CUATRO

CUATRO

—¿Así que le habéis dicho cuatro verdades al viejo gordo?

—No enviaron los refuerzos, ¿verdad? —preguntó Albrecht.

El canoso sargento se encontraba de pie debajo de un toldo que lo protegía de la llovizna. Fumaba en pipa y el humo gris azulado ondulaba en el frío aire del anochecer.

Stefan, que avanzaba con pesados pasos hacia la tienda, bajo la lluvia, miró al sargento con el ceño fruncido.

—Haréis que os cuelguen por hablar así del conde.

—¡Qué va! Ninguno de los chicos que tenemos aquí hablaría contra mí. ¿Verdad, muchachos? —gruñó Albrecht al mismo tiempo que se volvía hacia el grupo de soldados de Ostermark que jugaban a dados detrás de él, y que murmuraron en voz baja—. Por supuesto que no. Saben que, si lo hicieran, haría que sus vidas fuesen mucho más dolorosas. Además, fueron sus culos los que estuvieron en peligro ahí fuera cuando no vinieron los refuerzos, junto con el vuestro y el mío.

—Sí, ya lo creo. No sé si enviaron los refuerzos o no. El anciano conde está perdiendo la razón. Tal vez los enviaron, pero él los llamó de vuelta. ¿Quién sabe? Pero no hay absolutamente nada que nadie pueda hacer para remediarlo.

—Hace años que está perdiendo la razón. Es demasiado viejo, con mucho. Supongo que es culpa de la enfermedad de consunción…, contra la que ha estado luchando desde la infancia.

»Es un linaje débil. Es lo que sucede cuando nobles se casan con nobles durante generaciones. Los miembros de esa familia tienen entre ellos un parentesco algo excesivo, ya sabéis a qué me refiero.

»Ahí fuera perdimos demasiados buenos hombres innecesariamente, pero ¿qué se puede hacer? ¿Decirle que es un mentiroso?

»¿Decirle que es un viejo estúpido producto de la endogamia, que está perdiendo la razón? ¡Me ahorcarían antes de que acabara de pronunciar la última palabra! Sabéis tan bien como yo que a los condenados cortesanos les encantaría verme colgado.

—Bueno, a mí me pareció una maldita misión suicida.

—¿Por qué el viejo iba a querer verme muerto después de tantos años? Podría haberse librado de mí cuando le hubiese dado la gana. Le debo la vida, Albrecht.

—Tal vez. Ciertamente, él no deja pasar la oportunidad de recordároslo.

—Bueno, si se dio una contraorden o la orden no se dio nunca, podría ser culpa de algún otro. De ese tileano hijo de puta, Andros, para empezar. Ese tipo es tan de fiar como una serpiente.

—O Johann. ¿Estaba allí ese enano flaco?

—Sí que estaba, y con ganas de pelea, incluso más de lo normal —replicó Stefan.

—Tal vez sea un duelista pasable, pero eso no le serviría de nada en un verdadero campo de batalla —sentenció Albrecht—. Tampoco le habría servido de nada en el paso de montaña si hubiera estado allí. Habría sido uno de los muertos que picotean los cuervos mientras hablamos; que Morr los asista.

—Sí, probablemente tengáis razón; pero es carne y sangre del conde, y nosotros somos sólo soldados —replicó Stefan con un encogimiento de hombros—. Estoy muerto de cansancio. Me voy a la cama.

—Que descanséis, capitán —dijo Albrecht, al mismo tiempo que le daba unas palmadas en un hombro a Stefan, que era más joven que él. Lo observó mientras se alejaba a paso majestuoso e hizo un anillo de humo en el aire.

—¿Es cierto eso, sargento? ¿Pensáis de verdad que nos enviaron allí a morir? —preguntó un soldado joven, que alzó la mirada del juego.

—No lo sé con seguridad, muchacho. Es política. Sin embargo, el capitán es un diablo astuto. Será difícil que lo pillen con la guardia baja, y no es un hombre al que me gustaría tener como enemigo —replicó Albrecht, pensativo—; aunque, definitivamente, es posible que nos enviaran a morir, dado que el conde no tiene hijos, y todo eso. El capitán es un rival para cualquiera que quiera reclamar el trono cuando Morr se lleve al conde.

—¿Un rival? ¿Cómo es eso, sargento?

—Su abuelo era el elector. Por tanto, si no hubiese un heredero indiscutible, podría reclamar el trono. Aunque no creo que jamás lo haga.

—¿De verdad? ¡Pensaba que eso era sólo una historia! ¡Así que las cicatrices que tiene en la cara se las hicieron como recordatorio de la vergüenza de su abuelo!

—Sí, se las hicieron a fuego cuando era un recién nacido.

—Es un demonio sin corazón el hombre capaz de tocarle la cara a un neonato con un hierro al rojo blanco.

—¿No significa eso que el capitán está maldito, sargento? —preguntó el joven soldado—. ¿Que está contaminado?

Los soldados que lo acompañaban se quedaron petrificados y dejaron de jugar. Albrecht se volvió a mirar al muchacho y entrecerró los ojos.

—El capitán es un hombre mejor que cualquiera de los que estamos aquí. En él no hay contaminación ninguna, y le cortaré personalmente el cuello a cualquiera que sugiera que la hay —gruñó el sargento—. Eres nuevo en nuestro regimiento, ¿verdad?

El joven soldado asintió con los ojos muy abiertos.

—Con sus acciones, el capitán ha salvado la vida de todos los hombres que estamos aquí. En el caso de la mayoría, más de una vez. Ni uno solo tiene duda alguna acerca de él. Será mejor que aprendas con rapidez a respetar a tus superiores, soldado, o la vida te resultará muy difícil aquí. Muy difícil de verdad.

Albrecht chupó coléricamente la pipa, con los ojos clavados en la noche.

—Lo siento, señor. No quería ofender a nadie —dijo el soldado, mientras evitaba las feroces miradas que le dirigían los que se encontraban en torno a la mesa de juego.

Albrecht gruñó. Lo que acababa de decir era verdad. Stefan, mediante sus acciones y decisiones estratégicas en el campo de batalla, había salvado a sus hombres de una muerte segura una y otra vez. Ciertamente, la noche anterior, en el paso Profundo, habrían sido todos masacrados de no haber sido por el osado ataque ordenado por el capitán.

Los recuerdos de Albrecht se remontaron hasta el día en que había conocido a su superior. Al principio, había abrigado dudas respecto a él. Stefan von Kessel era joven por entonces, y no tenía el grado de capitán. No, era un joven asustado que pertenecía al regimiento de Albrecht, y las horribles cicatrices del rostro lo destacaban entre los otros reclutas de piel tersa.

Era callado y reservado, y demasiado sensible para la vida de soldado. Albrecht lo había acosado sin piedad para descubrir si tenía algo de dureza en el fondo: o renunciaría, o hallaría en su interior la fuerza necesaria para convertirse en un soldado de éxito.

Las cicatrices que tenía en la cara eran un gran peso para von Kessel por entonces, y Albrecht sabía que aún lo eran, aunque esos sentimientos estaban ocultos tras las impenetrables barreras que el capitán había construido a lo largo de los años. Tres líneas atravesaban la cara de von Kessel, unidas por una línea curva que partía desde encima de la ceja izquierda, le atravesaba la frente y, pasando junto al ojo derecho, bajaba por el pómulo hasta acabar en la línea de la mandíbula. Eran líneas de poco más de un centímetro de ancho, pálidas sobre la piel bronceada. Se trataba de la cuarta parte de una rueda que, de haber continuado, habría estado dividida por ocho líneas concéntricas.

Era una marca maligna, una marca de mal agüero.

Por esa razón, el joven von Kessel había sufrido el aislamiento por parte de sus compañeros, que lo habían evitado como portador de infortunio. Ninguno de ellos, salvo el propio Albrecht, estaba al corriente de su maldita herencia. Albrecht maldecía despiadadamente a von Kessel, hasta que, finalmente, llegó el día en que el joven le plantó cara al sargento y le dio un puñetazo en plena mandíbula. Por supuesto, Albrecht le había devuelto el golpe y lo había dejado sin sentido. A pesar de todo, a partir de entonces, nadie le dio más disgustos al muchacho, que, lentamente, salió de sí mismo y se convirtió en camarada de armas de los demás soldados. Aunque siempre tendría dificultades para expresarse y no contaba con ningún amigo íntimo, von Kessel se convirtió en alguien en quien los otros soldados confiaban de modo implícito y a quien llegaron a respetar enormemente.

Había ascendido poco a poco, hasta que, con cierta reticencia, había llegado a capitán. A Albrecht no le molestó ver que von Kessel lo aventajaba, porque reconocía la brillante inteligencia que poseía el joven, aunque él mismo no la aceptara.

No, se sentía orgulloso de servir al capitán y lo quería como a un hermano.

Stefan había dicho que estaba en deuda con Gruber por haberlo protegido cuando era un bebé. Albrecht pensó que el gordo bastardo había estado presente cuando la rueda al rojo blanco había sido aplicada a la cara del recién nacido. Stefan era entonces tan pequeño que sólo una cuarta parte de la marca había quedado estampada en su rostro. Crecer con semejante señal de vergüenza en la cara no era manera de crecer. Era cierto que Gruber podría haber hecho que ahogaran al bebé si lo hubiese querido, todo a causa de la traición del abuelo de Stefan, pero, en opinión de Albrecht, nadie que quemara la cara de un inocente recién nacido debería ser considerado como un salvador.

Bufó y volvió a chupar largamente la pipa.

Mientras se alejaba, Stefan había oído que el sargento decía:

«En él no hay contaminación ninguna». Rezó para pedir que el sargento tuviera razón.

Hroth descargó el hacha contra la espalda de otro de los aldeanos en fuga, y el hombre cayó con un alarido. El lastimero grito se cortó en seco cuando el guerrero descargó un pie sobre el cuello del patético hombre del Imperio. La noche estaba iluminada por llamas, ya que los khazags habían comenzado a quemar la ciudad hasta los cimientos. Los que se habían ocultado en sus hogares salieron en cuanto las llamas lamieron los edificios. Los mataron en el momento en que huían, gritando, de las casas incendiadas. Para disgusto de Hroth, muchos habían preferido morir quemados antes que encararse con sus hombres.

En eso no había gloria ninguna. Enfrentarse arrojadamente con un enemigo en el ardor de la batalla, mirar sin miedo a la muerte a la cara, esa era una manera honorable de morir. Los khazags creían que no había renacimiento para los cobardes que permitían que el miedo dictara una muerte deshonrosa para ellos.

Las calles de la ciudad eran caóticas. Hombres, mujeres y niños aterrorizados huían de los khazags, y sus gritos y alaridos resonaban en el aire. Las llamas estaban llegando a los pisos superiores de los edificios más altos, y varios comenzaban a desmoronarse al quemarse las vigas que les daban soporte.

Los khazags los tenían cercados y mataban a tajos a los aldeanos que huían. Se habían tropezado con dos grupos aislados de soldados y los habían matado sin contemplaciones. Hroth había matado personalmente a una docena de ellos, pero su hacha continuaba teniendo sed.

Se oyó un gruñido procedente de una calle lateral, y Hroth se volvió. Una enorme figura peluda saltó hacia él con las fauces erizadas de colmillos dirigidas hacia su garganta. Estrelló el hacha contra un costado de la criatura cuando estaba en medio del aire y la lanzó contra un edificio, entre gemidos lastimeros.

La bestia estaba cubierta por un espeso pelaje oscuro, y una cresta de púas le recorría el lomo. El golpe de Hroth había partido las costillas de la criatura, de cuya herida abierta sobresalían esquirlas de hueso y manaba sangre. La lengua le colgaba de la boca y tenía los ojos muertos.

La gigantesca figura de Barok se arrodilló junto a la criatura.

Al apartarle el pelaje de la cabeza, vio una característica marca en forma de espiral.

—Es uno de los mastines de guerra del zar Slaaeth. Debe de estar cerca de aquí.

—Bien —replicó Hroth—. Por allí —dijo al mismo tiempo que señalaba, y echó a correr por la más oscura de las calles laterales. Pasó junto a un cadáver que había sido abierto en canal y le habían arrancado las entrañas. «La presa del mastín de guerra», comprendió. Hroth sonrió al pensar en el zar Slaaeth. Hacía tiempo que anhelaba el día en que le cortaría la cabeza.