TRES

TRES

—¡La escalerilla, Mathias! ¡Sube la maldita escalerilla! —gritó Hensel mientras cargaba la pesada ballesta con manos temblorosas.

Los enemigos estaban saliendo de entre los árboles y sus gritos de guerra inundaban la noche. Guerreros ataviados con pieles corrían colina abajo a través de la ondulante niebla que giraba en torno a sus piernas. El gigantesco guerrero de roja armadura de las pesadillas de Hensel encabezaba la carga; mientras corría, rugía con la gigantesca hacha sujeta a dos manos por encima de la cabeza.

Hensel alzó la ballesta y apuntó precipitadamente a la figura rojo sangre. La saeta salió zumbando hacia el guerrero, en dirección al pecho. Aunque pareciera imposible, el guerrero la desvió a un lado con un barrido del hacha. Hensel abrió más los ojos al mismo tiempo que maldecía, y manoteó en busca de otra flecha.

—¡La escalerilla, maldición!

Mathias apartó la aterrorizada vista de los incursores que se acercaban y gateó hacia la escalerilla. Cuando la cogió, un puño cubierto por un guantelete se le estrelló en la cara y lo lanzó hacia atrás con la nariz sangrante. En lo alto de la escalerilla apareció un burlón incursor, que enseñaba los dientes en una mueca feroz.

Mientras desenvainaba la espada corta, Hensel se lanzó hacia él y clavó profundamente la hoja de acero en la garganta del invasor.

La sangre corrió, burbujeante, por la espada, pero el guerrero no cayó. Con los ojos brillantes de odio, el incursor extendió los brazos y cogió a Hensel por el cuello. La fuerza del hombre era asombrosa, y Hensel luchó frenéticamente contra aquella potencia demoledora. Mediante un gran esfuerzo, rotó la espada y, de la mortal herida, manó un gran borbotón de sangre. Pero el guerrero continuaba sin aflojar la presa letal, y la visión de Hensel comenzaba a volverse borrosa. Al ser su cuerpo rápidamente abandonado por la vida, el bárbaro del Caos fatalmente herido cayó hacia atrás desde lo alto de la escalerilla y arrastró consigo a Hensel. Fue una caída de cuatro metros y medio que concluyó con un demoledor impacto contra el suelo.

El golpe dejó sin aliento a Hensel, que luchaba por librarse de las manos que le aferraban el cuello. El guerrero, que había quedado debajo de él, estaba muerto, ya que la caída hizo que la espada penetrara aún más en el cuello y casi lo había decapitado, pero las contraídas manos muertas continuaban estrangulándolo.

Cuando logró retirar los dedos uno a uno, Hensel inspiró profundamente varias veces. Tras arrancar la espada del cuello del guerrero muerto, se puso de pie con precario equilibrio.

Un hacha descomunal se le clavó en el pecho y le partió las costillas. La sangre le subió por la garganta, y Hensel cayó de rodillas, con la vista fija en los ojos del asesino. Ante él se alzaba el enorme guerrero de roja armadura, cuyos insondables globos oculares rielaban con fuego interior. Le enseñó los puntiagudos dientes y el semblante se le contorsionó de júbilo cuando la sangre empezó a manar. Arrancó el hacha del pecho de Hensel, y el soldado imperial se desplomó.

El guerrero alzó el hacha hacia los cielos y rugió en su impío idioma. Las palabras eran incomprensibles para el agonizante Hensel, que yacía, herido, en el fango. El rayo iluminó la noche con una serie de brillantes destellos. Mientras la oscuridad lo consumía, a Hensel le pareció que los destellos eran los Dioses Oscuros, que expresaban el placer que sentían ante la obra de sus siervos.

—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —le rugió Hroth a los cielos, al mismo tiempo que alzaba en alto el hacha ensangrentada para que los dioses vieran el tributo que les rendía.

El corazón le latía con fuerza a causa de la emoción, y saboreó la ola de energía y poder que lo invadía desde que se había trabado la batalla. Hroth sabía que el gran dios Khorne, el Señor de las Batallas y Coleccionista de Cráneos, lo contemplaba desde lo alto, y sentía que el dios estaba satisfecho. Las venas de los voluminosos brazos de Hroth se tensaban de poder a medida que la furia crecía dentro de él.

Al volver la mirada hacia la condenada ciudad del Imperio, Hroth vio que la gente salía corriendo de las casas con el terror en el rostro y lanzando lamentos que ascendían hacia el cielo. A los dioses les gustaría ese sonido. Con un rugido, echó a correr directamente hacia la ciudad. Docenas de guerreros corrieron detrás de él, a un paso de distancia. Pertenecían todos a la tribu de los khazags, procedentes del lejano nordeste, a meses y meses de distancia a caballo, y todos lo habían reconocido como jefe mediante juramento de sangre. La enorme y calva figura de Barok corría a su izquierda, con el estandarte de Hroth en alto, y a la derecha iba Olaf el Berserker, con un par de espadas en los carnosos puños.

Mientras bajaban por la fangosa ladera, Hroth vio que había guerreros enemigos que se movían entre el caos y apartaban rudamente de su camino a los poblador Al ver que Hroth y sus guerreros descendían a toda velocidad por la ladera hacia ellos, se detuvieron. Las primeras filas pusieron de rodillas y se llevaron al hombro las armas de fuego. Los que estaban detrás blandían alabardas, que inclinaron a un mismo tiempo para formar una ondulante barrera de púas de acero.

Se les unieron otros soldados, hasta cerrar por completo la calle.

Hroth gruñó de placer al ver enemigos dispuestos a plantarles cara y luchar, y aceleró el paso. Los guerreros corrían a su lado, entre gritos y alaridos. Se oyeron disparos, y Hroth sintió que una lacerante bala de plomo le rozaba una mejilla y hacía manar sangre. Varios khazags cayeron bajo la primera descarga, pero a él no le importó.

Al acercarse más, vio que los insignificantes guerreros enemigos intentaban con frenesí volver a cargar sus armas de cobarde. Varios de ellos alzaron el arma una vez más y dispararon directamente hacia los guerreros del Caos, y luego Hroth cayó sobre ellos.

Con un barrido del hacha apartó a un lado tres alabardas dirigidas hacia él, y la maniobra arrancó las armas de las entumecidas manos de los hombres. Con el golpe de retorno decapitó a un soldado. La hoja del hacha siguió de largo hasta clavarse en la cabeza de otro, al que le abolló el casco de acero en medio de una fuente de sangre y hueso.

Al estrellar el puño de revés contra la cara de un tercero y sentir que el cráneo se partía bajo el impacto, Hroth se puso a reír. Avanzó hasta el centro de la formación enemiga mientras barría el aire con el hacha. Con cada barrido moría otro hombre. En aquel espacio estrecho, las alabardas enemigas eran inútiles, así que los soldados cogieron espadas cortas y dagas.

Cada arma que avanzaba hacia Hroth era detenida por una fuerza brutal que cercenaba brazos, hundía pechos y destrozaba cabezas hasta transformarlas en sanguinolentos despojos. Las hojas que sí lo alcanzaban se partían contra su piel o eran desviadas por la armadura. Olaf el Berserker había dejado caer las armas o las había perdido, y le arrancó la garganta a un hombre con las manos desnudas. Los otros khazags asestaban tajos con abandono, y las brutales hachas y espadas diezmaban con facilidad a los hombres del Imperio. La sangre bañaba a Hroth, que sentía el metálico sabor en los labios. Se regocijaba en la matanza mientras asestaba tajos a diestra y siniestra.

Con un rugido, alzó el hacha por encima de la cabeza con ambas manos y la descargó sobre un hombro de un soldado enemigo; el golpe hizo que atravesara peto y hueso, y cortó al hombre por la mitad. Tras apartar el cuerpo de una patada, Hroth giró sobre sí mismo en busca de otro enemigo, pero no pudo hallar ninguno. Se quedó de pie, empapado en sangre, con la respiración agitada. El suelo estaba sembrado de extremidades cercenadas y soldados del Imperio destrozados, y el aire, cargado del hedor de la muerte. Habían muerto varias docenas de soldados y sólo tres de los suyos. Resistió el impulso de arremeter con el hacha contra un khazag que se encontraba cerca de él.

Hroth pasó por encima de los soldados muertos hacia los cuerpos de los hombres de su tribu que habían caído. Uno de ellos aún vivía, y Hroth se arrodilló ante él al ver la creciente mancha roja que tenía en el vientre.

—Tu sangre alimentará esta noche a Khorne, guerrero de los khazags —dijo Hroth.

El guerrero, con la cara pálida y ojerosa, asintió, impertérrito, sin permitirse un solo gemido de dolor, porque si lo hacía demostraría debilidad ante el jefe y los dioses. Hroth se irguió y descargó un golpe del hacha que decapitó al guerrero. Tras coger la cabeza por el pelo, se la lanzó a un corpulento salvaje barbudo que llevaba un casco hecho con el cráneo de un lobo.

—Tu hermano fue un valiente guerrero, Thorgar —gruñó Hroth—. Su cráneo te dará poder.

El barbudo cogió con ambas manos la cabeza decapitada del hermano y se tocó la frente con ella.

Sonaron más disparos de arma de fuego en la noche, y Olaf se volvió hacia el sonido al mismo tiempo que gruñía y de sus labios goteaba espuma. Sin pronunciar una sola palabra, Hroth y su horda echaron a correr y se adentraron más en la ciudad, en dirección a los disparos.