28
—Control APN, aquí el Halcón. Llegando. TEL[19] al origen de la última, señal de Sierra-Uno-Uno en tres minutos. ¿Tienen más información para nosotros?
El capitán Nikos Papadapolous echó una mirada atrás mientras esperaba una respuesta. A pesar de los estrechos límites de la pinaza el sargento mayor Jenkins y el teniente Kilgore ya tenían a la mayor parte de las tres escuadras del tercer pelotón con la armadura de batalla puesta. Otros marines, corpulentos dentro de su armadura corporal sin motor, se emparejaban con otros soldados con armadura de batalla, repasando listas de control en los monitores externos. De fondo, un parloteo de órdenes secas y sonidos de los equipos metálicos invadía el amplio compartimento de tropas.
La comandante médica Suchon se sentaba justo detrás del capitán, inclinada hacia delante en su asiento. Su oscuro rostro era ahora de un pálido enfermizo y apretaba su equipo médico de emergencia contra su peto acorazado, con manos como garras.
—Halcón, Control APN —dijo de pronto una voz, haciendo que Papadapolous regresara al panel—. Negativo, no hay información.
—Control APN, aquí Halcón, recibido. No hay información adicional. Los mantendremos informados.
—Gracias, Halcón. Y buena caza. Control APN, corto.
—Halcón corto —respondió Papadapolous, devolviendo su atención al visor topográfico que tenía al lado. No podían saber con precisión dónde había caído Sierra-Uno-Uno, pero tenían una idea bastante aproximada. Por desgracia, el terreno parecía poco prometedor, por decir algo. Una persona se detuvo detrás del capitán y este se volvió para encontrarse con el alférez Tremaine.
—Nuestra gente de sensores ha detectado un par de fuentes de energía ahí abajo, señor —dijo el alférez—. Ya hemos retransmitido los datos al Control APN.
Tenía aspecto tenso pero se inclinó casi tímidamente para pulsar unos botones en el visor del mapa de Papadapolous. En este aparecieron dos pequeños puntos, separados entre sí apenas cinco kilómetros. Los dos eran débiles, pero uno parpadeaba, mucho más tenue que el otro. El capitán los estudió durante un momento con el ceño fruncido, y después señaló al que parpadeaba.
—Ese es Sierra-Uno-Uno —dijo con certeza.
—¿Cómo puede estar seguro, señor?
—Mire el terreno, Sr. Tremaine. Este —Papadapolous volvió a señalar al mapa— no solo es el más débil, sino que además está en medio de un valle que ofrece el único terreno llano en kilómetros. Pero este —dijo, refiriéndose ahora al otro— está justo en lo alto de una colina. O debajo de ella —añadió en tono pensativo.
—¿Debajo?
—Solo es un rastro, Sr. Tremaine, y el terreno sólido constituye un escudo bastante bueno contra los sensores. Enterrarlo tendría sentido, pero si eso es lo que hicieron, no se les da demasiado bien. Nosotros podemos verlo, y algo atrajo al Sierra-Uno-Uno a descender hasta que los zancudos pudieron alcanzarlo. Tal vez detectaron esta otra fuente y se acercaron para echar un mejor vistazo.
—Ya veo. —Tremaine contempló la sospechosa señal, endureciendo su cara juvenil al recordar otro asalto a una fuente de energía en el Despoblado. Se frotó la barbilla y volvió a dirigirse al marine—. ¿Cree que se trató de un señuelo? ¿Que atrajeron a la APN a propósito?
—Es posible —concedió Papadapolous—, pero me inclino a pensar que fue un simple descuido. No veo ninguna razón por la que quieran comenzar su «insurrección» aquí, en el quinto pino, ¿y usted?
—No, señor. Pero con su permiso haré que avance una de las pinazas para vigilar esa fuente. Eso todavía nos dejará dos para apoyar a sus hombres, pero si algo allá abajo atrajo a propósito la atención de la APN y ahora trata de largarse, lo atraparemos.
—Creo que es una idea excelente, Sr. Tremaine —dijo Papadapolous—. De hecho…
—Halcón, aquí APN-Dos —la voz de Barney Isvarian atrajo de nuevo la atención del capitán a su enlace de comunicaciones.
—APN-Dos, aquí Halcón. Adelante —dijo secamente.
—Nikos, aún estamos a quince minutos de distancia, pero estoy consultando los datos de los sensores de la Armada. Creo que la fuente del oeste tiene que ser los nuestros. ¿Está de acuerdo?
—Afirmativo, mayor.
—¿Cuáles son sus intenciones?
—Voy a soltar mi primer escuadrón de exploradores en… —Papadapolous miró el cronómetro y lo cotejó con el panel de estado del primer escuadrón del tercer pelotón— noventa y cinco segundos. Acordonarán el área alrededor del lugar del supuesto impacto y buscarán supervivientes como primer objetivo. El resto de mi gente se trasladará veinte klicks al sur-sureste junto al risco Uno-Tres-Cinco. En ese punto disponemos de un valle alargado bastante adecuado, que va de norte a sur y tiene laderas escarpadas. Trataremos de formar un tapón en él para retener al enemigo; y después convertirlo en un matadero.
—Comprendido. Tengo conmigo dos compañías. Soltaré una de ellas junto a su fuerza principal y después utilizaré el antigravitatorio para trasladar las otras al norte. Puede que logremos venirles por detrás y atraparlos entre todos si tratan de huir. —Hubo una pausa y Papadapolous se preparó para la pregunta que sabía que venía a continuación. Llegó en voz baja—. Nikos, ¿hay algún signo de que la gente de la teniente Malcolm siga viva ahí abajo?
—Negativo, mayor —la voz de Papadapolous resultó seca e Isvarian suspiró a través del comunicador.
—Hágalo lo mejor que pueda, Nikos —dijo.
—Así será, señor. —Sonó un timbre áspero y sobre la escotilla de desembarque de la pinaza destelló una fuerte luz—. Vamos a soltar el primer escuadrón ahora, mayor. Lo mantendremos informado. Halcón, corto.
El sargento Tadeuz O’Brian saltó desde la escotilla abierta y se sumergió en mil metros de aire mientras la pinaza lo dejaba atrás. Cayó a plomo, con el resto de su escuadra cerca, detrás de él, y activó su manto gravitatorio. No se trataba de una unidad antigravitatoria común, no había espacio para tanto, así que en vez de eso el manto generaba una fuerza ge-negativa en el extremo del arnés de sujeción. O’Brian gruñó involuntariamente como si le pateara con todas sus fuerzas una mula enfadada, Pero estaba acostumbrado a ello y ni siquiera parpadeó. En vez de eso encendió los propulsores de su armadura y se giró en el aire (un movimiento casi instintivo tras interminables horas de entrenamiento con la armadura), para concentrar sus sensores y los prismáticos electrónicos incorporados sobre la despedazada susunga de la APN. Ni siquiera los sensores del traje de explorador bastaban para conseguir una lectura a través del destrozado casco, pero al sargento se le tensó la cara al comprobar los cuerpos esparcidos por toda la zona.
Debía de haber trescientos o cuatrocientos zancudos muertos sobre el suelo de musgo, la mayoría de ellos mutilados y desgarrados por los pesados dardos de pulsos de los cañones dorsales de la susunga. No estaban solos, y O’Brian tuvo que retener las arcadas al ver el primer cuerpo humano. Parecía como si al menos uno de los agentes de la APN hubiera tratado de escapar y lo hubiesen capturado en campo abierto; sus armas descansaban cerca de los macabros restos de lo que había sido un hombre. O’Brian rogó porque ya hubiese estado muerto cuando los zancudos lo atraparon, aunque los cuchillos que atravesaban sus miembros para clavarlo al musgo sugerían que no había sido así.
El exoesqueleto acorazado del sargento amortiguó el impacto al tocar tierra, y O’Brian comprobó su panel. Tenía buen aspecto, estaba siendo un descenso de libro. Las boyas del escuadrón brillaron perfectamente alineadas, rodeando la susunga, y preparó su fusil de pulsos.
—Sharon, encárgate del perímetro de seguridad. Me llevaré a la gente de Bill para inspeccionar la susunga.
—De acuerdo, sargen —respondió la voz de la cabo Sharon Hillyard a través de los auriculares. Hillyard era dura como una roca, joven pero ya con siete años de servicio a sus espaldas, y aun así detectó su alivio—. Stimson, Hadley —llamó a los dos artilleros de plasma de su sección—, tomad ese risco al norte y preparaos para cubrirnos. Ellen, quiero que tú y…
O’Brian desconectó de ella e indicó a su otro cabo y a los cinco miembros de la segunda sección del escuadrón que se distribuyeran a sus flancos mientras él avanzaba hasta los restos.
Era mala cosa. De hecho, era peor de lo que se había temido. La artillera de la susunga había sido extraída a la fuerza de su destrozada torreta y resultaba difícil darse cuenta de que aquello había sido humano, y se tragó la repugnancia para poder seguir avanzando en el terreno empapado de sangre. Iba a costarles bastante a los forenses identificar los cuerpos, pensó. Y primero tendrían que juntar todos los trozos.
Llegó hasta un agujero abierto en el lateral de la susunga y los sensores de audio de su armadura detectaron los chisporroteos y chispazos de los circuitos destruidos, pero ni un solo sonido de vida emanaba del interior. Respiró profundamente e introdujo su torso acorazado para contemplar aquella aberración.
Se retiró de inmediato y tragó con fuerza. Su pálido rostro se había llenado de sudor. Nada a este lado del infierno debería ser así, dijo una vocecita en medio del horror que atravesaba su mente. Cerró los ojos y luego se obligó a mirar de nuevo, tratando de pretender que no era más que una escena del WD, nada real.
No le funcionó. El interior de la susunga estaba salpicado y embadurnado de rojo, como si unos locos con cubos llenos de sangre hubieran armado una juerga allí dentro. Las consolas estaban partidas y machacadas, y allí donde mirara solo veía trozos de personas. El popurrí mutilado y devastado de miembros, torsos y cabezas cortadas sin ojos le llenó de algo peor que el horror, pero se obligó a atravesar por completo el agujero. Dejó a un lado sus emociones, negándose a pensar y confiando solo en el instinto y en su entrenamiento para avanzar a través de toda la susunga.
No había supervivientes, y mientras se esforzaba por no pensar en la horrible pesadilla que lo rodeaba en su registro, se alegró. Se alegró de que nadie hubiera sobrevivido a la matanza de los zancudos. Completó su barrido con nervios de acero y se giró para salir, tenso, de los restos del aparato. Un pensamiento horrorizado le atravesó la mente: Dios santo, Dios santo que estás en los Cielos, ¿qué podía empujar a quien fuera a hacer lo que le habían hecho a esa gente?
Se detuvo ya en el exterior del fragmentado casco y se cerró la armadura, para poder dejarse caer sin fuerzas, sostenido por ella. Cerró los ojos y luchó para controlarlas lágrimas. Respiró agitada y profundamente, agradecido al menos de ese entorno sellado que lo aislaba del hedor a sangre y muerte que sin duda lo rodeaba, hasta que al fin pudo volver a abrir los ojos. Entonces se aclaró la garganta.
—No hay supervivientes —comunicó a su escuadrón. Hasta a él le pareció una voz oxidada y vieja, y apreció que nadie hiciera preguntas Conmutó al canal de mando.
—Halcón-Cinco, aquí Halcón-Tres-Tres —dijo, y esperó.
—Halcón-Tres-Tres, aquí Halcón-Cinco —replicó el sargento mayor Jenkins—. Adelante.
—Halcón-cinco, no hay supervivientes. Repito, no hay supervivientes.
—Halcón-cinco recibido, Halcón-Tres-Tres. Permanezca a la escucha.
O’Brian siguió de pie, dando decidido la espalda a la susunga y sin enfocar la vista sobre nada, mientras Jenkins hablaba con el capitán Papadapolous. Entonces se puso el propio capitán.
—Halcón-Tres-Tres, aquí Líder Halcón. Entendido, no hay supervivientes. ¿Hay algún signo de nativos hostiles aún en su zona?
—Negativo, Líder Halcón. Tenemos varios centenares muertos, pero nada de vivos hostiles. —Empezó a decir algo pero se detuvo al ver que la boya de Hillyard parpadeaba con un código de llamada—. Permanezca a la escucha, Líder Halcón —volvió a cambiar de canales—. ¿Sí, Sharon?
—He estado escuchándolo, sargento. Puede que quiera decirle al patrón que no veo ningún fusil por el suelo. Parece como si hubieran despojado a sus muertos antes de marcharse.
—Recibido, Sharon. —Volvió a conectarse con la red de mando de la compañía—. Líder Halcón, aquí Halcón-Tres-Tres. Informo de que no vemos fusiles zancudos en el suelo. Parece que se los quitaron a los muertos antes de partir.
—Entendido, no hay fusiles en el suelo, Halcón-Tres-Tres. Puede que tengan más gente que armas. ¿Hay signos de que también hayan recogido las armas de la APN?
—Negativo, Líder Halcón. Han… estado aquí el tiempo necesario para ello, pero he visto varios fusiles de pulsos y armas cortas. Parece probable que no supieran cómo utilizarlos.
—Eso esperemos, Halcón-Tres-Tres. Muy bien, tenemos una nueva misión para ustedes.
La primera oleada de susungas de la APN pasó por encima de sus cabezas, girando hacia el sur para colocar sus tropas por detrás de la ola de medusinos que avanzaba hacia el río de las Tres Bifurcaciones y los enclaves. O’Brian los observó, notando el modo en que se ladearon bruscamente para clavar la mirada en el suelo al cruzarse con el profanado lugar de descanso del Sierra-Uno-Uno. Papadapolous volvió a hablarle.
—La Armada me informa de que hay otro foco de energía a cinco-punto-tres klicks de ustedes, recto en dirección cero-tres-nueve. Eso debe de ser lo que atrajo a la APN de modo que pudieran alcanzarlos, así que investigarlo podría ser tan importante como detener a los zancudos. El alférez Tremaine tiene una pinaza situada justo encima, pero ustedes son las tropas de tierra más cercanas. La Armada está en el canal cuatro, identificador Águila-Tres, preparados para apoyo a tierra si lo necesitan. Compruébelo e informe. Queremos a todos los que encuentre allí. ¿Recibido?
—A la orden, Líder Halcón. Halcón-Tres-Tres recibido. Inspeccionar fuente de energía a cero-tres-nueve, tomar la zona e informar. Armada: identificador Águila-Tres. Allá vamos, señor.
—Bien, Tres-Tres. Manténganme informado. Halcón Líder, corto.
—Halcón-Tres-Tres, corto.
O’Brian conectó de nuevo con la red del escuadrón al tiempo que cogía su mapa. Si había una fuente de energía ahí arriba tendría que estar bajo tierra, pero él y su gente tenía los sensores necesarios para encontrarla.
—Sharon, Bill, ¿habéis recibido eso?
—Sí, sargen —respondió Hillyard, secundada por el cabo Levine.
—De acuerdo. Bill, quiero a tu sección allí. Estaos alerta y vigilantes. Si tenemos a extraplanetarios en esto, puede que busquemos también armas extraplanetarias, así que acordaos de lo que pasó cuando la APN llegó a aquel laboratorio.
—No se preocupe, sargen.
—Sharon, pon a Stimson y Hadley en los flancos para cubrir a Bill, pero quiero que el resto de tu sección vigile nuestras seis. ¿Entendido?
—Por supuesto, sargen… —replicó Hillyard. Se detuvo un momento y añadió—. Sargen, ¿ha dicho el patrón que quería a esa gente viva?
—Él no lo ha dicho y yo no se lo he preguntado —respondió O’Brian secamente. El silencio que obtuvo como respuesta resultó elocuente—. Muy bien, gente, movamos el culo.
El escuadrón de marines acorazados se alejó de aquel lugar de horror, en dirección este.
—Líder Halcón, aquí Halcón-Tres. Halcón-Tres-Dos informa de movimientos en su dirección, desde cero-tres-siete.
La voz del teniente Kilgore era suave, como si tratara de evitar los oídos medusinos. Papadapolous contempló su visor en el puesto de mando de urgencia y asintió para sí. Parecía que el mayor Isvarian estaba en lo cierto en cuanto al efecto que tenía la mekoha sobre los zancudos. Esos bastardos estaban trazando una línea recta desde el lugar de la emboscada hacia los enclaves, y eso no decía mucho en su favor, al menos en lo que se refería a precaución o previsión. Ante lo cual el capitán Nikos Papadapolous no tenía nada que objetar.
—Líder Halcón recibido, Halcón-Tres. Siga replegándose con su gente y manténganse apartados de nuestras líneas de fuego.
—A la orden, Líder Halcón.
—Líder Halcón a todos los Halcones. Elementos hostiles aproximándose desde cero-tres-siete. Prepárense para disparar a mi señal.
Alzó la mirada al oír ruido de metal y plástico. Media docena de médicos de la APN de Isvarian se afanaban a todo trapo por montar un puesto de socorro de urgencia, y Papadapolous frunció el ceño. Hizo una señal a la sargento del cuarto pelotón, que estaba a su lado.
—¿Sí, señor?
—¿Dónde está la Dra. Suchon, Regiano?
La sargento Regiano miró a un lado por un instante y luego se enfrentó a la mirada de su superior.
—Está en el mismo lugar donde nos dejó la lanzadera, señor —Papadapolous ladeó la cabeza peligrosamente y la sargento respondió a su muda pregunta—. Se niega a acercarse ni un metro más al frente, jefe.
—Ya veo. —Papadapolous respiró profundamente y endureció la mirada—. Sargento Regiano, regrese a la ZA e informe a la comandante Suchon, con mis disculpas, de que aquí se requiere su presencia. Si se niega a acompañarla al puesto de socorro, use cualquier método necesario (incluyendo la amenaza y la utilización de la fuerza) para traerla. ¿Entendido, sargento?
—¡A la orden, señor! —había una satisfacción no disimulada en los ojos de Regiano cuando saludó bruscamente y marchó hacia la retaguardia. Papadapolous contuvo una maldición, sacudió la cabeza y se obligo a dejar de lado en su mente la furia hacia Suchon y concentrarse en la tarea inmediata.
Se volvió hacia el monitor visual situado en las rodillas del sargento mayor Jenkins. Mostraba una vista de pájaro del valle, tomada desde una de las dos pinazas invisibles allá en lo alto, y la piel se le erizó al comprobar que el propio terreno parecía ondear hacia ellos. Los zancudos iban contra ellos formando una muchedumbre de más de dos kilómetros de ancho y tres de profundo, fluyendo a través del musgo como una enorme ola irregular. Debían de ser al menos diez mil, y eso era mucho más que lo que él había asumido en sus peores estimaciones. Incluso con los refuerzos de la APN, sus tropas eran superadas en número en un factor de treinta o cuarenta a uno, ¡y gracias a Dios que los habían pillado en terreno abierto en vez de entre los enclaves!
Había escogido aquel campo de batalla porque el valle era la apertura más amplia a través de una tortuosa cordillera que discurría de este a oeste, el camino más lógico para que los zancudos avanzasen hacia el sur. La ola de medusinos lo atravesaba exactamente como él había esperado. Comenzaron a congregarse al aproximarse al extremo meridional, y el capitán echó un último vistazo a su despliegue.
Una parte demasiado importante del plan descansaba en las armaduras de batalla del tercer pelotón, y deseó poder tener de vuelta el escuadrón de batalla de O’Brian para reforzar las líneas. Pero no podía. Necesitaba comprobar esa fuente de energía antes de que pudiera escapar nadie de allí. No había más remedio, pero eso dejaba el pelotón de Kilgore demasiado disperso. Su escuadrón con armadura pesada formó un tapón en el extremo sur del valle, junto a la unidad de fuego más potente de Papadapolous. Deberían ser capaces de defenderse sin problemas, en especial con el apoyo de la sección de armas pesadas del sargento Howell y las torretas de las susungas de Isvarian, que habían aterrizado. Pero eso solo dejaba a Kilgore un escuadrón de exploradores con el que vigilar el avance de los zancudos y cubrir ambos flancos, y eso no era ni de lejos lo bastante para tranquilizar al capitán.
Oyó gritos de bronca detrás, uno de ellos el estridente gimoteo de la primera doctora del Intrépido, y después algo que podría ser un golpe, pero se olvidó de ello para concentrarse en cosas más importantes. Los exploradores estaban en esos momentos retirándose por los laterales del valle, botando de un cobijo a otro con su traje de saltos, y se mordió un labio contemplándolos.
No le preocupaban los que llevaban armadura de batalla, pero el resto de sus tropas solo tenían armaduras corporales estándares, y la compañía de la APN que había traído el mayor Isvarian para reforzar a sus hombres iba aún menos protegida. Sin duda sus armas podían convertir aquel valle en una oda a las matanzas, pero incluso con apoyo aéreo, tantos enemigos podían lograr abrirse paso y que unos pocos lograsen salir de la zona. Parecía absurdo ante un armamento tan moderno. Todos los manuales que había leído, todas las conferencias que había escuchado afirmaban que unos aborígenes mal armados nunca podrían superar el no-va-más del armamento. Pero los manuales y las conferencias nunca se habían planteado enfrentarse a una horda como esa, precisamente porque el poder de ataque moderno convertía en un suicidio tal agrupamiento de tropas. Eso significaba que no tenía modo alguno de estimar cuántos daños podrían absorber los medusinos (en especial si todos se habían chutado mekoha) antes de romper la formación, y solo disponía, de una sección de exploradores acorazados en cada flanco para interceptarlos. Si estaban lo bastante drogados como para seguir avanzando, si lograban llegar hasta su gente poco protegida…
—Estate muy atento a los flancos, Gunny —le dijo en voz baja a Jenkins, y pasó a su canal con la Flota—. Águila-Uno, aquí Líder Halcón. Vigile las laderas. Si tenemos fugas quiero que vayan de inmediato a por ellas.
—Águila-Uno recibido, Líder Halcón —replicó el alférez Tremaine—. Vigilaremos sus flancos.
—Gracias, Águila-Uno —devolvió su atención a la pantalla del mapa, donde los códigos luminosos de enemigos hostiles comenzaron a introducirse en el valle. Otros quince minutos, pensó.
El teniente Liam Kilgore contempló la pantalla de su armadura con un ojo mientras comprobaba su fusil de pulsos con el otro. Sus exploradores habían cumplido su primera tarea al localizar a los zancudos, y luego habían retrocedido por delante de ellos sin que estos los vieran. Ahora era el momento de apartarse del camino y prepararse para romper huesos, y gruñó con aprobación cuando todos llegaron uno a uno a las posiciones que había asignado para tal contingencia. Sus hombres armados tenían encomendada la misión de interceptar cualquier fuga de zancudos y pararlos antes de que llegaran hasta la gente menos protegida que tenían detrás, pero ahí fuera había una enorme cantidad de hostiles. Deseó tener a su lado al escuadrón de O’Brian para ayudarlo a reforzar los flancos, pero incluso con O’Brian allí no habría bastado para reforzarlos lo suficiente. Además, aunque había un montón de zancudos, también disponían de mucha potencia de fuego en los riscos de arriba. Puede que bastara.
¡Dios, había un montón de aquellos bastardos! Más y más pasaban por delante, y ya no necesitaba los sensores de la armadura para verlos. La vieja visión original bastaba, porque los nómadas no trataban de ocultarse. Su afamada capacidad para moverse en silencio parecía haberlos abandonado, y sus sensores dé audio detectaron los sonidos estridentes y agudos de una especie de cantó bárbaro mientras avanzaban a grandes pasos con su extraño modo de caminar. Aproximadamente la mitad de, ellos eran de caballería y montaban en jehrns, esas extrañas bestias de monta verticales de los nómadas del hemisferio norte. El resto iba a pie, y todos ellos alzaban fusiles, espadas y lanzas (e incluso palos), y se insuflaban ánimo unos a otros. Hasta habían puesto bayonetas en la mayoría de esos fusiles. Había algo que resultaba espeluznante en sus ruidos enardecidos y en su obvia falta de preocupación por cualquier cosa con la que pudieran encontrarse. Kilgore casi se imaginó que podía percibir el punzante olor de mekoha emanando de ellos, y los infantes de marina no estaban hechos a la idea de enfrentarse a alguien que ni siquiera podía sentir dolor, y mucho menos miedo.
Por otro lado, se dijo con determinación; los zancudos no estaban acostumbrados a enfrentarse a la potencia de fuego de las armas modernas. Los esperaba una buena sorpresa y…
—¡Líder Halcón a todos los Halcones, entablen batalla! —rugió una voz, y Kilgore colocó el fusil de pulsos en posición sin pensarlo conscientemente. Su pulgar puso el selector en automático, no en el semiautomático habitual, y el meñique apretó el botón que seleccionaba la munición explosiva. Se detuvo durante apenas un latido, contemplando la masa de medusinos a través de unos ojos repentinamente mucho más fríos y distantes, y apretó el gatillo.
No fue una matanza, fue peor que eso. Los medusinos nunca habían oído hablar de dispersión; se apretujaban hombro con hombro, apelotonados hasta formar una única y enorme diana. Cualquier bala que fallase a uno tenía que acertar a otro.
El fusil de Kilgore rugió, con un retroceso casi imperceptible gracias a la armadura, al tiempo que su pequeña y poderosa bobina gravitatoria escupía una oleada de dardos de cuatro milímetros a corta distancia. Las explosiones de los dardos no fueron como los elegantes estallidos blancos de las prácticas en el campo de tiro, sino rojas y humeantes al partir los cuerpos medusinos en geiseres de sangre. Barrió su fuego sobre los enloquecidos nativos, vaciando todo un cargador ampliado de cien cartuchos en menos de veinte segundos, y el suyo era solo uno de los casi trescientos fusiles modernos que hacían trizas aquel mar rugiente.
Los dardos también pasaban silbando por encima de él desde las crestas de las laderas del valle, y el aplastante trueno de los pulsadores pesados multicañón de su tercer escuadrón destrozó a los medusinos desde el sur. Llamaradas de plasma incineraban zancudos a puñados cuando la sección de armas pesadas abrió fuego, y algunas de las tropas de la APN de Isvarian estaba armadas con lanzagranadas y lanzacohetes que esparcían miembros amputados y trozos de carne medusina por encima de musgo y piedras. Aquel valle rocoso era el mismísimo infierno, y ni siquiera la mekoha podía proteger por completo a los nativos del horror. Aullaban por la sorpresa y la agonía, sacudiéndose como hormigas en una llama. Pero incluso mientras caían, otros embestían hacia fuera, avanzando hacia las laderas con la increíble agilidad de sus tres piernas; cargaban de cabeza contra el fuego que los estaba haciendo pedazos.
Era increíble. Kilgore insertó un cargador nuevo en el fusil y también lo vació. Puso un tercero y abrió fuego de nuevo, con los oídos agarrotados ante la salvaje disonancia de chillidos y explosiones que bramaban en sus receptores de audio. ¡No podía creerlo, los zancudos estaban cargando tan rápido, con una formación tan apretada, que no podían matarlos lo bastante rápido para detenerlos! Cualquier oponente con sentido común se habría dispersado y huido ante tal fuego mortífero, pero los zancudos no. Eran una ola viviente, dispuesta a aceptar cualesquiera pérdidas a cambio de llegar hasta sus enemigos. Trepaban por encima de sus propios muertos y heridos, cada vez más arriba por las laderas de valle, y sus exploradores estaban demasiado dispersos como para poder contenerlos.
—¡Halcón-Tres, aquí Líder Halcón! ¡Retroceda, Halcón-Tres! ¡Despeje las laderas para la Armada!
—A la orden, Líder Halcón. —A Kilgore le sonó rara su propia voz a través del estruendo y la matanza. Era tranquila y serena, privada de toda emoción por el horror que tenía lugar delante de sus ojos, y se oyó pasando órdenes a sus exploradores. Abandonó su cobertura y notó que las rudimentarias balas silbaban y pasaban volando junto a su armadura como pedrisco cuando los medusinos al fin lo descubrieron. Su gente activó el mecanismo de salto y brincó muy por encima de las escarpadas laderas. Los marines y las tropas de la APN en lo alto vigilaron su fuego cuando repentinamente los exploradores acorazados atravesaron en zigzag sus líneas de tiro, y los zancudos gritaron su triunfo al atenuarse la avalancha de muerte. Cargaron contra los enemigos que habían puesto en fuga mientras sus compañeros del valle continuaban cayendo y muriendo ante el huracán de destrucción que surgía del extremo sur, y a Kilgore le resonaron los oídos cuando una bala de fusil impactó en su casco de armoplast, despidiendo un amasijo de plomo.
Pero los exploradores desaparecieron de la zona y las pinazas aullaron en picado, dando rienda suelta a los láseres y a los autopulsos. Barrieron los lados del valle, dejando tras de sí bombas de racimo y napalm, y los láseres y cañones araron un surco de diez metros de ancho de absoluta destrucción a través de los berreantes medusinos. Y dieron la vuelta para dar una nueva pasada. Y otra. Y otra y otra y otra… hasta que los muertos yacían amontonados en cinco o seis capas y no quedaba nada vivo en toda la pesadilla de fuego que era aquel valle de la muerte.
El sargento O’Brian oyó el repentino estallido del combate en la lejanía, pero su atención estaba en otros asuntos. Su escuadrón se agachaba y agazapaba en las posiciones de disparo a lo largo del poco profundo pero afilado risco. Contempló con sus binoculares la boca; de la cueva al otro lado del barranco.
De ella asomaba el morro de un aerocoche, y apretó los dientes al ver la boca de los pulsadores como colmillos a cada lado del hueco del tren de aterrizaje delantero. El aerodinámico vehículo no llevaba ninguna señal que él pudiera ver, y la presencia de esas armas pesadas lo convertía en ilegal incluso si hubiese estado registrado. El problema era lo que debía hacer al respecto; él no era ningún policía, y con el horror de la susunga de la APN aún fresco en la mente, no tenía ningunas ganas de actuar como uno.
Gruñó con decisión y pulsó el botón que apartó los prismáticos de su casco.
—Águila-Tres, aquí Halcón-Tres-Tres —dijo por el comunicador—. ¿Están listos para cazarlos si se escapan?
—Afirmativo, Halcón-Tres-Tres —respondió el comandante de la pinaza—. Pero no va a quedar gran cosa como evidencia si lo hacemos.
—Comprendido, Águila-Tres. Trataremos de mantenerlos en tierra, pero manténganse alerta.
—Lo haremos, Halcón-Tres-Tres. Buena suerte.
—Gracias… —O’Brian cambió a la red del escuadrón—. ¿Ves ese saliente encima del aerocoche, Stimson?
—Claro, sargento. —La respuesta del tirador fue lacónica, casi aburrida, pero O’Brian no se dejó engañar.
—Quiero esa cueva taponada con el aerocoche dentro. Puede ser una evidencia, así que tampoco quiero que quede destruido. ¿Crees que puedes hacer caer el saliente sobre su morro?
—Podría ser —respondió Stimson pensativo—, pero esa es una roca bastante fuerte y yo no apostaría mucho dinero a que lo logro desde aquí. Este amiguito mío no tiene tanta penetración, y desde esta posición el ángulo es malo. Aunque probablemente podría si descendiese un poco, sargento.
—¿Podrías lograrlo sin que te descubrieran?
—Puede dar la vuelta por el extremo norte del risco, sargento —sugirió Hillyard—. Esa dirección lleva a terreno accidentado y rocas.
—A mí me suena bien, sargento —aceptó Stimson.
—Hazlo, Stimson.
—Voy.
O’Brian gruñó satisfecho, pero los sensores de su armadura ya estaban detectando turbinas en marcha y otros ruidos de maquinaria procedentes tanto de esa cueva como de otra igual de grande que tenía justo debajo. Ahí podía haber más aerocoches, incluso vehículos de tierra.
—Hadley, vigila esa cueva inferior —dijo—, y si empieza a salir algo de ella, machácalo y a la mierda con las pruebas.
—Encantado, sargento.
—Sharon, cuando Stimson se encargue del aerocoche, quiero que te lleves al resto de la gente para cubrir ésa cueva pequeña de la izquierda. Bill, tú llévate a Parker y a Lovejoy a la que está más a la derecha. Turner y Frankowski, venid conmigo a la de en medio. Hadley y Stimson quedarán atrás para cubrirnos. ¿Todo el mundo lo tiene claro?
Le devolvieron un coro de asentimientos y O’Brian se obligó a esperar pacientemente mientras Stimson se deslizaba con cuidado hasta su posición. Parecía eternizarse, aunque sabía que la tardanza parecía más larga de lo que en realidad era. El retumbar de las armas allá al sur sé hizo aún más fuerte, y se mordió el labio al notar que la intensidad crecía. Debía de haber más de aquellos bastardos de lo que habían pensado. Trató dé no recordar lo que les habían hecho los zancudos a aquellos pobres desgraciados de la APN, de no imaginárselos haciéndoles lo mismo a su gente, y se concentró en la tarea que tenía ante sí.
—En posición, sargento —anunció la voz de Stimson.
—Entonces vuélalo —masculló O’Brian. Una incandescencia dolorosa para la vista destelló por debajo de él.
El rayo de plasma liberó su energía de modo casi instantáneo contra el reborde inferior del saliente pétreo. Del chamuscado punto de impacto se desprendieron arena vaporizada y gravilla de cuarzo brillante, pero el saliente aguantó… por un segundo. Y entonces otro rayo impactó en el agujeró. Nuevos fragmentos de roca y tierra se desvanecieron y el enorme saliente de piedra se quebró y cayó junto a la boca de la cueva. Chocó contra el aerocoche, bloqueando la cueva y aplastando el fuselaje del morro como una guillotina roma. O’Brian ya estaba en pie.
—¡Adelante! —gritó, y su escuadrón acorazado se lanzó en inmediata respuesta.
O’Brian cubrió la distancia que había hasta la boca central en menos de treinta segundos, y se echó a un lado para cubrirse tras una pared de sólida roca y polvo ante cualquier arma que pudiera estarlos esperando: Echó un rápido vistazo a su visor y gruñó satisfecho. Todos se habían aproximado a sus objetivos. Ahora alguien tenía que meter la cabeza dentro y rezar porque no se la volaran.
—Vigila mi culo, Turner —refunfuñó, y se deslizó con cuidado por el borde de la entrada.
Ante él se abría un canal de paredes rugosas, más parecido a un túnel que a una cueva. Avanzó por él lentamente, con el fusil a punto y los sensores alertas, y volvió a gruñir al detectar delante fuentes de energía adicionales. Así que esa era la base que estaban buscando… y en algún lugar de ella estaban los bastardos que habían entregado a los zancudos sus malditas armas. Tensó los labios formando una sonrisa voraz al pensarlo, pero se obligó a mantener su avancé lento y cauteloso.
La caverna giraba a la izquierda y se abría a un espacio mayor con luces al otro lado de la esquina. Se acercó furtivamente y estrechó los ojos al ver a una docena de humanos que tosían y se agazapaban detrás de una protuberancia de roca, pilas de latas de carga extraplanetarias y equipo de cargamento, rodeados de una nube de polvo y humo que el disparo de Stimson había introducido en la cueva.
Parecía como si hubiesen estado cargando el aerocoche para una evacuación urgente, pero había surgido un cambio de planes, pensó O’Brian fríamente. Ya no irían a ningún lado.
La mayoría llevaba armadura corporal, aunque no energética, y vio allí abajo algunas armas bastante pesadas, así como armas cortas y media docena de fusiles de pulsos. Por otro lado, su gente llevaba armadura de batalla completa y ninguno de esos bastardos sabía todavía que estaba encima de ellos, ¿verdad?
Empezó a apretar el gatillo y después se detuvo. No era policía, pero suponía que los jefazos querrían tener prisioneros. Y evidencias físicas.
—Solo disparos sólidos —murmuró al comunicador—. Tratad de no destrozar las cosas demasiado si tenéis que disparar, querrán pruebas, pero no toméis riesgos estúpidos.
Le llegaron las confirmaciones y apretó el dedo meñique, seleccionando los cartuchos no explosivos del cargador secundario. Respiró profundamente y se deslizó un poco más hacia delante, manteniéndose lo más agachado que pudo mientras Turner se colocaba a su derecha. Se movía tan cuidadosa y silenciosamente como él, y se situó en posición para guardarle la espalda. Se miraron los dos y O’Brian asintió.
—¡Tiren las armas! —ladró de repente. Su voz retumbó y reverberó por toda la caverna, enormemente amplificada por el altavoz externo de su armadura. La gente que tenía delante saltó del susto. Todos lo miraron, y dos o tres dejaron las armas en el suelo, alzando las manos por puro reflejo.
—¡No, maldición! —gritó alguien. Las cabezas se volvieron de repente y la pared de la cueva tres metros a la derecha de O’Brian brilló con unas luz cegadora y un terrible calor, cuando el hombre que había gritado disparó desesperado una carabina de plasma en su dirección. El sargento ni siquiera parpadeó, pero sus ojos brillaron con luz feroz y malévola. No pensaba repetir su exigencia de rendición. La boca de su fusil se inclinó ligeramente a la derecha y sonrió mientras apretaba dos veces el gatillo con fría resolución.
Los dardos no explosivos silbaron al cruzar la caverna a dos mil metros por segundo, y con el fusil de pulsos Tadeuz O’Brian era un tirador experto reconocido. La armadura corporal los paraba un poco, pero no podía detenerlos a una distancia tan corta, y golpearon con precisión donde él quería, un centímetro por debajo del ombligo del coronel Bryan Westerfeldt.
El sargento se mantuvo totalmente erguido, escuchando el repiqueteo de las armas al caer sobre la roca. Empezó a descender hasta la cueva, y el frío y amargo odio que tenía en el corazón deseó que los fantasmas de la masacrada patrulla de la APN pudieran oír los agudos y desgarradores gritos del bastardo destripado que estaba muriéndose en el suelo delante de él.