo que le cubriera la boca y la nariz. El hombre dio un respingo al sentir el contacto de la sangre burbujeante. Hroth apartó la mano.
—Estás unido a mí por la sangre. En este día, te has convertido en uno de mis hermanos de batalla —dijo Hroth.
El hombre alzó las manos con las palmas hacia arriba e inclinó la cabeza ante el nuevo jefe. Miró a Hroth con pasmo reverencial; el elegido de Khorne sabía que el guerrero había saboreado en su sangre el poder del dios.
Los otros guerreros comenzaron a reunirse en torno a Hroth, con el fin de convertirse también en miembros de la tribu.