DOS
Los soldados ataviados con la librea púrpura y amarilla de Ostermark se apartaron precipitadamente del camino cuando el corpulento capitán ascendió por la colina con expresión colérica en uro recorrido por horribles cicatrices. Avanzaba con pesados pasos por el fango, entre centenares de tiendas y estacas, en medio de la vasta muchedumbre del ejército de Ostermark. Las risas y las bromas cesaban bruscamente cuando el capitán aparecía a la vista, momento en que los hombres bajaban la mirada y se apartaban. Un soldado lo saludó animadamente, pero el capitán no reparó en él.
Dejó atrás hileras y más hileras de grandes y elegantes cañones, cuyos brillantes tubos eran meticulosamente lustrados y aceitados por los atentos artilleros bajo el ojo vigilante de un ingeniero de mediana edad y ceño fruncido. Con el casco sujeto con firmeza bajo el brazo izquierdo y la mano derecha posada sobre el pomo de la espada, el capitán continuó avanzando con pesados pasos y gesto ceñudo. Sus ojos estaban clavados en la grandiosa tienda púrpura y amarilla que se alzaba en la cima de la colina, coronada por elegantes pendones triangulares que ondeaban perezosamente por efecto de la suave brisa.
En la entrada de la tienda había un par de guardias en posición de firmes y con las alabardas ante ellos. Uno de los guardias asintió para saludar al capitán cuando este se aproximó.
—El gran conde de Ostermark hace un rato que os espera, capitán von Kessel.
—Bien —fue la escueta réplica del capitán, que apartó a un lado la tela de la entrada y penetró en la espléndida tienda.
El interior estaba en penumbra, mal iluminado. El gran conde era un anciano enfermo, y la luz brillante dañaba sus ojos aquejados de cataratas. El viciado aire resultaba sofocante. Unas figuras sin rostro, ataviadas con ropones, balanceaban de un lado a otro, incensarios de los que manaba un humo de olor repugnante. El movimiento causado por von Kessel al entrar en la tienda había agitado el humo, que entonces giraba en remolinos.
—¿Stefan? ¿Es Stefan quien entra? —inquirió una voz que llegó desde el otro extremo de la humosa tienda en penumbra.
—Sí, lo es, mi señor —declaró el capitán con voz enérgica.
Avanzó hasta el centro de la elegante tienda y dejó el casco sobre una ornamentada mesa de madera sembrada de mapas; lo hizo con tal brusquedad que saltaron las copas y los instrumentos de escritura que había sobre ella.
El gran conde Otto Gruber, flanqueado por una veintena de consejeros y cortesanos, se recostaba contra el respaldo de una silla de cuero. Contempló a von Kessel con ojos húmedos, impertérrito ante la ceñuda mirada del capitán. El conde era un hombre enorme, grande en todos los sentidos. Su cuerpo llenaba la descomunal silla de tal modo que parecía ridículamente pequeña para él, y se removía de forma incómoda cada pocos segundos. Tenía una cara bulbosa y carnosa, y sobre la pálida cabeza llevaba una peluca de apretados rizos empolvados.
Sudaba profusamente, y un joven le enjugaba la cara y el cuello con un paño húmedo. Varios años antes, el conde había sufrido una virulenta enfermedad cutánea, y tenía llagas abiertas en las regordetas manos y en los pliegues de grasa del cuello. En torno al ojo izquierdo —parcialmente cerrado, con los párpados pegados y enrojecido—, se veían ampollas, algunas de las cuales habían reventado y exudaban.
—¿Dónde estaban mis malditos refuerzos? —preguntó Kessel a bocajarro. Aborrecía el hedor enfermizo de la tienda.
El conde comenzó a hablar, pero sucumbió a un ataque de tos flemosa. La cara se le puso roja, se le hincharon alarmantemente las venas de la nariz y las mejillas, carraspeó y gargareó, y luego escupió en un cuenco que le presentó un sirviente.
Otro criado le limpió la flema de los flojos labios.
Una figura que había permanecido de pie en las sombras que había tras la silla del conde avanzó un paso. Se trataba de un hombre de veintitantos años, con aspecto feroz y esquelético.
Iba vestido con prendas negras y sencillas, pero obviamente costosas, y su mentón lucía una barbita pulcramente recortada en punta. Stefan lo reconoció porque era Johann, sobrino nieto del conde y su único pariente vivo. Gruber se había casado dos veces, pero ninguna de sus esposas le había dado hijos, así que Johann era el único heredero del conde.
—Teníais orden de retener el paso. Desobedecisteis una orden directa del conde elector, capitán —dijo Johann, que casi escupió la última palabra.
Sin apartar los ojos del conde, Kessel se tragó una réplica hiriente antes de responder.
—Estoy hablando con el gran conde —dijo con tono gélido.
—Desgraciado irrespetuoso —gruñó el joven ataviado de negro al mismo tiempo que avanzaba un paso y aferraba con una mano la ornamentada empuñadura del estoque.
—¡Alto, alto! —jadeó el conde elector de Ostermark a la vez que agitaba ante él una mano cargada de anillos—. Ya basta, Johann. Atrás.
El ceñudo joven apartó la mano del estoque y retrocedió, aunque sus ojos brillaban peligrosamente.
—Los refuerzos, sí. ¿Qué sucedió con los refuerzos? ¿Anchos?
Un consejero tileano de piel cobriza inclinó la cabeza hacia von Kessel.
—Fueron enviados los mensajes, mi señor, como vos solicitasteis.
—Sin duda, el enemigo los interceptó. Un contratiempo desafortunado y lamentable —dijo, sin vacilar, en un reikspiel perfecto, con apenas un rastro de acento. Parpadeó cuando von Kessel bufó con desprecio.
—Sí, muy desafortunado, sí —dijo el conde, que volvió la húmeda mirada hacia von Kessel—. Así que desobedecisteis mis órdenes. Explicaos. —Todos los ojos de la tienda se fijaron en von Kessel.
—Seguí la mejor línea de acción, dadas las circunstancias —replicó el capitán, tenso.
—Teníais orden de retener el paso Profundo —insistió Gruber con voz ronca— y aseguraros de que ni un solo enemigo avanzara hacia la desprotegida ciudad de Ferlangen o las estribaciones de las Montañas Centrales.
—Y ningún enemigo lo ha hecho. Los derroté en su propio campamento y maté personalmente al caudillo.
—Pero no permanecisteis en la posición, como se os ordenó.
—Mis hombres habrían acabado muertos. Nos superaban en número por cinco a uno. No contaba con los soldados suficientes para retener el paso. Podrían habernos rodeado y haber organizado una matanza con nosotros. Cuando me di cuenta de que los refuerzos no iban a llegar, tuve que improvisar, o estaba perdido. Decidí salir a luchar contra el enemigo y atacarlo antes del alba.
El anciano conde elector pareció distraerse de repente. Ladeó la cabeza para observar a un trío de moscas que volaban tardamente, describiendo círculos en lo alto. Por la floja comisura de la boca le caía baba espumosa, y el perezoso ojo izquierdo se le puso en blanco. El joven del paño avanzó un paso, inclinó la cabeza con respeto y limpió la boca del conde. La repulsión y la lástima que sentía Stefan se vieron claramente en su rostro.
—No os crie para que improvisarais —declaró Gruber, de pronto—. Os crie para que fuerais un leal súbdito de Ostermark, a pesar de vuestra traidora herencia.
—Ferlangen y el paso Profundo son nuestros —gruñó von Kessel—. Mi lealtad está más allá de toda duda.
—Eso decís vos; así que regresáis de modo triunfal, tras haber matado vos mismo a un caudillo. Héroe una vez más, ¿eh, Stefan? ¿Os consideráis un valiente triunfador?
—No soy ningún héroe, mi señor, y no he regresado triunfalmente. ¡He regresado para averiguar por qué no se enviaron los mensajes para pedir refuerzos!
—Los mensajes se enviaron, ¿no es cierto, Andros?
El consejero asintió con la cabeza.
—Así es, mi señor. Los mensajes se enviaron.
—Ya lo veis —declaró Gruber—. Estáis equivocado. La orden fue enviada. Tened cuidado con lo que decís, von Kessel —dijo el conde elector en tono amenazador—; podríais tener un futuro brillante y, hasta ahora, yo os he protegido tanto como he podido. Habéis demostrado vuestra destreza en la guerra, una y otra vez, pero en los momentos como este me recordáis a vuestro abuelo. Tened cuidado con lo que hacéis. No nos insultéis ni a mí ni a mi sobrino nieto, ni pongáis en duda mi palabra. Mi palabra es ley, y la vuestra es sólo la palabra de un capitán condecorado y competente, el nieto de un perro traidor y adorador de demonios.
Ninguno de los miembros de la corte de Gruber respiró siquiera, en espera de la reacción del joven capitán, cuyo rostro ceñudo miraba fijamente a Gruber.
Gruber, sin que aparentemente se diera cuenta de la mirada que el otro le dirigía, se sacó algo del bolsillo de la chaqueta y se puso a acariciarlo. Stefan vio que se trataba de un sapo que había muerto hacía mucho y que estaba rígido. Gruber le acariciaba con ternura el lomo lleno de bultos, y comenzó a reír para sí mismo con una risilla tonta, aguda y afeminada.
—¿Acaso no es cierto, Boris? Su abuelo era un perro traidor y adorador de demonios.
Varios de los cortesanos se movieron con inquietud e intercambiaron miradas. Uno de ellos avanzó y se inclinó para susurrar algo al oído del conde.
—¿Qué? Estoy bien, apártate —dijo Gruber al mismo tiempo que agitaba una regordeta mano hacia el hombre. Miró a Stefan—. ¿Sabéis dónde está mi médico?
El capitán observó a los consejeros del conde, que evitaban mirarlo a los ojos.
—No, mi señor, no sé dónde está Heinrich. Desapareció hace algunas semanas, ¿no es así? —preguntó von Kessel, desconfiado.
—¡Ah, sí!, es verdad, ¿no es cierto? No importa. Es probable que ese viejo estúpido ande perdido por alguna parte. —El enfermo tosió—. Podría haberos hecho estrangular cuando nacisteis, ya lo sabéis, por los crímenes de vuestro abuelo. Querían que lo hiciera. La gente tenía miedo de que vos también os convirtierais en un traidor, que tuvierais tratos infernales. No los tenéis, ¿verdad?
—No, mi señor. Cada amanecer le rezo a nuestro señor Sigmar para pedirle su protección.
—Bien, bien, eso está bien; pero la plegaria no siempre es suficiente. Recordad siempre que fui yo quien os salvó, Stefan —Gruber hizo una pausa para toser antes de continuar—. ¡Ojalá pudiera haber salvado a vuestro querido abuelo! Era un hombre bueno, un amigo querido y un orgulloso y noble conde elector. El pueblo de Ostermark lo quería, y también yo —dijo Gruber con melancolía, sonriendo débilmente. Luego, la sonrisa se desvaneció.
»Eso sólo sirve para demostrar que la contaminación del Caos es seductora, peligrosa. La contaminación tenía que estar en él desde el nacimiento, pero bien oculta. Permaneced siempre vigilante, Stefan, porque también podría estar en vos.
—Así lo haré, mi señor —replicó Stefan, incómodo. Durante un momento no dijo nada, y el silencio le pareció desagradable y tenso—. Con vuestro permiso, debo marcharme.
Stefan, con expresión lóbrega en el rostro marcado por las cicatrices, giró sobre los talones y salió de la tienda. Se maldijo en silencio; no había confirmado ninguna de sus sospechas. La cáustica mirada de Johann lo siguió mientras se marchaba.