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Cuando tomó el ascensor para volver al puente, la adrenalina aún saturaba la sangre y los nervios de Honor. Había dejado asomar su cara más fea, despertada por la mezquina y repulsiva superficialidad que se escondía bajo la opulenta apariencia de Klaus Hauptman, y no se arrepentía ni de una palabra. Más que eso, las ratificaba. Y los dos sabían que su reputación (su importantísima e idolatrada reputación) no sobreviviría si rehusaba el desafío de Harrington, en caso de que llegara.

El ascensor se detuvo y ella inspiró profundamente. Se abrió la puerta y salió para encontrarse en el puente de nuevo. Panowski alzó rápido la mirada, con aspecto nervioso, y Honor se dio cuenta de que parte de la cruel confrontación tenía que haberse filtrado más allá de la escotilla de la sala de reuniones. O quizá simplemente se debía a la tensión visible entre ella y Hauptman cuando pasaron por allí de vuelta al muelle de botes. No importaba, el caso era que el teniente estaba enterado. Su preocupada cara demostraba su reacción, y de hecho encontró la misma expresión en los rostros de la mayoría de sus marineros.

Se detuvo por un instante, obligándose a sonreír. Panowski siguió preocupado, pero se relajó visiblemente, y Honor se conminó a avanzar de forma lenta y sosegada hasta llegar al centro del puente, donde miró a su alrededor en busca de McKeon. No había rastro de él, pero la puerta de la sala de reuniones seguía cerrada.

Fue hasta ella y el primer oficial alzó la mirada al ver abrirse la escotilla. A Honor no le gustó entrar justo entonces en ese camarote. Demasiado odio había salpicado sus mamparos y todavía podía sentir las ondas que emitía la rabia residual de McKeon al mezclarse y resonar con las suyas, pero aun así él logró esbozar una tensa sonrisa y comenzó a levantarse.

Ella le hizo un gesto para que volviera a sentarse y fue hasta su propia silla. Se dejó caer en ella y la giró para mirarlo de frente.

—Ha corrido un gran riesgo, Alistair —dijo. Era la primera vez qué usaba su nombre de pila, pero él no pareció ni darse cuenta.

—Yo… —meneó los hombros—. Es que me ha puesto tan condenadamente furioso, señora. Venir aquí como si fuese Dios descendiendo para castigar a los pecadores. Y ese último truco sucio suyo… —El primer oficial apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—No va a olvidar el modo en que lo ha achantado. —McKeon asintió y Honor experimentó cierta amarga ironía al reparar en cómo sus propias palabras le recordaban al aviso que él le había hecho después de que Tremaine descubriera aquel primer cargamento ilegal de Hauptman—. No debería haberlo hecho —añadió severa—. Era mi batalla y mi responsabilidad, pero… gracias.

McKeon alzó la cabeza y se sonrojó.

—No era solo su batalla, señora. Era la de la Armada. Demonios, era la del Intrépido, y eso la convierte en la mía también —su rubor se hizo más pronunciado y se miró las manos, repentinamente cruzadas sobre el regazo—. Yo… no he sido un primer oficial demasiado bueno para usted, ¿verdad, señora? —preguntó en voz baja.

Honor comenzó a darle una rápida respuesta y después se detuvo, mirándolo a la coronilla. Ese hombre acababa de ponerse en un gran peligro por ella. Se había enemistado con uno de los hombres más poderosos del Reino, y ella se estremeció al pensar cómo habría acabado su enfrentamiento con Hauptman si le hubiese respondido sin la intervención de McKeon. Nunca se le hubiera ocurrido usar la toma del colector para devolverle a Hauptman sus propias manipulaciones. No podía pensar con la suficiente claridad como para caer en eso, todo lo que había sentido era odio, angustia y la necesidad de contraatacar. Se conocía a sí misma, y sabía que por culpa de la furia había estado a un pelo de atacar físicamente a aquel hombre, y eso habría supuesto su ruina sin importar cuál hubiese sido la provocación.

McKeon la había detenido antes de que pudiera hacer algo así. Había visto el hueco y se había lanzado a por él, obligando a Hauptman a ponerse a la defensiva, permitiéndole así a ella ganar algo de tiempo para recobrar al menos parte de su control. Le debía mucho por aquello, una profunda deuda totalmente personal que dudaba poder devolverle algún día. Y por ello quería responderle que no se preocupara, pasar por alto sus fallos como primer oficial.

Pero era capitana de una nave de guerra. Y los sentimientos personales y la gratitud, por profundos o personales que fueran, debían quedar en un segundo plano. Era necesario. Así que se aclaró la garganta y habló, con una voz suave e impersonal.

—No, Sr. McKeon —dijo—, no lo ha sido.

Lo vio estremecerse y tensar los hombros, y quiso acudir a él. Pero no: lo hizo. Se limitó a sentarse allí, esperando.

El silencio se prolongó, tirante y doloroso, y McKeon revolvía las manos en su regazo. Ella podía oírlo respirar y notaba el latido de su propio pulso, pero aun así esperó. Sentía que él necesitaba decir algo más, pero que le hacía falta más tiempo para ello, y tiempo era lo menos que podía darle, por muy largo que fuese aquello.

—Sé que no lo he sido, señora —dijo al fin—. Y… lo siento —añadió con un estremecimiento de hombros, para mirarla después a la cara—. No es mucho, pero es todo lo que puedo decir. Le he fallado, a usted y a la nave, y lo siento.

—¿Por qué, McKeon? —preguntó suavemente. Él se estremeció ante la compasión de su voz, pero entendió la pregunta. Por un momento Honor creyó que iba a saltar de la silla y huir, pero no lo hizo.

—Porque… —tragó saliva y miró alrededor de la sala de reuniones sin verla realmente—. Porque dejo que mis sentimientos personales se interpongan en mi deber, señora. —Se obligó a mirarla mientras lo admitía, y en ese momento sus edades se invirtieron. El alto y poderoso primer oficial parecía de repente joven y vulnerable, pese a todos sus años de experiencia, y la miraba con unos ojos casi desesperados, como si le suplicara que lo entendiera—. Usted llegó a bordo y parecía tan condenadamente joven… —añadió con una voz llena de desdichada conmiseración—. Sabía que se merecía el mando. ¡Dios, solo tuve que echar una ojeada a su expediente para saberlo! Pero yo lo quería de tal modo… No poseía el rango necesario y… —se interrumpió y rió con aspereza—. Probablemente nunca tenga el rango suficiente. Soy un gacetillero, capitana, eficiente pero lento. La clase de tipo que no se arriesga a asomar el cuello. Pero Dios, cómo quería esta nave. Más de lo que nunca había reconocido ante mí mismo. Y allí estaba usted: cinco años más joven que yo y ya con el mando de una nave hiperespacial en su haber, caminando a través de la escotilla, recién salida del CTA y llevando la gorra blanca que yo deseaba.

Apretó los puños y después se levantó. Paseó arriba y abajo de la pequeña sala de reuniones como un animal enjaulado, y Honor percibió su angustia y su mortificación. Casi podía ver las tinieblas de su pena, que lo rodeaban como un veneno, pero controló su repentino deseo de romper su monólogo, de detenerlo o de defenderlo de sí mismo. No podía. Él necesitaba decirlo, y ella necesitaba que lo dijera, si es que había alguna esperanza de que las barreras entre ellos pudieran caer de verdad.

—La odiaba —su voz sonaba sorda al rebotar en el mamparo, pues él miraba en dirección contraria a Honor—. Me decía a mí mismo que no era así, pero la odiaba. Y las cosas no mejoraban. Eran peores cada día. Era peor cada vez que la veía hacer algo bien, y me daba cuenta de que deseaba que lo hiciera mal para poder justificar así mis sentimientos. Y después estuvieron las maniobras —se giró para volver a encararla, con una expresión torcida—. ¡Maldición, yo sabía que le habían encargado una misión imposible, después de cómo habían destripado nuestro armamento! Sabía que era imposible… y en vez de atrincherarme y ayudarla a hacerlo de todos modos, dejé que usted cargara con todo el peso porque en el fondo quería que fallara. Capitana, soy un oficial de tácticas por derecho propio. Cada vez que algo iba mal, cada vez que otra de esas malditas tripulaciones de agresores nos «destruía», algo dentro de mí me decía que yo podía haberlo hecho mejor. Sabía que no era así, pero eso no importaba. Eso era lo que yo sentía. Trataba de todos modos de cumplir con mi deber, pero no podía. No como debía hacerlo.

Se acercó más a la mesa, echándose hacia delante para apoyarse encima de ella e inclinarse hacia Honor.

»Y después, esto —alzó un brazo para señalar las paredes—. La Estación Basilisco —volvió a poner la mano sobre la mesa, junto a su compañera, y se las miró—. Me dije que era culpa suya, que usted era la que había logrado que nos enviaran aquí, y eso era otra mentira. Pero cada vez que me decía una mentira, tenía que añadir otra que justificara las anteriores. Así que era su culpa, no la mía, y todas esas bobadas de cumplir nuestro deber, de desempeñar nuestras responsabilidades tanto si alguien se había preocupado antes por desempeñar las suyas como si no… Eso eran sandeces, capitana. Eran idealistas, quijotescas e infantiles sandeces de la Academia, no del mundo real.

Volvió a mirarla.

»Pero no era así, ¿verdad, señora? —dijo suavemente—. No para usted. No sé por qué Young le echó esto encima. Y tampoco importa el porqué. Lo que importa es que usted no se quejó ni lloró. Usted no aflojó el ritmo. Simplemente afianzó las piernas y… —sacudió la cabeza y se estiró—. Nos pateó el trasero, capitana. Nos lo pateó una y otra vez hasta que movimos nuestros afligidos culos y empezamos a actuar de nuevo como oficiales de la Reina. Yo sabía lo que usted estaba haciendo y por qué lo hacía, desde el primer momento, y lo odiaba. Lo odiaba. Porque cada vez que hacía algo bien, era una prueba más de que se merecía el puesto que yo anhelaba.

Se dejó caer en una silla mirándola por encima de la mesa, y alzó una mano casi suplicante.

—Capitana usted tenía razón y yo estaba equivocado. Lo que está ocurriendo ahora en este sistema lo demuestra, y si me quiere ver lejos de esta nave, no la culparé en absoluto.

Al fin se calló, hundido en la desesperación, y Honor se inclinó hacia delante en su silla.

—No lo quiero lejos de mi nave, comandante —dijo delicadamente.

Él alzó de nuevo la cabeza y ella sacudió la mano en el aire.

»Está en lo cierto. Depositó todo el peso encima de mí; yo quería que llegáramos a un compromiso; lo necesitaba, pero usted no estaba dispuesto. Todo en la galaxia estaba viniéndoseme encima a la vez y usted se limitó a quedarse ahí sentado, rehusando abrirse y dejándomelo todo a mí. Oh, sí, comandante. Había días en los que hubiera estado encantada de mandarle hacer las maletas con un informe de eficiencia que lo habría dejado en tierra para siempre, si no hubiese sido porque andaba tan corta de personal, y si hubiese tenido suficientes oficiales experimentados a bordo para reemplazarlo por alguien en quien de verdad pudiese confiar. Pero…

Se detuvo, permitiendo que el silencio pendiera de su última palabra, y después hizo un pequeño asentimiento.

»Pero, Sr. McKeon, me hubiese equivocado si lo hubiese hecho. —Él parpadeó asombrado y ella sonrió ligeramente—. Oh, desde luego que hubo momentos en los que quería darle una patada, o estrangularlo, o arrancarle la cabeza de un mordisco delante de toda la oficialidad, pero entonces me di cuenta de que usted, al menos, lo estaba intentando. No sabía cuál era el problema y usted no estaba haciendo las cosas a mi estilo, pero se estaba esforzando. Observé su trabajo con Rafe en aquella reprogramación de las sondas y lo manejó a la perfección. También le vi dedicarle tiempo a Panowski y me fijé en que nunca estaba demasiado ocupado como para encargarse de cualquier cosa que surgiera… siempre que no estuviera relacionada conmigo. Y me di cuenta de algo, Sr. McKeon: sea lo que sea, no es ni un gacetillero ni un mediocre.

Honor se reclinó, con mirada serena.

»La fastidió. Me falló a mí y a la nave, y eso podría haber supuesto un desastre para todos nosotros. Pero todo el mundo la fastidia de vez en cuando, Sr. McKeon. No es el fin del mundo.

McKeon la miró durante un largo e inmóvil momento. Después exhaló un atroz suspiro y sacudió la cabeza.

—No puedo… —se detuvo y se aclaró la garganta—. Una de las cosas que siempre he temido era que, si se lo contaba, si usted sabía cómo me sentía, reaccionaría exactamente así —dijo con voz ronca—. Que no iba a echarme una bronca ni a escupirme en la cara. Y eso… bueno, me asustaba. Sería la prueba final de que realmente usted se merecía el puesto… y yo no. ¿Comprende lo que quiero decir, señora?

Honor asintió, y él le devolvió el gesto.

»Estúpido, ¿no es verdad? Yo no creo que unos chicos como Cardones o Tremaine sean unos inútiles porque cometan un error o admitan un problema. Pero yo no podía admitir que tenía uno. No ante usted.

—Estúpido no, Sr. McKeon, solo muy, muy humano.

—Puede ser —suspiró McKeon, y volvió a mirarse las manos. Honor permitió que el silencio los invadiera durante unos pocos latidos de corazón y después carraspeó.

—Pero, fuese como fuese el pasado, es el pasado —dijo más enérgica—. ¿No es así, Sr. McKeon?

—Sí, señora. —El primer oficial se enderezó en su silla y añadió con igual energía—. Sí, señora, lo es.

—Excelente. —Honor se levantó y le sonrió desde el otro lado de la mesa—. ¡Porque como es el pasado, segundo, está advertido! ¡La próxima vez que me parezca que está aflojando el ritmo, voy a darle tal patada en el culo que hará todo el camino de vuelta al Control de Basilisco solo con la inercia! ¿Está claro, Sr. McKeon?

—Sí, señora. —Se levantó de su propia silla con una sonrisa. Parecía poco natural y fuera de lugar en una cara que durante tanto tiempo había sido una auténtica máscara, pero de algún modo también parecía completamente adecuada.

—Excelente —repitió Honor con más suavidad. Dudó un instante y entonces extendió la mano por encima de la mesa—. En ese caso, comandante McKeon, bienvenido a bordo. Es una alegría tenerlo de vuelta.

—Gracias —él aceptó su mano y la apretó con firmeza—. Es bueno estar de vuelta… Patrona.