CINCO
Stefan despertó al instante y vio que ya tenía una afilada hoja contra el cuello de la figura que se arrodillaba junto a él. Dejó escapar la respiración al reconocer al hombre, y apartó la hoja de la garganta de Albrecht.
—Gracias —dijo este—. He estado a punto de matarme.
—¿Qué sucede? —preguntó Stefan, al mismo tiempo que se levantaba del camastro y envainaba la daga.
—Disculpad que os despierte, capitán. Os necesitan en la tienda de Gruber.
—¿Qué? ¿Le ha sucedido algo al conde?
—No, no es por nada parecido, pero de todos modos os necesitan ahí arriba. Ha llegado un general, o algo así.
—¿Un general?
—Sí. No sé quién es, pero parece que se ha presentado con un destacamento de caballeros condenadamente numeroso.
—Tiene que ser alguien importante. Ha llegado desde Nuln. Ha ido directamente a la tienda del conde y ha exigido que se convoque un consejo de guerra.
Stefan frunció el entrecejo.
—¿Ha exigido? No son muchos los que pueden exigirle a un conde elector que convoque un consejo en plena noche. ¿Qué hora es, por cierto?
—Está a punto de amanecer.
Stefan se frotó la cara con una mano para librarse de las últimas trazas de sueño. Albrecht se dio cuenta de que el capitán olía a alcohol y reparó en la botella de licor vacía que había junto al lecho.
—Os esperaré fuera —dijo, y salió de la tienda.
El capitán apareció pocos minutos después; iba ataviado con el peto, las grebas y los guanteletes —todo muy vapuleado—, y con un justillo acuchillado que lucía los colores púrpura y amarillo de Ostermark. Llevaba la celada bajo un brazo. Tenía un par de pistolas enfundadas a un lado, junto con la espada.
Como siempre, el colgante del cometa de dos colas, el símbolo del dios guerrero Sigmar, le pendía del cuello.
—Vamos —dijo.
Los dos hombres guardaron silencio mientras avanzaban por el campamento, pendiente arriba, hacia la tienda de Gruber.
En torno a la tienda del comandante ardían antorchas, y vieron dos caballos de guerra completamente acorazados. Sobre uno de ellos había un caballero que enarbolaba un estandarte, mientras que un par de mozos de establo sujetaban el corcel.
Los caballos eran criaturas enormes, de unos dieciocho palmos menores de altura. Stefan no podía ver la imagen del estandarte que colgaba de una única asta, porque no soplaba la más leve brisa; tampoco distinguía los dibujos de filigrana de las armaduras de los caballos. No obstante, si realmente procedían de Nuln, sede del emperador Magnus, creía saber quiénes eran esos caballeros, y se sintió muy impresionado.
Cuando los dos se encontraban un poco más cerca, una brisa ligera llegó hasta el pesado estandarte y lo agitó ligeramente.
En ese momento, Stefan vio la imagen que lucía. Representaba un cráneo tocado con una corona y rodeado de volutas e intrincados dibujos resaltados en oro. Era la recientemente formada, aunque ya famosa, Guardia de Reikland[1]. Habían cabalgado junto al emperador Magnus durante la Gran Guerra.
Estos caballeros habían invertido el curso de la batalla en Kislev y habían derrotado a las fuerzas del Caos. Stefan y Albrecht intercambiaron una mirada y alzaron las cejas. A Stefan lo hicieron pasar al interior de la tienda, y Albrecht se quedó en el exterior, pateando el suelo con los pies para defenderse del frío, sin quitarle un desconfiado ojo de encima a los enormes caballos de la Guardia de Reikland.
El interior de la tienda estaba iluminado por faroles y grandes velas por las que chorreaba cera fundida. Además de Gruber, también había algunos de los cortesanos. Era obvio que el conde se había vestido con precipitación, porque llevaba medio desabotonada la camisa, que dejaba a la vista flácida piel blanca. No se había puesto la peluca, y se veía que su blanco pelo era fino y ralo. Tenía los ojos hinchados y rojos, y el profundo ceño fruncido manifestaba el disgusto que le causaba que lo hubiesen despertado a una hora semejante.
Un hombre corpulento, ataviado con armadura completa, dominaba la tienda. Se volvió cuando Stefan entró, y el capitán vio que el caballero era de mediana edad y que lucía hilos de plata en el largo cabello atado en una coleta y en los caídos bigotes. Su rostro era anguloso y severo, y los ardientes ojos imponían respeto.
—¿Es este? —El caballero habló con una voz que, aunque no era alta, transmitía una autoridad absoluta.
—Es él. Mariscal del Reik Wolfgange Trenkenhoff, os presento al capitán Stefan von Kessel —dijo Gruber.
Las cejas de Stefan se alzaron levemente, y fue el único indicio de la sorpresa que sentía. El hombre que tenía delante era un héroe viviente del Imperio, considerado íntimo amigo y partidario del mismísimo Emperador. Había fundado personalmente el destacamento de caballería de la Guardia de Reikland y era quien comandaba los ejércitos que habían derrotado a las fuerzas del Caos años antes. En asuntos de guerra, su espada era sólo superada por la del Emperador. Los ojos de Stefan se encontraron con los del mariscal del Reik, y los mantuvo fijos por un momento, antes de inclinar la cabeza ante el hombre de más edad.
—Es un honor —dijo Stefan con sinceridad.
—El conde elector de Ostermark dice que no permanecisteis en vuestro puesto cuando se os ordenó hacerlo —dijo el caballero con tono sombrío.
Stefan se sintió como si le hubiesen dado una patada en el estómago, y su enojo comenzó a despertar; no obstante, no permitió que las emociones se le manifestaran en el rostro. Sin mirarlo siquiera, percibía el placer que experimentaba el sobrino nieto del conde, Johann.
—¿Es verdad? —preguntó el caballero, ceñudo.
Stefan se lamió los labios antes de responder, mientras redactaba cuidadosamente la frase.
—No desearía contradecir a mi conde, señor caballero. Soy un soldado leal a Ostermark y al Imperio.
—El capitán von Kessel y los regimientos que tiene bajo su mando fueron enviados al paso Profundo, ¿no es así? —preguntó el caballero.
—Así es, señor mariscal del Reik. —Era el consejero tileano de dorada piel quien respondía allí al capitán para impedir que las fuerzas del Caos que habían maniobrado en torno a nuestra posición se adentraran en las montañas.
—¿Qué tropas tiene bajo su mando?
El consejero tileano miró al conde, el cual le indicó, con impaciencia, que continuara.
—El capitán von Kessel tiene bajo su mando unos… dos millares y medio de infantes alabarderos.
—Dos mil treinta y siete, después de ayer —intervino Stefan—, y otros treinta y cuatro a causa de las heridas.
—Además de unos mil fusileros, ochocientos ballesteros y ocho cañones de Nuln —continuó Andros—. También cuenta con varios auxiliares irregulares, entre los que se incluyen exploradores, batidores y milicianos. Son chusma plebeya, en su mayor parte.
Stefan pareció irritado por esa observación, pero guardó silencio.
—Con eso debería bastar. ¿Y por qué se escogió a von Kessel para esa misión?
—Porque estaba disponible y porque era una misión importante. El capitán von Kessel comanda a los militares de todos los ejércitos de Ostermark —replicó el consejero con serenidad.
—Así pues, von Kessel es uno de vuestros capitanes más autorizados, ¿verdad?
—Sí, lo es, entre otras cosas —le espetó Gruber, que estaba cansándose de la conversación.
—Así pues, desobedeció una orden que habría causado la masacre de sus soldados, y a pesar de eso, regresó victorioso.
Los ojos de Gruber se abrieron de conmoción y se puso a barbotear y toser, lo que hizo enrojecer espectacularmente las llagas que tenía en el cuello.
—¿Esta conversación va a alguna parte? —gruñó tras recobrarse del ataque de tos—. En caso contrario, me retiraré a mi cama.
—Os pido disculpas, gran conde Gruber. Haré todo lo posible por no manteneros alejado del descanso durante mucho rato. Como ya sabéis, el norte está en ruinas, conde. También sabéis que el príncipe mago de los elfos, Teclis, está en Altdorf con nuestro buen Emperador, mientras nosotros hablamos.
—Sí, sí, lo sé —replicó Gruber—, organizando unos colegios o algo parecido.
—Los Grandes Colegios de Magia, sí. Bien, pero tal vez no sepáis que las flotas del pueblo de Teclis patrullaron el Mar de las Garras durante los últimos cuatro años de guerra. Nos hacen un gran favor al atacar a los drakars que plagan nuestras costas septentrionales y al prestarnos su ayuda siempre que pueden.
»También, según se me ha informado, han estado atacando toda la costa de Norsca. El efecto de esto es que bastantes norses han estado ocupados en su propia defensa, y muchos drakars no se hicieron siquiera a la mar para llevar a cabo incursiones durante el año pasado. Sin los elfos, me temo que podríamos haber perdido Nordland y Ostland. De hecho, incluso ahora hay fuerzas de tierra elfas que guardan nuestra costa septentrional.
»La alianza con los altos elfos es vital para nosotros.
»El aumento de las agresiones de los norses ha obligado a las patrullas elfas a adentrarse más en el mar y dejar abandonado en nuestra costa norte a un importante noble elfo.
»Y ahora, vayamos a la verdadera razón de que yo esté aquí esta noche. He venido a requisar un ejército entre vuestras fuerzas, y quiero que lo comande el capitán von Kessel.