31
El teniente médico Montoya ni siquiera alzó la mirada cuando se abrió de nuevo la escotilla de la enfermería. Tres miembros de la tripulación avanzaron tambaleándose a través de ella, con la cara pálida y transportando a otra superviviente de Fusión Uno. Trataban de proteger su gemebunda carga de zarandeos y sacudidas, pero la repentina violencia de un segundo impacto les hizo caer nada más entrar en la enfermería. Se detuvieron contra un mamparo y la mujer que llevaban aulló de dolor cuando sus destrozadas piernas sufrieron el golpe.
Entonces Montoya sí los miró, con una faz desprovista de toda expresión, llevada más allá de los sentimientos por culpa del horror que lo rodeaba, y dejó la mirada perdida mientras los otros se precipitaban hacia su compañera herida. Su aullido terminó con un sollozante jadeo de dolor, y Montoya gruñó al clasificar su estado entre los que no suponían un riesgo inmediato de muerte. Volvió a agachar la cabeza, sacudiéndola para que los magnificadores le bajaran desde la frente, al tiempo que sus guantes empapados de rojo se movían entre la masa destrozada que antes era el torso de un técnico de la sala de energía.
Un agobiado asistente de enfermería (el único que podía apartar de la cirugía de emergencia para atender a los heridos) se apresuró a instalar a los recién llegados, y las manos de Montoya volaron mientras trataba de salvar la vida agonizante que tenía ante sí.
No lo logró.
El plano y cruel pitido de los monitores desveló lo que él ya veía; se apartó del cadáver, quitándose de inmediato los guantes y poniéndose otros para el siguiente paciente. Colocaron un cuerpo fresco y fláccido en su lugar, una mujer que ya había perdido un brazo y estaba a punto de perder el otro. Montoya se movió como una máquina, introdujo las manos en los guantes limpios y se inclinó de nuevo sobre la mesa; Alargó la mano hacia su campo de esterilización con un rostro pétreo… mientras detrás de él volvía a abrirse la escotilla.
—¡Ahí no, aquí! —espetó Dominica Santos—. ¡Trae tu culo aquí y empuja, por el amor de Dios!
Enormes chispas de color blanco azulado saltaban a su alrededor, silenciosas en el vacío del destrozado compartimento del impulsor, y la contramaestre MacBride agarró a uno de los hombres de su equipo de reparaciones y lo arrastró literalmente hasta su puesto.
—¡Pon la piel en esto, Porter! —le gritó al electronicista, y se colocó cerca detrás de él.
No había espacio ni tiempo para que llegaran al conducto con herramientas, así que los dos rodearon con los guanteletes de sus manos el manojo de cables medio derretido y chispeante. Brillantes y salvajes descargas les rodeaban los brazos y dibujaban halos alrededor de sus hombros, y sus tensos gruñidos de esfuerzo reverberaron en el comunicador del traje de Santos. Un extremo del arnés de cables quedó suelto, las chispas murieron y Santos se acercó a él con un cortador láser. Estaba metida hasta el tobillo en tarjetas de circuitos quemadas y trozos de casco, reventados por los daños del combate o arrancados en sus prisas por la partida de control de daños. Los restos se doblaban y saltaban bajo sus pies, y soltó un grito ahogado de triunfo al llegar al fin con el cortador y seccionar el extremo del cable dañado.
MacBride y Porter se echaron hacia atrás, chocando con el mamparo posterior del compartimento, y la ingeniera hizo gestos desesperados al grupo de trabajo que tenía detrás.
—Traed ese cable de reemplazo ya mismo. ¡Moveos, maldita sea!
Johan Coglin se estremeció involuntariamente cuando otro de los misiles del Intrépido atravesó las defensas de Jamal. Detonó y los mortíferos estoques de sus láseres agrupados avanzaron hacia su nave. Uno de ellos los golpeó, atravesando el blindaje de radiación del interior de la cuña como si fuese papel de fumar, y una burbuja de atmósfera surgió del lateral del Sirio.
—¡Numerosas víctimas en control de popa! —gritó una voz—. ¡Hemos perdido Control de Daños Tres, señor!
Coglin escupió una imprecación y contempló su pantalla táctica. ¡Maldición! ¿Qué era lo que mantenía a aquella jodida nave con vida? La había golpeado al menos dos veces, posiblemente tres, pero todavía seguía ahí detrás. Lisiada, quizá, superada en armamento y en masa y perdiendo aire, pero ahí estaba y todavía lograba golpearlo a él. Las salvas del Intrépido eran mucho menores que las suyas pero, a pesar de eso, estaba logrando casi tantos impactos como él, puesto que sus misiles resultaban objetivos extremadamente difíciles para la defensa puntual. Las ayudas de penetración electrónicas de los misiles de la Armada Manticoriana eran mucho mejores que las estimadas, al igual que su defensa CME. Lo sabía, pero eso no le servía para sentirse mejor ante sus propios daños y víctimas. Avanzó con paso enérgico hacia Jamal. Despedía fuego por los ojos y abrió su boca… para dejarla inmóvil cuando una de las cabezas explosivas de su oficial táctico detonó a menos de mil kilómetros de la proa del Intrépido.
El universo se desbocó. Estiletes de radiación de rayos-X penetraron profundamente el casco levemente acorazado del Intrépido, reventando compartimentos, matando a sus ocupantes y despedazando sus mamparos y armazones. Y después, una fracción de segundo más tarde, el crucero ligero impactó contra la onda expansiva del propio misil.
Fue por debajo de su rumbo de avance, no la colisión directa frontal ante la que nada podría haber salvado a la nave. Pero aun así, una salvaje erupción de plasma la golpeó en la panza a través del vacío estelar. Los generadores chirriaron como si protestaran cuando la enorme onda de choque de radiación y partículas golpeó sus escudos como un mayal, pero al final resistieron (aunque a duras penas), y el Intrépido cabeceó como un caballo desbocado al atravesar los rápidos de la destrucción.
Dominica Santos gritó al verse arrancada del suelo. No era la única, y su comunicador se convirtió en una cacofonía de gritos y llantos cuando su grupo de trabajo fue lanzado por todo el compartimento como muñecas desdeñadas. El impacto la empujó contra un amasijo de cortacircuitos medio fundidos, dispersándolos en una explosión de escombros. Salió rebotada mientras agitaba los brazos buscando desesperada un anclaje, y un terrible chirrido borboteante le llenó los oídos. Se agarró al borde deformado por el calor que habían cortado los operarios de un panel de acceso atascado, haciendo que su cuerpo se detuviera brutalmente. Trató de no vomitar al ver al electrónico de segunda clase, Porter, arañando el trozo de casco con forma de lanza que sobresalía de la tripa de su traje. Restos de la nave surgían del mamparo que tenía detrás, empalándolo, y se agitaba en esa terrible estaca como un alma en el infierno mientras su grito seguía y seguía y seguía incluso cuando la sangre y los órganos internos comenzaron a borbotear y hervir desde la herida. Glóbulos de sangre y cosas más desagradables se esparcieron por el vacío y entonces, gracias al cielo, los agónicos sonidos del electronicista se extinguieron y se le relajaron los brazos. Quedó colgando del trozo de la nave, con el casco oscurecido por dentro a causa de la sangre que había escupido por la nariz y la boca. Santos se quedó contemplándolo, petrificada por la conmoción y las náuseas, incapaz de mirar a otra parte.
—¡Vamos, gente! —la voz de Sally MacBride los golpeó como un látigo—. ¡Moved el culo, ya!
Dominica Santos logró salir de su pozo del horror y se arrastró de nuevo hacia los destrozados circuitos de impulsión.
Cuando el Intrépido saltó a su alrededor, Honor se agarró a su silla de mando y sufrió bruscos zarandeos a pesar de su arnés contra impactos. Resonaron nuevas señales de daño y sacudió la cabeza, intentando quitarse la visión borrosa y la confusión del impacto.
Se obligó a mirar su tablero de batalla. Ya tenía al menos doce compartimentos abiertos al espacio, y el teniente Webster golpeó con ambos puños su consola.
—Impacto directo en la sección de comunicaciones, señora —reportó con un tono de angustia pura y apagada. Se giró para mirarla, con la cara pálida y conmocionada; y las lágrimas le cubrían los ojos—. Ya no está. Dios mío, y tampoco la mitad de mi gente.
—Comprendido, teniente —el sonido de su propia voz la asustó. Era demasiado calmada, demasiado desapasionada. Estaba aniquilando a su propia nave al hacer que se enfrentara al Sirio. Lo sabía… así como sabía que no se rendiría, que no podía rendirse. Quería decir algo más, poder compartir el dolor y la pérdida de Webster, pero no encontraba las palabras, y se giró hacia Cardones justo cuando este volvió a pulsar su botón de fuego.
Del Intrépido surgió un misil, pero solo uno, y resonó un timbre de alarma. Cardones se sobresaltó ante el sonido y apretó una tecla para comprobar el sistema. Luego irguió los hombros y se volvió hacia su capitana.
—Misil Uno está fuera de servicio, señora. Solo disponemos de un tubo.
Honor apretó la tecla de intercomunicación.
—Control de Daños, aquí la capitana. ¿Cuál es la situación de Misil Uno? —espetó.
—Lo siento, señora —la voz del teniente Manning resultaba imprecisa y mal articulada—. Aquí abajo tengo a dos de mis hombres muertos. Tenemos informes de daños de toda la nave y… —el oficial en funciones de control de daños se detuvo, y la voz se le endureció al hacer un esfuerzo por recomponerse—. Lo siento. ¿Qué me decía, señora?
—Misil Uno. ¿Cuál es la situación de Misil Uno?
—Desaparecido, señora. Tenemos un agujero de cuatro metros en estribor. Todo el compartimento ha desaparecido… y también su personal.
—Entendido. —Honor soltó la tecla y volvió a mirar a Cardones—. Continúe el enfrentamiento con Misil Dos, artillero —dijo.
—Ese último debe de haberles hecho bastante daño, señor —dijo el teniente comandante Jamal; y Coglin le devolvió una sonrisa de triunfo. La distancia ya era de menos de seis millones de kilómetros, y el metal vaporizado y la atmósfera que manaban de la proa del Intrépido eran claramente visibles en sus sensores. Además, el crucero ya solo disparaba salvas de un misil. Ahora, con que solo…
El Sirio tembló cuando otro misil manticoriano detonó justo a su popa, y en el panel de Coglin destellaron las señales de daño.
—¡Espinal Cuatro anulado, señor! —informó alguien—. También hemos perdido los sensores de control de fuego secundarios. Los primarios no se han visto afectados.
Coglin espetó una salvaje maldición.
—¡Vuelve a golpear a esos cabrones, Jamal! —mugió.
Dominica Santos apartó a MacBride a un lado e insertó la última caja de sustitución en su sitio. Se encendió la luz verde y Santos conectó de nuevo con la red de Control Central de Daños.
—¡Ya está, Al! —espetó.
—Comprendido, señora. Inicio las comprobaciones tests de los circuí…
—¡A la mierda con eso! —ladró Santos—. No hay tiempo para comprobaciones. ¡Simplemente dile a la capitana que ya lo tenemos y mete fuerza a esos impulsores ya!
Los ojos de Honor resplandecieron como acero al rojo cuando la aceleración del Intrépido se recuperó de repente. El mutilado crucero se iba recomponiendo, seguía avanzando, y sentía que la determinación de su nave era como la suya. Unos dígitos crecieron en su panel de maniobras y volvió a esbozar una sonrisa voraz mientras Killian se los leía.
—Quinientas… cinco-cero-tres… cinco-cero-seis… cinco-cero-ocho gravedades, capitana —anunció el timonel—. Fijo en cinco-cero-ocho.
—¡Excelente, jefe Killian! Rumbo Delta-Nueve-Seis.
—A la orden, señora. Rumbo Delta-Nueve-Seis.
—Su aceleración vuelve a crecer, capitán —informó Jamal nervioso—. No parece… No, señor, definitivamente no se recupera por completo. Se está nivelando.
—¿A cuánto está? —vociferó Coglin.
—Calculo que aproximadamente cinco-cero-ocho ges, señor. Unos cinco km/s al cuadrado. Y está empezando a realizar verdaderas maniobras de evasión.
—¡Mierda! —Coglin se contuvo antes de volver a golpear el brazo de su silla. Contempló el cursor que oscilaba y zigzagueaba en su pantalla. ¿Maldita sea, qué hacía falta para detener a esa nave?
La capitana de corbeta Santos se dirigió hacia popa, retomando el camino de vuelta hacia el Control Central de Daños. No sabía qué más había ocurrido mientras estaba en proa, pero sin duda había sido malo.
Un nuevo y tremendo golpe la tiró de bruces y resbaló de panza todo el pasillo.
El misil detonó a mil quinientos kilómetros y veinticinco rayos independientes de energía surgieron de su corazón. Dos de ellos golpearon al Intrépido.
Uno impactó casi en medio de la nave, adentrándose a través de media docena de compartimentos. Diecinueve hombres y mujeres que se encontraban en su trayectoria murieron al instante cuando arrasó el soporte vital de proa, el comedor de proa quedó destruido y dos de los lanzatorpedos de energía de babor quedaron hechos migas. Pero el rayo no se detuvo ahí. Siguió avanzando, fallando por un pelo el centro de información de combate, y se abrió paso hasta el propio puente.
Las placas saltaron en pedazos y Honor se bajó, de un golpe el casco al oír el aullido del aire al escaparse por el gran agujero. Su traje se selló con un ruido sibilante, protegiéndola contra el vacío, pero algunos de sus subordinados no tuvieron tanta suerte. El teniente Panowski no tuvo tiempo ni de gritar; el golpe hizo saltar en pedazos grandes trozos de mamparo y un hacha voladora de acero lo decapitó, dando lugar a un surtidor de entrañas, y fue a estamparse contra su panel, machacándolo y haciendo saltar chispas. Dos de sus marinos murieron casi igual de rápido, y el jefe Braun había estado fuera de su silla, y por lo tanto no lo protegió el arnés antimpactos. Voló a través del cada vez más tenue aire y golpeó contra un mamparo, donde quedó aturdido e incapaz de moverse. Murió ahogado en su propia sangre antes de que nadie pudiera cerrarle el casco.
El traje de Mercedes Brigham quedó manchado de rojo por la sangre que había soltado Panowski. Estaba mirando precisamente al astrogrador cuando este murió, y más sangre le resbaló por la cara, salpicándola antes de que pudiera cerrar su propio casco. No pudo ni limpiársela, y sacudió la cabeza para apartársela de la boca mientras activaba sus propios ordenadores para sustituir los de Panowski.
Honor pasó la mirada por el puente. Las chispas y el humo ondeaban en el casi vacío mientras se consumía la estación de mando de Panowski, prácticamente partida en dos. Tensó la boca al ver el modo en que Webster se agarraba el estómago a través de su traje. El oficial de comunicaciones se inclinó hacia delante en su silla, con la cara gris, y la sangre le borboteó por las narices.
—¡Control de daños al puente! ¡Técnico enfermero al puente! —ladró, y se obligó a apartar la mirada de su oficial herido.
El segundo rayo los alcanzó por delante, y el teniente Allen Manning contempló horrorizado su consola cuando comenzaron a resplandecer las morbosas luces. Se desabrochó el arnés antimpactos y apartó el cadáver de lo que había sido un amigo de la silla que tenía delante, para conectarse a un panel de emergencia por el que se deslizaron sus dedos.
Nada ocurrió. Las luces siguieron destellando y una fuerte y ominosa señal de audio se le unió. Introdujo una secuencia alternativa de comandos en la consola, probó con una tercera, pero solo consiguió que las luces brillaran aún más.
—¡Comandante Santos! —gritó al intercomunicador—. ¡Comandante Santos, aquí Manning! ¡Por favor, responda!
—¿Qué… qué ocurre, Allen? —la ingeniera superior sonaba mareada y temblorosa, pero Manning casi lloró al oír su voz.
—¡Fusión Uno, señora! ¡La botella magnética está fluctuando y no puedo apagarla desde aquí… algo ha cortado los circuitos!
—¡Oh, Dios! —la voz de Santos ya no parecía dispersa, sino precisa y temerosa—. Me pongo en camino. ¡Ven hacia delante y reúnete conmigo!
—Pero, comandante, no puedo dejar el cen…
—¡Maldita sea, Allen, muévete! ¡Deja a Stevens al cargo!
—No puedo, señora —dijo Manning desesperado, antes de recuperar el autocontrol—. Stevens ha muerto, y Rierson no puede dejar Fusión Dos. ¡Estoy completamente solo; no queda nadie para encargarse de esto!
—Entonces dile a la capitana que te consiga a alguien de una puta vez —rugió Santos—. ¡Te necesito aquí y te necesito ya mismo!
—¡Sí, señora!
Honor palideció al escuchar el frenético mensaje de Manning. El Intrépido podía desplazarse y luchar con un solo reactor; solo tenía dos por seguridad y redundancia, esa era la razón por la que estaban situados en los extremos opuestos del casco, pero si esa botella magnética fallaba…
—Comprendido, Manning. Vaya allá. Enviaré a alguien abajo para reemplazarlo.
Manning no perdió tiempo respondiendo y Honor alzó la mirada para repasar su puente, tratando de ver a quién podría enviar. Solo había una opción, comprendió con gélida y repentina calma.
—¡Sr. McKeon!
—¿Sí, Patrona? —lo planteó como una pregunta, pero ella ya vio en sus ojos que sabía lo que era.
—Usted es el único del que dispongo con la experiencia necesaria. Asigne su panel CME a mis pantallas remotas y baje allí.
Él quería discutir, protestar. Lo leyó en su cara, pero al final no lo hizo.
—A la orden, señora. —Se desabrochó el arnés antimpacto y se precipitó hacia el ascensor. Honor efectuó un rápido repaso de las CME. Solo les quedaban los dos últimos señuelos, pero los programas que había lanzado McKeon parecían estar funcionando bien. Comenzó a teclear una modificación, pero se detuvo cuando Cardones le habló sin apartar la mirada de su consola.
—Patrona, solo nos quedan doce pájaros para Misil Dos, y me he quedado sin cabezas de láser.
—¿Y qué pasa con la santabárbara de Misil Uno?
—Le quedan veintitrés proyectiles, incluyendo once cabezas de láser, pero el tubo de transferencia se ha partido.
—Dispare con cabezas nucleares estándares —le dijo mientras conectaba el comunicador de su traje en la red de control de daño.
»Contramaestre, aquí la capitana. ¿Dónde se encuentra?
—Estoy terminando de instalar un parche de mamparo en el armazón cuarenta, señora —replicó MacBride al instante…
—Tome un grupo de trabajo y diríjase a proa. Necesito que traslade los misiles de Misil Uno a Misil Dos, y el tubo de transferencia se ha partido. Mueva primero las cabezas de láser.
—A la orden, señora. Ya voy —dijo MacBride con sencillez.
—Gracias, contramaestre —respondió Honor. MacBride arqueó las cejas. No había protestado ante la imposibilidad de la tarea, porque ella jamás protestaba. Era una profesional, y sabía que la supervivencia ya no era una opción realista. Aun así, la voz de la capitana había sido casi distraídamente cortés, a pesar de la tensión a la que debía de estar sometida. La contramaestre respiró profundamente y miró a la gente que tenía alrededor.
—¡Ya habéis oído a la jefa! —ladró—. Harkness, Lowell, conseguidme una docena de collares antigravitatorios de Tipo Nueve. Younth, necesito cables de arrastre. Localízame un carrete de cable del número dos y una cizalla. Jeffries, tú y Mathison adelantaos y comprobad el estado de la grúa tractora en el pasillo diecinueve. Quiero saber si… —Siguió escupiendo órdenes, empujando a sus subordinados a ponerse en marcha. Muy detrás de ella, en el puente del Intrépido, Honor Harrington devolvía su atención a las CME justo cuando una nueva salva de misiles se acercaba a toda velocidad.
Johan Coglin contempló su pantalla sin poder creérselo. Había machacado al Intrépido durante casi treinta minutos, lo había golpeado al menos media docena de veces, y todavía seguía tras ellos. Y no solo tras ellos, sino que ya estaba compensando la velocidad que había perdido mientras sus impulsores delanteros estuvieron apagados. Maldición, ¿por qué esa condenada Harrington no podía dejarlo eh paz? ¡Todo lo que quería era huir de allí y decirle a la fuerza expedicionaria que no viniera!
Otro misil explotó cerca de la nave y se estremeció cuándo la enorme bola de fuego surgió a popa. Debían de haberse quedado sin cabezas láser, eso había sido una cabeza nuclear estándar, y aquello podía suponer noticias muy, muy malas. Las nucleares normales no eran armas de combate abierto; tenían que acercarse mucho más para infligir daño, lo que proporcionaba a los racimos de láseres defensivos mucho más tiempo para eliminarlas, pero un impacto de uno de esos monstruos podía crear un desastre inimaginable.
El sudor perlaba su frente y se lo apartó molesto. Su nave era mucho más poderosa que la de Harrington. Había reducido su crucero a una ruina. ¡Tenía que ser una especie de maga solo para conseguir que se mantuviera de una pieza, muchísimo más para seguir disparándole! Le entraban ganas de volverse hacia ella, destruirla y largarse tranquilamente hasta una zona segura, pero todas las razones previas en contra de una acción a corta distancia seguían siendo válidas.
¿O no?
Ladeó la cabeza, estrechando los ojos mientras se frotaba la barbilla, pensándolo. El Intrépido seguía tras sus huellas, sí, pero solo estaba disparando un misil cada vez, aunque lo hiciera a intervalos más cortos. Y el hecho de que recurriese a nucleares era un signo claro de que sus santabárbaras de proa estaban quedándose vacías. Lo que no tenía ningún sentido. Una nave de la clase Valeroso disponía de siete tubos por costado, por el amor de Dios, y su velocidad era de más de mil cien km/s. ¿Por qué no viraba para usar esos tubos? Podía zigzaguear de un lado a otro alrededor de la popa, lanzando andanadas cada vez que cruzara, y golpearlo con más misiles de los que él le estaba disparando, maldición.
A no ser qué… a no ser que le hubiese causado más daños de lo que parecía. Puede que esa fuera la razón por la que todavía cargaba directamente contra él. ¿Podían sus disparos haberles provocado más daños en popa de lo qué habían pensado? ¿O haberse extendido por un área más amplia, y haber destrozado su armamento lateral o el control de fuego? Era una posibilidad, quizá incluso más que eso, dado el modo en que se había reducido su fuego delantero. Desde luego, si no hubiese perdido la mayoría de su potencia de fuego lateral debería estar usándola en vez de embestir tenazmente a través de su río de misiles, como un luchador aturdido.
Y si eso era cierto, él podría…
El Sirio se balanceó como un galeón partido en dos.
—¡Sí! —gritó Rafael Cardones, y Honor sintió que su propio corazón saltaba cuando el Salvaje haz de luz surgió justo de la sección de estribor de la nave de camuflaje.
—Graves daños a popa. Catorce muertos en Misil Dos-Cinco. No hay siquiera contacto con Dos-Cuatro o Dos-Seis, señor. Hemos perdido un nodo beta, nuestra aceleración cae.
El teniente comandante Jamal tenía la faz pálida y la voz serena, con una calma tensa y nada natural, y Coglin lo contempló sin poder creérselo. ¿La mitad de sus lanzadores de popa destruidos de un solo disparo? Harrington no era una maga, ¡era un maldito demonio!
Las dos naves avanzaban a toda velocidad, enzarzadas con fuego termonuclear, soltando escombros y perdiendo atmósfera como hilos de sangre. El enorme carguero comenzó a zigzaguear y desviarse en movimientos de evasión cada vez más complejos; con el pequeño y magullado crucero aún tenaz tras sus pasos. El Sirio se había visto reducido a salvas de tres misiles y el Intrépido estaba alcanzándolo cada vez más rápido.
El teniente Montoya se obligó a apartarse momentáneamente, haciendo oídos sordos a los gemidos y lamentos que lo rodeaban mientras los enfermeros cortaban el traje del teniente Webster. No podía mirar las masas de heridos. La escotilla ya estaba abierta de modo permanente y los cuerpos mutilados se amontonaban hasta desbordar los límites de su estrecha enfermería. Ahora yacían en los pasillos, cubriendo las mesas, y cada vez eran más los que no estaban protegidos ni siquiera por las tiendas transparentes de las fundas ambientales de emergencia. Su mente no quiso ni plantearse lo que ocurriría si la enfermería perdía presión en ese momento, y cuando le quitaron el traje a Webster se aproximó de nuevo a la mesa. Uno de sus ayudantes deslizó un esterilizador/depilador por el pecho del teniente mientras el otro alzaba la vista del monitor para encontrarse con su mirada.
—No tiene buena pinta, señor. Tiene al menos dos costillas en el pulmón izquierdo, que está completamente colapsado. También parece que puede tener daños en el corazón por las astillas.
Montoya asintió lúgubre y tomó un escalpelo.
—Muy bien… ¡jalad!
Sally MacBride unió su propia espalda al esfuerzo, y el misil de setenta toneladas flotó a lo largo del pasillo. Los raíles superiores de carga estaban destruidos y el pasillo estaba abierto al espacio. Su gente, equipada con trajes de vacío, gruñó y empujó, manejando a mano el proyectil de diez metros de largo, cargando contra él con todo su peso y desesperados por apuntar al pozo de la santabárbara de Misil Dos. Los collares antigravitatorios reducían su peso a cero, pero no podían hacer nada para rebajar su momento o su inercia.
Los propios pies de MacBride resbalaban sobre la línea de arrastre. Le estaba dando la vuelta al morro por pura fuerza bruta, mientras Horace Harkness se tiraba contra el misil en dirección contraria. La larga y letal silueta comenzó a pivotar hacia ella.
Otro enorme impacto hizo sacudir la nave, haciendo añicos la dársena de botes, y el misil se bamboleó como una bestia maligna. Se salió de sus guías, cabeceando como un enorme y furioso colmillo, y MacBride se arrojó desesperada a un lado.
Casi logró salir. Casi. Setenta toneladas de masa la aplastaron, machacando su pelvis y su muslo derecho contra el mamparo como una almádena que cayera sobre un yunque, y aulló de agonía en el comunicador mientras el misil rodaba y chocaba contra ella.
Pero Harkness estaba ahí. Se plantó contra el misil, con los pies firmemente apuntalados en un panel de servicio clausurado, y su repentino gruñido de esfuerzo se pudo oír incluso por encima de los gritos de MacBride. Las venas se marcaron como cables en sus sienes y enderezó la espalda con un chasquido violento e incontenible, empujando el misil flotante lejos de ella. La contramaestre cayó a cubierta, derrumbada y gimiendo de dolor.
El grupo de trabajo se abalanzó hacia ella para atenderla, pero Harkness los empujó y los apartó de ahí.
—¡Volved con esos malditos cables de arrastre! —rugió el suboficial—. ¡Necesitamos mover este pájaro!
Los marineros se alejaron vacilantes, agarraron entumecidos los cables y tiraron. Harkness se inclinó sobre la contramaestre. Tenía la cara muy pálida y los pómulos le sobresalían como relieves de marfil, pero estaba con los ojos abiertos y apretaba los dientes en un rictus de agonía para contener los gritos. Él apretó el panel médico del traje de la contramaestre, que inundó su cuerpo de analgésicos y permitió que suspirara aliviada, mientras la sangre le caía por la barbilla desde el punto en el que se había atravesado el labio con los dientes. Harkness le dio unas torpes palmaditas en el hombro.
—¡Técnico enfermero a Misil Dos! —gritó, y se apartó unas lágrimas furiosas mientras volvía a enfangarse en el traslado del misil.
Dominica Santos se detuvo justo al entrar en el compartimento del reactor central y abrió los ojos como platos. El daño que había cortado las conexiones de Central de Daños con Fusión Uno resultaba muy evidente. Una hendidura irregular de un metro de ancho había atravesado los sistemas de control principales por culpa de un golpe al otro extremo del casco, atravesando el mamparo interior del compartimento como un cuchillo aserrado. Solo quedaba vivo un miembro del grupo de encargados del reactor, y estaba atrapada. Las manos de la mujer se debatían débilmente contra la estructura partida que la aplastaba contra cubierta, y su casco se giró hacia Santos.
—¿Qué gravedad tienen tus heridas, Earnhardt? —mientras hablaba, Santos ya se dirigía a los ordenadores de reserva.
—¡No estoy ni herida, maldita sea! —espetó Earnhardt. Sonaba mucho más furiosa que asustada—. ¡Es solo que no puedo salir de debajo de esta cosa!
—Muy bien, estate tranquila y en un minuto veré lo que puedo hacer —dijo Santos distraídamente, mientras sus manos enguantadas ya estaban introduciendo comandos en los ordenadores—. Tengo otras cosas en mente ahora mismo.
—Puto A —comentó Earnhardt con voz ronca, provocando que Santos esbozara una tensa sonrisa.
La sonrisa se le fue de la cara en el mismo instante en que los códigos de daño resplandecieron ante ella. Tensó el rostro. Fuese lo que fuese lo que había machacado los sistemas primarios, también debía de haber enviado una descarga de energía a través de los de reserva. La mitad de los archivos de control estaban corruptos o habían desaparecido por completo.
Alguien se situó justo detrás de ella y Santos se giró. Era Manning. Su ayudante contempló la misma pantalla y frunció los labios con silenciosa desesperación.
—¡Dios Santo, comandante! ¿Qué hacemos ahora?
Santos gruñó media maldición y pulsó otro interruptor. No pasó nada, y dedicó una mirada asustada al propio reactor. Sabía que no podía ser sino su imaginación, pero casi creyó que podía sentir deformarse el campo de contención.
—Hemos perdido la mayor parte de los programas de la botella… No sé cómo se mantiene todavía de una pieza —dijo rápidamente, arrancando sin perder tiempo los paneles de acceso—. Y hemos perdido todos los archivos de alimentación del hidrógeno. Este bastardo se nos está yendo de las manos.
Manning asintió en silencio, apartando otros paneles a su lado.
—Si el plasma alcanza niveles de desbordamiento con la botella inestable… —Santos no acabó la frase, y se arrodilló con un gruñido para mirar dentro de la consola—. Puede que nos queden cinco minutos antes de que esto vuele, y no me atrevo a trastear con los controles magnéticos.
—¿Cortamos la alimentación? —dijo Manning nervioso.
—Es todo lo que podemos hacer, pero tendré que recablear esta maldita cosa a mano. Perdí mi cortador cuando recibimos este impacto. Consígueme otro y busca cuatro… no, cinco arneses de salto alfa-siete. ¡Rápido!
—Sí, señora.
Manning se alejó y Santos giró la cabeza sin levantarse. Sus ojos descansaron por un instante en un enorme interruptor rojo que tenía delante de ella en el mamparo, pero los apartó de inmediato.
—Puente, aquí Misil Dos —la voz en el intercomunicador sonó áspera y agotada—. Tenemos dos cabezas de láser trasladadas. Las números cinco y seis están en su cola de lanzamiento. En estos momentos estoy cambiando la número tres.
—Misil-Dos, aquí la capitana; ¿dónde está la contramaestre? —preguntó Honor con prontitud.
—De camino a la enfermería, Patrona. Soy Harkness, y supongo que ahora estoy al mando.
—Entendido. Cambie ese tercer misil lo antes posible, marinero.
—Estamos en ello, señora.
Honor no había terminado de hablar y las manos de Cardones ya volaban sobre su consola volviendo a dar prioridad a su plan de lanzamientos. Quince segundos después, una nueva cabeza láser partía del único tubo que les quedaba.
El puente del Sirio parecía el infierno. El humo se acumulaba y los circuitos, crepitaban, soltaban chispas y escupían furia actínica. Johan Coglin sintió arcadas cuando el humo de la combustión de los materiales aislantes le llenó los pulmones. Oyó los secos tosidos agónicos de Jamal mientras este luchaba por retomar el control de Táctica. Alguien gritaba de dolor.
—Hemos perdido… perdido… —Jamal sufrió otro ataque espasmódico de tos y se bajó el casco.
Coglin siguió su ejemplo, buscando aliento al tiempo que los filtros de su traje, eliminaban aquel humo que atacaba los bronquios. Le llegó la voz de Jamal a través del comunicador.
—Hemos perdido otro nodo beta, señor, y… —Coglin se esforzó por ver a través del humo contemplando al oficial táctico, trabajando en su consola. Jamal soltó una maldición—. La defensa puntual está bastante dañada, capitán. He perdido cuatro racimos de láseres y la mitad de la red de láseres progresivos.
Coglin maldijo con furia. Con dos nodos beta destruidos, su aceleración máxima se iba a ver reducida en más de un nueve por ciento; tendría suerte si lograba ir a más de trescientas ochenta ges. Todavía disponía de los nodos alfa, lo que significaba que aún podía pasar a Warshawski, pero ¿durante cuánto tiempo los conservaría? En especial con la mitad de sus racimos de láseres de última defensa destruidos.
—¿Control de disparo de misiles? —preguntó bruscamente…
—Todavía funcional. Y mi equipo de CME sigue activo, aunque para lo que sirve… —añadió Jamal con amargura.
—¿Distancia?
—Acercándonos a los uno-punto-cinco millones de kilómetros, señor.
Coglin asintió para sí, con mirada implacable. Con la parte frontal abierta de la cuña del Intrépido dirigida hacia él y ninguna pantalla para detenerlos, el alcance eficaz de los láseres era prácticamente de un millón de kilómetros, pero había perdido uno de sus láseres espinales y la parte trasera de su cuña estaba tan abierta como la delantera del crucero. Si el Intrépido alcanzaba la distancia de energía…
¡Mierda, distancia de energía! ¡Su defensa puntual estaba reducida a una eficacia de menos de la mitad! Si Harrington se daba cuenta, se giraba y lo golpeaba con una salva de múltiples misiles…
Contuvo otra maldición. ¡Esto no podía estar sucediéndole a él! ¡No era posible que un único crucero ligero, antiguo y de pequeño tamaño le pudiera hacer esto!
—Creo que tienen problemas, artillero —dijo Honor, contemplando las lecturas de los sensores pasivos de su equipo CME—. Me parece que acaba de cargarse usted la mayor parte de su capacidad de rastreo de misiles.
—Eso espero, Patrona —respondió Cardones con voz ronca—, porque solo me quedan tres pájaros más y…
—¡Lo tengo! —gritó Santos al empalmar el último circuito y empezar a salir de debajo de la consola. Ya todo lo que tenía que hacer era cortar la alimentación de combustible y…
El Intrépido tembló y se balanceó. El salvaje movimiento hizo saltar a la ingeniera y la aplastó contra el suelo. El lateral de su casco se estampó contra la cubierta y Santos gimió a causa el golpe, inconsciente durante un instante.
Un instante que no podía permitirse. Parpadeó para volver a enfocar la mirada, con la boca seca como un desierto. No podía escuchar la alarma en el vacío de Fusión Uno, pero sí podía ver los números que parpadeaban de color rojo sangre en el panel. La botella magnética desaparecía, reduciéndose a toda velocidad, y ya no había tiempo para detener el flujo de plasma. Rodó por cubierta, tratando de no pensar, solo sabiendo lo que debía hacer, y apretó su mano contra el botón rojo del mamparo.
—¡Dios Santo, les hemos dado pero bien! —gritó Jamal—. ¡Hemos jodido a esos cabrones!
Las cargas de emergencia expulsaron toda la parte de Fusión Uno al espacio, un microsegundo antes de que los explosivos volaran el reactor. Tenía que haber un intervalo entre ambos, aunque fuera muy pequeño, para evitar que una botella magnética partida impactara con un mamparo intacto y liberara el plasma dentro de la nave. Pero tan pequeño como era, fue casi excesivo.
Dominica Santos; Allen Manning y Ángela Earnhardt murieron al instante. El agonizante campo de confinamiento falló por completo justo cuando la sala del reactor atravesaba la apertura, y la terrible furia del corazón de una estrella estalló tanto dentro del compartimento como fuera.
Fusión Uno desapareció, junto a setecientos metros cuadrados del casco exterior del Intrépido, Misil Dos, Láser Tres, Defensa Puntual Uno, Escudo de Radiación Uno, todos los sensores de control de fuego de proa y los generadores de pantallas delanteros, y con ellos murieron cuarenta y dos miembros de la tripulación del Intrépido. Una serpentina de pura energía chorreó de aquella terrible herida, y el crucero ligero se escoró descontrolado hacia estribor en una involuntaria respuesta.
Honor se aferró a su silla de mando y sintió la agonía de su nave como un latigazo que recorriera su propio cuerpo. Su panel CME se apagó. La pantalla táctica principal se bloqueó al desaparecer los sensores de proa. El arnés de seguridad del jefe Killian se rompió y el timonel voló por encima de su consola. Golpeó con un ruido sordo contra el mamparo y cayó a sus pies. Prácticamente todos los sensores de daño de la nave parpadearon carmesíes delante de sus ojos.
Soltó su propio arnés y se arrastró hacia el timón.
—¡Mire eso, señor! —gritó Jamal alborozado.
—Lo veo. —Coglin luchó contra su propia alegría, pero resultaba difícil; el Intrépido se tambaleaba de lado y su fuego se extinguió de repente. No sabía exactamente dónde había golpeado Jamal, pero fuese lo que fuese al fin había destripado el crucero.
Pero aún no estaba muerto. Su cuña estaba debilitada y temblaba, pero seguía activada, Y mientras lo contemplaban, alguien lo estaba volviendo a controlar. Coglin observó el mutilado crucero y algo, muy primitivo ardió dentro de él. Ya podía huir, pero el Intrépido seguía vivo. No solo vivo, sino destrozado hasta quedar como un pecio sanguinolento y medio arrasado. Si lo dejaba atrás, la Real Armada Manticoriana tendría mucho más que datos instrumentales para demostrar que el Sirio iba armado.
Notó el peligro que suponían sus propias emociones y trató de abrirse paso a través de ellas. Lo que había ocurrido allí suponía un acto de guerra; no había otro modo de considerarlo, y Haven había disparado primero. Pero nadie sabía eso excepto el Sirio y el Intrépido y el Intrépido yacía indefenso ante él.
Y los muertos, pensó, no hablaban.
Se dijo que tenía que considerar todas las opciones, que tenía que evaluarlas y tomar la decisión con calma y frialdad, pero sabía que era imposible. Había sufrido demasiados daños a manos de esa nave como para pensar con serenidad.
—Dé la vuelta, Sr. Jamal —dijo con voz áspera.
—… no queda nada en el lado de babor —informó la voz ronca de Alistair McKeon desde el Centro de Control de Daños— y las pantallas de babor han caído hasta el Armazón Doscientos. Hemos perdido un torpedo de energía y el Láser Número Dos de babor, pero al menos el blindaje de estribor sigue en pie.
—¿Y el motor? —preguntó Honor.
—Aún funciona, pero no por mucho tiempo, señora. Todo el anillo de impulsión de babor está desequilibrado hacia delante. No creo que pueda mantenerlo más de quince minutos.
Honor miró a su alrededor en el puente, paladeando el agotamiento y el miedo. Su nave se moría en torno a ella, y era por su culpa. Los había llevado a aquello al negarse a abandonar, al no ser más lista y rápida.
—El Sirio está girando, Patrona —Rafael Cardones seguía sentado, aunque en mala postura, obviamente para que no le dolieran tanto las costillas rotas. Aún así, seguía estudiando lo que quedaba de sus lecturas—. ¡Viene hacia nosotros!
Los ojos de Honor buscaron de inmediato la pantalla de maniobras del timonel que tenía ante sí. No era tan detallada como una verdadera pantalla táctica, pero seguía funcionando, y pudo ver el punto rojo de la nave de camuflaje que frenaba al máximo y viraba hacia ellos. Coglin regresaba para rematarlos.
—Patrona, si nos inclina bruscamente de babor, puedo lanzar unos pocos disparos desde nuestro tubo de misiles de estribor —dijo Cardones con urgencia, pero Honor negó con la cabeza.
—No.
—¡Pero, Patrona…!
—No vamos a hacer nada, Rafe —dijo rotunda. Cardones se giró bruscamente para mirarla sin poder creérselo, y ella le sonrió con los ojos como sílex—. Nada salvo dejar que se acerque… y preparar la lanza gravitatoria —dijo en voz muy; muy baja.
Johan Coglin escuchó el latir de su propio corazón mientras su nave frenaba a toda potencia. El Intrépido se escoraba lenta pero firmemente hacia babor, mostrando el lado de estribor hacia ellos, pero su aceleración era penosa. Incluso con el daño en los nodos del Sirio, tardarían menos de cinco minutos en llegar a distancia de bocajarro.
Jamal se sentaba tenso y silencioso en su puesto táctico, atentó a su panel de defensa de misiles. Se le escapó un breve suspiro de alivió cuando el giro del Sirio le permitió activar los intactos sensores delanteros, pero obviamente temía lo que podría hacerle el costado del Intrépido.
Solo que no estaba haciendo nada, y Coglin sintió que una oleada de vengativa risa le subía por la garganta. ¡Había estado en lo cierto! El armamento del crucero debía de haber quedado destruido; ningún capitán dejaría pasar la oportunidad de disparar toda una andanada directamente a través del enorme hueco de la cuña de impulsión del enemigo.
Completó su giro, apartando la vulnerable parte delantera de su cuña del Intrépido, y se frenó en un ángulo oblicuo que solo mostraba al enemigo su lateral de babor. La distancia se redujo a gran velocidad y Coglin esbozó una fea sonrisa.
—Distancia quinientos mil —dijo Cardones tenso—. Aproximándose a tres-tres-nueve-dos km/s.
Honor asintió y movió el timón otro grado a babor. Su malherida nave se escoraba como un tiburón agonizante y el Sirio se precipitaba contra ella.
—Cuatro-ocho-cinco mil —la voz de Cardones resultaba estridente—. Cuatro-siete-cinco. Cuatro-seis-cero. Cuatro-cuatro-cinco. Velocidad de aproximación actual cuatro-cero-dos-uno km/s. Tiempo hasta alcance de armas de energía uno-uno-punto-nueve segundos. Tiempo hasta alcance de la lanza gravitatoria ocho-dos-punto-seis-cinco segundos.
—Prepare la lanza gravitatoria. —La voz de Honor era serena, pero su mente no paraba de pensar. ¿Se acercaría del todo o guardaría la distancia? Coglin tenía menos de un minuto y medio para decidirse, y si no recibía ningún fuego enemigo… se sentó muy quieta junto al timón, con el guante derecho apoyado suavemente en la palanca, contemplando cómo se reducía la distancia.
—Suéltele una andanada a cuatrocientos mil —dijo Coglin lentamente—. Veremos si le gusta eso.
—Cuatro-cero-cero mil…
Antes de que Cardones terminara de hablar, Honor giró el Intrépido de lado.
—¡Mierda!
Coglin estampó un puño contra el reposabrazos de su silla, al ver que el malherido crucero rotaba de repente. ¿Maldita sea, es que Harrington no se daba cuenta de cuándo había terminado la función? Estaba perdida, todo lo que podía conseguir era alargar su agonía, pero no parecía comprenderlo, y su giro interponía su impenetrable banda inferior ante sus disparos, como si le hubiese leído la mente. Se lo había medio esperado, pero no por eso le hacía más feliz verlo.
El costado del Sirio resplandeció con la furia de un crucero de la Flota, y Honor había comenzado su maniobra justo una fracción de segundo demasiado tarde. Las bandas de panza del Intrépido se interpusieron a tiempo para interceptar, los misiles, pero dos de los láseres lograron colarse. Las dañadas pantallas consiguieron atenuarlos, pero no lo bastante. El crucero dio un bandazo cuando los láseres penetraron profundamente su casco y machacaron el único tubo de misiles que le quedaba (y que aún no había usado), y dos de sus lanzatorpedos de energía.
Pero sobrevivió…, y también su lanza gravitatoria.
—Está bien, maldita sea —rugió Coglin—, acércanos, Jamal.
—A la orden, señor.
Honor contempló el descenso de la cuenta atrás, y su mente pensaba con frialdad y claridad, sin aceptar ninguna posibilidad de fracaso. Los sensores que le quedaban no podían rastrear bien al Sirio a través de la banda de panza, y su vector actual permitía a la nave de camuflaje cuatro opciones: retirarse y abandonar la lucha, rotar sobre su costado más cercano al Intrépido y disparar hacia «abajo» al pasar por encima del crucero, cruzar su proa, o su popa. Podía tomar cualquiera de ellas, pero Honor apostaba su nave (y su vida) a que Coglin cruzaría su proa. Era la maniobra clásica, la que cualquier oficial naval adoptaría de modo instintivo… y además él sabía que su armamento de proa había quedado destruido.
Pero si hacía eso, debería estar en posición… justo… casi… ¡ya!
Empujó hasta el tope la palanca, haciendo girar aún más su nave hacia babor y virando para volver a dirigir el costado que le había negado al Sirio de nuevo hacia él, a toda velocidad.
El capitán de corbeta Jamal parpadeó. Fue solo durante un instante, la más breve duda. No había ninguna razón lógica por la que el Intrépido diera de repente la vuelta hacia atrás, y durante menos de un latido de corazón, no pudo creerse lo que estaba viendo.
Y en ese latido, Rafael Cardones apuntó su lanza gravitatoria y disparó.
El Sirio se tambaleó. El capitán Coglin se levantó de repente de su silla, con los ojos muy abiertos y el rostro desencajado por la incredulidad al ver desaparecer sus pantallas defensivas; y, justo entonces, los cuatro lanzatorpedos de energía que le quedaban al Intrépido abrieron fuego continuo.
El mercante armado Sirio desapareció para siempre en un devastador estallido de luz y energía.