27
La teniente Frances Malcolm, de la Agencia de Protección de los Nativos de Medusa, se estiró y bostezó en su asiento envolvente. La susunga se deslizaba por encima de las rugosas colinas, zumbando por encima de los interminables kilómetros de musgo y acompañada del suave murmullo de sus turbinas, cuando algo resonó tras ella. Se giró en la silla para ver cómo el cabo Truman, el artillero de la susunga, salía de su torreta dorsal.
—Lo siento, Franny —Malcolm contuvo una mueca. Al igual que Barney Isvarian, ella era una ex-marine, pero la APN no daba demasiada importancia a las formalidades puntillosas, y Truman había sido policía, transferido allí desde la policía municipal de San Giorgio en Mantícora. Frances ya se había rendido en sus esfuerzos de convertirlo en algo que recordara a un soldado, no merecía la pena. Y pensándolo bien, se dijo a sí misma con intensidad, probablemente tampoco había razón para ello. La APN no era el cuerpo, pero aunque sus miembros podían parecer informales vistos desde fuera, sabían mantener la calma cuando alguien los metía en problemas.
—He olvidado mi termo —prosiguió Truman. Recogió el contenedor aislante y volvió a brincar para encaramarse de nuevo al puesto de disparo elevado. Ya en él, Malcolm le oyó abrir el termo y verter el café con un borboteo. Frances sacudió la cabeza con una leve sonrisa. No, esto decididamente no era el cuerpo.
—Aproximándonos a la marca de trescientos klicks, Franny —comentó su piloto, haciendo que Malcolm asintiera. Estaban siguiendo un patrón normal de barrido desde que salieron del Delta, y eso había reducido su avance a poco más de setenta y cinco kilómetros por hora. Le daba la sensación de que apenas se arrastraban, en especial a la vista de la urgencia con la que había insistido Isvarian en su reunión, pero al menos se acercaban ya al límite de la distancia máxima estimada desde la que podía haber venido el nómada. Y, pensó, podía decir con seguridad que no había ningún gran grupo de medusinos armados con fusiles en el área que ellos habían barrido. Nadie podía ocultar tantos cañones metálicos de fusiles o cuerpos calientes de sus sensores, y…
—¿Qué es eso? —la voz del sargento Hayabashi se coló en sus pensamientos y Malcolm alzó la cabeza. El sargento estaba estudiando sus instrumentos y Malcolm sintió que se le tensaban los labios al ver el brillante cursor parpadeando en la pantalla de Hayabashi.
—Es una fuente de energía —dijo, sin que fuese necesario—. Podría ser el sistema eléctrico de un aerocoche, o quizá un pequeño generador.
—Sea lo que sea, no debería estar ahí. ¿No es así? —pregunto Hayabashi, y Malcolm sacudió la cabeza.
—No. Pero no saquemos conclusiones precipitadas, sargento —dijo con su voz más juiciosa—. Se supone que estamos buscando nativos en estado de guerra. Esto podría ser que alguien ha tenido que aterrizar con un fallo mecánico.
—Sí, y yo podría ser mi tía solterona —replicó Hayabashi, provocando que Malcolm esbozara una mueca ante el agrio tono del sargento—. En todo caso, debe…
El sargento se interrumpió al desaparecer el cursor. Pulsó unas teclas y frunció el ceño dirigiéndose a la teniente.
—Algo ha cortado la señal, señora —informó.
—Ya lo veo —Malcolm ajustó sus propios sistemas—. Hemos perdido la LV[18]. Puede que alguna cordillera lo tape… o quizá esté oculto detrás de algo y hayamos detectado un pico por casualidad.
—¿Oculto? —Hayabashi le dedicó una mirada mordaz y ella se encogió de hombros.
—No he dicho que creyese que fuera inocente, sargento, solo que podría serlo —Malcolm se dirigió a su piloto—. Retrocedamos en círculo, Jeff. Y desciende hasta unos cien metros o así. Quiero una imagen visual de este lo-que-sea, si podemos detectarlo.
—Dando la vuelta para regresar —replicó el piloto. La susunga dio media vuelta en un giro cerrado y Hayabashi gruñó al pasar a visual.
—Vaya, mierda —murmuró un momento después, esbozando una sonrisa—. Lo siento, señora, pero usted estaba en lo cierto, ¿ve eso?
El dedo del sargento pulsó una tecla y Malcolm inclinó el cuello para mirar. Sus ojos se estrecharon al ver el morro del aerocoche cubierto de camuflaje, estacionado en lo que parecía la apertura de una cueva natural. Sacudió la cabeza y comprobó sus sensores térmicos y magnéticos. No había ninguna señal en ellos y volvió a dirigirse al piloto.
—Mantennos encima, Jeff. Y estate alerta, Truman —añadió, mirando hacia atrás por encima del hombro mientras activaba su enlace de comunicaciones con el Control de la APN—. En realidad no espero problemas, pero recordad el asalto al laboratorio. Esto resulta enormemente sosp…
Una alarma chilló en su consola y se incorporó asombrada. De repente, las señales magnéticas se dispararon y con ellas vinieron las fuentes de calor. Brotaron por toda la pantalla como un rayo térmico, casi como si salieran de la propia tierra… y eso, como comprendió un instante después, era precisamente lo que estaban haciendo. La cueva del aerocoche solo era una entrada a lo que debía de ser un enorme sistema de cavernas casi debajo de la susunga, y los nativos estaban saliendo en masa, como si su regreso para estudiar el aerocoche hubiese sido una especie dé señal.
Y estaban disparando. Del musgo surgieron volutas de humo como setas, juntándose hasta formar una increíble alfombra de niebla gris blancuzca. La susunga se zarandeó con fuerza cuando cientos de proyectiles de dieciocho milímetros golpearon su panza, y alguien detrás de Malcolm gritó.
La susunga no estaba blindada. Sus compuestos eran firmes y elásticos, pero no valían de armadura, y cada vez más balas perforaban su superficie. Oyó a Truman soltando tacos en un falsete agudo e incrédulo, pero su torreta de pulsos ya estaba en acción, y cada cañón escupía dardos explosivos de quince milímetros encerrados en chaquetas cerámicas fragmentarias, a un ritmo de más de mil cartuchos por minuto. Sus disparos atravesaban el suelo como una llamarada, haciendo saltar musgo y medusinos con igual despreocupación, pero aun así solo podía disparar en una dirección, y cada vez salían más y más nativos armados de otros agujeros en tierra.
Las turbinas gimieron cuando el piloto las puso a toda potencia, pero llegaba demasiado tarde. El sargento Hayabashi pegó un salto en su asiento con un grito ronco, sacudiéndose en explosivos gruñidos de agonía cuando un fuerte impacto le atravesó verticalmente el cuerpo. Le salió por los hombros, esparciendo sangre y tejidos por el techo de la cabina, y el sargento cayó sin aliento sobre sus pantallas. Malcolm olió a sangre y al hedor de los órganos destrozados, y entonces se abrieron agujeros irregulares a través del revestimiento de la turbina de estribor. El motor comenzó a expeler la brillante y ardiente llama del hidrógeno inflamado.
Nada de eso era real.
La impresión y el horror martilleaban en el centro de su cerebro, pero sus manos se movieron con vida propia. Ni siquiera le temblaron los dedos, y su voz era muy tranquila al llevarse a los labios la jirafa del micrófono.
—Centro APN, aquí Sierra-Uno-Uno. Mi posición es tres-cero-cero kilómetros al norte del río de las Tres Bifurcaciones. —La turbina dañada explotó, envolviendo en llamas todo un lateral del fuselaje, hasta que el desesperado piloto cortó la alimentación de hidrógeno. Malcolm notó que la susunga comenzaba a vibrar con un armónico extraño y alocado, cuando la increíble salva de primitivas balas arrasaba sus bobinas gravitatorias—. Estoy bajo fuego de nativos armados. Tenemos pérdidas. Vamos a caer. —Truman chilló y cayó de su torreta, apretándose una herida en el estómago de la que manaba mucha sangre, y los pulsadores pesados quedaron en silencio.
—¡Puestos de emergencia! —gritó el piloto, pero siguió luchando contra sus inertes mandos. Cada segundo que lograra mantener su abatida nave en el aire ponía más distancia entre él y los medusinos que trataban de matarlo.
—Repito, Sierra-Uno-Uno abatido, Control APN —dijo Malcolm con la misma voz serena e ilógicamente tranquila—. ¡Requerimos auxilio! ¡Repito, requerimos auxilio!
Se quitó los auriculares de comunicación y se arrastró al lado de Truman, que aún chillaba y se retorcía de dolor, en dirección a la torreta dorsal. Se impulsó hasta meterse en ella, luchando contra las sacudidas y cabeceos de la agonizante susunga, y logró encajar sus hombros en el arnés antimpactos que debería haberse puesto Truman. Las correas descendieron y se cerraron, sus manos encontraron las empuñaduras de disparo y vertió un tornado de fuego sobre la muchedumbre aullante de medusinos que cargaba hacia el único lugar despejado en el que el piloto podía tener la esperanza de aterrizar.
Chocaron con un golpe demoledor, y Malcolm se aferró a sus armas, gruñendo de dolor cuando las tiras del arnés se le clavaron en la carne. Oyó a alguien más gritar, pero el piloto sabía lo que se hacía. La susunga cabeceó a ras de tierra formando un arco de musgo arrancado, despidiendo trozos y piezas en una nube humeante de polvo, pero a pesar de todo, estaban en tierra e intactos.
Y miles de enloquecidos nómadas medusinos cargaban directamente contra ellos.
Malcolm oyó sollozos, quejidos y borboteantes aullidos de su herida y agonizante tripulación, pero también escuchó abrirse de un portazo las portillas de disparo y el gemido agudo y chillón del primer fusil de pulsos. Se había golpeado la cabeza con algo durante ese deslizamiento escorado y sin control, a pesar del arnés de seguridad, y la sangre que le caía de la frente le tapaba el ojo: izquierdo, pero con el derecho veía bien. La luz de energía aún brillaba en las armas gemelas de la torreta, y el engranaje de los estabilizadores zumbó suave cuando pisó el pedal.
Cruzó el fuego, barriendo de un lado a otro de esa increíble oleada de cuerpos. Los mató a puñados, a cientos, y seguían viniendo. Saltaron chispas de la torreta al golpear más balas la susunga. Algunas venían de detrás, y trozos de plástico desprendidos le hicieron cortes en la cara, arrancados de la superficie interna de la gruesa cubierta exterior de la cabina, pero Malcolm se aferró a los gatillos y vertió su fuego sobre la rugiente multitud. Aún estaba disparando cuando los palos y las culatas de los fusiles aplastaron la torreta y decenas de manos medusinas la extrajeron de ella.
Los cuchillos esperaban.
La terminal de comunicaciones sonó rompiendo la paz del escritorio de Honor.
Esta salió de la ducha, secándose vigorosamente su corta mata de pelo, se puso el quimono encima de su aún mojada piel y pulsó el botón para aceptar la llamada.
—¿Capitana? —Se trataba de Webster, y los nervios de Honor se tensaron al detectar la alarma en su voz—. Llamada prioritaria del teniente Stromboli, señora.
—Pásemela.
—A la orden, señora. —Webster desapareció de la pantalla, sustituido por el preocupado rostro de Max Stromboli.
—¿Qué ocurre, teniente? —Honor mantuvo deliberadamente su tono de voz más grave de lo usual y habló Con lentitud. El teniente tragó saliva.
—Señora, pensé que querría saberlo. Hace unos quince minutos recibimos unos mensajes de una susunga de la APN. Decían que estaban bajo fuego de los zancudos y que se precipitaban a tierra. Después se cortó la señal. Control Aéreo sigue tratando de recuperarlos, pero no recibimos nada.
—¿Era la patrulla del mayor Isvarian? —la voz de Honor se hizo repentinamente más aguda, a pesar de su autocontrol.
—Sí, señora, creo que sí. Y… —Stromboli se interrumpió y apartó la mirada unos segundos, como si alguien le dijera algo fuera de campo, para volver a mirar después a Honor—. Señora, no sé si guarda relación (no veo cómo podría), pero ese carguero havenita, el Sirio, acaba de empezar a salir de órbita y, desde luego, no nos lo ha comunicado.
Al mirar a su propia pantalla, Stromboli parecía más sorprendido que preocupado por este último dato mientras se lo comunicaba a su capitana, pero Honor sintió que le hormigueaba la piel. La misma certeza que la embargaba cuando captaba una complicada maniobra táctica la invadió ahora, y todas las piezas encajaron al instante y de modo intuitivo. No podía ser. ¡La mera idea resultaba absurda! Pero a la vez era la única respuesta qué explicaba mínimamente los datos conocidos.
Stromboli se apartó involuntariamente del comunicador, al ver corrió los ojos de su capitana se endurecían al comprenderlo. Ella se fijó en su reacción y se obligó a sonreírle.
—Gracias, teniente. Ha hecho bien. Yo me encargo.
Cerró la conexión y levantó una cubierta de plástico transparente situada al lado del terminal. Solo el terminal del camarote del capitán poseía esa caja, y Honor apretó el pulgar a fondo en el gran botón rojo que contenía.
El ululante aullido de la alarma a los puestos de batalla del Intrépido resonó a través del casco del crucero ligero. La tripulación se cayó de sus literas, volcó tazas de café, saltó de los comedores, tiró al suelo naipes y libros y salió disparada hacia sus puestos. Aquel estridente sonido eléctrico resultaba brutal, y estaba diseñado para meterse dentro de los huesos de cualquiera y quedarse ahí. Solo un muerto podría ignorarlo.
Honor dejó que sonara la alarma y pulsó el intercomunicador con el puente. Panowski era él oficial al cargo y, al reconocerla, los ojos se le abrieron como platos.
—Encienda los motores, ¡ya, teniente! —espetó.
—¡A la orden, señora! —Panowski llegó a saludar a la pantalla y después se pasó la lengua por los labios—. ¿Qué estamos haciendo, capitana? —se le escapó, y ella lo cortó de un gesto.
—Se lo explicaré más tarde. Haga qué Comunicaciones contacte con la dama Estelle. Hablaré con ella en cuanto llegue al puente. ¡Ahora vamos con ese motor, teniente!
Cortó la comunicación y se giró hacia su propia taquilla. La abrió de un golpe y sacó su traje de vacío, echando a un lado el quimono con el mismo movimiento. Se sentó en el borde de la cama y metió los pies en el traje. Los trajes de vacío de la Armada no eran mucho más incómodos que los trajes de submarinismo de la era pre-espacial, a diferencia de las indumentarias rígidas de los mineros de meteoritos y los obreros de la construcción, y Honor se alegró de ello mientras se conectaba los aparatos a toda prisa y tiraba del traje para que le resbalara por la piel, aún mojada de la ducha. Metió los brazos en las mangas, lo selló y cogió el casco y los guantes de la taquilla, al tiempo que sus ojos comprobaban los chivatos del traje, asegurándose de que todos estuvieran en verde.
Nimitz había saltado de su rincón en cuanto empezó a sonar la alarma. Había pasado por aquellos simulacros tantas veces como ella, y se escurrió por el camarote hasta el trasto con forma de caja que ella había fijado al mamparo, justo debajo de su placa de planeo, inmediatamente después de llegar a la nave. Esa caja no era de la Armada y le había costado a Honor una pequeña fortuna, puesto que era un módulo de soporte vital construido a medida, adecuado al tamaño de Nimitz y equipado con la misma boya de búsqueda y rescate que los trajes de vacío de la Armada. Su soporte vital era apto para cien horas, y la puerta se cerró automáticamente tras el animal en cuanto se metió en él. No podía abrirlo desde dentro, pero, a no ser que algo lograra un impacto directo en la caja, podría sobrevivir incluso si los daños de la batalla exponían el camarote al espacio.
Honor se detuvo para dar al cerrojo de la puerta del módulo una palmada de comprobación, y después desapareció por la escotilla y se dirigió a la carrera hacia el ascensor.
La alarma dejó de sonar mientas ella estaba en el ascensor, y cuando la puerta de este se abrió en el puente, se obligó a avanzar de modo enérgico pero confiado. Todos los puestos tenían su ocupante, y oyó de fondo las voces que iban informando de su estado de «listo». El panel de batalla pasó con agradable rapidez del color ámbar al firme brillo escarlata que significaba que todo estaba preparado.
McKeon había llegado antes que ella. Estaba al lado de su silla de mando, con las manos a la espalda y el rostro tranquilo, aunque tenía gotas de sudor en el nacimiento del peló. Le asintió para darse por enterada de su presencia y pasó junto a él hasta llegar a la silla. Los visores y monitores comenzaron a desplegarse a su alrededor en cuanto se sentó, rodeándola con una oleada de información atenta a su menor deseo. Pero ella siguió mirando a McKeon.
—¿Situación?
—Todos los puestos atendidos, capitana —dijo bruscamente el primer oficial—. Cuña de impulsión activándose deberíamos tener capacidad de movimiento dentro de diez minutos. El Sirio ha estado alejándose durante seis-punto-ocho minutos… a cuatrocientas diez ges.
Se detuvo y Honor apretó la mandíbula. Eso era poco para la mayoría de las naves de guerra, pero imposiblemente rápido para un carguero. Eso confirmaba la deducción de Santos; solo los impulsores militares podían producir esa clase de aceleración en una nave del tamaño del Sirio… y solo un compensador inercial de tipo militar podía permitir que su tripulación sobreviviera.
—¿Y el bote de correo? —Su voz resultó brusca, y McKeon frunció el ceño.
—Comenzó a dar potencia a la cuña justo después de nosotros, señora.
—Entendido —Honor miró a un lado—. ¿Tenemos conexión con la Comisionada Residente, Sr. Webster?
—Sí, señora.
—Póngala en mi pantalla. —Honor bajó la mirada justo a tiempo para ver aparecer a la pálida dama Estelle. La comisionada fue a hablar pero Honor alzó una mano y la interrumpió—. Discúlpeme, dama Estelle, pero hay poco tiempo. Creo que sé lo que está pasando ¿Sabe algo más de su patrulla? —Matsuko sacudió la cabeza en silencio y el rostro de Honor se pareció aún más a una máscara…
—Muy bien. Voy a hacer bajar a mis marines ya mismo —dirigió una mirada de reojo a McKeon y este asintió y pulsó una tecla del intercomunicador para dar la orden—. Me temo que, aparte de eso, hay muy poca cosa más que podamos hacer por usted. Y a no ser que me equivoque en mis suposiciones, pronto vamos a tener nuestros propios problemas.
—Entiendo —interrumpió la dama Estelle—, pero hay algo que debería saber antes de hacer nada más, capitana. —Honor ladeó la cabeza e hizo un gesto a la comisionada para que continuara—. Hemos detectado una transmisión que partía más o menos de la zona donde cayó nuestra patrulla, justo después de que perdiéramos el contacto con la teniente Malcolm —dijo Matsuko rápidamente—. Estaba codificada pero no encriptada, y acabamos de romper el código. El transmisor no se identificaba y usaba un nombre en clave para su receptor, pero detectamos una transmisión inmediatamente después desde el Consulado de Haven al carguero, por lo que creo que sabemos a quién estaba dirigida.
—¿Qué decía? —exigió Honor.
La dama Estelle no respondió con palabras; simplemente reprodujo el mensaje, y los ojos de Honor se helaron inexpresivos mientras una voz masculina gritaba a través de su comunicador.
—¡Odisea! ¡Es Odisea ya, maldita sea! ¡El jodido chamán ha perdido la puta cabeza! ¡Están saliendo a raudales de las cuevas y no puedo detenerlos! ¡Estos bastardos colgados están empezando ya mismo, joder!
Tras sus palabras resonaba un rugido de voces medusinas y los trallazos de incontables fusiles. El sonido se detuvo cuando la dama Estelle paró la reproducción.
—Gracias, dama Estelle —dijo Honor simplemente—. Ya entiendo lo que sucede. Buena suerte.
Cortó la comunicación y se inclinó sobre el monitor de maniobras, ignorando a McKeon mientras introducía el esquema de la órbita de estacionamiento y trazaba vectores a través de ella. Iba a ir muy justo, pero había bastante menos tráfico orbital que antes, y si pudiera conseguirlo…
—¿Cuánto falta ahora para los impulsores? —preguntó sin alzar la mirada.
—Cuatro minutos, veinte segundos —respondió McKeon. Honor asintió para sí; podía lograrlo. Probablemente. Introdujo la cifra que le había dado McKeon en su monitor y en él comenzó a parpadear una lectura de cuenta atrás que retrocedía a paso firme.
—Gracias. ¿Han salido los marines?
—Sí, señora. Y la comandante Suchon. El teniente Montoya llegó a bordo hace una hora.
Al oír eso sí alzó la mirada, y su pétrea faz resplandeció con una breve pero sincera sonrisa al ver el regocijo en los ojos de McKeon, Pero la sonrisa desapareció rápidamente y Honor volvió a dedicar su atención a la pantalla de maniobras.
—Saldremos en persecución del Sirio, Sr. McKeon. Es imperativo que impidamos que abandone el sistema. ¿Cuál es su rumbo actual?
—Se dirige hacia dos-siete-cuatro a cero-nueve-tres de la primaria, capitana —respondió bruscamente la voz de la teniente Brigham en lugar de la del segundo.
—¿Qué hay hacia allá, Mercedes?
—Con su rumbo y aceleración actuales llegará al límite del hiperespacio un minuto-luz antes de la onda de Tellerman, capitana —dijo Brigham tras un instante, y Honor se tragó un improperio silencioso. Se estaba temiendo algo así.
—Impulsores en tres minutos, señora —informó McKeon.
—¡Sr. Webster!
—¿Sí, señora?
—Preparado para grabar un mensaje dirigido al teniente Venizelos en el Control dé Basilisco, para ser retransmitido inmediatamente al cuartel general de la Flota. Codificación de la Flota, no lo encripte. Prioridad Uno.
Todas las cabezas se giraron y se oyó perfectamente cómo Webster tragó saliva.
—A la orden, señora. Preparado para grabar.
—Sr. Venizelos, requise el primer transporte disponible en la confluencia para transmitir el siguiente mensaje al cuartel general de la Flota. Comienzo de mensaje: Código de autentificación Lima-Mike-Eco-Nueve-Siete-Uno. Situación Zulú; Repito, Zulú, Zulú, Zulú. Fin del mensaje. —Oyó a McKeon soltar aire entre los dientes junto a su hombro—. Eso es todo, Sr. Webster —dijo en voz baja—. Puede transmitirlo. —Webster no dijo nada durante un instante, pero cuando respondió su voz era sorprendentemente firme.
—A la orden, capitana. Transmitiendo Caso Zulú —hubo otra breve pausa y añadió—. Caso Zulú transmitido, señora.
—Gracias. —Honor deseaba poder recostarse y soltar un profundo suspiro, pero no había tiempo. El mensaje que acababa de ordenar a Webster que enviara y a Venizelos que retransmitiera a Mantícora nunca se enviaba en los simulacros, ni en las más intensas o realistas maniobras de la Flota. Caso Zulú tenía uno y solo un significado: «Invasión inminente».
—Capitana, ¿está segura…? —comenzó a decir McKeon antes de que lo detuviera la mano en alto de Honor.
—¿Tiempo para los impulsores, segundo?
—Cuarenta y tres segundos.
—Gracias. —Introdujo la nueva estimación, y un rincón de su mente se dio cuenta de que Dominica Santos estaba limando segundos enteros de sus cifras originales. La lectura de cuenta atrás se actualizó con el nuevo valor y reanudó su marcha descendente—. ¿Jefe Killian?
—¿Sí, capitana? —El timonel tenía los hombros tensos pero su voz parecía bajo control.
—Adelante hacia tres-cinco-siete a uno-siete-uno, jefe Killian. A mi orden, quiero trescientas gravedades de aceleración en ese rumbo durante diez segundos. Después pase directamente a dos-siete-cuatro a cero-nueve-tres y vaya a máxima potencia militar.
Un silencio asombrado inundó todo el puente más profundo incluso que el que había provocado el código Zulú. El jefe Killian se giró para mirarla.
—Capitana, ese rumbo…
—Sé exactamente adonde nos llevará ese rumbo, jefe Killian —respondió Honor secamente.
—Capitana —esta vez era Brigham la que hablaba, con un tono muy formal—. Las normas me obligan a señalarle que con ese rumbo violará las rutas de tráfico planetario.
—Recibido. Jefe Braun —Honor ni siquiera miró al intendente, y su tono resultó casi distante—, por favor consigne la advertencia de la oficial de navegación y anote que asumo toda la responsabilidad.
—A la orden, señora. —La voz de Braun era totalmente inexpresiva, pero su rostro resultaba receloso, como si esperase que su capitana comenzase a balbucir en cualquier momento.
—Cuña de impulsión activada y nominal, señora —dijo McKeon con voz áspera. Honor siguió con los ojos pegados a la pantalla de maniobras, contemplando la cuenta atrás que se aproximaba a cero.
—¿Está introducido ese rumbo, jefe?
—Ah, sí, señora. Tres-cinco-siete uno-siete-uno. Aceleración tres-cero-cero gravedades durante uno-cero segundos. Corrección de rumbo a dos-siete-cuatro cero-nueve-tres también introducido, capitana.
—Gracias. —Honor notaba la tensión de McKeon, situado junto a ella, pero no había tiempo de hablar de ello—. ¿Tiempo para que el bote de correo tenga listos los impulsores? —espetó.
—Treinta y seis segundos, señora —respondió el teniente Cardones con voz entrecortada.
—Muy bien. —Se detuvo durante un latido y justo entonces la cuenta llegó a cero—. ¡Adelante, jefe Killian!
—Adelante —respondió el timonel con voz casi suplicante. El Intrépido saltó instantáneamente hacia delante y hacia «abajo» con una aceleración de algo más de dos mil novecientos m/s2.
Las manos de Honor se aferraron a los brazos de su silla, pero ni siquiera parpadeó cuando su nave de ochenta y ocho mil toneladas se abalanzaron hacia el corazón del tráfico orbital de Medusa. Había calculado ese vector a ojo, sin los cuidadosos cálculos y comprobaciones que requerían las normas, pero no había tiempo para ello y su mente giraba a toda marcha. Sabía que era correcto, con una certeza absoluta que no admitía dudas, y el Intrépido siguió el raíl invisible que ella había dibujado en el espacio, al tiempo que su velocidad aumentaba en casi trescientos kilómetros por segundo con cada segundo que transcurría.
En el monitor visual de Honor, el bote de correo havenita quedó situado directamente delante de ellos: sus nodos impulsores comenzaron a brillar al adquirir potencia, pero aún no estaban en marcha. Los impulsores de maniobra de emergencia del bote escupieron vapor mientras su capitán trataba como un loco de evitar la desquiciada carga del Intrépido, pero sus propulsores eran demasiado débiles y no pudieron desplazar al bote más que unos pocos metros en el escaso tiempo del que disponían. El crucero ligero se cernió sobre el frágil correo como un halcón vengativo.
Todo el mundo contuvo el aliento y sus oficiales se prepararon contra lo inevitable, un impacto suicida, pero el rostro de Honor parecía esculpido en piedra. El borde del campo de impulsión del Intrépido cruzó a menos de dos kilómetros del correo, muy dentro de su perímetro de seguridad de impulsión. Metal vaporizado surgió de la popa de la otra nave cuando la cuña de impulsión del crucero, mucho más poderosa, convirtió sus nodos posteriores en gas incandescente. El Intrépido había pasado y el paisaje estelar giró como loco en el panel visual al alejarse del planeta con un brusco giro. Pasaron al instante a toda potencia, acelerando a quinientas veinte gravedades.
—¡Dios mío! —jadeó alguien cuando el Intrépido pasó a menos de diez kilómetros dé separación de un carguero en órbita de cuatro millones de toneladas. Pero Honor ni siquiera miró, sus ojos ya estaban buscando el punto de luz escarlata que señalaba al Sirio.
—¿Capitana? —Webster sonaba tan asustado como los demás.
—¿Sí, Samuel? —preguntó Honor distraídamente.
—Capitana, tengo un mensaje entrante de ese bote de correo. Parecen realmente molestos, señora.
—Ya me lo imagino. —Honor se sorprendió esbozando una sonrisa y sintió que la tensión de la tripulación del puente se liberaba de repente—. Póngalos en mi pantalla.
—Sí, señora.
La pantalla se llenó con la imagen de un oficial muy joven con el uniforme verde y gris de la Armada Popular. Llevaba la insignia de teniente y su rostro era una curiosa mezcla de rojo furia y blanco terror.
—¡Capitana Harrington, protesto por su temeraria e ilegal maniobra! —gritó el joven—. ¡Casi destruye mí nave! Todos nuestros…
—Lo siento mucho, capitán —lo interrumpió Honor con su tono más tranquilizador—. Me temo que no me estaba fijando en qué dirección íbamos.
—¡¿Que no se estaba fijando en qué…?! —El teniente havenita contuvo su exclamación y apretó los dientes—. ¡Le exijo que vire para ayudar a mi nave a reparar los daños que ha infligido! —dijo gruñendo.
—Me temo que eso es imposible, capitán —dijo Honor.
—Según la convención interestelar de… —comenzó a decir el teniente, pero ella lo cortó con una agradable sonrisa.
—Me doy cuenta de que técnicamente he obrado mal en esto, capitán —dijo en su mismo tono conciliador—, pero estoy segura de que la Comisionada Residente de Su Majestad podrá proporcionarle cualquier ayuda que necesite. Entretanto, estamos demasiado ocupados como para parar. Adiós, capitán.
Cortó la comunicación, dejando al teniente en mitad de su indignación, y se recostó en su asiento.
—Vaya, eso sí que ha sido descuidado por mi parte, ¿no es verdad? —murmuró.
La tripulación la miró boquiabierta durante un segundo y después un coro de risas de alivio resonó por todo el puente. Ella también sonrió, pero cuando miró a McKeon, el rostro de este se presentaba adusto y no había rastro de humor en sus ojos.
—Ha detenido al correo, Patrona —dijo en voz baja, cubriéndose con la risa de los demás—, ¿pero qué pasa con el carguero?
—También lo detendré —dijo Honor—. Del modo que sea necesario.
—¿Pero por qué, señora? ¡Dice que entiende lo que está ocurriendo, pero que me parta un rayo si lo entiendo yo!
—La partida del Sirio ha sido la última pieza que necesitaba. —Honor habló tan bajo que él tuvo que inclinarse para oírla—. Sé a dónde va, ya lo verá.
—¡¿Qué?! —comenzó a decir McKeon, pero recuperó el control y miró a su alrededor. Doce pares de ojos estaban fijos en él y en su capitana, pero volvieron de inmediato a sus instrumentos bajo el impacto de su fiera mirada. Entonces él devolvió su propia mirada inquisitiva a Honor.
—En algún punto ahí fuera, Alistair, probablemente a solo unas pocas horas de vuelo en hiperespacio, hay un escuadrón de batalla havenita. Quizá incluso toda una fuerza expedicionaria. El Sirio se dirige a reunirse con ellos.
El rostro de McKeon se quedó pálido y abrió mucho los ojos.
—Es la única respuesta que tiene sentido —dijo ella—. Las drogas y las armas en el planeta estaban planeadas para provocar un ataque de los nativos contra los enclaves. Se suponía que iba a producirse por completa sorpresa y que provocaría un baño de sangre cuando los medusinos matasen extraplanetarios a diestro y siniestro (incluyendo, como usted mismo señaló, a sus propios agentes mercantiles en esos enclaves comerciales del norte). De hecho —dijo más lentamente, tensando los labios y endureciendo la mirada al llegar de repente a la conjetura—, no me extrañaría nada que el gobierno havenita hubiese asignado oficialmente al Sirio a uno de esos enclaves —asintió para sí—. Eso resultaría perfecto, ¿no es así?
—¿Cómo, señora? —McKeon se sentía perdido.
—Están tratando de montar un golpe de mano para hacerse con el planeta —dijo Honor simplemente—. El capitán del Sirio está «huyendo aterrado» de la insurrección de los nativos. En el curso de su trayecto se encontrará «por casualidad» con un escuadrón repo o con una fuerza expedicionaria en la zona, que estará de «maniobras de rutina». Por supuesto soltará su historia al comandante havenita que, horrorizado y dominado por la sensación de urgencia y la necesidad de salvar vidas de extraplanetarios, procederá de inmediato rumbo a Medusa con todas sus naves para sofocar la rebelión de los nativos —miró a McKeon a los ojos y vio que en ellos nacía la comprensión—. Y una vez haya hecho eso —concluyó en voz muy baja—, reivindicará el control de Haven sobre todo el sistema sobre la base de que Mantícora ha demostrado su total incapacidad para mantener el orden y la seguridad pública en la superficie del planeta.
—¡Eso es una locura! —susurró McKeon. Pero su tono era el de un hombre que trata de convencerse a sí mismo, y no de verdadero reparo—. ¡Saben que nunca lo consentiríamos!
—¿De verdad?
—¡Tienen que saberlo! Y toda la Flota Territorial está a solo un tránsito de agujero de gusano de distancia, Patrona.
—Tal vez crean que pueden salirse con la suya —la voz de Honor resultaba fría y desapasionada, pero sus pensamientos no—. Siempre ha habido cierto movimiento en contra de la anexión en el Parlamento. Quizá crean que las suficientes muertes en Medusa, junto a su presencia allí, pueden dar por fin a ese movimiento el peso necesario para imponerse.
—Ni en un millón de años —gruñó McKeon.
—No, probablemente no… Pero ellos lo ven desde fuera. Puede que no se den cuenta de lo pequeña que es esa posibilidad, y tal vez supongan que pueden seguir adelante independientemente de cuál sea la reacción de los xenófobos del Parlamento. Si esto hubiese funcionado del modo que tenían planeado (suponiendo que yo esté en lo cierto respecto a sus intenciones), no tendríamos ningún motivo para sospechar a priori de su implicación. En estas circunstancias, cualquier nave del destacamento de Medusa estaría probablemente demasiado ocupada reaccionando desde cero ante la situación de tierra como para preocuparse de la partida del Sirio. Puede que ni nos hubiéramos dado cuenta, en cuyo caso se habría alejado para alertar a su fuerza expedicionaria o lo que sea, y la hubiese traído de vuelta sin que, nadie por nuestra parte sospechase su llegada hasta que ya estuviesen aquí. Si hubiese sucedido así, sus fuerzas estarían en Basilisco antes de que la Flota Territorial pudiera empezar a reaccionar.
Se detuvo y comenzó a introducir números en sus sistemas de maniobras a una velocidad enorme y con una precisión que sorprendió a McKeon. Los resultados parpadearon en la pantalla y ella los señaló.
—Mire. Si salen del hiperespacio justo en el límite de híper en un rumbo totalmente inverso al que lleva ahora el Sirio, estarán apenas a doce minutos luz de Medusa. Si descienden a la máxima velocidad de seguridad, pueden llegar a la órbita planetaria en menos de tres horas y media, incluso con velocidades de aceleración de superacorazados. Además, también estarán a solo un poco más de once-punto-tres horas luz de la terminal, por lo que podrían llegar, a ella en veintiocho horas y cuarenta y cinco minutos. Si no supiéramos de su venida hasta que salieran del hiperespacio, tendrían tiempo de sobra para instalarse en la terminal antes de que la Flota Territorial tratara de transitar por ella.
McKeon palideció.
—Pero eso sería un acto de guerra —señaló.
—Eso es. —Honor señaló con el pulgar en la dirección aproximada de Medusa—, pero lo que está ocurriendo en tierra también sería un acto de guerra si supiéramos quién lo ha preparado. Y ellos se han esforzado todo lo posible para convencernos de que han sido criminales manticorianos los que suministraban las armas y las drogas. Por el mismo rasero, su interdicto de la terminal solo se convertiría en un acto de guerra si tratáramos de transitar y nos dispararan. Si estoy en lo cierto respecto a su plan, no pueden tener toda su flota esperando ahí fuera. De hecho, si realmente tuvieran toda su flota ahí y estuvieran de veras dispuestos a luchar, no necesitarían ningún pretexto. Llegarían, lo destruirían todo y se sentarían sobre la terminal, y eso sería toda la historia. Pero si solo tienen uno o dos escuadrones de batalla, entonces sí podríamos expulsarlos del sistema incluso si nos estuvieran esperando. Nuestras pérdidas serían enormes, pero las suyas serían virtualmente del cien por cien, y eso tienen que saberlo.
—Entonces, en nombre de Dios, ¿qué creen que están haciendo?
—Me parece que se están marcando un farol —dijo Honor lentamente—. Tienen la esperanza de que no forcemos la situación y no nos arriesguemos a enfrentarnos a ellos si están en posición de causarnos serios daños; de que nos pararemos y empezaremos a negociar al darnos cuenta de que la opinión pública en Mantícora no está dispuesta a soportar grandes pérdidas para recuperar un sistema que, de todos modos, los antianexionistas no quieren para nada. Pero si es un farol, esa es otra razón para usar una fuerza expedicionaria relativamente pequeña. Siempre pueden alegar ignorancia de la actuación de su comandante, que procedió llevado por una comprensible preocupación por los extraplanetarios ante la Masacre de Medusa, pero que se había extralimitado en sus funciones. Eso les deja, una puerta abierta para echarse atrás y salvar la cara, en especial si nadie sabe que ellos provocaron la masacre. Pero piense en ello, Alistair. Los sucesos de Medusa no son más que una fachada, un pretexto. No quieren el planeta; buscan el control de una segunda terminal de la confluencia. Incluso si solo hay una posibilidad entre cincuenta de salirse con la suya, ¿acaso el premio no compensaría el riesgo, desde su punto de vista?
—Sí. —Ya no había duda en la voz de McKeon, y asintió lúgubre.
—Pero puede que me equivoque respecto al tamaño de su fuerza o lo dispuestos que estarán a luchar —dijo Honor—. Al fin y al cabo, su flota es mayor que la nuestra. Pueden asumir la pérdida de un par de escuadrones de batalla como primer movimiento de la guerra, en especial si a cambio puede infligir unas pérdidas mayores. Y va a ser una auténtica carrera para llegar aquí desde Mantícora a tiempo de detenerlos, incluso con nuestro código zulú. Nuestro mensaje tardará trece horas y media en llegar al cuartel general de la Flota, pero el Sirio puede estar en el hiperespacio en dos horas y cincuenta minutos, pongamos tres horas. Imaginemos que llega a su cita tres horas después. Suponiendo una aceleración de la Flota de cuatro-veinte ges, eso significa que sus unidades podrían estar aquí en apenas doce horas y en la confluencia en cuarenta y una, lo que deja al CG solo con veintisiete horas y media desde que reciba nuestro código zulú para proteger la terminal. Aceptando que el almirante Webster reaccione de inmediato y envíe la Flota Territorial que órbita Mantícora sin ningún retraso, eso les llevará… —introdujo más cifras, en su cuadro de maniobras, pero McKeon se le adelantó.
—Unas treinta y cuatro horas para los superacorazados, o treinta-punto-cinco si no envían nada más pesado que un crucero de batalla —murmuró apretando los dientes. Honor asintió.
—Así que si están dispuestos a luchar, tendrían unas tres horas para desplegar minas de energía en la terminal y tomar las posiciones más ventajosas antes de que la Flota Territorial pudiera llegar. Lo que significa que el único modo de asegurarnos de que esto no acaba con un gran enfrentamiento entre flotas consiste en impedir que el Sirio llegue a su cita.
—¿Y cómo planea detenerlo, señora?
—Todavía estamos en espacio manticoriano, y lo que sucede en Medusa constituye desde luego una «situación de emergencia». En esas circunstancias, tengo la autoridad de ordenar a cualquier nave que se detenga para ser inspeccionada.
—Sabe que Haven no acepta esa interpretación de la ley interestelar, señora.
McKeon habló en voz baja y Honor asintió. Durante siglos, Haven había defendido la posición legal de que el derecho a inspeccionar una nave se limitaba a poder interrogarla mediante señales, a no ser que tratara de posarse (o se hubiera posado desde la última inspección) en territorio del sistema estelar que pedía su inspección. Desde que se había convertido en expansionista, la República había cambiado su postura (dentro de su propia esfera) a otra más acorde con la que aceptaba el resto de la galaxia: que el derecho dé inspección incluía el de detener y registrar físicamente una nave sospechosa, independientemente de sus movimientos pasados o futuros. Pero Haven no aceptaba esta interpretación en los territorios de otras naciones estelares. Con el tiempo no les quedaría más remedio que aceptarlo; ya que el doble rasero que aplicaban estaba irritando al resto de la galaxia (incluida la Liga Solariana, que tenía todos los medios para tomar represalias sin necesidad de ir a la guerra), pero aún no lo habían hecho, y eso quería decir que el capitán del Sirio bien podía recurrir a la antigua y tradicional interpretación havenita y negarse a parar cuando se lo ordenaran.
—Si no se detiene por las buenas, lo pararé a la fuerza —dijo. McKeon la miró sin decir palabra y ella le devolvió la mirada—. Si Haven puede negar conocimiento de las acciones de un almirante o de un vicealmirante, Su Majestad puede negarlo de las de una comandante —señaló con esa misma voz tranquila.
McKeon siguió mirándola unos instantes más y asintió. Honor no necesitaba mencionar el siguiente paso lógico en el proceso, porque él lo conocía tan bien como ella. Un oficial superior podría sobrevivir a una reconvención oficial, pero un comandante no. Si Honor disparaba al Sirio y provocaba un incidente interestelar que no dejase otra opción a la Reina Isabel que desaprobar sus acciones, su carrera estaba acabada.
McKeon empezó a mencionarlo, pero un leve gesto de Honor lo detuvo. El primer oficial se alejó, dirigiéndose al puesto táctico. Entonces se paró, permaneció inmóvil un segundo y retrocedió hasta la silla de mando.
—Capitana Harrington —dijo con toda formalidad—. Coincido completamente con sus conclusiones. Me gustaría consignar mi acuerdo, si me lo permite.
Honor lo miró, asombrada por su propuesta, y su mirada se suavizó. Él apenas podía creer lo que acababa de decir, puesto que al consignar su acuerdo manifestaba su apoyo oficial a cualquier acción que ella tomase según dichas conclusiones. Compartiría la responsabilidad de ellas, y cualquier deshonra que las acompañara. Pero eso le pareció extrañamente carente de importancia al mirarla a los ojos, porque por primera vez desde que ella había llegado al Intrépido, Alistair McKeon vio una aprobación total y rotunda en ellos.
Pero ella sacudió la cabeza amablemente.
—No, Sr. McKeon. El Intrépido es mi responsabilidad, igual que mis acciones. Pero gracias. Muchas gracias por ofrecerse.
Extendió su mano y él la estrechó.