20
Honor se detuvo a la entrada del tubo de acceso del muelle de botes, observando a través de las cámaras de este como su lanzadera se acoplaba con el otro extremo del tubo. La pequeña nave se movía con deliberada precisión en el vacío brillantemente iluminado de la dársena, posando con elegancia sus noventa y cinco toneladas en el andamio volante. Los arietes empujaron hacia delante los topes del tubo, sellando el cuello a la escotilla. Se encendió la luz verde de presiones y Honor soltó un inaudible suspiro al abrirse la escotilla.
Klaus Hauptman salió de ella como un monarca dominante. Era más bajo de lo que esperaba, pero robusto, con aquellas dramáticas patillas blancas de las que ella siempre había sospechado que eran artificiales. Su cara cuadrada y su poderosa mandíbula se habían beneficiado sin ninguna duda de la cirugía estética (nadie podía tener los rasgos tan simétricos), pero se había conservado la estructura básica. Había fuerza en esa cara, una seguridad intransigente y una confianza en sí mismo que iba más allá de la mera arrogancia o agresividad, y su mirada era dura.
—Comandante Harrington. —Su profunda voz era suave y cultivada, ocultaba toda enemistad mientras le ofrecía su mano.
Ella la estrechó y ocultó una sonrisa al sentirlo rodear su propia mano con los dedos y someterla a un apretón triturador. Nunca hubiese pensado de él que fuese un rompenudillos. Parecía algo infantil en un hombre tan poderoso, pero tal vez necesitaba expresar su dominación por todos los medios. Y quizá había olvidado que ella era esfingina, pensó al tiempo que lo dejaba apretar con todas sus ganas. Honor tenía las manos de dedos largos y eran grandes para una mujer. Demasiado grandes para que él pudiera afianzar los puntos de presa que buscaba, y ella le permitió aumentar la presión al máximo para devolverle entonces el apretón sin esfuerzo. Su sonrisa era amable, sin dar indicación de la silenciosa lucha, pero ella vio que sus ojos vacilaban ante la inesperada firmeza de su presa.
—Bienvenido a bordo del Intrépido, Sr. Hauptman —dijo, permitiendo que su sonrisa se hiciera un poco más amplia cuando él abandonó la lucha y la soltó. Señaló hacia McKeon, que se adelantó hasta quedar junto a su hombro—. Mi primer oficial, el capitán de corbeta McKeon.
—Comandante McKeon —asintió su invitado, pero sin ofrecer la mano una segunda vez. Honor le vio flexionar los dedos en el costado y confió en que le dolieran.
—¿Le gustaría dar una vuelta por la nave, señor? —preguntó amablemente—. Me temo que gran parte de ella esté vedada a los civiles, pero estoy convencida de que el comandante McKeon estaría encantado de mostrarle las zonas que podamos.
—Gracias, pero no. —Hauptman sonrió a McKeon, pero sus ojos nunca abandonaron a Honor—. Mi tiempo aquí puede ser limitado, comandante. Tengo entendido que el correo volverá a Mantícora en cuanto termine sus asuntos con la comisionada Matsuko, y si no regreso con él tendré que hacer arreglos especiales para volver a casa.
—¿Puedo ofrecerle entonces la hospitalidad del comedor de oficiales?
—De nuevo, no. —Hauptman volvió sonreír, una sonrisa que esta vez quizá contenía algo de tensión—. Lo que apreciaría de verdad, comandante Harrington, es unos pocos momentos de su tiempo.
—Por descontado. ¿Me acompaña a mi sala de reuniones?
Se hizo a un lado con un gesto cortés para que Hauptman la precediera hasta el ascensor, y McKeon quedó detrás de ellos. Los tres entraron en la cabina y se trasladaron en silencio hasta el puente. No era un silencio sereno. Honor sentía los colmillos afilados y las garras flexionándose bajo la superficie, y rogó a su corazón que no se disparase. Esa era su nave, y el hecho de que el Cártel Hauptman pudiera comprar el Intrépido con la calderilla que le sobraba no cambiaba aquello.
El ascensor se detuvo en el puente. Era la guardia del teniente Panowski y el astrogrador en funciones se levantó de la silla de mando cuando su capitana entró en cubierta.
—Prosiga, teniente —dijo, y condujo a su invitado hacia la sala de reuniones mientras Panowski volvía a sentarse. Nadie más apartó la mirada de sus tareas. Era una estudiada negativa a reconocer la presencia de Hauptman, y Honor esbozó una amarga sonrisa ante la silenciosa desaprobación de su tripulación hacia aquel hombre. La escotilla les abrió paso y dejaron atrás el puente. Desde luego, todos sabían o sospechaban por qué estaba allí Hauptman, y su silencioso apoyo resultaba aún más valioso después de la apática indiferencia que antaño había sentido hacia ella esa misma gente.
La escotilla se cerró y Honor ofreció asiento a Hauptman. El magnate fue hasta la silla, pero se detuvo sin sentarse y miró hacia McKeon.
—Si no le importa, comandante Harrington, preferiría hablar con usted en privado —dijo.
—El comandante McKeon es mi primer oficial, señor —respondió con fría cortesía.
—Me doy cuenta de ello, pero me hubiese gustado discutir ciertos… temas confidenciales con usted.
—Me temo que eso será imposible, Sr. Hauptman. —El rostro de Honor era sereno y no quería que nadie notara lo mucho que le costaba mantener la voz desprovista de fragilidad. Fue hasta su propia silla y se sentó en ella, indicando a McKeon que se sentará a su derecha, y sonrió a Hauptman.
Por primera vez una expresión sincera cruzó la cara de su visitante (un leve enrojecimiento de las fuertes mejillas y un sutil encogimiento de nariz) al rechazar ella su petición. Claramente, Klaus Hauptman no estaba acostumbrado a que contradijeran su voluntad. Era una pena, pero tendría que acostumbrarse a ello.
—Ya veo —sonrío levemente y se sentó en su silla, recostándose y cruzando las piernas con elegancia y comodidad, como si quisiera dejar su señal de dominio personal sobre la sala de reuniones. Honor se limitó a esperar, con la cabeza un poco ladeada, luciendo una sonrisa atenta. El rostro de McKeon era menos amable. Tenía aquella expresión formal, como de una máscara, que había llegado a conocer y a odiar, pero esta vez no estaba dirigida a ella.
Honor estudió a Hauptman parapetada en su sonrisa, esperando a que él comenzara, y su mente repasó todo lo que sabía y lo que había oído sobre él.
El clan de los Hauptman era uno de los más ricos de la historia de Mantícora, pero no poseía absolutamente ninguna conexión con la aristocracia. Eso era raro para una familia tan poderosa pero, según todos los comentarios, Klaus Hauptman obtenía cierta satisfacción snob de su total carencia de sangre azul.
Al igual que la familia de Honor, el primer Hauptman había llegado a Mantícora después de la plaga del 22 d. A. (1454 después de la Diáspora según el cálculo estándar). La Colonia Mantícora S. A. original había pujado fuerte por los derechos del Sistema Mantícora en el 774 d. D. precisamente porque Mantícora-A III, el planeta ahora llamado Mantícora, se parecía mucho a la Vieja Tierra. Incluso el planeta de tipo más terrestre requería al menos cierta terraformación para albergar una población humana, pero en el caso de Mantícora no había hecho falta más que introducir las cosechas alimenticias terrestres esenciales y una fauna cuidadosamente seleccionada; y a pesar del largo periodo anual de Mantícora y sus duraderas estaciones, las formas de vida de otros planetas se habían adaptado con facilidad a su nuevo hábitat.
Por desgracia, esa fácil adaptación resultó ser una espada de doble filo, puesto que Mantícora demostró ser uno de los poquísimos planetas capaces de crear una enfermedad indígena que afectase a la humanidad. Al virus nativo manticoriano le llevó cuarenta años-T mutar hasta alcanzar una variedad que pudiera atacar a huéspedes humanos, pero una vez lo logró, la plaga golpeó con tremenda potencia.
Los médicos tardaron más de una década estándar en derrotar a la enfermedad, que para entonces ya había matado a más del sesenta por ciento de los colonos (casi el noventa por ciento de los nacidos en la Vieja Tierra).
Las diezmadas filas de los supervivientes habían quedado reducidas muy por debajo de los niveles necesarios para garantizar la estabilidad, y entre los muertos se contaban demasiados de los especialistas imprescindibles. Pero, como para compensar el desastre de la plaga, el destino dio a la colonia la posibilidad de traer la sangre nueva que necesitaba.
Los colonos originales habían partido hacia Mantícora antes de que la invención de las velas de Warshawski y los detectores de gravedad redujeran los riesgos del viaje hiperespacial a un nivel aceptable para las naves de pasajeros. Ni siquiera existía el motor de impulsión, y su viaje en criohibernación a bordo de la nave-colonia sublumínica Jason había llevado más de seiscientos cuarenta años-T, pero durante sus siglos de sueño los sistemas de viaje interestelar habían vivido una auténtica revolución.
La nueva tecnología permitía reclutar a nuevos colonos de los mundos centrales en un espacio de tiempo razonable, y Roger Winton, presidente y director ejecutivo de la Colonia Mantícora S. A., ya había previsto los cambios. Antes de partir creó la Fundación de la Colonia Mantícora en Zurich, invirtiendo en ella hasta el último penique que quedó a los accionistas tras la compra de los derechos de la colonia a los exploradores originales, y tras equipar su expedición. Pocos proyectos coloniales se habían planteado siquiera algo así, dados los largos años de viaje que se interpondrían entre sus nuevos mundos y el Sol, pero Winton era un hombre con visión de futuro, y seis siglos de intereses acumulados dejaron a la colonia con un envidiable saldo en la Vieja Tierra.
Así, Winton y sus compañeros supervivientes habían sido capaces no solo de reclutar los refuerzos que necesitaban sino de pagar el pasaje de esos colonos hasta sus nuevos y distantes hogares si era necesario. Pese a ello, como les preocupaba perder poder político ante un influjo tal de recién llegados, los supervivientes de la expedición original y sus hijos adoptaron una nueva constitución que transformaba su colonia (regida hasta entonces por un gabinete electo de directores) en el Reino Estelar de Mantícora, bajo el gobierno de Roger I, primer monarca de la casa de Winton.
Los accionistas iniciales de la Colonia de Mantícora S. A. habían recibido enormes extensiones de terreno o derechos minerales sobre los planetas del sistema, en proporción directa a sus contribuciones originales de capital. La nueva constitución los convirtió en una aristocracia hereditaria, pero no era una nobleza cerrada, puesto que todavía quedaban sin asignar terrenos aún más extensos. Los nuevos colonos que se pudieran pagar el pasaje recibirían a su llegada el equivalente a su precio en terreno, y los que pudieran aportar todavía más dinero tenían garantizado el derecho a comprar tierras adicionales justo a la mitad de su precio de tasación.
La oportunidad de convertirse en noble había atraído el interés de un extraordinariamente alto porcentaje de profesionales jóvenes y bien pagados: médicos, ingenieros, educadores, químicos y físicos, botánicos y biólogos… exactamente el tipo de gente que requería una población colonial precaria y que muy pocos mundos exteriores podían atraer. Habían llegado para hacerse con su retribución garantizada y para ampliarla, y muchos de esos llamados «segundos accionistas» se habían convertido en condes o incluso duques por méritos propios.
De aquellos que no habían podido pagar en su totalidad su propio pasaje, muchos habían podido abonar gran parte del mismo y, en consecuencia habían recibido la diferencia en tierras al llegar. Eran, quizá, terrenos pequeños para lo habitual en Mantícora, pero enormes para lo normal en los mundos centrales. Esta gente se había convertido en los pequeños terratenientes independientes de Mantícora, como los ancestros de Honor, e incluso en la actualidad sus familias conservaban un tenaz sentido de la independencia.
Pero, a pesar de ello, la mayoría de los recién llegados habían sido «receptores nulos», individuos incapaces de pagarse nada del pasaje y que, en muchos casos, llegaron a Mantícora cargando a la espalda todas sus posesiones. Individuos como Heinrich Hauptman.
En la actualidad quedaba poco que diferenciase a los pequeños terratenientes de los receptores nulos, aparte de la antigüedad de las concesiones originales de terreno donde tenían sus casas familiares, y de ciertos tratamientos puramente honoríficos que se usaban con cada vez menor frecuencia. Pero el recuerdo tradicional del estatus social perduraba, y el clan Hauptman nunca había olvidado sus raquíticos comienzos. La escalada de la familia hasta su presente grandeza había comenzado dos siglos manticorianos atrás, con el bisnieto de Heinrich, pero pese a ello Klaus Hauptman, que podría comprar y vender una decena de ducados, seguía prefiriendo presentarse a sí mismo (al menos en público) como el campeón del hombre de a pie. Eso no le impedía forjar compromisos de negocios con la aristocracia, ni disfrutar del poder y el lujo que conllevaba su posición de príncipe de los mercaderes, ni involucrarse profundamente en la política manticoriana; pero su «herencia plebeya» resultaba esencial para su fiera y orgullosa autoestima. Se consideraba un hombre hecho a sí mismo, descendiente de otros iguales, a pesar de la riqueza con la que ya había nacido. Y esa autoestima era la que lo había llevado hasta Basilisco aquel día, se dijo Honor, porque ella le había hecho daño. Lo había atrapado (o al menos a sus empleados) metido en un tráfico ilegal, y para un hombre de su orgullo y autoconcedida importancia eso constituía un ataque directo contra él, no un simple revés comercial o un problema legal. Ante sus propios ojos, Klaus Hauptman era el Cártel Hauptman, y eso convertía las acciones de Harrington en un insulto personal que no podía tolerar.
—Muy bien, comandante Harrington —dijo al fin—. Iré directo al asunto. Por razones que usted sabrá, he considerado adecuado hostigar mis intereses en Basilisco. Quiero que eso acabe.
—Lamento que lo vea como un «hostigamiento», Sr. Hauptman —dijo Honor con serenidad—. Por desgracia, mi juramento a la Corona me obliga a ejecutar y aplicar las regulaciones establecidas por el Parlamento.
—Su juramento no la obliga a escoger específicamente al Cártel Hauptman para su aplicación, comandante. —Hauptman no alzó la voz, pero había un vigor agresivo debajo de la tranquila superficie.
—Sr. Hauptman —Honor lo contempló con compostura mientras flexionaba las manos por debajo del borde de la mesa—, hemos inspeccionado todo el comercio con la superficie de Medusa o con los almacenes orbitales de Basilisco, no solo el fletado por su compañía.
—¡Bobadas! —Resopló Hauptman—. Ningún otro oficial al cargo de esta estación ha interferido jamás de modo tan descarado con el legítimo tráfico mercante de Basilisco. Lo que es más, dispongo de numerosos informes de mis agentes aquí que afirman que sus grupos «aduaneros» pasan mucho más tiempo «examinando» mis cargamentos que los de cualquier otro. ¡Si eso no es hostigamiento, me gustaría mucho saber qué cree usted que lo constituye, comandante!
—Lo que hayan o no hayan hecho los anteriores oficiales al mando no afecta en absoluto a mis responsabilidades y deberes, Sr. Hauptman —dijo Honor con fría precisión—. Y si, de hecho, mis partidas de inspección han dedicado más tiempo a los cargamentos del Cártel Hauptman, eso solo obedece a que nuestra experiencia indica que tienen más probabilidades que casi todos los demás de transportar artículos ilegales.
La cara de Hauptman se ensombreció peligrosamente, pero ella se obligó a devolverle la mirada sin demostrar su tensión interior.
—¿Me está acusando de hacer contrabando, comandante Harrington? —la voz de barítono resultaba más profunda y siniestra, casi sedosa.
—Lo que estoy diciendo, Sr. Hauptman, es que los registros demuestran que la incidencia de contrabando en los cargamentos fletados por su compañía es un treinta y cinco por ciento superior a la de cualquier otra empresa que comercie con Medusa. Por supuesto, no puedo saber si usted está en persona implicado en esas actividades ilegales o no. Personalmente, lo dudo. Pero hasta que llegue el momento en que estemos convencidos de que ningún contrabando pasa bajo un manifiesto del Cártel Hauptman, mis oficiales de abordaje dedicarán, bajo mis órdenes, una atención especial a sus cargamentos. —La cara de Hauptman se ensombrecía cada vez más, y Honor se detuvo contemplándolo con serenidad—. Si desea poner fin a lo que usted considera «hostigamiento», señor, le sugeriría que insistiera para que sus propios gerentes vigilaran su gestión interna.
—¿Cómo se atreve? —explotó Hauptman, medio incorporándose. Las manos de Honor se tensaron aún más bajo la mesa, pero no se movió de su asiento—. ¡No sé quién se creerá que es, pero no pienso quedarme aquí sentado siendo insultado de esta forma! ¡Le aconsejaría que reconsiderara sus absurdas acusaciones, comandante!
—Solo he constatado hechos, no «absurdas acusaciones», Sr. Hauptman —dijo ella impávida—. Si prefiere no escucharlas, le sugiero que se marche.
—¿Que me marche? ¡¿Que me marche?! —Hauptman estaba completamente de pie, y apoyaba su peso sobre la mesa mientras su voz llenaba la sala de reuniones como un trueno—. ¡He venido aquí para darle una oportunidad de corregir su terriblemente erróneo manejo de la situación! ¡Si lo prefiere, puedo discutirlo con el Almirantazgo o con el Gobierno, en vez de tratar con una comandante presumida y engreída que me insulta en mi propia cara, acusándome de actividades ilegales!
—Por supuesto, dispone de esa opción. —Honor notó que McKeon, detrás de ella, estaba a punto de estallar por la tensión, pero su propia ansiedad estaba desapareciendo, barrida por la creciente lava de furia—. Pero, mientras tanto, usted es un invitado en mi nave, Sr. Hauptman, y deberá mantener un lenguaje civilizado o haré que lo expulsen de ella.
Hauptman se quedó con la boca abierta y ella aprovechó su silencio para proseguir.
»No lo he acusado a usted, personalmente, de ninguna ilegalidad. He afirmado, y los registros lo demuestran sin lugar a dudas, que hay individuos dentro de su compañía involucrados en actividades ilegales. Sus amenazas de recurrir a una autoridad superior no alteran ese hecho ni modifican el cumplimiento de mis responsabilidades a la luz de ello.
Hauptman volvió a sentarse en la silla, apretando los músculos de la mandíbula. Un profundo silencio se cernía sobre la sala de reuniones y, cuando él sonrió, no resultó una expresión agradable.
—Muy bien, comandante. Ya que prefiere ver como una amenaza la posibilidad de que busque desagravio a través del Almirantazgo, y puesto que no parece dispuesta a comprender la justicia que supondría tratar de modo equitativo mis intereses en este sistema, quizá pueda plantearlo en términos que usted pueda comprender. Le estoy diciendo, ahora, que cese de hostigar a mis naves y mis cargamentos, o la consideraré a usted (no a la Armada, no al Gobierno, sino a usted) responsable de los daños que está infligiendo a mis negocios y a mi buen nombre.
—A quién decida considerar responsable y de qué, es asunto suyo, no mío. —La voz de Honor era glacial.
—No puede protegerse de mí detrás de ese uniforme, comandante —dijo Hauptman de modo desagradable—. Solo estoy pidiendo la cortesía y él respeto debidos a cualquier ciudadano particular respetuoso de la ley. Si usted decide utilizar su puesto como oficial de la Corona para embarcarse en alguna especie de venganza personal contra mí, no tendré otra opción que utilizar mis recursos para pagarle con la misma moneda.
—Como ya he afirmado, no mantengo ni pienso mantener ninguna acusación personal contra usted hasta, y a no ser que, haya pruebas claras e incontrovertibles de que usted permitiera con conocimiento de causa que sus empleados se embarcaran en actividades ilegales. Pero hasta entonces, las amenazas contra mí como individuo no tendrán más efecto que las de presionarme a través de mis superiores. —La mente de Honor estaba serena y clara gracias al frío destello de su propia rabia, y sus ojos parecían estar hechos de un acero castaño—. Si quiere que sus cargamentos pasen con los retrasos mínimos de inspección, todo lo que debe hacer es asegurarse de que no contienen contrabando. Eso —añadió con intención— no debería suponer ninguna tarea insuperable para un ciudadano particular respetuoso de la ley con sus medios y autoridad, señor.
—Muy bien, comandante —dijo él rechinando los dientes—. Ha elegido insultarme, sea cual sea el legalismo bajo el que quiere disimularlo. Le daré una oportunidad más de dar marcha atrás. Si no lo hace, le juro por Dios que yo la obligaré a hacerlo.
—No señor, no lo hará —respondió Honor suavemente y Hauptman soltó una carcajada desdeñosa. Su lenguaje corporal irradiaba furia y desprecio mientras daba rienda suelta a su famoso temperamento, pero cuando volvió a hablar su voz era dura y fría.
—Oh, pero lo haré, comandante. Lo haré. Tengo entendido que sus padres son socios en la Asociación Médica Duvalier.
A su pesar, Honor parpadeó sorprendida ante el radical cambio de tema. Entonces entrecerró la mirada e inclinó la cabeza amenazadora.
—¿Y bien, comandante? —Insistió Hauptman casi en un ronroneo—. ¿Estoy en lo cierto?
—Lo está —respondió ella de manera inexpresiva.
—Entonces, si insiste en convertir esto en una confrontación personal deberá considerar las repercusiones que puede tener sobre su propia familia, señora, ya que el Cártel Hauptman controla un setenta por ciento de las acciones públicas de dicha organización. ¿Me he expresado con claridad, comandante?
Honor se envaró en la silla, con el rostro blanco como el papel; el acero de sus ojos había perdido su frialdad. Llameó cólera y la comisura de los labios se le contrajo bruscamente. Los ojos de Hauptman brillaron al malinterpretar ese espasmo muscular involuntario y se recostó en la silla, sonriente y triunfante.
—La decisión es suya, comandante. No soy más que un honesto mercader tratando de proteger sus intereses legítimos y los de sus accionistas en este sistema. Si insiste en interferir en esos intereses legítimos, no me dejará otra alternativa que defenderme del modo que pueda, por muy desagradables que pueda encontrar personalmente las medidas a las que me obligue… o por muy tristes que sean las consecuencias para sus padres.
Los músculos de Honor se estremecieron por la rabia, tema los dedos clavados en los muslos y notó que los labios se le abrían para escupirle a la cara su desafío, pero otra voz fría y serena habló primero.
—Le sugiero que reconsidere esa amenaza, Sr. Hauptman —dijo Alistair McKeon.
La repentina interrupción resultó tan inesperada que Honor se giró hacia él, sorprendida. El rostro de su primer oficial ya no parecía una máscara. Era preso de la furia y los ojos le llameaban. Hauptman lo miró como si fuese una parte del mobiliario cuya presencia el magnate hubiese olvidado.
—No estoy acostumbrado a aceptar consejos de lacayos uniformados —comentó con desdén.
—Entonces le sugiero que se vaya acostumbrando —replicó McKeon con la misma voz de hierro forjado—. Desde su llegada a esta sala de reuniones ha tratado insistentemente de interpretar las acciones de la comandante Harrington como un ataque personal contra usted. Y en el intento, la ha insultado a ella, a la Real Armada y al cumplimiento de nuestros deberes con la Corona. De hecho, ha dejado muy claro que ni la ley ni sus responsabilidades para con la misma son tan importantes para usted como su propia y preciosa reputación. A pesar de su calculada insolencia, la capitana ha mantenido un tono de cortesía y respeto, pero cuando ha rehusado ignorar sus deberes como oficial de la Reina o modificarlos para adaptarse a sus exigencias, usted ha considerado adecuado amenazarla, no solo a ella personalmente, sino al sustento de sus progenitores —el desprecio brillaba en los ojos del comandante—. Por lo tanto le advierto, señor, que estaré dispuesto a testificar ante cualquier tribunal de justicia.
—¿Tribunal de justicia? —Hauptman se echó para atrás de la sorpresa y Honor se sintió casi igual de sorprendida a pesar de su furia. ¿Qué intentaba McKeon…?
—Sí, señor. Un tribunal de justicia, donde sus persistentes intentos de obligar a la Armada de la Reina a abandonar sus responsabilidades se considerarán, sin duda alguna, como pruebas de confabulación en traición y asesinato.
Una conmoción absoluta llenó la silenciosa sala de reuniones cuando calló la firme y fría voz de McKeon. Hauptman palideció incrédulo, pero después su rostro volvió a ensombrecerse.
—¡Está loco! ¡Ha perdido el juicio! No hay…
—Sr. Hauptman —McKeon interrumpió bruscamente el farfulleo del magnate—, hace cuarenta y siete horas, sesenta y un policías de la Agencia de Protección de los Nativos fueron muertos o heridos en cumplimiento de su deber. Fueron asesinados por individuos extraplanetarios que comerciaban con los nativos medusinos con drogas ilegales. El laboratorio que manufacturaba esas drogas estaba alimentado desde una deriva no autorizada, instalada en el colector orbital secundario de energía del enclave del Gobierno de Su Majestad en Medusa. Esa deriva, Sr. Hauptman, que fue descubierta e identificada positivamente por personal de la Armada no hace ni ocho horas, no fue instalada después de que el colector se situara en la órbita de Medusa; se instaló cuando el colector fue fabricado… ¡por el Cártel Hauptman!
Hauptman lo miró fijamente, demasiado consternado como para hablar, y McKeon continuó con el mismo tono.
»Como esa deriva constituye una evidencia física innegable que vincula a su cártel o a individuos empleados en él con la operación de drogas, y por tanto con el asesinato de esos agentes, sus descarados esfuerzos por alejar el escrutinio administrativo de sus operaciones en la zona solo se pueden considerar un esfuerzo destinado a ocultar la culpabilidad, ya sea suya o de sus empleados. En ambos casos, señor, constituiría conspiración y le haría a usted, personalmente, cómplice cuando menos de los crímenes. Y le recuerdo que él uso de una propiedad de Su Majestad en un delito capital (y en particular en uno que se refiere a la muerte de agentes de la Corona) constituye traición según las leyes del reino. Sugiero respetuosamente —aunque no sonaba nada respetuoso, pensó Honor asombrada— que redundaría en su propio interés y en el interés de la futura reputación de su cártel cooperar al máximo con los esfuerzos de la comandante Harrington por descubrir a los auténticos culpables, en vez de colocarse en una posición de grave sospecha por obstruir una investigación oficial de los delegados de Su Majestad en este sistema.
—Está loco —repitió Hauptman, esta vez en un susurro—. ¿Traición? ¿Asesinato? Usted sabe que Hauptman no ha… que nunca ha…
—Señor, yo solo sé los hechos que acabo de exponer. En estas circunstancias, y suponiendo que mantenga su venganza contra la capitana (su venganza, señor, y no la de la comandante), creo que sería mi deber como oficial de la Reina comunicar estos hechos ante una corte.
Alistair McKeon se enfrentó a los incrédulos ojos de Klaus Hauptman con una mirada fría e impasible, y el magnate palideció. Honor se obligó a quedarse sentada, muy quieta, conteniendo la furia que aún la consumía. Ni por un momento pensó que Hauptman estuviera implicado personalmente en la deriva de energía o en el laboratorio de drogas. Si de eso se trataba, estaba casi segura de que no estaba envuelto en ninguna de las actividades ilegales de su cártel en Basilisco. Pero su presuntuoso orgullo y su arrogancia solo le permitían ver las consecuencias de los actos de Honor como un ataque personal, y se había rebajado a la más ínfima y condenable de las tácticas simplemente para quitarse la vergüenza de encima y castigarla a ella por atreverse a cumplir con su deber. Ese abuso despreocupado de su propia posición y de su poder la llenaban tanto de repulsión como de rabia, y no tenía la menor intención de moderar ni un ápice el inesperado contraataque de McKeon. Hauptman había impuesto él mismo el tono, ahora le tocaba soportarlo.
—No se atrevería —dijo con suavidad el magnate.
—Señor, lo haría. —La voz de McKeon era como pedernal desnudo y Hauptman volvió a sentarse en la silla, mirando sucesivamente a él y a Honor.
—De acuerdo —dijo al fin, rechinando los dientes—. Veo que después de todo se ha cubierto usted bien, comandante Harrington. Adelante, juegue a ser dios ahí fuera. Me lavo las manos en toda esta situación. ¡Examine cuanto quiera todo lo que le salga de las narices, pero no piense nunca (nunca) que esto se ha acabado!
McKeon se preparó para intervenir de nuevo, pero Honor le dio un toque en el brazo y movió la cabeza. Se incorporó en silencio, y cuando el segundo hizo el gesto de levantarse con ella, Honor, educadamente, lo obligó a volver a sentarse. Entonces acercó la cara con lentitud a Hauptman, señaló la escotilla de la sala de reuniones y el furioso magnate la atravesó en cuanto se abrió.
Cuando salieron al puente, este seguía tan muerto como antes, pero Honor apenas lo notó. Acompañó a Hauptman hasta el ascensor y los dos se adentraron hacia el muelle de botes en un silencio más profundo que el de las estrellas. Pero cuando llegaron, Honor alzó una mano y pulsó el botón que invalidaba el mecanismo, de modo que la puerta del ascensor siguiese cerrada, y se giró hacia él.
—Sr. Hauptman —dijo con una voz como el helio congelado—, ha considerado adecuado insultarme a mí y a mis oficiales y amenazar a mis padres. De hecho, se ha rebajado a tácticas de escoria barriobajera y eso, en mi opinión, señor, es precisamente lo que ha demostrado ser.
Las ventanas de la nariz de Hauptman enrojecieron en medio de su congestionado rostro, pero ella prosiguió con el mismo tono gélido.
—Sé muy bien que no tiene intención de olvidar este incidente. Ni yo tampoco, se lo aseguro. Y tampoco olvidaré sus amenazas. Soy una oficial de la Reina. Como tal, reaccionaré ante cualquier ataque personal contra mí solo cuando y mientras se presente, y por mi parte rechazo la costumbre de batirse en duelo. Pero, Sr. Hauptman, si alguna vez trata de llevar a cabo su amenaza contra mis padres —sus ojos eran baterías de misiles apuntando al blanco, y el tic nervioso de la comisura del labio palpitaba como un ser vivo—, lo denunciaré públicamente por sus condenables actos y exigiré una satisfacción. Y cuando acepte mi desafío, Sr. Hauptman, lo mataré como la escoria que es.
Hauptman retrocedió hasta la pared del ascensor, contemplándola asombrado e incrédulo.
—Créalo, Sr. Hauptman —dijo muy, muy suavemente, y dejó por fin que se abriera la puerta del ascensor.