19
La pinaza del alférez Tremaine derivaba en órbita, a doscientos metros del enorme colector de energía, mientras el propio Tremaine, Harkness y Yammata atravesaban el vacío que los separaba. Ninguno de ellos podía creerse adonde los había llevado el rastro de los repetidores de energía.
—¿Seguro que quiere encargarse de esto, Patrón? —Musitó Harkness a través del comunicador de su traje—. Es decir, esto es cosa de la APN, señor.
—La capitana me pidió a mí que lo encontrara, suboficial —dijo Tremaine, mucho más duramente de lo habitual—. Además, si estamos en lo cierto puede que el personal de mantenimiento de la APN sea precisamente el último al que debemos permitir tocar esto.
—Sr. Tremaine no creerá en serio que… —comenzó a decir Yammata, y el alférez movió su enguantada mano.
—No sé qué creer. Todo lo que sabemos es lo que hemos encontrado hasta el momento. Hasta que descubramos más y estemos seguros del todo, no se lo contaremos a nadie, ¿está claro?
—Sí, señor —murmuró Yammata. Tremaine asintió satisfecho y soltó una llave inglesa automática de su cinto de herramientas. Los propulsores del traje lo acercaron un poco más y se agarró al asidero que había encima del panel de acceso. Se agachó, afianzando la punta de los pies en las pinzas diseñadas para tal fin, y ató su traje a la barra. Después aplicó la cabeza de la llave al primer perno.
Pulsó el interruptor de la llave y oyó su zumbido, transmitido hasta sus oídos a través del brazo. Trató de no mirar demasiado el sello real manticoriano que había encima del panel.
—No puede estar hablando en serio. —La dama Estelle contempló fijamente al teniente Stromboli desde su pantalla de comunicaciones, y el fornido oficial asintió—. ¿De nuestro colector de energía secundario?
—Sí, señora, dama Estelle. No cabe ninguna duda. El alférez Tremaine y su equipo rastrearon el empalme desde la estación receptora primaria y encontraron el alimentador. No ha sido fácil, incluso después de llegar al colector. De hecho, está construido directamente en el anillo principal de energía, ni siquiera era un añadido. Ya tengo una copia de los circuitos modificados en mi base de datos de seguridad.
—Oh, cielo santo —suspiró Matsuko. Se arrellanó en su asiento, mirando hacia la pantalla de comunicaciones mientras le bullía la cabeza. ¿Era posible que toda la operación hubiese sido dirigida por alguien desde dentro de su propio personal? La idea bastaba para revolverle el estómago, pero se obligó a afrontarla.
—¿A quién se lo ha contado, teniente? —preguntó un momento después, entrecerrando los ojos.
—A usted, señora —respondió de inmediato Stromboli, y prosiguió contestado a lo que ella no había preguntado explícitamente—. El Sr. Tremaine me informó mediante un canal restringido, así que mi técnico de comunicaciones de servicio también lo sabe. Lo sé yo, lo sabe la tripulación del bote y lo sabe usted. Eso es todo.
—Bien, muy bien, teniente —la dama Estelle se tiró de un lóbulo y asintió—. Use su propio equipo para informar a la comandante Harrington, por favor. Y pídale que se lo comunique al mayor Isvarian, creo que sigue a bordo del Intrépido. No se lo cuente a nadie más sin permiso por mi parte o por parte de su capitana.
—Sí, señora, entendido. —Stromboli asintió y la comisionada cortó la comunicación con gesto cortés aunque distraído.
Se sentó en silencio durante largos minutos, tratando de asumir lo que aquello implicaba. Era una locura… pero también la cobertura perfecta. Recordó los holos que había tomado Isvarian de la base antes de que explotara, y se había fijado en el meticuloso cuidado con el que se habían ocultado los edificios. Era todo parte de un plan, un plan de enmascaramiento casi obsesivo, pero había un detalle que no encajaba. Enmascaramiento, sí, pero una vez había sido penetrado, los extremos a los que habían llegado para mantenerlo garantizaban una enorme persecución de los perpetradores a todos los niveles.
Y el modo en que había sido hecho, robar de su propio sistema de energía, la escala aparente de la producción de mekoha, la introducción de fusiles de retrocarga entre los nativos… ¡Todo eso daba a entender una operación enorme, una que estaba, que debía estar muy por encima de cualquier cantidad de dinero que se pudiera ganar vendiendo drogas a una cultura de la Edad de Bronce!
¿Pero porqué? ¿Hacia dónde iba aquello… y conque fin? Estaba sola en la oscuridad, buscando sombras que no tenían ningún sentido. Ningún sentido en absoluto.
Se levantó de la silla y se acercó hasta el enorme ventanal de su despacho, contemplando, sin verlo realmente, el bajo muro del Complejo Gubernamental, y detrás los monótonos prados del planeta. No podía ser uno de los suyos. ¡No podía! ¡Fuese cual fuese el objetivo final, o la recompensa, no podía creer… no creería nunca que uno de los suyos pudiera repartir mekoha a los nativos y participar en el asesinato a sangre fría de sus propios compañeros!
Pero alguien había tenido que instalar una toma de energía en el único lugar en el que ni a ella ni a la gente de Harrington se les habría ocurrido buscar. Y si estaba construido allí, y no añadido posteriormente…
Cerró los ojos, apoyando la frente contra la gruesa ventana de plástico, y rechinó los dientes de desesperación.
—Confirmado, comandante.
Rafe Cardones asintió mientras manejaba el terminal de datos, y McKeon se inclinó para estudiarlo mejor. Los circuitos del recolector de energía eran ya interesantes de por sí, pero eso solo era una parte de las sorpresas que les deparaban los datos. La derivación hacía el sistema de alimentación del laboratorio de drogas era, de hecho, parte integral de la circuitería del satélite, estaba construido en lo más profundo de su núcleo, donde solo un completo despiece por reparación lo habría revelado. Además, todos los sellos de mantenimiento estaban intactos, sin signos de falsificación, e incluso con acceso a equipo del gobierno o de la Flota, romper y reemplazar esos sellos hubiese supuesto una tarea compleja y prolongada. Fuese cual fuese el modo en que había llegado allí, la instalación de esa deriva no había sido repentina, ni una chapuza.
Frunció el ceño y pulsó una tecla que hizo que los registros de instalación y mantenimiento del colector discurrieran con lentitud por la pantalla. Observó las líneas en movimiento, golpeándose suavemente en los dientes con la punta de un estilo mientras buscaba algún periodo de reparaciones sospechosamente largo, o un nombre que apareciera con demasiada frecuencia entre las tripulaciones de las visitas regulares de servicio, pero no había nada. O estaba implicado un grupo de la APN lo bastante amplio como para rotar a sus miembros entre el personal de mantenimiento y hacer así el trabajo, o si no…
Asintió y pulsó otra tecla, eliminando la presentación de datos. Miró a Cardones.
—Descargue todos estos datos en un chip de seguridad, Rafe, y lléveselo a la capitana. Y… no lo comente con nadie más, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, señor —asintió Cardones, y McKeon se alejó con un extraño brillo en los labios. Tenía una expresión extraña, una mezcla de agitada infelicidad y algo parecido a una sonrisa, y tenía la cabeza llena de ideas.
El correo de la Corona completó su inserción orbital y casi de inmediato envió una lanzadera hacia el planeta. Honor estaba sentada en su silla de mando, contemplando en su pantalla el rastro que dejaba el bote en su descenso, y deseó parecer más calmada de lo que se sentía.
Una sombra cubrió un lado de su cara y alzó la mirada para descubrir a McKeon a su lado. El primer oficial tenía la faz preocupada y desprovista de su acostumbrada armadura de formalidad. También él observaba el monitor.
—¿Alguna información más de la dama Estelle, señora? —preguntó en voz baja.
—No. —Nimitz maulló nervioso sobre su regazo y ella le acarició la redondeada cabeza sin bajar la mirada—. Le han dicho que espere a un enviado personal de la condesa Marisa. Aparte de eso, no han pronunciado ni una palabra sobre qué más puede haber a bordo.
—Ya veo. —La voz de McKeon era débil pero tensa. Parecía estar a punto de decir algo más, pero entonces se encogió de hombros, le dirigió una mirada casi de disculpa y volvió a su puesto. Honor volvió a depositar su atención sobre el visor, esperando.
Tras ella sonó un tintineo.
—¿Capitana? —La voz del teniente Webster era más seca de lo habitual—. Tengo una transmisión personal para usted desde el bote de correo, señora. —Hizo una pausa—. ¿Se la transfiero a la pantalla de la sala de reuniones?
—No, teniente. —El tono de Honor era tan tranquilo y educado como siempre, pero los sentidos del oficial de comunicaciones, aguzados por la tensión, detectaron algo de ansiedad en él—. Páselo a esta pantalla.
—A la orden, capitana. Transfiriendo ya.
La pantalla de comunicaciones del puesto de mando de Harrington cobró vida, y la capitana se encontró mirando al que quizá fuera el individuo más rico del Reino Estelar de Mantícora, Honor no lo conocía, pero hubiese reconocido en cualquier lugar esa cara cuadrada de bulldog.
—¿Comandante Harrington? —la voz resultaba familiar por las innumerables entrevistas en el HD un profundo y vibrante tono de barítono demasiado aterciopelado como para ser auténtico. Sonaba bastante cortés, pero aquellos ojos azules despedían dureza desde un rostro en exceso perfecto.
—¿Sí? —preguntó amablemente, rehusando someterse a su reputación e incluso a admitir que sabía quién era, y observó que sus ojos se entrecerraban un milímetro.
—Soy Klaus Hauptman —dijo aquella voz de barítono un segundo después—. La condesa Marisa ha sido tan amable de permitirme viajar a bordo de su correo cuando me enteré de que iba a mandarlo a Basilisco.
—Ya veo. —La cara de Hauptman estaba demasiado bien entrenada como para que revelara algo que él desease ocultar, pero Honor creyó entrever un atisbo de sorpresa tras su aparente calma. Quizá no se había planteado la posibilidad de que la gente del Control de Basilisco se diese cuenta de la importancia de su llegada y la avisara de que venía. O quizá ya había previsto que estaría avisada y simplemente le sorprendía que aún no estuviese temblando de miedo. En fin, si no veía su miedo no podría usarlo en su contra, se dijo con firmeza.
—El propósito de mi visita, comandante —añadió él—, es hacerle… una visita de cortesía. ¿Sería posible que me personase en su nave durante mi estancia en Basilisco?
—Por supuesto, Sr. Hauptman. La Armada siempre está encantada de extender su amabilidad a un individuo tan destacado como usted. ¿Envío mi lanzadera para que lo recoja?
—¿Ya? —Hauptman no logró ocultar del todo su sorpresa, y Honor asintió atenta.
—Solo si eso le resulta adecuado, señor. Casualmente, en estos momentos estoy libre de otros quehaceres urgentes. Por supuesto, si usted prefiere posponer la visita, estaré encantada de recibirlo en cualquier momento que pueda. Suponiendo que nuestras agendas mutuas lo permitan.
—No, no. Ahora estará bien, comandante, muchas gracias.
—Muy bien, Sr. Hauptman. Mi lanzadera llegará para recogerlo en menos de media hora. Que tenga un buen día.
—Que tenga un buen día, comandante —replicó Hauptman.
Honor cortó la comunicación y se recostó en el acolchado contorno de su asiento. Tenía que llevar a Nimitz a su camarote y dejarlo allí antes de que Hauptman subiera a bordo, se dijo, sintiendo una fría y zumbante presión dentro de sí. El felino era demasiado sensible para soportar su humor durante…
—¿Capitana?
Honor ocultó una mueca de sorpresa y alzó la mirada cuando McKeon reapareció a su lado.
—¿Sí, comandante?
—Capitana; no… No creo que deba verlo sola —dijo McKeon con obvia vacilación, pero en sus ojos grises había preocupación.
—Agradezco su interés, segundo —dijo, tras una pausa—, pero soy la capitana de esta nave y el Sr. Hauptman no será más que un visitante a bordo de ella.
—Entendido, pero… —McKeon se detuvo y se mordió inseguro el labio. Luego se estiró como un hombre que se interpone ante una bala—. Señora, no creo ni por un instante que se trate de una simple visita de cortesía. Y…
—Un momento, comandante —se levantó y le detuvo con un breve gesto. Recogió a Nimitz y se dirigió a Webster—. Samuel, queda al mando. El segundo y yo estaremos en mi sala de reuniones por si nos necesita.
—A la orden, señora. Estoy al mando —respondió el oficial de comunicaciones, y Honor precedió a McKeon sin decir una palabra.
Fueron hasta la sala de reuniones y Honor colocó a Nimitz en una esquina de la mesa, al tiempo que la escotilla se cerraba y los aislaba de los muchos oídos del puente. El felino no protestó cuando lo soltó, se limitó a sentarse sobre sus cuatro patas posteriores y a contemplar fijamente a McKeon.
—Bien, comandante —dijo Honor, volviéndose hacia él—. ¿Qué me estaba diciendo?
—Capitana, Klaus Hauptman viene a esta nave para protestar por nuestras acciones… por sus acciones en este sistema —dijo McKeon llanamente—. Ya le avisé en aquel entonces de que se pondría furioso. Usted lo ha avergonzado y humillado, como mínimo, y no me extrañaría que él o su cártel acabasen enfrentándose a cargos muy graves en los tribunales.
—Soy consciente de ello. —Honor cruzó los brazos por debajo de los pechos, mirando erguida al comandante y hablando con voz ecuánime.
—Sé que lo es, señora. Y también sé que está al tanto de su reputación. —Honor asintió. La ambición desmedida de Klaus-Hauptman, su fiero orgullo y sus estallidos de furia volcánica suponían buenos titulares para la prensa—. No creo que haya venido desde tan lejos si todo lo que quisiese fuera protestar, señora. —McKeon la miró a los ojos igual de firme, con una expresión mezcla de preocupación y no poca vergüenza—. Creo que intentará presionarla para que cambie los patrones de operación. Como poco.
—En cuyo caso, ha hecho el viaje en balde —dijo Honor secamente.
—Ya lo sé, señora. De hecho… —McKeon se interrumpió, incluso entonces incapaz de explicar sus propios sentimientos, confusos y ambiguos. Sabía que Harrington tenía que estar terriblemente preocupada, pero también sabía (lo había sabido desde el principio) que no era posible empujarla a nada salvo que ella creyese que así lo exigían sus órdenes. La posible debacle para la nave (y personalmente para McKeon) era aterradora, pero a pesar de su resentimiento sentía una curiosa especie de orgullo por ella. Y eso solo servía para hacerlo sentirse más avergonzado por su propia y persistente incapacidad para superar sus sentimientos y convertirse en la clase de primer oficial que ella se merecía—. Capitana, lo que intento decir es que Klaus Hauptman es famoso por jugar duro. Es tozudo, poderoso y arrogante. Si usted no accede a modificar las operaciones, intentará todo lo que pueda para, convencerla. —Se volvió a detener y Honor alzó la mirada—. Señora, no creo que deba permitirle hacer eso en privado. Creo —se empujó a decir rápidamente— que debería tener un testigo de todo lo que diga.
Honor casi parpadeó por la sorpresa. Por ahora McKeon tenía muy poco de lo que preocuparse personalmente, incluso con la reputación que tenía Klaus Hauptman de ser rencoroso y tener memoria de elefante. Él era su primer oficial y cumplía sus órdenes, pero las órdenes provenían de ella. Si se convertía en testigo de cualquier discusión que tuviera con Hauptman, en particular en testigo a favor de Honor, aquello podía cambiar. Y él ya era cinco años mayor que ella y aún con rango de asistente. Si ponía en su contra a un hombre como Hauptman, las consecuencias para su carrera parecían difícilmente sobrellevables.
Honor ladeó la cabeza, estudiando su tensa expresión, casi capaz de paladear la ansiedad que se alzaba tras ella. Se sintió tentada de declinar su oferta, primero porque era su guerra, no la de él, y segundo porque no podía olvidar en un suspiro la manera constante en que él había evitado involucrarse desde que Honor llegó a bordo. Pero al mirarlo a los ojos supo que sería incapaz. Fuesen cuales fuesen sus razones; había dado el paso. No podía rechazarlo sin rechazarlo a él, sin rechazar su oferta, por nerviosa que resultase, de convertirse por primera vez en su auténtico primer oficial.
—Gracias, Sr. McKeon —dijo por último—. Aprecio su oferta y la acepto.