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La comandante Honor Harrington estaba sentaba en su silla de mando, vigilando sus pantallas, mientras la Intrépido cruzaba el espacio a potencia máxima de emergencia. El crucero aceleraba con unas constantes quinientas veinte gravedades (más de cinco kilómetros por segundo al cuadrado) en persecución del carguero Sirio. El rostro de Honor estaba sereno y tranquilo, una máscara que ocultaba sus propios nervios y tras cuyos ojos el cerebro se agitaba sin descanso.

Estaba casi segura de que lo había deducido bien… pero solo casi. Y si se equivocaba, si al fin y al cabo había hecho suposiciones incorrectas, si… Cortó esa línea de pensamiento y se obligó a retroceder. El momento de partida del Sirio solo podía indicar una cosa, se dijo, y la proyección de Brigham de su rumbo lo confirmaba. El Sirio iba realmente directo a la onda de Tellerman, que era una de las «profundidades vertiginosas», las más poderosas ondas gravitatorias jamás cartografiadas. Además, llevaba casi directamente hacia la República Popular de Haven. Si de verdad había un escuadrón de batalla repo ahí fuera, la Tellerman conduciría al Sirio a encontrarse con él a dos mil quinientas o tres mil veces la velocidad de la luz.

Allá en los primeros tiempos del vuelo hiperespacial, los viajeros espaciales se hubieran apartado de algo como la Tellerman como de la muerte, porque la muerte era precisamente lo que supondría para cualquier nave que se la encontrase.

El motor hiperespacial original resultaba criminal, pero a la gente le había costado bastante darse cuenta de cuál era la razón precisa. Algunos de los peligros habían sido fáciles de reconocer y de solucionar, pero identificar y enmendar otros resultó más complicado, sobre todo porque la gente que se los encontraba nunca volvía para describir sus experiencias.

Pronto se había descubierto que trasladarse dentro o fuera de las bandas alfa, las más bajas de las bandas hiperespaciales, a una velocidad mayor que la del treinta por ciento de la luz era suicida, pero la gente había seguido matándose durante siglos en su esfuerzo por transitar a velocidades mayores. No porque fueran suicidas, sino porque una velocidad tan baja limitaba severamente la utilidad del viaje espacial.

El paso hacia o desde cualquier banda dada del hiperespacio suponía una compleja transferencia de energía que privaba a la nave en tránsito de la mayor parte de su velocidad original (hasta el noventa por ciento, en el caso de la banda alfa). La pérdida de energía era levemente menor en cada banda «superior», pero no dejaba de ser importante, y durante más de cinco siglos estándar todas las naves espaciales habían dependido de motores a reacción.

Había límites a la cantidad de masa que podía cargar una nave para provocar esa reacción, y los campos de captación de hidrógeno no funcionaban en las condiciones extremas del hiperespacio. Eso había limitado de forma eficaz a las naves, que tenían que conformarse con usar las bandas más bajas (y «lentas»), ya que nadie podía llevar suficiente masa reactiva para recuperar la velocidad tras múltiples traslaciones. También explicaba por qué los inventores más testarudos habían insistido en sus costosos esfuerzos por entrar a mayores velocidades, de modo que pudieran mantener tanta velocidad inicial en el hiperespacio como fuera posible. Hicieron falta más de doscientos años para que se aceptara por completo la limitación de 0,3 c, e incluso en la actualidad algunos hiperfísicos seguían buscando un modo de evitarla.

No obstante, incluso cuando uno había logrado solucionar los problemas de las velocidades de traslación seguras, quedaba todavía el tema de la orientación. El hiperespacio no era como el espacio normal. Las leyes de la física relativista seguían aplicándose en todos los puntos del híper, pero si un hipotético observador mirase fuera, sus instrumentos mostrarían una distorsión rápidamente creciente. El alcance máximo de observación era apenas de veinte minutos luz; más lejos de ese punto, el caos del hiperespacio, deformado por la gravedad, sus partículas fuertemente cargadas y la fuerte radiación de fondo, hacía que no se pudiese confiar en los instrumentos. Lo cual, obviamente, significaba que las correcciones de astrogración eran imposibles, y una nave que no pudiese ver a dónde iba rara vez lograba volver a casa.

La respuesta a este problema fue el hiperlocalizador, el equivalente interestelar a los antiguos sistemas de guiado inercial desarrollados en la Vieja Tierra mucho antes de la Diáspora. Los hiperlocalizadores de primera generación no habían sido demasiado precisos, pero al menos permitieron que los astrogradores tuvieran cierta idea de dónde se encontraban. Eso ya era bastante mejor que todo lo anterior, pero incluso con el hiperlocalizador había tantas naves que no regresaban que solo las naves de exploración usaban el hiperespacio. Las tripulaciones de exploración eran pequeñas, tremendamente bien pagadas y posiblemente un poco locas, pero mantuvieron vivo el viaje hiperespacial hasta que, por fin, una o dos de ellas descubrieron lo que había destruido a tantas otras naves y sobrevivieron para contarlo.

El hiperespacio en sí se podía interpretar mejor como una dimensión comprimida que se correspondía punto a punto con el espacio normal, pero que colocaba dichos puntos en una congruencia mucho más próxima y por lo tanto «acortaba» la distancia entre ellos. De hecho, había múltiples «bandas» (o dimensiones asociadas pero discretas) de hiperespacio. Cuanto más «alta» era la banda, más corta era la distancia entre puntos en el espacio normal y mayor la velocidad aparente de las naves que viajaban por ella… y mayor también el coste acumulativo de energía para entrar en ella.

Hasta ahí habían logrado comprender los primeros teóricos. Lo que no habían captado del todo era que el hiperespacio, formado por la distorsión gravitacional combinada de toda la masa de un universo, se veía a su vez atravesado y entrecruzado por ondas permanentes o corrientes de gravedad concentrada. Desde luego estaban muy separadas, pero no por ello dejaban de tener decenas de años luz de extensión y anchura, y eran letales para cualquier nave que chocase con ellas. El tirón gravitacional que ejercían sobre el casco de una nave espacial hacía pedazos a la pobre embarcación antes de que se pudiera adoptar ninguna maniobra evasiva, a no ser que la nave impactara justamente en el ángulo adecuado y con el vector correcto, y que su tripulación tuviera tanto los reflejos como la masa reactiva suficiente para salir a tiempo.

Cuando pasaron los años, las naves de exploración que lograron sobrevivir trazaron rutas razonablemente seguras a través de las zonas más transitadas del hiperespacio. No se podía confiar demasiado en ellas, porque las ondas gravitacionales cambiaban de posición de vez en cuando, y restringirse a las líneas seguras entre ondas requería muchas veces cambios de vector que las naves a reacción no eran capaces de lograr. Eso significó que los viajes hiperespaciales tendían a ser indirectos y muy lentos, pero la tasa de supervivencia había crecido. Y al crecer (y cuando los físicos comenzaron a sondear las ondas gravitacionales, ahora que sabían de su existencia, con instrumentos cada vez más sofisticados), los datos de observación aumentaron y se propusieron teorías de la gravedad más refinadas.

Hicieron falta más de quinientos años, pero finalmente, en 1246 d. D., los científicos ya sabían lo suficiente y en el planeta Beowulf se logró perfeccionar el motor de impulsión, que usaba lo que a todos los efectos eran ondas gravitatorias «domesticadas» en el espacio normal. Pero a pesar de lo útil que era el impulsor en el espacio normal, era tremendamente peligroso en el híper. Si se encontraba con una de las ondas gravitacionales naturales, muchísimo más potentes podía vaporizar toda la nave, igual que Honor había destrozado los nodos impulsores del correo havenita con la cuña de impulsión del Intrépido.

Tuvieron entonces que transcurrir más de treinta años hasta que la Dra. Adrienne Warshawski, de la Vieja Tierra, encontró un modo de soslayar ese peligro. Fue Warshawski la que finalmente perfeccionó un detector de gravedad que podía dar un aviso con hasta cinco segundos luz de antelación antes de encontrarse con una onda gravitatorias. Aquello supuso una mejora incalculable que permitió usar los motores de impulsión con mucha más seguridad entre las ondas gravitatorias. Incluso en la actualidad, se llamaba a todos los detectores de gravedad «warshawskis» en su honor. Pero la doctora no se detuvo allí. En el curso de sus investigaciones se había adentrado más en el fenómeno de las ondas gravitatorias que ninguna otra persona antes que ella, y de repente se dio cuenta de que había un modo de aprovechar la propia onda gravitatoria; un motor de impulsión modificado de modo que no proyectara bandas de tensión inclinadas por encima y por debajo de la nave, sino dos placas levemente curvadas en ángulo recto respecto al casco, podría usar esas placas como «velas» gigantescas e inmateriales para retener la radiación concentrada que avanzaba a toda velocidad a lo largo de la onda gravitatoria. No solo eso, sino que la cara interna entre una vela de Warshawski y una onda gravitatoria producía un remolino con niveles de energía absurdamente elevados que se podían extraer para alimentar la nave. Una vez la embarcación había «izado velas» en una onda gravitatoria, podía apagar por completo las fuentes de alimentación de a bordo.

Y así la onda gravitatoria, que antaño era la promesa de una muerte casi segura, se había convertido en el secreto para lograr viajes hiperespaciales más rápidos, seguros y baratos. Los capitanes, que antes las evitaban cómo la peste, ahora las buscaban activamente, atravesando cuando era necesario la zona intermedia entre dos de ellas con el motor de impulsión. La red de ondas gravitacionales cartografiadas había crecido a buen ritmo.

Aunque todavía quedaron algunos problemas. El más preocupante era que las ondas gravitatorias estaban formadas por capas de gravedad concentrada, con zonas de flujo inverso e impredecibles series de «turbulencias» a lo largo de las caras de contacto entre distintos flujos, o donde una onda tocaba con otra. Tales turbulencias podían destruir una nave. Pero aún era más frustrante que nadie pudiera aprovechar verdaderamente el potencial de las velas de Warshawski (o, de hecho, del propio motor de impulsión) porque ningún ser humano podía sobrevivir a las aceleraciones en teoría posibles.

Los warshawskis mejorados permitieron ir superando la primera dificultad al aumentar su radio de detección y avisando a las naves de las turbulencias. Con la antelación suficiente, las naves normalmente podían orientar las velas para atravesar la turbulencia ajustando su densidad y su «factor de captura», aunque un fallo al reorientarlas seguía siendo letal, razón por la que la alegación del Sirio de sufrir fluctuaciones en el sintonizador era tan seria. El capitán seguía teniendo que reaccionar a tiempo, pero los detectores de última generación podían mostrar una onda gravitatoria hasta a ocho minutos luz de distancia, y las turbulencias dentro de la onda a la mitad de ese alcance. Por el contrarío, el problema de la tolerancia a la aceleración había seguido sin resolverse durante más de un siglo estándar, hasta que el Dr. Shigematsu Radhakrishnan, probablemente el mayor hiperfísico detrás de la propia Warshawski, desarrolló el compensador inercial.

Radhakrishnan también había sido el primero en lanzar la hipótesis de la existencia de las confluencias de agujero de gusano, pero el compensador fue su mayor don a la diáspora de la humanidad. Esta máquina convertía la onda gravitatoria (natural o artificial) asociada a una nave en un sumidero en el cual perder su inercia. Dentro de los límites de seguridad de su compensador, cualquier nave que acelerara o decelerara estaba en condiciones de caída libre interna, a no ser que generara su propia gravedad; pero la eficacia del compensador dependía de dos factores: el área encerrada en su campo y la fuerza de la onda gravitatoria que sirviera de sumidero. Así, una nave más pequeña, con un área menor de compensador, podía soportar una mayor aceleración para una fuerza dada de la onda, y las ondas gravitacionales del espacio, naturales y mucho más poderosas, permitían aceleraciones muchísimo mayores bajo las velas de Warshawski que las que se podía alcanzar en el espacio normal con un motor de impulsión.

Incluso con las aceleraciones que permitía el compensador, ninguna embarcación tripulada podía mantener una velocidad en el espacio normal por encima del ochenta por ciento de la de la luz, puesto que los escudos contra partículas y radiaciones para sobrevivir a tales velocidades simplemente no existían. La máxima velocidad segura en el hiperespacio era aún menor, de apenas 0,6 c, debido a la mayor carga y densidad de las partículas que había allí, pero la congruencia más cercana de los puntos significaba que la velocidad aparente podía ser de muchas veces la de la luz. Equipada con velas de Warshawski, detectores de gravedad y el compensador de inercia, una nave de guerra moderna podía soportar aceleraciones en el hiperespacio de casi 5500 g y mantener una velocidad aparente de hasta 3000 c. Los mercantes, por otro lado, como no podían sacrificar tanto espacio para colocar las velas y los compensadores más potentes que pudiera integrar el diseñador, seguían sin poder acceder a las bandas más altas y a las ondas gravitacionales más potentes, por lo que estaban de suerte si llegaban a más de 1200 c, aunque algunas líneas de pasajeros podían ir hasta a 1500.

Y eso llevaba a Honor dé vuelta al Sirio, puesto que la nave que tenía delante obviamente sí disponía de un motor y un compensador de tipo militar. Su gran masa implicaba que su campo de compensación era mayor, y por lo tanto menos eficiente que el Intrépido, pero ningún carguero debería haber sido capaz de mantener esa aceleración. Incluso un superacorazado, el único tipo de nave de guerra que se aproximaba a su masa, solo podía tener una aceleración de unas cuatrocientas veinte ges, y el Sirio iba a cuatrocientas diez. Eso dejaba al Intrépido una ventaja de apenas ciento diez ges, poco más de un kilómetro por segundo al cuadrado… y el Sirio había salido unos quince minutos antes.

Hubiese sido aún peor si el Intrépido no hubiese estado al ralentí o si Dominica Santos no hubiera ahorrado tiempo y hubiera reducido en casi un minuto el periodo necesario para poner totalmente apunto su motor. Así, Honor todavía podía alcanzar al Sirio antes de que llegase al límite del hiperespacio, pero no con tanto margen como hubiera deseado. El Sirio alcanzaría ese límite ciento setenta y tres minutos después de dejar la órbita, y Honor ya llevaba diez minutos persiguiéndolo. Si reducía a cero el margen de seguridad de su propio compensador, podría alcanzar la misma velocidad del carguero en otros cuarenta y seis minutos, pero tardaría más de una hora en ponerse dentro del alcance eficaz de los misiles. Superar por completo al carguero precisaría otros ciento siete minutos, lo que le dejaría menos de veinte antes de que el Sirio alcanzase el límite del hiperespacio. E incluso si lo superaba del todo, obligarlo a ponerse al pairo no iba a ser nada fácil. Lo que era peor, ya solo el momento inercial pondría al Sirio más allá del límite hiperespacial, incluso si frenaba a tope en respuesta a la exigencia de Honor, a no ser que comenzara a decelerar dentro de la siguiente hora y media, y Honor no tenía modo de saber a qué distancia detrás del límite del hiperespacio podía estar esperando un escuadrón de combate havenita. Ningún sensor en el espacio normal podía ver a través del muro del hiperespacio. Puede que toda la Armada Havenita estuviese a menos de un segundo luz detrás del límite y nadie en Basilisco lo sabría, así que era totalmente posible que el Sirio solo necesitase saltar al híper para cumplir su misión.

Lo que significaba que, de algún modo, Honor tenía que detenerlo en los siguientes noventa y siete minutos. Si no lo lograba, el único medio para evitar que pasara al hiperespacio sería destruirlo.

El capitán Johan Coglin se sentaba en su puente. Se había quedado sin imprecaciones hacía diez minutos; ahora se limitaba a sentarse y contemplar su pantalla mientras la furia corría por su mente como pesada lava.

La operación Odisea había parecido un plan razonable cuando se lo explicaron la primera vez. Demasiados rizos y florituras, tal vez, pero razonable. No había ningún motivo especial por el que tuvieran que usar su nave para ello, y tampoco lo había escuchado nadie cuando sugirió que usaran un verdadero carguero. Querían disponer de la mayor aceleración y velocidad hiperespacial del Sirio «solo por si acaso», y él no tenía el rango suficiente para discutirlo. Y, suponía, si las cosas hubieran salido como estaban planeadas, a la larga no habría tenido importancia. Solo que los idiotas que orquestaban la operación debería haberse dado cuenta de que no iba a funcionar en cuanto el Intrépido sustituyó al Brujo en la Estación Basilisco. Deberían haberla cancelado hacía semanas, y así se lo dijo a Canning.

Desde el principio, Odisea se había basado, en el engaño, en la distracción y en el modo estúpido en que la Real Armada Manticoriana patrullaba Basilisco. Ahora todo les estaba estallando en las narices. Lo que debería haber sido un golpe limpio y claro se había convertido en un fiasco que todavía podía acabar en un tremendo desastre, y en gran parte porque habían tenido que usar su nave. Y Coglin sabía que InNav, el Estado Mayor y el Gabinete de Guerra iban todos a luchar como demonios para echar la culpa a otro.

Para él no cabía duda de que la capitana del Intrépido había captado lo esencial de Odisea, e incluso furioso como estaba, su profesionalidad lo obligó a admirar la instantánea y templada respuesta de Harrington. Fundir así el motor del bote de correo del consulado había sido una maniobra increíblemente arriesgada pero brillante, que había dejado como jugadores solo al Sirio y al Intrépido, en vez de los dos objetivos que hubiera tenido que perseguir en caso contrario. Además, sus sensores habían detectado la separación de tres pinazas del Intrépido, lo cual debía de ser el destacamento de marines del crucero. La velocidad con la que Harrington los había bajado era una clara prueba de que Canning y Westerfeldt habían subestimado en gran medida el plan de contingencia que habían debido preparar entre ella y la APN. Dado el número de fusiles que Westerfeldt había entregado al chamán, ese plan no habría servido de mucho si los zancudos hubieran alcanzado los enclaves. Pero toda una compañía de infantes de marina, con apoyo aéreo de la Armada, machacaría a los nativos en una batalla a campo abierto.

Lo que significaba que el cometido de Coglin en Odisea ya era probablemente inútil. Sin masacre en los enclaves, Haven difícilmente podría afirmar que sus fuerzas navales solo habían respondido para salvar vidas de extraplanetarios.

Coglin apretó los dientes. Ese tonto del culo de Canning era tan estúpido como ciego. Hizo saltar la liebre al ordenar al Sirio abandonar la órbita antes de que los zancudos realmente atacaran los enclaves. Si hubiese esperado veinte minutos (¡solo veinte minutos!) habrían sabido lo de los marines y todavía podrían haber abortado la fase espacial de la operación. Pero Canning se había asustado y Coglin no sabía lo suficiente de la situación en tierra como para discutir, incluso si hubiera dispuesto de autoridad para negarse a cumplir las órdenes de su cónsul. Así que allí estaba, huyendo del Intrépido y confirmando a la vez las sospechas de Harrington, al tiempo que todas las esperanzas para la Odisea se iban por el desagüe tras él.

Pero ya no le quedaba otra opción. Canning había informado a la fuerza expedicionaria de una fecha de ejecución a solo seis días de distancia. Si el bote de correo todavía hubiese podido viajar por el hiperespacio, se lo podría enviar tranquilamente a que detuviera la fuerza, pero ya no era posible. Eso quería decir que, a no ser que Coglin llegase con el Sirio al punto de encuentro, la fuerza avanzaría de todos modos. Había que evitar eso, e incluso si no podía, tenía que impedir que Harrington abordara el Sirio, porque era lo único que podía demostrar sin lugar a dudas que Haven estaba detrás del levantamiento de los zancudos. No había modo de ocultar lo que era en realidad su nave a una partida naval de inspección.

Consultó los archivos de InNav en busca de los datos sobre el armamento del Intrépido. Pertenecía a una de las últimas remesas del viejo modelo Valeroso, con casi ochenta años-T de edad y pequeño para su función según los estándares modernos. Pero eso no significaba que fuera senil. Las unidades que aún quedaban de su clase habían sido profundamente remozadas a lo largo de los años y disfrutaban de gran valía para su edad y tamaño. No tenían demasiada defensa, prácticamente carecían de coraza y los escudos de radiación eran relativamente débiles (para ser naves de guerra), pero montaban un par de gráseres, dos láseres de treinta centímetros y siete tubos de misiles a cada lado. No disponían de la munición necesaria para trabarse en un intercambio prolongado de misiles, pero podían soltar salvas sorprendentemente fuertes para su tamaño, mientras tuviesen munición. En todo caso, más que suficiente para reducir cualquier carguero a volutas de vapor. O al menos esa era la teoría.

Apartó la mirada del monitor y la devolvió a la pantalla de maniobras. El cursor luminoso del Intrépido iba tras ellos, aún perdiendo terreno; pero acelerando cada vez más. Al contemplarlo apretó los puños. ¡Maldito Canning, y maldita Harrington también! Pero al tiempo que condenaba su insistencia, sintió también cierta lástima dentro de sí por su perseguidora. Allí estaba una oficial destacable, lo bastante rápida y decidida para haber reducido los cuidadosos planes de Haven a la nada en menos de dos meses manticorianos.

Y ahora ese mismo éxito iba a costarle la vida.

—Aproximándonos a los cincuenta y seis minutos, capitana. Las velocidades se igualarán a uno-siete-uno-cero-seis km/s en treinta y dos segundos.

—Gracias, Sr. McKeon. —Honor se pasó los dedos por el muslo; deseando que los guantes del traje realmente le permitieran sentir el contacto. Se giró para mirar a Webster.

—Teniente, prepárese para grabar un mensaje dirigido al Sirio.

—Grabando, señora —replicó Webster.

—Capitán Coglin —dijo Honor con claridad y lentitud—, aquí la comandante Honor Harrington, de la Nave de Su Majestad Manticoriana Intrépido. Le pido y ordeno que se ponga al pairo para ser inspeccionado. Sea tan amable de detener su motor y prepararse para recibir a mi partida de abordaje. Harrington corto.

—Grabado, señora —dijo Webster—. Preparado para trasmitirlo a su indicación.

—Gracias —se recostó en la silla y contempló el panel de maniobras, esperando hasta que la velocidad de su nave igualase exactamente la del Sirio, y entonces asintió—. Envíelo ahora.

—Transmitiendo, señora.

Casi siete-punto-siete millones de kilómetros separaban las dos naves cuando el mensaje de Honor partió hacia el Sirio. A la transmisión le llevó casi veinticinco segundos cruzar ese espacio, veinticinco segundos en los que el Sirio se trasladó otros cuatrocientos cuarenta y un mil kilómetros. El tiempo total de transmisión fue de más de veintisiete segundos, y Johan Coglin endureció el rostro cuando su oficial de comunicaciones lo reprodujo para que lo escuchara. Sus ojos se posaron en el punto de luz que tenía a popa, el punto de luz que había dejado de perder terreno y comenzaba, aunque lentamente, a acercarse, pero no dijo nada.

—No hay respuesta, señora —informó Webster.

Honor se mordió un labio pero se obligó a asentir con calma, como si ya lo esperase. Y quizá lo esperaba. Tal vez era que no había querido reconocer ante sí misma que ya sabía que el Sirio se negaría a detenerse.

Estaba casi segura de que Johan Coglin no era un oficial del servicio mercante. O si lo era, también estaba en la reserva naval. Haven no habría confiado una misión así a un capitán mercante, y un oficial de la Armada tendría sus órdenes. No iba a detenerse, como tampoco lo habría hecho Honor. No a no ser que fuera necesario.

No le atraía la idea de tener que disparar a un mercante desarmado, pero si Coglin se negaba a ponerse al pairo, no le quedaría más remedio, y se culpó por haber dedicado las tres pinazas al descenso de combate de los marines. Podría haber destinado a ello una de las naves de abordaje, reforzada con sus lanzaderas si era necesario, y haber retenido así al menos a una pinaza a bordo del Intrépido. La nave tenía la aceleración y el tiempo necesarios para adelantar al Sirio, y las pinazas estaban especialmente diseñadas, entre otras cosas, para lanzar partidas de abordaje a naves en movimiento. Su velocidad cuando alcanzase al carguero sería de apenas cuatro mil km/s mayor que la de su presa, y aunque los motores de impulsión de una pinaza eran mucho menos potentes que los de una nave normal, si pudiera soltar un bote lleno de infantes de marina o incluso de marinos de la Armada al pasar junto al Sirio, el motor les bastaría para frenar y encontrarse con él.

No lo había pensado todo con la suficiente claridad al darse cuenta de lo que sucedía, se dijo. Claro que tampoco habría tenido tiempo de cambiar de planes una vez el Sirio comenzó a moverse, incluso si se le hubiera ocurrido esa idea. Además, privar a la dama Estelle y a Barney Isvarian de un tercio de los marines de Papadapolous, con una guerra desatada contra los nativos entre manos, hubiese sido criminal. Pero debería haberse planteado esa posibilidad de antemano.

—¿Sr. Webster? —dijo.

—¿Sí, señora?

—Grabe esto: «Capitán Coglin, si rehúsa ponerse al pairo, no tendré más opción que disparar a su nave. Repito: se le pide y ordena que corte de inmediato los motores».

—Grabado, capitana —respondió Webster en voz baja a causa de la tensión que trataba de contener.

—Transmítalo inmediatamente.

—Transmitiendo, capitana.

—Sr. Cardones.

—¿Sí, señora?

—Prepárese para lanzar una salva de advertencia. Prepárela para detonar al menos a cinco mil kilómetros de distancia del Sirio.

—A la orden, señora. Preparando para detonación a cinco-cero-cero-cero kilómetros del objetivo.

—Gracias.

Honor se recostó en la silla y rezó para que Coglin hiciera caso del sentido común.

—«… disparar a su nave. Repito: se le pide y ordena que corte de inmediato los motores».

Coglin gruñó al escuchar el mensaje, y su primer oficial apartó la mirada de la instrumentación.

—¿Alguna respuesta, capitán?

—No —Coglin frunció el ceño—. Disparará primero al menos una tanda de aviso, y cuánto más lejos estemos para cuando decida hacer algo drástico, mejor.

—¿Debemos prepararnos para girar hacia ella, señor?

—No. —Coglin lo pensó un momento, y después asintió para sí—. Seguiremos corriendo, pero suelte los paneles de popa —ordenó.

—A la orden, señor. Soltando paneles de popa.

—No hay respuesta, capitana —dijo Webster con mucha lentitud.

—Gracias, teniente. Sr. Cardones, quiero… —Honor se interrumpió, frunciendo el ceño ante su propia pantalla táctica, donde algo parecía alejarse del Sirio.

—Capitana, estoy recibiendo…

—Ya lo veo, Sr. Cardones. —Honor se obligó a relajar la frente y miró a McKeon—. ¿Comentarios, segundo?

—No lo sé, señora —McKeon reprodujo las lecturas tácticas y sacudió la cabeza—. Parece una especie de escombro, pero no se me ocurre qué podría ser.

Honor asintió. Fuese lo que fuese, no tenía energía y era demasiado pequeño para ser cualquier clase de arma. ¿Podía ser que el Sirio estuviese deshaciéndose de algún tipo de cargamento incriminatorio?

—Trace su posición, Sr. Panowski —dijo—. Puede que luego tengamos que acercarnos para examinarlo.

—A la orden, capitana. —Panowski tecleó unos comandos en su panel, introduciendo la trayectoria de los escombros en sus ordenadores.

—Sr. Cardones, ¿distancia y tiempo al objetivo?

—Dos-cinco-punto-seis-dos segundos luz, señora. Tiempo de vuelo uno-nueve-dos-punto-ocho segundos.

—Muy bien, Sr. Cardones. Dispare la salva de advertencia.

—A la orden, señora. Misil fuera.

El misil brotó del tubo de misiles número dos del Intrépido y avanzó con una aceleración de 417 km/s2, sumado a la propia velocidad del Intrépido de algo más de dieciocho mil kilómetros por segundo. Podría haber acelerado el doble de rápido, pero reducir su aceleración a solo 42 500 g ampliaba el tiempo de combustión de su pequeño impulsor de uno a tres minutos, lo que no solo le daba el triple de tiempo para maniobrar sino que incrementaba su velocidad terminal desde posición parada en casi un cincuenta por ciento.

Rugió tras el Sirio y, a pesar de su velocidad, parecía arrastrarse, comparado con la continua aceleración del carguero. A los tres minutos, a más de diez millones de kilómetros de distancia del punto de disparo y con una velocidad terminal ligeramente superior a noventa y tres mil km/s, su motor de impulsión consumió todo el combustible y entró en trayectoria balística, acercándose a su presa gracias solo al momento acumulado.

El capitán Coglin lo vio acercarse. Estaba seguro de que no era más que un disparo de advertencia, y su vector rápidamente demostró que así era. E incluso si no lo hubiese sido, él habría tenido casi trece segundos tras el agotamiento del motor para adoptar cualquier maniobra evasiva, durante los cuales su nave avanzaría casi doscientos cuarenta mil kilómetros. Su cambio máximo de vector era de apenas cuatro km/s2, pero el misil ya no era capaz de seguir sus maniobras, y el efecto acumulativo convertiría al Sirio en un objetivo casi imposible a tal distancia.

Pero no había necesidad. Observó cómo el misil pasaba por su lado, a cinco mil kilómetros de distancia. Detonó provocando una salvaje explosión de fuego termonuclear que lo hizo gruñir.

—¿Interferencias listas, Tamal?

—Sí, señor —replicó su oficial táctico.

—Espere mi orden. No creo que desperdicie otro tiro de aviso, pero aún tenemos veinte minutos antes de que alcance la distancia de disparo eficaz.

—A la orden, señor. A la espera.

Coglin asintió y se puso a vigilar el cronómetro.

—Nada, capitana —dijo McKeon en voz baja, y Honor asintió. No había esperado realmente que hubiera ningún cambio en el rumbo del Sirio. Comprobó su pantalla de maniobras. Otros diecinueve minutos hasta que siquiera el disparo más lejano tuviera una posibilidad razonable de impactar contra el carguero. La tensión le rodeaba los nervios al comprender a lo que estaba obligada, pero tenía algo más dando golpecitos en el fondo de la cabeza. Algo sobre esos escombros que había lanzado el Sirio. Si de todos modos su capitán no tenía ninguna intención de detenerse, ¿por qué deshacerse tan rápido del cargamento? Le quedaba casi una hora antes de que el Intrépido pudiera superarlo físicamente y abordarlo. Sencillamente no tenía sen…

Se enderezó en la silla con los ojos como platos. ¡Cielo santo, quizá sí tenía sentido!

—Sr. McKeon —el primer oficial alzó la mirada y ella le indicó que se acercara a su silla.

—¿Sí, señora?

—Esos escombros del Sirio. ¿Podrían ser placas del casco?

—¿Placas del casco? —McKeon parpadeó asombrado—. Bueno, sí, supongo que podrían ser, Patrona. ¿Pero para qué?

—Sabemos que esa nave dispone de un motor y un compensador de tipo militar —dijo Honor en voz muy baja—. Supongamos que tiene algo más militar a bordo. Algo que se escondía debajo de un falso casco.

McKeon la miró fijamente, y poco a poco su rostro palideció.

—¿Una nave de camuflaje?

—La OIN dice que han detectado algunas naves de carga fuertemente armadas —dijo Honor con el mismo tono—. Podría ser una de esas, pero también sabemos que usaron naves incursoras camufladas como mercantes cuando fueron a por la Estrella de Trevor y a por Sheldon. —Lo miró con intensidad a los ojos—. Y si es una nave de camuflaje, podría estar mejor armada que nosotros incluso sin contar las modificaciones que hicieron a nuestro armamento.

—Y es muchísimo más grande que nosotros —coincidió McKeon con pesar—. Eso puede querer decir que tienen muchísimo más espacio para munición que nosotros.

—Exacto —Honor respiró profundamente, con las ideas zumbando como trozos de hielo afilados—. Avise a Rafe y después consulte nuestra base de datos y vea si tenemos algo a bordo sobre las naves de camuflaje que sepamos que Haven ha usado en el pasado.

—Sí, señora.

—Y avise también a Dominica —Honor esbozó una sonrisa fría y amarga—. Puede que dentro de muy poco nuestro oficial de control de daños tenga las manos llenas.