32

32

La capitana Honor Harrington, de la Real Armada Manticoriana, se detuvo una vez más en la galería de un muelle espacial a bordo de la EESM Hefestos. Se cogía las manos por detrás de la espalda y Nimitz se sentaba muy erguido y derecho sobre su hombro. Una de sus patas descansaba sobre su gorra (la sencilla gorra negra del uniforme de diario de la RAM) mientras sus ojos verdes reflejaban las propias emociones de Honor al mirar a través del grueso plástico acorazado.

El Intrépido flotaba más allá de la ventana, con el casco roto y partido, como un juguete aplastado por un niño descuidado. El enorme agujero donde había muerto Dominica Santos quedaba frente a la ventana, extendiéndose a lo largo del costado del crucero como una larga y oscura herida de mamparos rotos y armazones fundidos. Otras heridas marcaban aquel casco que antes había sido esbelto e inmaculado. Algunas parecían pequeñas, y ocultaban la crudeza del desastre que se extendía tras ellas. Honor volvió a sentir que le escocían los ojos al recordar de nuevo a la gente que había muerto bajo su mando.

Parpadeó molesta, respiró profundamente y se enderezó. Sus recuerdos volvieron al pasado, al momento de incredulidad en el que ella y lo que quedaba de su tripulación se habían dado cuenta de su victoria, cuando la terrible furia de la destrucción del Sirio perduró en la pantalla Visual como una maldición. A juzgar por las capacidades y el armamento de aquella nave de camuflaje, el Sirio debía de haber tenido una tripulación de al menos mil quinientas personas, y no hubo supervivientes. Incluso ahora, Honor podía cerrar los ojos y rememorar con todo detalle aquel terrible estallido de luz y energía, y sentir la misma repulsión enfermiza ante lo que habían hecho sus propias manos y su cerebro… y el exaltado júbilo ante el triunfo.

Pero el triunfo había tenido su precio. Se volvió a morder el labio al sentir el dolor. Ciento siete miembros de su tripulación, más de un tercio de los que estaban a bordo al comienzo de aquella terrible persecución y matanza, habían muerto. Otros cincuenta y ocho estaban heridos, aunque los médicos y los equipos hospitalarios de la base probablemente podrían devolver a la mayoría al servicio activo en unos pocos meses.

El coste en sangre y dolor había sido ya terrible de por sí, pero es que eso suponía el cincuenta y nueve por ciento de toda su tripulación, incluso contando los que había destacado fuera, y entre ellos se incluían Dominica Santos y dos de sus tres ayudantes de ingeniería. Apenas había dispuesto de ciento veinte personas ilesas para las tareas de reparación, y el Intrépido estaba hecho una ruina. Sus nodos impulsores delanteros habían fallado completamente pocos segundos después de la destrucción del Sirio, y esa vez no hubo modo de repararlos. Lo que era peor, su anillo impulsor de popa había fallado durante más de cuarenta y cinco minutos; tres cuartos de hora en los que se habían alejado otros noventa y cuatro millones de kilómetros mientras los informes de daños seguían llegando a su descomprimido puente.

Por un tiempo, Honor creyó que su tripulación seguiría el destino del Sirio. La mayor parte del soporte vital del Intrépido había quedado inoperativa, la lanza gravitatoria había cortocircuitado tres de sus nodos alfa posteriores, el compensador inercial estaba fuera de servicio y el setenta por ciento del personal de ingeniería y control de daños se contaba entre las víctimas. Gran parte de la tripulación, muchos de ellos heridos, habían quedado atrapados en compartimentos sin aire por toda la nave. De hecho, su propio camarote había recibido un impacto directo que lo había dejado sin presión durante más de seis horas. Solo el módulo acorazado de soporte vital de Nimitz lo había salvado, y su placa de planeo había quedado retorcida por el calor y caída en el suelo, con una esquina completamente destrozada. Nimitz se había librado por los pelos, y alzó una mano para volver a tocar al ramafelino, como para convencerse de que había sobrevivido.

Pero Alistair McKeon e Iiona Rierson, la única teniente superviviente del equipo de Dominica, habían trabajado como mulos en medio del desastre. Por suerte, el suboficial Harkness y su grupo de traslado de misiles se encontraban en la santabárbara de Misil Uno cuando Misil Dos reventó. Sobrevivieron, y Harkness no necesitó nuevas órdenes para empezar a avanzar hacia popa hasta reunirse con McKeon y Rierson. Entre ellos no solo habían logrado reactivar el compensador, sino que consiguieron volver a poner en marcha dos de los nodos de popa dañados, proporcionando a la nave una deceleración de más de 2,5 km/s2.

La dañada nave de Honor había necesitado otras cuatro horas solo para decelerar hasta pararse respecto a Basilisco, pero, su gente había aprovechado bien el tiempo. McKeon y Rierson habían continuado con sus trabajos de reparación, recuperando más y más de los sistemas de control interno, y el teniente Montoya (¡gracias a Dios que se había deshecho de Suchon!) y sus servicios médicos habían trabajado más allá del desfallecimiento, manteniendo con vida a los heridos y trabajando en la enfermería sobre sus destrozados cuerpos. Demasiados de los pacientes de Montoya se le habían escapado de las manos, muchos más de lo que podría nunca acostumbrarse a aceptar, pero, gracias a él, gente como Samuel Webster y Sally MacBride había sobrevivido.

Y después estuvo el largo viaje de vuelta. El largo y lento viaje que parecía hacerse eterno, puesto que las comunicaciones del Intrépido habían desaparecido por completo. No hubo modo de contarle a la dama Estelle o al Almirantazgo lo que había ocurrido; quién había ganado o a qué precio. No hasta que el Intrépido volvió a situarse torpemente en la órbita de Medusa, trece horas después de abandonarla, y Scotty Tremaine llevó su pinaza junto a su agujereado casco.

Las naves de mantenimiento de la Flota habían tardado dos meses en hacer las reparaciones necesarias para que Honor pudiera al menos trasladar su nave a través de la confluencia hasta el Hefestos. Dos meses durante los cuales toda la Flota Territorial, atraída por su desesperado Caso Zulú, había realizado unas «maniobras de guerra no programadas» en Basilisco y había saludado a los tres escuadrones de batalla havenitas que llegaron «de visita rutinaria» seis días después de que los marines del capitán Papadapolous y la APN de Barney Isvarian aniquilaran a los nómadas medusinos armados con fusiles.

El dolor de Honor por sus propios muertos nunca desaparecería del todo, pero aun así todos los instantes de esfuerzo agotador, de dudas y de determinación habían merecido la pena para presenciar aquello. Por escuchar la consternación oculta tras la voz del almirante havenita al responder al cortés recibimiento del almirante D’Orville. Por ver las caras de los oficiales havenitas al tener que soportar el implacable aluvión de visitas de cortesía que había dispuesto D’Orville para hacerlos sentirse cómodos (y para que se llevaran a casa la advertencia de que Basilisco era territorio manticoriano y seguiría siéndolo) antes de que se les permitiera partir finalmente, con el metafórico rabo entre las piernas.

Y entonces, al fin, el viaje a casa, acompañada por una guardia de honor de todo un escuadrón de batalla de superacorazados, mientras sonaba el himno manticoriano en todos los transmisores de la Armada en el sistema. Honor pensó que el corazón le iba a estallar cuando el impresionante Rey Roger de D’Orville había hecho destellar sus luces de posición en el tradicional saludo a una nave insignia, cuando el Intrépido se adentraba en la terminal para transitar a casa. Pero bajo todo ese orgullo y agridulce alegría había un miedo que no se atrevía a reconocer. Durante todo el tiempo que habían estado las naves de reparación trabajando en su vapuleado crucero, Honor se había obligado a creer que el Intrépido podría volver al servicio activo, pero el reconocimiento de los técnicos del astillero había acabado con esa esperanza.

El Intrépido era demasiado antiguo, demasiado pequeño, y sería despedazado y partido en trozos de aleación por trabajadores que nunca comprenderían lo que había supuesto aquella nave y lo que había hecho, trozos que a su vez serían fundidos para el reciclaje.

Se merecía algo mejor, pensó Honor, volviendo a contener las lágrimas, pero al menos había tenido el final de un guerrero: perecer en combate y traer a su gente de vuelta a casa, y no morir en la cama tras décadas en la reserva. E incluso cuando hubiese desaparecido, algo de ella quedaría, porque el Intrépido había sido añadido a la Lista de Honor de la RAM, la lista de nombres que estarían perpetuamente en servicio para nueva construcción, para preservar los honores de batalla que se habían ganado.

Volvió a respirar profundamente y se apartó de la ventana, atenuando su melancolía al contemplar a los tres hombres que tenía al lado. Alistair McKeon parecía distinto pero, al tiempo, justo como debía ser, con los tres galones dorados en el puño de un verdadero comandante y la gorra blanca de un capitán de nave estelar. El destructor Trovador lo esperaba, ya con órdenes para acudir al nuevo y ampliamente reforzado destacamento de la Estación Basilisco. Ya no habría allí solo un crucero ligero anticuado, sino toda una fuerza expedicionaria que protegería la terminal mientras se llevaba a cabo la construcción de su nueva red de fortalezas.

Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Honor se giró entonces para contemplar a los otros dos oficiales que tenía a su lado. El capitán de corbeta Andreas Venizelos parecía más pulcro y oscuramente atractivo que nunca al lado del teniente (Superior) Rafael Cardones, que ya no parecía tan joven. No iban a acompañar a McKeon, tenían un puesto en una nueva nave, como Honor. Aún pasarían unos meses antes de que ella volviese a cambiar su gorra negra por otra blanca, pero cuando lo hiciera, Venizelos estaría con ella como primer oficial y Cardones en Táctica. Honor había insistido en ello; a pesar de la falta de antigüedad de Cardones, y nadie en DepPerso se había atrevido a discutírselo.

—Bien, Alistair —le tendió su mano—, lo echaré de menos. Pero el Trovador es muy afortunado de tenerlo… y la Flota necesitará a alguien con experiencia en Basilisco para ayudarlos a permanecer firmes. Asegúrese de que el almirante Stag se mantenga alerta.

—Lo haré, señora —la sonrisa de McKeon se transformó en una amplia risa y estrechó su mano. Frunció repentinamente el ceño al pitar su comunicador de pulsera—. Es mi lanzadera de embarque; señora. Tengo que darme prisa.

—Lo sé. Buena suerte, capitán McKeon.

—Lo mismo le deseo, capitana Harrington.

McKeon dio un paso atrás, saludó rápidamente y desapareció por el fondo del pasillo. Honor sonrió en su dirección y se giró hacia Venizelos.

—¿Ha conseguido que corrijan ese fallo técnico en la lista de personal, Andreas?

—Sí, Patrona. Tenía usted razón, era un error de DepPerso. Han prometido tenerlo corregido para mañana por la mañana.

—Bien —ladeó la cabeza un momento reflexionando y se encogió de hombros—. Supongo que será mejor que vuelvan a la grada. Estos vagos del astillero necesitan que un verdadero oficial los vigile de cerca.

—Sí, señora. —Venizelos sonrió e hizo una señal a Cardones, y los dos echaron a correr hacia la grada de construcción al otro extremo del Hefestos, donde la nueva nave de Honor, el crucero pesado de clase Caballero Estelar Intrépido, estaba a punto de ser completado. Los observó alejarse y se volvió hacia el antiguo Intrépido con otro suspiro.

Visto todo en su conjunto, la cosa había acabado bien, pensó con algo de tristeza. Había muerto demasiada gente para corregir los errores, la ambición y la estupidez de otra gente, pero lo habían logrado. El Cártel Hauptman había sido absuelto de conspiración en Basilisco, pero el Tribunal de la Reina había decidido que deberían haberse enterado de lo que hacían sus empleados, y los había azotado firmemente en el hocico con multas por valor de varios millones de dólares. Y la Corte del Almirantazgo había considerado al Mondragon una captura legítima por contrabando; una decisión que, incidentalmente, había convertido a la capitana Harrington en millonaria. Y lo que era más importante, el intento de Haven por quedarse con Medusa y con la terminal de la confluencia había galvanizado la situación política. El miedo a que Haven lo intentara de nuevo había unido las filas de los conservadores en contra de la larga lucha de Janacek por degradar la Estación Basilisco, y los liberales y los progresistas se habían retirado en masa. De hecho, el Acta de Anexión había sido rectificada de modos que ni la condesa Marisa ni Altas Cumbres habían imaginado ni en sus peores pesadillas.

Y además estaba Pavel Young.

Honor se concedió una de sus raras risas de satisfacción al pensar en Young, y Nimitz la acompañó con un ronroneo. Su familia y sus conexiones políticas lo habían salvado de una corte marcial o incluso de una investigación, pero nada podía salvarlo del juicio de sus compañeros. No había ni un solo oficial uniformado que no supiera exactamente lo que había tratado de hacerle a Honor, y resultaba sorprendente, dado el poder de su familia, los pocos que se abstenían de dar su opinión sobre él. Ya era bastante malo que aprovechase su rango para clavarle a una compañera el cuchillo por la espalda, pero es que también había sido lord Pavel Young el que no se había enterado en absoluto de la situación en Medusa. Había sido lord Pavel Young el que nunca se molestó en inspeccionar el Sirio, el que no había sospechado siquiera que estuviera armado, y quien había firmado en persona el falso informe de ingeniería de la nave de camuflaje y la había autorizado a permanecer indefinidamente en la órbita de Medusa. Y nadie parecía tener la menor duda de cuál hubiese sido el resultado de los planes de Haven si lord Pavel Young hubiese continuado siendo el oficial al cargo de la Estación Basilisco.

Él y el Brujo habían sido desterrados a misiones de escolta, saltando aquí y allá en el hiperespacio para proteger los cargueros volanderos que comerciaban con la Confederación Silesiana. Ni siquiera el Primer Lord Janacek o su padre habían podido salvarlo de eso. De hecho, tenía suerte de que hubieran podido mantenerlo en el servicio activo.

En cuanto a la República Popular de Haven, el Gobierno de la Reina Isabel y la Armada no tenían aún la fuerza suficiente para embarcarse en una guerra abierta, en especial cuando la apabullada oposición todavía podía señalar (con razón) que todas las evidencias que vinculaban a Haven con la mekoha y los fusiles de Medusa eran circunstanciales.

Resultaba muy sospechoso haber encontrado a un miembro del personal del consulado havenita (y además todo un coronel de la Armada de la República) armando al ejército del chamán, pero estaba muerto y la República insistía (ya había proporcionado una espléndida documentación oficial para «demostrarlo») que el coronel Westerfeldt había sido apartado de sus cargos consulares por desfalco semanas antes del desgraciado accidente. Sin duda, había estado también vinculado a los criminales manticorianos que en realidad habían abastecido a los nativos. Los criminales en cuestión, capturados por los marines de Papadapolous, no habían podido demostrar que Haven había sido su pagador, y ya no serían capaces de demostrar nada más. El último de ellos se había enfrentado al pelotón de fusilamiento hacía más de un mes.

Aunque eso no quería decir que nadie importante dudase de la implicación de Haven. Los partidos de la oposición podían afirmar que ellos sí, en su determinación por evitar la guerra que tanto temían, pero conocían la verdad tan bien como Honor. Ni nadie que hubiese estado en Medusa (que hubiese visto lo que los medusinos le hicieron a la patrulla de la teniente Malcolm, que recordara la explosión del laboratorio de drogas o la matanza que Haven había provocado entre los nómadas medusinos) podía olvidar ni perdonar. Y mientras tanto, la Reina había tomado medidas para expresar su descontento.

Por Proclama Real, todas las naves fletadas en Haven que pasaran por la confluencia, independientemente de su destino o de la inmunidad diplomática, debían someterse a abordaje y registro antes de que se las permitiera cruzar. Además, no se autorizaría el tránsito de ninguna nave de guerra havenita en cualesquiera circunstancias. No había habido negociación de esos puntos; Haven podía aceptarlos o largarse… y añadir meses a cualquier viaje que realizaran sus cargueros.

La República había tenido que aceptar aquella calculada y deliberada humillación, puesto que rechazarla hubiera llevado sus propios cargamentos a cargueros que sí pudieran usar la confluencia, con desastrosos efectos para su tráfico comercial. Pero como no había pruebas, Haven había sido capaz de clamar su inocencia y agitar la opinión pública galáctica por la «arbitraria discriminación» y los extremos a los que había llegado Mantícora para manchar su buen nombre.

Ningún manticoriano les creía, por supuesto, así como nadie se tragaba sus violentas protestas a causa del ataque no provocado de la comandante Harrington sobre un mercante desarmado y el cruel asesinato de su tripulación. En realidad no les quedaba mucha más opción que protestar, a no ser que quisieran reconocer lo que de verdad habían estado tramando, pero habían llegado incluso a exigir la extradición de Honor para enfrentarse a un cargo de asesinato ante un tribunal havenita. Aquello la había sorprendido mucho, hasta que uno de los expertos en asuntos exteriores del gobierno le había explicado la teoría propagandística de la «gran mentira».

Incluso ahora encontraba difícil creerse que hubiese alguien, donde fuera, que aceptara las chorradas que escupía el Ministerio de Información de Haven, pero el experto se había limitado a sacudir la cabeza y suspirar. Cuanto mayor era la mentira, aparentemente mayor era la posibilidad de que se la creyera la gente poco informada, porque no podían admitir que ningún gobierno contase una historia tan absurda de no ser cierta. Y, supuso Honor, el hecho de que Haven la hubiese juzgado in absentia (legal según lo que pasaba por ley en Haven, tras la negativa de Mantícora de extraditarla), considerado culpable y condenado a muerte, había sido la guinda del pastel.

Pero el Reino había respondido a las reclamaciones de Haven de forma clara. Honor sonrió y se estiró las mangas, con sus ojos castaños brillantes al recrearse en los cuatro galones dorados de un capitán en la Lista. La habían ascendido dos graduaciones seguidas, sin pasar por capitana (asistente), y el almirante Cortez casi se había disculpado por no nombrarla caballero. Dio varias vueltas al asunto a lo largo de algunos minutos, concentrándose de manera poco convincente en las repercusiones diplomáticas y el efecto que tendría sobre las «partes neutrales» el que la Corona nombrase caballero a alguien a quien los tribunales havenitas habían sentenciado a muerte como asesino en masa, pero el modo en que lo dijo contenía otro mensaje. No eran Haven o la Liga Solariana los que preocupaban al Gobierno, sino los liberales y la asociación conservadora. Habían recibido un palo en Basilisco, pero su poder no había desaparecido, y, al típico estilo de la política, culpaban de todo a la capitana Harrington y no a su propia estupidez y estrechez de miras.

Pero a Honor eso no le quitaba el sueño. Se miró el galón de la Cruz Manticoriana, la segunda mayor medalla al valor del Reino, que contrastaba con su color rojo sangre sobre el negro espacial de su guerrera. Aquello le serviría para recordar la opinión que tenían de ella la Armada y su Reina. También estaba su nueva nave, y además al fin había entrado en lista. Sus pies estaban bien asentados en la escalera que llevaba a oficial superior y nadie, ni Pavel Young ni la República de Haven, y mucho menos la condesa Marisa o sir Edward Janacek, podrían volver a hacerla caer.

Suspiró y alzó una mano para apretarla contra el plástico, como si dijera adiós al Intrépido, y se giró para marcharse, pero se detuvo al oír que alguien pronunciaba su nombre…

—¿Capitana Harrington?

Se dio la vuelta y se encontró con un corpulento comodoro que avanzaba resoplando por el pasillo. Nunca lo había visto antes, pero él se detuvo ante ella y le sonrió como si pretendiera abrazarla.

—¿Sí, señor? —respondió ella con voz extrañada.

—Oh, discúlpeme. No me esperaba. Soy Andrew Yerensky —le extendió la mano y ella la aceptó.

—Comodoro Yerensky, —dijo, aún preguntándose por qué había estado buscándola.

—Quería hablar con usted sobre sus acciones en Basilisco, capitana —se explicó Yerensky—. Verá; pertenezco al Comité de Desarrollo de Armas en DepNaves.

—Oh —Honor asintió. Ya lo entendía, y desde luego era hora de que alguien se diera al fin cuenta de manera oficial de la estupidez que habían supuesto las alteraciones de armamento del Intrépido.

—Sí, así es —sonrió Yerensky—. He leído su informe de combate. ¡Brillante, capitana! ¡Fue absolutamente brillante el modo en que engañó al Sirio y lo destruyó! De hecho, confío en que esté dispuesta a asistir a una reunión oficial en el comité la semana que viene, sobre su acción y sus tácticas. La almirante Hemphill es nuestra presidenta, como ya sabrá, y ha puesto sobre la mesa la evaluación de la demostrada eficacia de la mezcla de armas que constituyen la lanza gravitacional y los torpedos de energía.

Honor parpadeó: ¿La almirante Hemphill? ¡No querría decir que…!

»Estamos muy complacidos con el resultado de su intervención, capitana —farfulló Yerensky—. ¡Fue una brillante reivindicación del nuevo concepto de armamento! Piénselo: ¡su viejo y pequeño crucero derrotó y destruyó a una nave de camuflaje de ocho millones de toneladas, con el armamento de un crucero de batalla! Vaya, cuando pienso lo imposible que habría sido eso con uno de los viejos cruceros con armamento tradicional, apenas puedo…

Honor lo miró incrédula mientras él parloteaba sin descanso sobre el «nuevo esquema de pensamiento» y los «sistemas de armamento adecuados para las naves de guerra modernas» y «le dio la ventaja que realmente necesitaba, ¿verdad que sí?», y una reacción furiosa y primitiva la inundó por dentro. Endureció la mirada y Nimitz se agachó en su hombro y enseñó los colmillos, mientras las manos de Honor luchaban contra una repentina necesidad de estrangular a aquel imbécil pomposo. Su «nuevo esquema de pensamiento» había logrado que mataran o hirieran a la mitad de su tripulación, al obligarla a acercarse directamente tras la estela del Sirio, y no habían sido los «sistemas de armamento adecuados» los que habían salvado lo que quedaba del Intrépido, sino la gente de Honor, ¡su valor, su sangre y su dolor, y la indudable parcialidad del Todopoderoso!

Se le dilataron las ventanas de la nariz, pero el comodoro ni se fijó. Siguió hablando y hablando, cepillándose tanto a sí mismo que Honor pensó que se iba a desgastar. Notó que la comisura del labio empezaba a crispársele.

¿Hablar con los miembros del comité? ¡¿Quería que hablase con los miembros del comité y les dijera lo geniales que habían sido las alteraciones del Intrépido?! Lo clavó con la mirada, tomando aire para decirle exactamente dónde podía meterse su invitación, pero justo entonces se le ocurrió otra idea. Se refrenó para pensarlo y el tic desapareció. Sus ojos comenzaron a centellear en vez de dar miedo, y cuando él al fin se detuvo luchó contra el impulso de reírse en su cara.

—Discúlpeme, comodoro —se oyó decir—, pero quiero asegurarme de que lo he entendido. ¿Quiere que asista a una reunión oficial del Comité de Desarrollo de Armas y les comunique mi evaluación de combate de los sistemas de armas del Intrépido?

—¡Precisamente, capitana! —respondió Yerensky entusiasmado—. Nuestros miembros más progresistas, y de hecho la Armada entera, le quedarían eternamente en deuda. El testimonio personal de un oficial que ha demostrado su eficacia en combate real tendría un tremendo peso sobre los miembros más reaccionarios y retrógrados del comité, estoy seguro, y Dios sabe que necesitamos toda la ayuda que podamos obtener. ¡Vaya, alguno de esos intransigentes hasta se niega a admitir que fueron sus armas (y, por supuesto, su habilidad) las que hicieron posible su victoria!

—Increíble —murmuró Honor. Ladeó la cabeza y sus brillantes ojos castaños resplandecieron de alegría al tiempo que sus firmes labios formaban una inmensa sonrisa—. Bien, comodoro Yerensky, no veo cómo podría rechazar su petición. Da la casualidad de que tengo opiniones muy marcadas sobre el nuevo armamento —la sonrisa se le hizo aún más amplia— y estaré encantada de compartirlas con la almirante Hemphill y sus colegas.