18
—¡Dios santo, Westerfeldt! ¡¿Qué demonios creía que estaba haciendo?!
Wallace Canning se hallaba casi encima de su escritorio, con las manos apoyadas en la tabla como si se plantease saltar por encima y atacar físicamente al hombre que tenía delante. Su cara estaba congestionada por la furia y le resplandecían los ojos, pero el coronel Bryan Westerfeldt se mantuvo firme.
—No he hecho nada —replicó. Hablaba tranquilamente pero había un deje en su voz (aunque no llegaba a ser un temblor) que sugería que estaba menos tranquilo de lo que aparentaba.
—¡Bueno, pues alguien sí que lo hizo! —Espetó Canning—. ¡Maldito está…!
Cerró la boca de un chasquido, obligándose a controlarse, y retrocedió poco a poco hasta su silla. Westerfeldt comenzó a hablar, pero un fuerte golpe con la mano en la mesa lo interrumpió, momento que aprovechó Canning para cerrar los ojos. Inspiró profundamente, con los músculos estremecidos por la tensión, y se obligó a reflexionar.
Gracias a Dios que el almirante había partido hacia la República antes de que estallara aquel fiasco. Contuvo una amarga risita medio histérica provocada por el verbo que había elegido y abrió los ojos. Todo su cuidadoso trabajo, su plan secreto en el laboratorio, los falsos registros… todo para nada. Para menos que nada. La APN no descansaría nunca ahora que los «criminales» habían matado a casi sesenta de sus agentes operativos. Y si no encontraban el rastro que se suponía que debían encontrar, tal vez…
—Muy bien —dijo más calmado aunque haciendo chirriar los dientes—. Estoy esperando. ¿Qué ha pasado y cómo?
—Transmití el aviso inicial a Summervale, exactamente como acordamos —dijo Westerfeldt midiendo mucho sus palabras—. Como ya sabe, teníamos que avisarle, puesto que él ya conocía que estábamos infiltrados en la APN. Si no hubiera recibido ningún aviso previo, Isvarian y Matsuko hubieran olido a gato encerrado cuando interrogaran a su gente tras el golpe y descubrieran que la «Organización» ni siquiera había intentado salvar la operación, y…
—Ya sé por qué decidimos avisarle —interrumpió Canning con frialdad—. Pero también sé que se suponía que no le diría que se acercaba el ataque. ¡Maldita sea, coronel, queríamos que los cogieran!
—Eso es lo que he estado tratando de decirle, señor —dijo Westerfeldt casi desesperado—. ¡No lo avisé del verdadero ataque, no le envié ni una sola palabra al respecto!
—¿Qué? —Canning echó hacia atrás la silla con un movimiento brusco y contempló a su subordinado—. ¿Entonces cómo lo supieron?
—Solo puedo hacer especulaciones, señor, pero Summervale creía que estaba al cargo de la seguridad. Por si le interesa, mi suposición es que tenía sus propios vigías fuera para disponer de una segunda fuente de información. ¡Ellos debieron de decirle que Isvarian se acercaba, porque desde luego, yo no!
—Pero ¿por qué demonios hizo explotar el laboratorio? —protestó Canning con una voz menos molesta y casi quejumbrosa—. ¡Nosotros nunca le dijimos que hiciera eso!:
—Eso… sí puede haber sido culpa mía, señor —admitió triste Westerfeldt—. Me preguntó qué debía hacer con los equipos, y no le di órdenes específicas. —Canning lo miró fijamente y el enfado de Westerfeldt salió a flote—. ¡Maldita sea, señor, pensé que se limitaría a tratar de abandonarlo todo y salir corriendo! ¿Por qué debería haber pensado lo contrario? No sabía lo loco que era. ¡Fue la gente del embajador Gowan la que lo reclutó en Mantícora! ¡Si sabían que era una amenaza andante no deberían habérsele acercado ni de lejos, por muy buenas o políticamente embarazosas que fueran sus credenciales!
—¡Está bien, está bien! —Canning movió la mano en un gesto que estaba a medio camino entre la furia y el apaciguamiento, y se mordió el labio—. No podemos volver atrás, y al menos los jodidos manticorianos lo han matado por nosotros. Pero sin duda usted, coronel, sabía que había algunos fusiles eh la zona.
—Juro por Dios que no, señor —el rostro de Westerfeldt estaba tenso—. Por lo que yo sé, todos los fusiles que hemos entregado siguen ocultos en las cuevas del chamán. De hecho, ordené un recuento en el Emplazamiento Uno en cuanto se armó la gorda. Aún no lo han completado, pero hasta el momento los números coinciden a la perfección. No creo que esos fusiles fueran los nuestros, señor.
—¡Oh, mierda! —murmuró Canning, llevándose las manos al pelo y mirando la mesa con ojos desenfocados.
—Tienen que haber sido fabricados por los zancudos, señor —dijo Westerfeldt más calmado—. El chamán los repartió para las sesiones de entrenamiento. Cuando acabaron los recogimos todos, pero quizá uno de los condenados aborígenes se quedó con la idea. Al fin y al cabo, si les vamos a dar armas que parezcan fabricadas por los nativos, tiene que ser posible que los nativos las construyan. Solo que no se le ocurrió a nadie que también sabrían cómo fabricar su propia pólvora y montarse su armería particular.
—Oh, esto es sencilla y jodidamente maravilloso —gruñó Canning. Cerró los ojos doloridos y después volvió a abrirlos para atravesar a Westerfeldt con la mirada—. Incluso si usted no dio la orden de volar el laboratorio, coronel, las operaciones de campo son su responsabilidad. ¡Esta es su mierda y le toca limpiarla!
—Pero ¿cómo? —Westerfeldt se acercó más a la mesa, con una voz casi suplicante.
—No lo sé —Canning golpeó la mesa suavemente con su puño y tomó aliento—. Muy bien. La APN sabe que se trataba de una operación extraplanetaria, pero aún no sabe que éramos nosotros. Y ese loco no voló los repetidores de energía, por lo que cuando los rastreen, al menos esa evidencia seguirá apuntando a una operación de origen manticoriano, ¿cierto?
Westerfeldt asintió en silencio y Canning movió los labios mientras pensaba. Tenía que informar de esto. Sabía que debía hacerlo, pero si lo hacía, los de arriba probablemente cancelarían toda la operación, y si no lograba echar todas las culpas sobré Westerfeldt, el almirante y la OIN lo crucificarían. Por otro lado, como acababa de decirle al coronel, aún no había evidencias directas que conectaran a Haven con la masacre.
De acuerdo. Si Harrington y Matsuko no sabían que Haven estaba detrás de aquello, ¿qué sabían que pudiera hacerle daño? Los fusiles. Sabían lo de los putos fusiles y no era probable que ninguna de ellas pasara por alto el peligro potencial que representaban. Eso quería decir que probablemente tratasen de preparar algún tipo de plan de contingencia pero, si no conocían aún el alcance del plan havenita, sus preocupaciones difícilmente bastarían para detenerlo.
Hizo rechinar los dientes, a sabiendas de que se estaba agarrando a un clavo ardiendo. Pero ese clavo era todo lo que le quedaba. Si informaba y la operación era cancelada, su propia carrera se vería cancelada con ella. Se encontraría enviado de vuelta a casa y encerrado en una de las unidades urbanísticas proletarias, viviendo de un Subsidio Básico de Manutención, junto a toda la demás escoria pensionista para servir de ejemplo a otros fracasados. Él, que provenía de una de las familias aristocráticas de la Legislatura. Todos sus amigos, todos los demás zánganos inútiles que vivirían del SBM como él… todo el mundo se enteraría de su fracaso. Se reirían de él, se burlarían, y no podía enfrentarse a algo así. No podía.
Pero ¿qué otra opción quedaba? Salvo que…
Se obligó a relajar la mandíbula y a estirar los hombros. Si avisaba a la OIN y la operación se cancelaba, estaba acabado. Si no les avisaba y la operación se activaba como estaba previsto pero fracasaba, también estaría acabado por no haberlos informado. Pero si la operación tenía éxito, podría salir adelante. A su familia le debían bastantes favores otros Legislaturistas. Podría salir airoso, quizá incluso lo felicitarían por sus nervios de hierro y su resolución para llevar a cabo la operación a pesar de los imprevistos.
No era más que una oportunidad entre tres, pero un treinta y tres por ciento de posibilidades era infinitamente mejor que cero, y era la única que le ofrecía la supervivencia.
—De acuerdo, coronel —dijo fríamente—. Esto es lo que va a hacer. Primero comuníquese con sus contactos en la APN. Si Harrington no descubre por sí misma esa derivación en el colector de energía de Matsuko habrá de asegurarse de que alguien se la señale. Más que eso, quiero que se vigilen continuamente sus despliegues. Sí comienzan a fortificar los enclaves o si alguno de los marines de Harrington baja a tierra, quiero saberlo. Luego usted moverá el culo lejos del emplazamiento principal. No me preocupa cómo lo haga, pero quiero que se siente encima del chamán durante otras tres semanas. ¡Tres semanas, coronel! Si Young no ha vuelto para ese momento, entonces lanzaremos la operación sin él; ¿entendido?
Westerfeldt ladeó la cabeza, con los ojos entrecerrados y reflexivos, y Canning le contempló con mirada serena. Casi podía oír girar los engranajes en la cabeza del coronel, ver como aquel hombre seguía su propia línea de razonamiento. Y, entonces, Westerfeldt asintió lentamente cuando también él llegó a la misma conclusión. Si Canning sobrevivía, él sobreviviría; si Canning caía, él caería con su superior.
—Sí, señor —dijo el coronel con rotundidad—. Lo entiendo. Lo entiendo por completo, Sr. Canning.
Dedicó otro asentimiento más firme al cónsul y desapareció tras la puerta del despacho.
—Su billete, señor. —El agente comercial silesiano le entregó el pequeño chip con una sonrisa. La compañía mercante para la que trabajaba admitía un pequeño número de pasajeros a bordo de sus cargueros, pero aquel era el primerísimo pasaje que el agente había reservado desde Medusa.
—Gracias —dijo cortésmente un hombre que no se parecía lo más mínimo a Denver Summervale y que tenía papeles que demostraban que no lo era. Se guardó el chip en un bolsillo, se levantó con un gesto de agradecimiento y abandonó la oficina.
Permaneció fuera un instante, mirando al otro lado hacia el Consulado de Haven, y una sonrisa adornó su boca. Las piezas habían empezado a encajar desde el momento en que uno de sus contactos locales llegó a su escondite para informarlo de que había visto al «jefe» salir apresuradamente del enclave havenita y dirigirse hacia el Despoblado. Eso fue todo lo que necesitó para darse cuenta de que él y su personal del laboratorio habían sido vendidos por sus auténticos patrones, y cuál era la razón.
Se sintió tentado de hacer algo al respecto, pero prevaleció el sentido común. Al fin y al cabo, si estaba libre y a salvo era principalmente porque él había vendido al piloto del aerocoche para que hiciera de señuelo. Además era posible, incluso probable, que fuese lo que fuese lo que en realidad planeaba Haven resultase más molesto para la APN y para la Armada que el propio laboratorio de drogas. Si «el jefe» lograba llevarlo adelante a pesar de todo, eso bastaría para ganarse el reticente perdón de Summervale. Y si la cagaba, entonces la misma gente a la que Summervale despreciaba lo castigaría por su conspiración.
Volvió a sonreír y se giró para caminar con paso enérgico hacia la lanzadera que lo esperaba.
—Lo siento, Comandante McKeon —dijo Rafael Cardones—, pero vamos todo lo rápido que podemos. Ya no queda carga en el repetidor y el extremo era un receptor omnidireccional. Estamos considerando todas las posibles líneas de visión, pero como no hay ningún flujo de energía que rastrear, lo tenemos que hacer todo a ojo. Me temo que va a llevarnos bastante tiempo, señor.
—Entendido. —Alistair McKeon asintió y dio una palmada en el hombro al joven oficial con distraída amabilidad—. Sé que está haciendo todo lo posible, Rafe, infórmeme en cuanto tengan algo.
—A la orden, señor.
Cardones regresó a su estación y McKeon cruzó la sala hasta la silla de mando. Se dejó caer en ella y contempló con tristeza la escotilla cerrada que llevaba a la sala de reuniones de la capitana. Las consecuencias catastróficas del asalto al laboratorio de drogas la habían conmocionado profundamente, y un lacónico ambiente depresivo impregnaba la nave. Sabía que la capitana se culpaba por ello, pero estaba equivocada. No había sido su culpa, ni la de ninguno de los que estaban a bordo del Intrépido, pero toda la tripulación parecía experimentar un sentimiento de responsabilidad personal por el desastre, aún más pronunciado por su anterior sensación de éxito.
Aun así, había algo más debajo de la culpabilidad y la depresión. Rabia. Un intenso odio hacia aquél que hubiese preparado aquellas cargas explosivas con la intención de matar. Podía sentir el odio latiendo a su alrededor, feo y voraz, y palpitaba también dentro de él. Por primera vez desde que Harrington había asumido el mando, McKeon se sentía unido a la tripulación de su nave, ya no lo carcomía su propio resentimiento y desesperación privada, y la necesidad de machacar y destruir le hervía la sangre.
Se puso las manos en las rodillas y alzó la mirada al sonar un repique desde la sección de comunicaciones. Se giró y entrecerró los ojos al ver a Webster enderezarse y empezar a pulsar botones. Estaba trabajando en la parte derecha del panel, en la sección de canales seguros, y algo en el modo en que movía las manos hizo saltar una alarma en el cerebro de McKeon.
Se deslizó desde la silla de mando y caminó sigilosamente hasta llegar junto al oficial de comunicaciones, justo cuando este insertaba una tarjeta de mensajes en el terminal y descargaba en ella el texto descodificado.
El teniente apartó su silla y empezó a levantarse, para detenerse en cuanto vio al primer oficial.
—¿Qué es, Webster? —preguntó rápidamente McKeon, preocupado por el pálido rostro del teniente y por su expresión tensa.
—Es un mensaje prioritario, señor. Del teniente Venizelos en el control de Basilisco, Dice… —el teniente se interrumpió y le alargó la tarjeta. McKeon apretó los dientes al leer el breve y escueto mensaje. Alzó los ojos y los fijó en los del teniente.
—Nadie debe saber nada de esto hasta que la capitana o yo le digamos lo contrario, Webster —dijo en voz muy baja—. ¿Está claro?
—Sí, señor —contestó Webster en el mismo tono. El primer oficial asintió y dio media vuelta, cruzando enérgicamente el puente.
—Usted queda al mando, Sr. Webster —dijo por encima del hombro, y tecleó con brusquedad un código en el panel de admisión de la sala de reuniones. La escotilla se abrió con un siseo y él desapareció tras ella.
Honor terminó de leer el mensaje y dejó la tarjeta sobre la mesa con delicadeza. Tenía el rostro blanco pero compuesto. Solo los ojos demostraban el verdadero alcance de su preocupación mientras miraba a McKeon, y el primer oficial se balanceó incómodo.
—Vaya —dijo mirando el cronómetro. El mensaje había tardado diez horas en alcanzarlos; el bote de correo de Hauptman llegaría en otras veinte.
—Sí, señora. Seguro que viene para verla personalmente, capitana —dijo prudente McKeon.
—¿Qué lo hace estar tan seguro, segundo?
—Señora, no puede ser por ninguna otra razón, no en un correo de la Corona. Es una declaración intencionada, una prueba de su influencia política. Si viniera aquí simplemente para controlar a sus agentes, lo habría hecho en una de sus propias naves. Y tampoco puede ser para entrevistarse con la dama Estelle. Ya debe de haber pulsado todas las palancas políticas de las que dispone en Mantícora, y si no ha convencido a la condesa Marisa para que interfiera, sabe a la perfección que no sacará nada de la dama Estelle. Eso solo la deja a usted, capitana.
Honor asintió lentamente. Había algunas lagunas en el razonamiento de McKeon, pero tenía razón. Sabía que la tenía, y además en sus ojos y en su voz había verdadera preocupación. Una preocupación, pensó Honor, ya no por sí mismo sino por la nave y quizá, solo quizá, también por su capitana.
—Muy bien, segundo —dijo—. Puede que esté equivocado, pero no lo creo. Pero tanto si lo está como si no, eso no cambia nuestros deberes ni nuestras prioridades, ¿no es así?
—Así es, señora —respondió McKeon con serenidad.
—Muy bien, entonces. —Miró un instante a su alrededor sin fijarse en nada, tratando de pensar—. Quiero que se concentre en trabajar junto a Rafe y el alférez Tremaine en el destacamento de tierra. Localicen para mí esa fuente de energía de los repetidores. Mientras tanto, yo tendré una conversación con la dama Estelle y le diré quién está viniendo a visitarnos.
—Sí, señora.
—Bien.
Honor se masajeó las sienes y notó la tensión de Nimitz, tumbado en el respaldo de su silla. Pensó que al menos había sonado serena y confiada; la capitana concienzuda, solo preocupada por su deber, aunque su estómago se revolvía con algo demasiado parecido al miedo y su mente se veía inundada de inseguridad. Pero no le quedaba elección. Todo lo que sabía hacer era cumplir con su deber. Pese a ello, por primera vez en su carrera el tranquilizador peso de la responsabilidad debida no fue suficiente. No bastaba.
—Bien —repitió, apartando las manos de las sienes. Se miró las manos durante un instante y entonces volvió a contemplar a McKeon. El segundo pensó que parecía más joven (e incluso mucho más vulnerable) que nunca. Un familiar destello de resentimiento lo golpeó como un reflejo mental involuntario, pero lo acompañaba otro impulso más fuerte.
—Nos ocuparemos de ello, señora —se oyó decir, y vio la sorpresa reflejada en sus ojos. Deseaba decir algo más, pero incluso en esos momentos aquello era más de lo que se consideraba capaz.
—Gracias, segundo. —Honor respiró profundamente y McKeon vio como su rostro cambiaba. La capitana había vuelto, recobrando el control de sus rasgos huesudos como quien usa un escudo, y se estiró en la silla—. Mientras tanto, le preguntaré a la dama Estelle si puede hacer que Barney Isvarian suba aquí. Quiero que se siente con Papadapolous y conmigo para discutir acerca de estas nuevas armas medusinas.
—Sí, señora. —McKeon dio un paso atrás, se puso firme por un instante y se marchó. La ruidosa escotilla se cerró tras él.
—Allí está, Sr. Tremaine. ¿Lo ve?
El soldado de la APN se apartó de los prismáticos electrónicos, montados sobre una plataforma giratoria en la cima del repetidor, en el risco situado por encima del cráter de lo que anteriormente había albergado un laboratorio de drogas. Les había llevado horas seguir el cable enterrado desde el transmisor allí abajo hasta ese punto, y entonces habían comenzado sus verdaderos problemas, puesto que el receptor no tenía una conexión directa con el espacio y, encima, era omnidireccional. Habían empezado sin la menor pista de dónde se encontraba su repetidor, pero ahora Tremaine escudriñó a través de los prismáticos y se le alegró la cara al ver la delatora silueta de una antena parabólica receptora. Estaba situada en una cordillera mucho más alta, a casi veinte kilómetros de distancia, pero un arco tan suave no podía ser una formación natural, a pesar de que lo habían pintado para camuflarse entre las rocas que lo rodeaban.
—Creo que está en lo cierto, Chris. —Se fijó en el anillo de posición de la montura de los prismáticos y entonces se llevó el comunicador de muñeca a la boca—. ¿Hiro?
—Adelante, Patrón —la voz de Yammata le llegó desde la pinaza que se cernía por encima de ellos.
—Creo que Rodgers lo ha detectado. Échale un vistazo a esas montañas al norte, posición… —volvió a mirar el anillo— cero-uno-ocho directamente desde este repetidor.
—Solo un segundo, Patrón. —La pinaza se inclinó ligeramente y Yammata regresó a la comunicación casi de inmediato—. Dígale a Chris que tiene buenos ojos, jefe. Ahí está, desde luego.
—Excelente. —Tremaine hizo al agente de la APN una firme señal de aprobación y después volvió a dirigirse a la pinaza—. Haga que Ruth nos recoja y vayamos para allá.
—A la orden, señor. Ahora mismo.
—El mayor Papadapolous, señora —dijo McKeon, haciéndose a un lado mientras el capitán Nikos Papadapolous, de los Reales Infantes de Marina de Mantícora entraba en la sala de reuniones de Honor.
Solo podía haber un «Capitán» a bordo de una nave de guerra, en la que cualquier confusión al respecto en medio de una situación crítica podría resultar fatal, así que Papadapolous recibía una promoción de cortesía para evitar tal confusión. Y al detenerse dentro de la escotilla parecía en realidad un mayor, a pesar de la insignia de capitán. Era como si acabase de salir de un cartel de reclutamiento. Barney Isvarian era un auténtico mayor, pero mucho menos pulcro. Para ser sinceros, tenía un aspecto terrible. No había dormido absolutamente nada en las veintinueve horas que habían transcurrido desde que sesenta y uno de sus mejores amigos fuesen asesinados o heridos, y Honor estaba segura de que ni siquiera se había cambiado de ropa.
Papadapolous miró al mayor de la APN y saludó, pero había un atisbo de duda en sus ojos. El marine era de piel oscura, a pesar de su pelo castaño rojizo; tenía ojos despiertos y alertas, y se movía con una seguridad carente de engreimiento y con la presencia muscular que proporcionaba el extenuante programa de entrenamiento físico del RCIMM. Era probablemente todo acero flexible y cuero, y tan peligroso como un kodiak max, justo como decían los carteles, pensó Honor sardónica, pero parecía un recluta novato ante la agotadora y variopinta experiencia de Isvarian.
—¿Me ha hecho llamar, capitana? —dijo.
—Así es. Siéntese, mayor. —Honor señaló una silla vacía y Papadapolous se sentó con cuidado, pasando alerta; la mirada de uno a otro de sus superiores.
»¿Ha leído el informe que le envié? —preguntó Honor, y él asintió—. Bien. Le he pedido aquí al mayor Isvarian que le proporcione cualquier información adicional que precise.
—¿Que precise para qué, señora? —preguntó Papadapolous cuando ella se detuvo.
—Para el diseño de un plan de respuesta, mayor, en el caso de un ataque sobre los enclaves del Delta por parte de medusinos equipados con armas similares.
—¿Eh? —Papadapolous frunció el ceño durante un instante y después se encogió de hombros—. Estará bien, aunque no veo ninguna dificultad.
Sonrió, pero su sonrisa se desvaneció cuando la capitana le devolvió una mirada inexpresiva. Miró de reojo a Isvarian y se enderezó, puesto que el mayor de la APN no se mostraba en absoluto inexpresivo. Sus ojos inyectados en sangre atravesaban al marine con algo demasiado cercano al desdén como para que Papadapolous se encontrara cómodo, y para defenderse se giró hacia Honor.
—Me temo que no puedo compartir del todo su seguridad, mayor —dijo esta tranquilamente—. Creo que la amenaza puede ser bastante más seria de lo que usted considera.
—Señora —dijo Papadapolous con sequedad—, aún tengo noventa y tres marines a bordo de la nave. Dispongo de armaduras de batalla para todo un pelotón (treinta y cinco hombres y mujeres) y fusiles de pulsos y armas pesadas para el resto de la compañía. Podemos enfrentarnos a cualquier puñado de zancudos armados con armas de cerrojo. —Se detuvo, con los dientes apretados, y añadió otro «Señora» casi de pasada.
—Chorradas.
Esa única y apagada palabra no surgió de Honor sino de Barney Isvarian, y Papadapolous enrojeció mientras miraba al hombre mayor.
—Discúlpeme, señor —dijo con voz gélida.
—He dicho «chorradas» —replicó Isvarian igual de frío—. Iréis allá abajo con vuestro precioso aspecto y freiréis vivo a cualquier hatajo de medusinos con el que os encontréis, y eso será todo lo que podáis hacer mientras los nómadas se meriendan al resto de los extraplanetarios.
El rostro de Papadapolous se puso tan blanco como rojo había estado antes. En su descargo, al menos había que decir que la mitad de su furia era provocada por escuchar tal lenguaje en presencia de su superiora, pero solo la mitad, y estudió él; arrugado uniforme de Isvarian y al él mismo, ojeroso y mal afeitado.
—Mayor, mi gente son marines. Si sabe algo sobre marines, entonces sabrá que cumplimos con nuestro trabajo.
Su voz entrecortada no hacía esfuerzo alguno por ocultar su propio desdén, y Honor comenzó a alzar una mano para intervenir. Pero Isvarian se puso en pie tambaleante antes de que ella pudiera tomar partido, por lo que dejó caer de nuevo el brazo en su silla mientras él se inclinaba hacia Papadapolous.
—¡Permite que te diga una cosa sobre los marines, hijo! —Espetó el hombre de la APN—. Lo sé todo de ellos, créeme. Sé que sois valientes, leales, honestos y dignos de confianza —la amarga burla de su tono era capaz de derretir la pintura del casco—. Sé que podéis dejar seco a un kodiak max a dos kilómetros con un fusil de pulsos, sé que podéis acertar a un mosquito en particular en medio de una nube de insectos con una pistola de plasma y estrangular hexapumas con las manos desnudas. ¡Incluso sé que vuestra armadura de batalla os da la fuerza de diez hombres porque vuestro corazón es puro! Pero esta no es ninguna acción de abordaje, «mayor» Papadapolous, ni tampoco un ejercicio de campo. ¡Esto es de verdad, y su gente no tiene ni repajolera idea de a qué se va a enfrentar ahí abajo!
Papadapolous tomó aire Cabreado, pero esta vez Honor logró alzar la mano antes de que pudiera hablar.
—Mayor Papadapolous —su suave voz de soprano logró tirar de él para que la mirara, y ella le sonrió levemente—, quizá no esté al tanto de que antes de unirse a la APN, el mayor Isvarian fue marine. —Papadapolous parpadeó sorprendido y la sonrisa de Honor se hizo más amplia—. Para ser exactos, sirvió en el cuerpo durante casi quince años, completando su servicio final como sargento mayor al mando del destacamento de marines de la isla Saganami.
Papadapolous volvió a mirar a Isvarian y se tragó su ácida respuesta. Los marines de Saganami eran escogidos entre la elite del cuerpo. Constituían los destacamentos de entrenamiento y de seguridad de la Academia Naval, sirviendo tanto de ejemplo como de desafío para los guardiamarinas que quizá un día aspirasen a dar órdenes a otros marines, y estaban allí porque eran los mejores. Los mejores de verdad.
—Mayor —dijo poco a poco—, yo… mis disculpas. —Se enfrentó impávido a los ojos enrojecidos del hombre mayor, y el agente de la APN volvió a dejarse caer en su silla.
—Oh, diablos —Isvarian hizo un gesto impreciso y volvió a dejar caer la mano sobre el reposabrazos—. No es su culpa, mayor, y yo no debería haberme dejado llevar de ese modo. —Se frotó la frente y parpadeó agotado—. Pero al mismo tiempo, es cierto que no tiene ni idea de a lo que se va a enfrentar allí abajo.
—Quizá no, señor —dijo Papadapolous con voz mucho más serena al reconocer el cansancio y el dolor que subyacían tras la oscilante beligerancia del mayor de la APN—. De hecho, está usted en lo cierto, he hablado sin pensar. Si tiene algún consejo que ofrecer, mayor, estaría muy agradecido de escucharlo.
—Bien, entonces adelante. —Isvarian trató de esbozar una cansada y ladeada sonrisa—. La cosa es que no sabemos cuántos de esos fusiles están circulando por ahí, ni qué planean hacer los nómadas con ellos. Pero puede que quiera tener esto en mente, mayor Papadapolous: hemos equipado esa arma con una culata normal y hemos probado su disparo. No se creería el culatazo que suelta, pero Sharon Koenig estaba en lo cierto: tiene también un alcance eficaz de más de doscientos metros. Podría usar mejores miras, pero aun así, a esa distancia un único disparo matará sin ningún problema a un ser humano sin armadura.
Se recostó en su silla y respiró profundamente.
—El problema es que sus hombres podrán arrasar a todos los que vean, pero no los verán si ellos no quieren. No en el monte. Los nómadas medusinos pueden arrastrarse por encima de una mesa de billar sin que pueda verlos si ellos no quieren. Y aunque sus armaduras corporales puedan protegerlos a ustedes, no protegerán a ningún civil indefenso.
—Cierto, señor —dijo Papadapolous con un respeto incluso mayor—. ¿Pero es en verdad posible que nos enfrentemos a una especie de rebelión en masa?
—No lo sabemos. Francamente, lo dudo, pero eso no significa que no vaya a producirse. Si solo se da una serie de incidentes a pequeña escala, es probable que mi gente pueda encargarse de ello. Pero alguien ha estado repartiendo mekoha por ahí por vía aérea, y además les ha enseñado cómo fabricar armas. Desde luego, un incidente generalizado no resulta inimaginable. Si se desata en una de las ciudades-estado del Delta, sus pobladores deberían ser capaces al menos de mantener las murallas hasta que podamos acudir en su ayuda. Pero si estalla en los enclaves extraplanetarios… —Isvarian se encogió de hombros cansado—. La mayoría de ellos están completamente desprotegidos y ni siquiera se dan cuenta. Sus agentes de seguridad ni siquiera han desbrozado de musgo las proximidades para crear zonas seguras o limpias, y además… —sonrió de nuevo, una sonrisa dolorosamente cansada pero genuina—, ninguno de ellos es un marine como nosotros.
—Entiendo, mayor. —Papadapolous le devolvió la sonrisa y miró a Honor—. Señora, lo siento si he parecido en exceso confiado. Con su permiso, me gustaría llevar al mayor Isvarian al sector de marines y hacer que mis comandantes de pelotón y el sargento mayor Jenkins se enteren de esto. Después intentaré presentarle un plan de respuesta que, para variar, tenga detrás algo de sentido común.
—Me parece que eso suena muy razonable, mayor —dijo Honor con suavidad, y después dirigió una mirada a Isvarian—. Por otro lado, creo que sería aún mejor idea traerle algo de comida al mayor Isvarian y prestarle un camarote para que pueda dormir unas horas antes de departir con ustedes.
—Esa sí que es una idea realmente buena, capitana. —Isvarian ya articulaba mal y se tambaleó de forma apreciable al hacer el esfuerzo de ponerse en pie—. Pero si al mayor Papadapolous no le importa, creo que preferiría darme antes una ducha.
—Sin problemas, mayor —respondió de inmediato Papadapolous, y Honor sonrió al verlo escoltar al tambaleante Isvarian fuera de su sala de reuniones.