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El teniente Samuel Houston Webster tarareaba para sí mientras avanzaba a buen ritmo a través del montón de tráfico rutinario del día. Una venerable y sacrosanta tradición exigía de todo oficial de comunicaciones que se amargara por el papeleo que conllevaba su puesto, y Webster se sentía culpable al darse cuenta de que no lograba dar la talla en ese aspecto. Había días en que le fastidiaba el tiempo que le consumía, pero realmente le halagaba el hecho de ser el único de los oficiales de la nave que sabía tanto del flujo de información del Intrépido como la propia capitana. Además, le resultaba sorprendentemente difícil molestarse por cualquier cosa que tuviera que hacer por la capitana Harrington.

Sus dedos bailaron sobre la consola con una facilidad nacida de la práctica, y un pequeño rincón de su mente se dedicó a otros menesteres; mientras el resto se mantenía ojo avizor al tráfico seguro que estaba descodificando en algo legible. La capitana era una buena persona, se dijo. Ese era uno de los mayores elogios que existían en su vocabulario, y muy pocos de sus superiores habían llegado a ganárselo. Webster no era vanidoso ni arrogante, pero sí muy consciente de que, gracias a su afortunado nacimiento, estaba casi destinado a convertirse algún día él mismo en un oficial al mando. Por ello, había descubierto que tenía tendencia a mirar a sus superiores a través de dos pares de ojos. Uno pertenecía al oficial novato que era, ansioso de aprender de su mayor experiencia y de su ejemplo, pero el otro pertenecía al oficial superior que tenía planeado ser en el futuro, y ese segundo par de ojos era mucho más crítico de lo que podría sugerir su alegre aspecto exterior.

Por ejemplo, se había sentido muy defraudado por el capitán de corbeta McKeon. Si alguien a bordo debería haber visto lo que trataba de hacer la capitana y ayudarla a conseguirlo, ese era su primer oficial. Pero al final McKeon parecía haber vuelto al redil, y Webster se había fijado mucho en que la capitana había evitado echarle la bronca en todo momento. En algunas ocasiones, Webster se había sentido algo molesto con ella por no darle un buen tirón de orejas, pero el resultado final que había logrado con él resultaba revelador.

En cierto sentido tenía gracia; la capitana Harrington era tan serena…

La RAM tenía su buena ración de sujetos con carácter, y Webster había conocido a capitanes que cuando se enfadaban podían lograr que al acero le salieran ampollas. En cambio, la capitana Harrington nunca alzaba la voz, y Webster no la había oído blasfemar ni una sola vez. Aunque sus modales tranquilos no significaban que cualquier idiota pudiera tomarse libertades con ella. De hecho, Webster se había sorprendido al reparar en que su serenidad era todavía más eficaz precisamente porque resultaba tan distinta de los rayos y truenos que habría mostrado otro capitán.

Admiraba eso, igual que admiraba el modo en que mantenía la distancia con sus subordinados. Siempre estaba ahí, siempre accesible, pero sin permitir nunca que nadie olvidara que ella era la que estaba al mando. Al mismo tiempo, podía hacerle la pascua a quien fuera en cualquier momento (como el modo en que había obligado a Rafe Cardones a encontrar la respuesta a aquel problema con los zánganos), y parecía saberlo prácticamente todo sobre todos ellos. Incluso sabía que, aunque a Cardones le gustaba que lo llamaran Rafe, Webster odiaba intensamente que la gente lo llamara Sam. Dudaba que esa información apareciera escrita en algún punto de sus expedientes personales, y no tenía ni idea de cómo se había dado cuenta la capitana.

Un nuevo mensaje parpadeó en la pantalla, y el revoltijo de símbolos se transformó mágicamente en texto comprensible. Webster se detuvo, con las cejas alzadas por la sorpresa, y mientras lo leía comenzó a sonreír. Se sentó un instante, tamborileando en el borde de la consola mientras reflexionaba, y después asintió para sí. Decidió que lo pondría el último del montón. No era más que un mensaje «informativo» rutinario, pero Webster tenía mejor olfato que la mayoría para las luchas infinitamente educadas entre las familias más importantes de la Armada. Pensó que le alegraría el día a la capitana (si no la semana entera) y resultaría una bonita sorpresa con la que poner fin al tráfico diario.

Tecleó un número de prioridad en el terminal y pasó con una sonrisa al siguiente mensaje.

Honor trabajaba en su propio terminal, en la tranquilidad de su camarote. Últimamente había pasado mucho tiempo en la sala de reuniones del puente, y saber que la capitana estaba justo al otro lado de la escotilla, cerniéndose sobre ellos, podía tener un efecto inhibidor sobre los oficiales más jóvenes. Además, con McKeon cumpliendo con sus deberes ya no era necesario vigilarlos tanto. Ellos dos habían hecho grandes progresos durante la pasada semana y media. No lo bastante para poder compensar completamente el tiempo que habían perdido en forjar su relación profesional, pero desde luego sí lo suficiente como para poder dejar por completo en sus manos los asuntos cotidianos de la nave. Así que se había traído el trabajo a «casa».

Terminó de leer el informe semanal de mantenimiento de Dominica Santos, aprobando las sugerencias que presentaban la ingeniera y McKeon para enfrentarse a ciertos problemas de poca importancia, y se detuvo para frotarse los ojos. La escotilla que daba al camarote del comedor estaba abierta y MacGuiness la atravesó sin hacer ruido con una taza de chocolate caliente, como si Honor lo hubiera invocado con el pensamiento.

—Gracias, James —dijo, bebiendo a sorbos con una sonrisa que ella devolvió.

—De nada, señora —dijo, desvaneciéndose tan silenciosamente como había aparecido. Honor tomó otro sorbo y dejó la taza a un lado, preparándose para sumergirse de nuevo en las minucias de los informes, justo cuando sonó el timbre de admisión. Pulsó la tecla del intercomunicador.

—¿Sí?

—El oficial de comunicaciones, señora —anunció su centinela marine, y Honor hizo una mueca. No le molestaba ver a Webster, pero aquello significaba que le traía el tráfico diario de mensajes de rutina.

—Adelante, Samuel —dijo abriendo la escotilla.

Webster entró con la tarjeta de mensajes bajo el brazo, saludó breves mente y se la entregó.

—El…

—… tráfico diario —dijo Honor por él irónica, y él sonrió.

—Sí, señora, no hay prioridades especiales.

—Bueno, eso es un alivio.

Tomó la tarjeta y colocó el pulgar sobre el panel de seguridad para reclamar el tráfico, preguntándose una vez más por qué la Armada insistía en quitarle tiempo a un oficial obligándolo a entregar a mano el correo rutinario de la nave. Webster podría haber descargado todo aquel volumen en su terminal, directamente desde el puente, apretando una sola tecla. Pero no era el modo que tenía la Armada de hacer las cosas. Quizá, reflexionó, la entrega en mano estaba pensada para asegurarse de que los capitanes de verdad leían todo aquello.

—Sí, señora. —Webster, volvió a saludar, le dirigió otra sonrisa y desapareció por la escotilla.

Honor se sentó durante un momento, pasando la mirada de la tarjeta de mensajes a su terminal, preguntándose a qué aburrido papeleo dedicar primero su atención. Ganó el tráfico de mensajes (al menos venía de fuera del Intrépido); arrastró la tarjeta hasta tenerla delante y la encendió.

El primer mensaje apareció en la pantalla y lo repasó sin prestarle mucha atención, pasando al siguiente. Y al siguiente.

Eran sorprendentes los detalles informativos que los Lores del Almirantazgo, en su inmensa sabiduría, consideraban que debían conocer los capitanes. Por ejemplo, Honor era incapaz de comprender por qué el oficial interino al mando de la Estación Basilisco necesitaba saber que DepNaves había decretado que, a partir de ese momento, todos los acorazados de la RAM deberían sustituir dos de sus lanzaderas por una sexta pinaza. Quizá simplemente se debía a que les resultaba más fácil enviárselo a todos los capitanes, que seleccionar a los que de verdad les interesaba.

Sus labios se curvaron al pensarlo, y avanzó con más energía a través del tráfico. Parte sí era pertinente y relevante para sus funciones, como el añadido específico de los cuchillos de fuerza a la lista de contrabando para Medusa, y otros detalles resultaban moderadamente interesantes, aunque la gran mayoría era aburrida en exceso.

Pero cuando llegó al último mensaje, sus ojos se abrieron como platos. Se enderezó de un salto en la silla, notando de reojo que Nimitz se levantaba de su refugio almohadillado en respuesta instintiva a su reacción, y lo leyó una segunda vez.

Ni siquiera estaba dirigido a ella, pero esbozó una sonrisa y los ojos le empezaron a brillar mientras lo repasaba. Se le había pasado copia a ella «para su información», no porque se requiriera ninguna acción por su parte, y comenzó a reírse en voz alta al recordar sus sospechas de que alguien aprobaba sus acciones. Fuese quien fuese ese alguien, aparentemente había decidido darle una pista muy clara de su aprobación, porque no existía otra razón concebible para que hubiesen enviado aquello al Intrépido.

Era un despacho de rutina del oficial al mando de la EESM Hefestos a la almirante Lady Lucy Danvers, Tercera Lord del Espacio. Danvers era la cabeza de DepNaves, y el despacho del vicealmirante Warner era una respuesta tipo «lamento informarle» sobre la reciente solicitud del capitán lord Young a DepNaves de una prioridad especial de reparación. Parecía ser que los equipos de inspección del almirante Warner confirmaban las primeras aseveraciones del capitán lord Young, y habían determinado que un serio desgaste de los sintonizadores de velas de Warshawski a bordo del crucero pesado de Su Majestad Brujo hacía necesaria su sustitución de modo urgente. Por desgracia, este necesario repaso significaba que las reparaciones de la nave se prolongarían durante un mínimo de ocho semanas más, para poder llevar a cabo la instalación y las pruebas requeridas. Desde luego, el vicealmirante Warner aceleraría el trabajo todo lo posible, y quedaba como seguro servidor de la almirante Danvers, etcétera.

Honor volvió a colocar delicadamente el lector en su mesa y trató de no soltar una risa tonta. Odiaba el modo en que sonaban sus propias risitas, pero en esta ocasión no podía evitarlo. Se levantó, riendo todavía como una colegiala traviesa que guardase un secreto, y alargó los brazos para sacar a Nimitz de su refugio. Lo mantuvo en vilo con los brazos extendidos y el ramafelino chilló con el equivalente a una risa mientras ella le daba vueltas alrededor del camarote.

—Bien, eso es todo, señor.

El marinero Harkness se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo mugriento que después devolvió al bolsillo delantero de su mono.

—Y tanto —reconoció el alférez Tremaine. Se masajeó los rígidos músculos de la espalda con una mano y se preguntó si quedaría indigno en un oficial limpiarse también la frente.

—Gracias, Sr. Tremaine.

Gunny Jenkins (por alguna razón solo conocida por los infantes de marina, el suboficial marine de mayor grado en cualquier nave siempre se llamaba «Gunny», incluso cuando, como en el caso del propio Jenkins, era un sargento mayor) ni siquiera sudaba, y Tremaine se fijó en ello con algo de rabia. Jenkins hizo una última comprobación visual de las armaduras de combate vacías, distribuidas por la zona de carga de la pinaza, apuntó algunas cosas en su memocarpeta y cerró la escotilla de la bodega.

—De nada, Gunny —replicó Tremaine. Harkness seguía en silencio; observando al infante de marina con un aire de absoluta superioridad, a lo que Jenkins respondió ignorando por completo al fornido suboficial.

—Eso deja los palés de munición para la pinaza dos —añadió Jenkins alegremente, mientras los tres descendían por el tubo de acceso de la cámara estanca de la pinaza. Tremaine contuvo un quejido. Tenía la esperanza de poder dejar aquello hasta la siguiente guardia, y la expresión del rostro de Harkness indicaba que él había esperado lo mismo. El alférez comenzó a protestar y después se mordió el labio. No se podía decir que la expresión de Jenkins fuera exactamente una sonrisa, pero desde luego se le parecía. Quizá, pensó Tremaine, Harkness tenía razón en lo que se refería a los marines. Aunque no tenía intención de darle a Jenkins la satisfacción de oírselo decir. En lugar de eso…

—Por supuesto, Gunny —dijo más alegre—. Si me acompañan por aquí… ¿Suboficial?

—Encantado, Sr. Tremaine —respondió Harkness con amargura. Jenkins indicó a su grupo de trabajo que se quedara atrás mientras ellos se dirigían por el muelle de botes hacia los amontonados palés.

—… así que las pinazas están preparadas para el combate, por si tenemos que desembarcar.

McKeon concluyó su informe y apagó su memobloc, ante el asentimiento de Honor. Era tarde según el reloj del Intrépido. Los restos de la cena continuaban sobre la mesa que los separaba y, al otro extremo de la misma, Nimitz seguía ocupado con su plato. Honor cruzó las piernas y jugueteó pon un tenedor. Por su parte, los afilados dientes del ramafelino arrancaban la carne del muslo de un insecto arbóreo esfingino con precisión quirúrgica. Era sorprendente, pensó por milésima vez Honor, lo pulcros que eran los modales en la mesa de aquellos animales con cualquier comida salvo con el apio.

—Entonces creo que ya estamos todo lo preparados posible —dijo por fin.

—Solo querría saber contra qué estamos preparados —añadió McKeon un poco amargamente, y ella le dedicó una leve sonrisa.

—Llevamos casi dos semanas enteras desde la visita de Hauptman sin ninguna alarma ni interrupción —señaló ella.

—Sí, y eso solo me conduce a pensar que están preparando algo especialmente feo contra nosotros —suspiró McKeon, y después esbozó él mismo una irónica sonrisa—. En fin, imagino que sea lo que sea tendrá que suceder, señora. Buenas noches.

—Buenas noches, Sr. McKeon.

Él asintió y se marchó. Honor lo contempló y se dijo, con innegable satisfacción, que allí se había producido todo un cambio. Todo un cambio.

Se levantó y recogió el cuenco de ensalada, por desgracia ya casi vacío. Nimitz alzó la cabeza de inmediato, con los ojos verdes brillantes, y Honor le sonrió.

—Ven aquí, estómago voraz —le dijo. Le echó un tallo de apio y se dirigió hacia su camarote privado. Casi podía sentir el placer de una larga ducha caliente.

El estridente sonido de un timbre la despertó.

Los ojos de Honor se abrieron de repente mientras el timbre aullaba por segunda vez. Desde siempre había tenido un sueño muy profundo, pero su primer servicio al mando de una nave de la Reina cambió aquello. Nimitz protestó somnoliento mientras ella se incorporaba con rapidez. El felino había llegado, medio deslizándose y medio rodando, hasta su regazo desde su lugar favorito para dormir, que era sobre su pecho, y ella lo apartó amablemente con una mano mientras se giraba y apretaba la tecla de comunicaciones con la otra.

El timbre dejó de hacer ruido al darse por enterada, y Honor se pasó las manos por el corto pelo. Esa era una ventaja de llevarlo como un hombre. En cualquier caso, no tenía sentido pretender ser una belleza, y así al menos no tenía que perder tiempo arreglándoselo cuando alguien la despertaba en medio de la noche. Cogió de la silla de la cabecera el quimono que le había regalado su madre por su último cumpleaños y se lo puso, pulsando de nuevo la tecla de comunicaciones para aceptar la llamada con Visión.

La pantalla resultó dolorosamente brillante en la oscuridad del camarote. Además, era una conferencia a pantalla partida, y la dama Estelle apareció en uno de los laterales. El Intrépido había ajustado su horario de a bordo para que encajara con el del Complejo Gubernativo y, al igual que Honor, Matsuko llevaba una bata sobre su ropa de dormir, pero Barney Isvarian tenía puesto el uniforme en la otra mitad de la imagen. Honor vio detrás al teniente médico Montoya, su propio médico asistente, y reconoció en el entorno la antiséptica limpieza de una de las clínicas de nativos de la APN.

—Siento despertarla, Honor, pero es importante. —La comisionada parecía casi asustada, y Honor se sentó más erguida mientras terminaba de atarse el cinturón de su quimono.

—¿De qué se trata, dama Estelle?

—Dos informaciones. Una llegó hace dos días, pero era tan abstracta que decidí guardármela un tiempo antes de pasársela. Barney acaba de comunicarme la segunda, que transforma la que ya tenía.

Honor asintió y ladeó la cabeza, invitando a la comisionada a proseguir.

—El miércoles tuve una visita de Gheerinatu, uno de los jefes de los clanes nómadas medusinos —dijo Matsuko—. No le gustan las ciudades-estado del Delta más que a cualquier otro nómada, pero ayudamos a su clan hace unos dos años. Dado el clima que hay aquí, los nómadas tienden a emigrar de hemisferio en hemisferio (o, al menos, hasta la zona ecuatorial y de vuelta) con las estaciones, pero el clan de Gheerinatu se vio atrapado en una tormenta temprana mientras atravesaba el Delta. Salvamos con ayuda de los antigravitatorios de la APN a la mayoría de los miembros de su clan y a la mitad de sus rebaños de una repentina inundación, justo antes de que se ahogaran, y eso nos convierte en sus amigos.

Se detuvo, alzando una ceja como para preguntarle a Honor si la seguía, y esta asintió.

»De acuerdo, Gheerinatu es del norte, su clan es parte de la Hyniarquía… bueno, supongo que podemos llamarlo una federación de clanes. En cualquier caso, está yendo al sur para pasar el invierno, pero tiene parientes por todo el hemisferio norte, y se ha pasado por aquí para decirme que uno de sus parientes de cerca de las Musgosas le envió un mensaje. No era muy específico, pero Gheerinatu creyó que podía interesarme. Traducido a grandes rasgos, era un aviso de que el Delta no sería un lugar bueno para que Gheerinatu y sus rebaños pasaran el invierno.

Honor tensó el rostro y la dama Estelle asintió.

»Es exactamente lo que yo pensé, pero no deja de ser el primer soplo que hemos tenido por parte de los nativos y, como ya le dije, era demasiado poco específico. Por eso no se lo he comunicado hasta que ha surgido este otro tema. —La comisionada asintió a su propia cámara, girando los ojos hacia el lado de su pantalla donde tenía la imagen de Isvarian—. ¿Quieres seguir a partir de aquí, Barney?

—Sí, señora —Isvarian se movió en su silla y miró directamente a Honor—. Estoy en la clínica que montamos para Dauguaar en las Tres Bifurcaciones, capitana —dijo. Honor reflexionó un momento, dibujando un mapa mental del Delta, y después asintió. El río de las Tres Bifurcaciones estaba bastante al norte y Dauguaar era casi la más septentrional de todas las ciudades-estado. Lo que significaba que también era la más cercana a las Musgosas.

»A última hora de la mañana recibimos un aviso —prosiguió Isvarian una vez tuvo ella la geografía en mente—. Un nómada se había arrastrado hasta las puertas de la ciudad y había caído desmayado. Un guardia de la ciudad lo arrastró hasta la clínica y nos lo entregó. El médico de guardia reconoció los síntomas de inmediato: intoxicación por mekoha, y además en un estado muy avanzado. Pero también se fijó en que el nómada llevaba al cinto un morral bastante inusual. Lo abrió mientras sus celadores se llevaban al nómada.

Isvarian cogió algo que quedaba en principio fuera del campo de cámara y después le enseñó un morral que parecía de cuero. Lo abrió; y a Honor se le tensó la boca al ver el brillo apagado de unos proyectiles de plomo con forma de bala.

—También tema un cuerno de pólvora —añadió tristemente Isvarian—. Nadie ha visto ningún fusil, pero esto ya bastaba para hacer saltar las alarmas y que yo viniera aquí en cuanto pudiera coger un aerocoche. Aquí Fritz —hizo un gesto a Montoya, que dedicó a su capitana una sonrisa cansada— quería venir conmigo para ver una intoxicación con mekoha de primera mano, así que me lo traje. Los dos nos hemos pasado la mayor parte del tiempo desde entonces sentados a la cabecera del medusino, escuchándolo balbucir, hasta que ha muerto hará unos diez minutos.

El hombre de la APN se encogió de hombros, con mirada triste.

»Estaba bastante ido. La mekoha no te deja mucha inteligencia cuando llegas a un estado tan avanzado, y su control motor estaba hecho polvo, lo que hacía aún más difícil entenderlo, pero, hemos sacado lo suficiente para que me asuste hasta la médula, capitana. No paraba de hablar de las nuevas armas, los fusiles, y de cierto chamán nómada cuyas “manos rebosan de mekoha sagrada”. Eso es lo más parecido a una traducción directa.

—Oh, mierda —suspiró Honor antes de poder evitarlo, e Isvarian asintió…

—Y es aún peor, señora —avisó—. Eso basta para confirmar que este chamán (quien diablos sea) posee un contacto directo tanto con la gente que construyó el laboratorio como con los que habían introducido los fusiles, eso suponiendo que no sean los mismos individuos. Pero creo que podemos abandonar toda esperanza de que se trate de grupos distintos. De acuerdo con nuestro nómada moribundo; el chamán tuvo una visión directa de los dioses. Es hora de que los nativos expulsen a los forasteros del santo suelo de Medusa, y los dioses le han entregado esas armas mágicas para que lleve a cabo la tarea. Además, los dioses le han dicho que no todos los forasteros son malvados. Algunos son siervos de los dioses y deben ser reverenciados con el respeto adecuado, pues estos extraplanetarios divinos son la fuente de la «mekoha sagrada». Parece ser que ha estado reuniendo una especie de ejército nómada y les ha prometido que cuando los forasteros malignos hayan sido barridos u ofrecidos a los dioses como sacrificios, los buenos extraplanetarios descenderán entre los nómadas y les darán armas aún más poderosas y toda la mekoha que puedan soñar.

El mayor quedó en silencio, con el rostro lleno de preocupación y tensión, y Honor se mordió fuertemente el labio. El silencio prosiguió hasta ser roto por la Comisionada Residente.

—Ahí está, Honor. No es ninguna especie de operación criminal, sino un intento deliberado por parte de alguien de desencadenar un enorme levantamiento de los nativos para expulsar al Reino del planeta.

—Haven —dijeron a la vez Honor e Isvarian, y después se miraron el uno al otro.

—Esta fue también mi primera idea —dijo Matsuko con serenidad—, pero como es la primera posibilidad que se nos ocurre a todos, creo que será mejor mantener la mente abierta al respecto. Por otro lado, no se me ocurre quién más podría ser, y los de Haven han sido desde luego los más insistentes en afirmar que no poseemos verdadera soberanía aquí abajo.

—Cierto —dijo Honor. Se frotó la punta de la nariz y frunció el ceño ante la pantalla de comunicaciones—. Supongo que también podrían ser los andermanis —dijo al fin—. A Gustavo XI no le importaría tener un firme punto de apoyo en Basilisco, y sabe que saltaríamos de inmediato a la conclusión de que habían sido los repos[17]. Pero por mucho que lo intente, no lo veo muy probable. Su atención está ahora mismo enfocada en Silesia, y se debería preocupar más por la Federación Midgard que por nosotros. Cualquier paso en este sentido solo le serviría para tenernos en su contra, y no le conviene si está pensando en lanzarse contra los silesios y sus aliados.

—¿Y alguien más? ¿Una de las naciones de un solo sistema de la zona?

—Lo dudo, dama Estelle. Todas están demasiado ocupadas tratando de evitar problemas y no llamar la atención de Haven. Además, ¿qué beneficio proporcionaría Medusa a cualquiera de ellos?

—¿Pero qué beneficio le proporcionaría a Haven? —preguntó Isvarian dubitativo.

—No estoy segura —Honor se frotó la nariz con más fuerza—. El objetivo final de Haven tendría que ser la terminal, y no logro ver cómo quitarnos de Medusa les iba a ayudar a ello, incluso si se ponen ellos en el planeta en nuestro lugar. Pero que usted y yo no podamos ver por qué les interesa no quiere decir que ellos no puedan.

—Me temo que estoy de acuerdo en eso —suspiró Matsuko—. Pero el hecho de que no podamos ver ninguna razón lógica para que hagan esto significa que necesitaremos pruebas incontrovertibles de que son ellos antes de poder empezar a elevar cualquier tipo de protesta o acusación oficial.

—Muy cierto. —Honor se echó hacia atrás y cruzó los brazos por debajo de los senos—. Necesitamos más información —miró a Isvarian—. ¿Sabemos de dónde venía este nómada, Barney?

—No con detalle. A juzgar por su dialecto y el estilo de sus ropas, estaba muy lejos para poder haber llegado a pie o a lomos de un jehrn. Creo que es de alguna parte de la zona de la Meseta de las Musgosas, quizá algo al sur de allí. Digamos a setecientos u ochocientos klicks al norte del Delta.

—¿Podría haber llegado tan lejos en sus condiciones?

Isvarian se volvió hacia Montoya y el teniente sacudió la cabeza.

—No lo creo, señora. No soy un experto en medusinos, pero he hablado con el doctor de la clínica y, dadas las condiciones del paciente y lo rápidamente que se debilitó después de que llegáramos aquí, me extrañaría que pudiese haber estado en pie durante más de veinte o treinta horas tras su última pipa.

—¿Desde qué distancia se puede llegar en treinta horas, Barney?

—No setecientos kilómetros, capitana, eso seguro. Los medusinos se trasladan a pie más rápidamente que nosotros, pero incluso con un jehrn; en sus condiciones no podría haber cubierto más de doscientos o trescientos klicks como máximo.

—Muy bien. Eso nos da una idea aproximada de dónde empezar a buscar a alguien que pueda haber estado con él.

—Cierto —Matsuko asintió enérgica—, Barney, quiero que salga para allá una patrulla cuanto antes.

—Sí, señora.

—Mejor será que los envíe con algunas fuerzas —avisó Honor—, solo para estar seguros.

—Y con alguien al mando que mantenga la cabeza fría —añadió Matsuko, e Isvarian asintió de nuevo.

—Puedo tener en camino una susunga con diez hombres justo después del alba —dijo—, digamos dentro de ocho horas.

—Bien, mientras tanto —dijo Honor con una mueca tensa e irónica—, ya que ustedes dos me han desvelado, bien puedo hacer lo mismo con parte de mi gente. No sé si lograremos plantearnos algún nuevo punto de vista brillante, pero preguntar no hace daño. También le pasaré la noticia a Papadapolous. Probablemente quiera hablar con usted, Barney.

—No hay problema. La dama Estelle tiene el número de mi comunicador personal. La Casa Gubernamental puede reenviarme la llamada a través de un canal seguro esté dónde esté.

—Excelente. En ese caso, dama Estelle, si usted y Barney me disculpan, creo que será mejor que me vista. Volveré a llamarlos en un par de horas para hacerles saber a qué hemos llegado… o si no hemos llegado a nada.

—Gracias, Honor. —El alivio en la voz de la dama Estelle resultaba evidente, y Honor le sonrió mientras cortaba la comunicación.

Una sonrisa que murió de inmediato, para convertirse en una mueca preocupada en cuanto la pantalla se apagó. Se levantó bruscamente y se puso a buscar su uniforme.