UNO
Abrió los ojos, pero sólo vio oscuridad. Un hedor fétido le colmó las fosas nasales y sufrió una arcada; tenía el estómago revuelto. Los labios le sabían a bilis. Sentía los brazos débiles y pesados, y le dolían los músculos, pero empujó con todas sus fuerzas el peso que lo aplastaba y gritó a causa del esfuerzo. Una luz roja le hirió los ojos y le obligó a parpadear de dolor. Con las últimas energías que le quedaban se incorporó e hizo rodar el peso que tenía sobre el pecho, que cayó junto a él. Al mirarlo, vio un par de ojos fríos, inexpresivos, muertos. Gritó de horror y se apartó del cadáver de mirada fija, pero se encontró ante otro muerto que tenía el rostro cubierto por el largo cabello negro. Se retiró otra vez, retrocediendo, y se encontró sobre el pecho de otro cadáver ensangrentado que tenía la boca abierta.
Le habían rebanado la mitad de la cabeza. Lo ganó el pánico: se encontraba en lo alto de una gran pila de muertos.
Entonces, comenzaron los tambores. Era un sonido infernal, como el latido del corazón de un dios maligno que reverberara en torno a su cabeza; procedía de todas partes y de ninguna. Sentía que el sonido lo golpeaba, lo aporreaba como un peso enorme que erosionaba su voluntad de vivir. Se acurrucó en posición fetal, con la cabeza entre las manos, e intentó vanamente aislarse del monstruoso sonido. Le corrían lágrimas por la cara y sentía que las entrañas se le retorcían y anudaban. Creyó que oía risas, espadas que entrechocaban, rugidos de mastines demoníacos y alaridos y gritos de agonizantes y vencedores. «Estoy muerto —pensó— y esto es la infernal vida ultraterrena».
Tenía los ojos cerrados y, sin embargo, veía destellos de imágenes odiosas, violentas, enloquecedoras. Vio al demonio de ojos de fuego mirar el interior de su alma mientras los músculos ondulaban y se flexionaban en el enorme pecho rojo surcado por cicatrices rituales.
Los aborrecibles labios de la criatura se retrajeron y dejaron a la vista colmillos manchados de sangre. Por los enormes cuernos curvos que coronaban su cabeza, también corrían gruesos regueros de sangre que sintió gotear sobre su rostro, y percibió el odio que emanaba de la criatura cuando esta tendió las manos hacia él.
Con un torturado alarido ahogado, Hensel despertó. Estaba bañado en sudor y apretadamente envuelto en las sábanas de la cama plagada de pulgas; se sentía como un cadáver acabado de amortajar por los sacerdotes de Morr. Agitó frenéticamente brazos y piernas, y se libró a patadas de las sábanas al mismo tiempo que intentaba borrar de la mente el inquietante pensamiento. El frío aire de la noche lo refrescó casi al instante.
Se sentó, posó los pies en las gélidas tablas deformadas del suelo y se pasó las callosas manos por la cara sin afeitar. El corazón aún le latía a lo loco, y respiró profundamente para intentar calmarse. Hacía más de un año que tenía esas pesadillas.
No pasaba una sola noche sin que las aterrorizadoras visiones perturbaran su sueño. Las únicas ocasiones en que lograba un poco de bendito descanso, sin sueños, era cuando bebía hasta caer en un sopor, cosa que había estado haciendo cada vez con mayor frecuencia durante los últimos meses.
Hensel pensó que ojalá se hubiese emborrachado esa noche, pero la bebida costaba dinero, algo de lo que andaba particularmente escaso. La buena voluntad de los propietarios de El Bizco Firken, la taberna más barata de Bildenhof, también se había agotado. Y no era que se lo reprochara, ya que llevaba varias semanas sin un céntimo.
Resignado a pasar la noche en vela, Hensel se levantó del camastro infestado de bichos y se vistió con rapidez; se echó una camisa sucia sobre los poderosos hombros y se sujetó a la cintura su posesión más valiosa, la espada, que quedó colgando a un lado. Se puso el pesado y largo abrigo, abrió de un tirón la deformada puerta de la habitación y salió a la noche.
Al alzar la mirada, vio brillar la luna plateada, Mannslieb, que estaba en lo alto del cielo, parcialmente cubierta por nubes finas. Aún no era medianoche, y había dormido poco menos de una hora. Avanzó con dificultad por el pegajoso fango de la desierta calle principal de Bildenhof. El suelo estaba cubierto por una ondulante niebla baja, fría y húmeda, que se deslizaba por debajo de las puertas y se filtraba por las ventanas rajadas. Levantó los ojos hacia las ventanas y sintió envidia de la gente que dormía.
Los edificios de Bildenhof estaban sucios y maltrechos; los tablones se veían rajados, y las dañadas vigas, cubiertas de moho a causa de la humedad que ascendía desde el suelo. No había ni una sola ventana o marco de puerta que fuese uniforme, pues tenían los ángulos torcidos y deformados. Los tejados eran irregulares y ruinosos, y siempre había que tener cuidado cuando se pasaba por debajo de los inclinados aleros porque la probabilidad de que cayeran tejas era muy alta.
«Al igual que el propio Imperio —pensó Hensel—, la ciudad está podrida y se deshace; se encuentra justo al borde del derrumbamiento».
Recorrió el puente cubierto que cruzaba el arroyo lastimosamente fangoso que atravesaba la pequeña ciudad, y sus pasos resonaron con fuerza en el espacio cerrado. Ascendió por la pequeña pendiente del otro lado del puente y se acercó al puesto de guardia.
Se trataba de una construcción tosca, que habían erigido hacía unos meses. Poco más que un cajón de madera montado sobre el grueso tronco retorcido de un anciano roble seco, le proporcionaba al centinela una visión clara de la ladera norte, que ascendía hasta la oscura línea de los árboles. Las bestias del bosque habían atacado tres aldeas cercanas a lo largo de los últimos meses y, como respuesta, el consejo de Bildenhof había ordenado que se construyeran ocho puestos de vigilancia como ese en torno a la periferia de la ciudad. Alrededor de la base del puesto de guardia habían clavado una veintena de estacas afiladas, y había una escalerilla apoyada contra un lado. Hensel negó con la cabeza.
Subió sigilosamente por la escalerilla y llegó a lo alto sin apenas hacer ruido. Alzó la cabeza con cuidado para mirar al interior, donde vio una figura inmóvil y acuclillada que le daba la espalda y miraba hacia el norte, junto al guardia había un par de ballestas apoyadas contra la pared.
—Buenas noches —dijo Hensel. El centinela se sobresaltó visiblemente y lanzó un grito ahogado al oír la inesperada voz a su espalda—. La verdad es que deberías subir la escalerilla, ¿sabes? Eso impediría que la gente te pillara desprevenido.
—¡Sigmar de los cielos, hombre! ¿Qué demonios te pasa? —preguntó el guardia—. ¡Tomar por sorpresa de ese modo a un hombre!
—Lo siento, Mathias —se disculpó Hensel, en cuya ojerosa mirada destellaba el humor—. La oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla.
—Ya, apuesto a que sí —replicó Mathias, al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Estás solo? ¿Quién debería estar de guardia contigo? —preguntó Hensel mientras entraba a gatas y se sentaba junto al centinela.
—Konrad. Se escabulló hará una hora… para entrar un poco en calor; ya sabes a qué me refiero.
—¡Ah! ¿De quién se trata esta vez? —preguntó Hensel.
—De Magritte.
Hensel rio a carcajadas.
—¡Maldición, pero si es popular entre los hombres de esta ciudad!
—Sí que lo es. Dejará de serlo si llega a pillarla el padre. La enviará al templo de Wolfenburgo si alguna vez se entera de las actividades nocturnas de la moza.
—Es una suerte para ella que el padre tenga el sueño pesado, ¿eh?
—Sí, ya lo creo —dijo Mathias, que hizo una pausa momentánea y frunció el ceño—. ¿Cómo sabes tú que tiene el sueño pesado?
—Y tú, ¿cómo lo sabes? —preguntó Hensel, a su vez, con una ancha sonrisa.
Mathias se echó a reír a carcajadas y se dio una palmada en un muslo con una mano carnosa. Los dos guardaron silencio durante un rato, con la mirada fija en la noche.
—Otra vez no podías dormir, ¿eh? ¿Las pesadillas? —preguntó Mathias.
El hombre de más edad asintió lentamente con la cabeza.
—Desde Kislev —dijo con un suspiro.
Mathias no preguntó nada más, lo que Hensel le agradeció.
Ambos guardaron silencio otra vez, sumidos en sus propios pensamientos.
Un sonido penetrante que resonó en la noche rompió la quietud: una campana repicaba frenéticamente. Era un ataque.
Se encendieron luces en las casas de la ciudad, y Hensel oyó gritos apagados cuando la gente, atemorizada, salió a las calles.
Hensel y Mathias cogieron las ballestas, las cargaron con precipitación y observaron la noche. Pasaron los minutos, y Hensel ya comenzaba a pensar que se trataba de una falsa alarma cuando, a su lado, Mathias se tensó.
Miró al joven soldado y vio que tenía los ojos muy abiertos y cargados de terror. Siguió la mirada del muchacho, penetrando la oscuridad hasta la línea de los árboles. Al principio no vio nada; sólo vagos movimientos en las tinieblas.
Y luego, los distinguió. Las oscuras figuras quedaban casi completamente ocultas por las sombras de los árboles. Eran varias decenas.
Entonces, comenzaron a sonar los tambores.
El rítmico toque, grave y potente, recorrió Bildenhof. Con su pulso lento, como el gigantesco corazón de una antigua criatura monstruosa, el sonido parecía proceder de todas partes al reverberar en las colinas que rodeaban la ciudad.
El infernal ruido resucitó las pesadillas de Hensel. Ese mismo odioso toque de tambores había plagado sus sueños durante más de un año, acompañado por imágenes de matanza y derramamiento de sangre, de cadáveres amontonados sobre cadáveres y de gigantescas pilas de cráneos que ascendían hacia el cielo. El sonido lo golpeaba como si se tratara de martillazos, y todo su cuerpo se encogía a cada atronador toque.
En lo alto de la cuesta, una figura solitaria surgió de la línea de árboles. Incluso desde esa distancia se veía claramente que era enorme, y Hensel la contempló con profundo horror porque la reconoció. Era el malvado, odioso demonio que lo perseguía en las pesadillas. Conocía cada detalle del bronce que conformaba la armadura rojo sangre de la criatura, y al instante identificó los descomunales cuernos curvos de ébano que nacían del yelmo que ocultaba el rostro del demonio. La pesada armadura ornamentada lo cubría todo salvo los brazos de enormes músculos, decorados con anillas que le perforaban la piel y toscos tatuajes. Llevaba cadenas envueltas en los antebrazos, y Hensel reconoció la capa de piel negra que tapaba los gigantescos hombros del demonio, hecha con el pellejo de alguna bestia del norte. Aunque no podía ver los ojos de la criatura desde la distancia que los separaba, sabía que el fuego infernal ardía en las crueles pupilas y que tenía los dientes manchados de sangre, afilados y crueles. Ese ser había matado a miles con el hacha, y mataría a miles más. Junto al demonio, se encontraba una figura calva, tan descomunal que empequeñecía incluso al guerrero de la armadura roja, y que sostenía en alto un tosco estandarte montado sobre dos palos en cruz. Del estandarte colgaban cabezas sujetas por el pelo y cráneos enhebrados en grandes sartas mediante tendones que pasaban a través de las cuencas de los ojos.
La mirada de Hensel iba rápidamente desde el portaestandarte al guerrero de roja armadura. El demonio alzó en el aire su gigantesca hacha de doble filo y bramó un salvaje rugido desafiante. Ese rugido contenía la infernal promesa de la carnicería y el derramamiento de sangre que se avecinaban. Se le unieron los alaridos y gritos guturales de centenares de gargantas, y Hensel supo que tanto él como Bildenhof estaban condenados.