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—Vaya, Sr. Tremaine. ¿Quiere mirar esto? —El técnico de sensores de primera clase Yammata señaló su pantalla y Scotty Tremaine se acercó. Para un ojo sin adiestrar, el leve brillo del centro de la pantalla podía ser cualquier cosa, pero dado lo que habían estado buscando, él sabía que solo podía tratarse de una.

—¿Cómo es de grande?

—Bueno —Yammata manipuló los controles y frunció el ceño pensativo—, me imagino que tienen escudos, señor (desde luego no puedo obtener una lectura adecuada del otro extremo), pero el rayo de alimentación parece tener un máximo de unos doscientos kilovatios. —Alzó la vista para mirar inexpresivamente al alférez—. Eso es mucha energía para un puñado de zancudos.

—Y tanto que lo es, Hiro —murmuró Tremaine—, y tanto que lo es —sacudió la cabeza—. ¿Cuál es la posición?

—Sesenta y tres klicks al oeste-suroeste del Valle de la Aguada Turbia, señor —replicó Yammata. Señaló otra zona de luz, más pequeña pero mucho más brillante—. Esta es su estación receptora, pero debe de ser un repetidor. Está al lado de una cadena montañosa, muy por debajo de las cumbres, y no veo ninguna conexión posterior.

—Ajá. —Tremaine observó la pantalla unos segundos más mientras la órbita baja de la pinaza la llevaba hacia el horizonte. Entonces asintió y dio una palmada en el hombro al técnico de sensores—. Buen trabajo, Hiro. Me aseguraré de que la capitana se entere de quién lo ha descubierto.

—Gracias, señor. —Yammata sonrió y Tremaine volvió con su oficial de comunicaciones de la APN.

—Conecta con la nave, Chris. Creo que la jefa querrá saber esto.

—Parece que usted estaba en lo cierto, Honor. —El rostro de la dama Estelle mostraba claramente su disgusto en la pantalla de comunicación—. Hay algo ahí, desde luego, y sea lo que sea no es legal. Toda la Cordillera de las Musgosas está prohibida, igual que la Meseta de las Musgosas.

—No se infiere necesariamente que sea un laboratorio de drogas —señaló Honor, y la dama Estelle resopló.

—Por supuesto que no. Y si es capaz de repetir eso tres veces seguidas sin reírse, la invitaré a una comida de cinco platos en Cosmo’s.

Honor soltó una risa ante la referencia al restaurante más caro y exclusivo de Aterrizaje, pero logró retomar la seriedad.

—Desde luego tiene razón —admitió—. E incluso si no es el laboratorio, sigue siendo ilegal. La cuestión es, supongo, lo que piensa hacer al respecto, señora.

—¿Y qué cree que voy a hacer al respecto? —La expresión de la dama Estelle era sombría—. Ahora mismo Barney Isvarian está preparando una partida de asalto.

—¿Necesita algunos brazos adicionales? Podría hacer bajar aparte de los marines del capitán Papadapolous.

—Creo que tendremos todas las tropas necesarias, pero gracias, se lo preguntaré a Barney. Si él piensa que necesitamos más ayuda sin duda se lo haré saber —respondió la dama Estelle agradecida.

El mayor Barney Isvarian, de la Agencia de Protección de los Nativos de Medusa, avanzó a través de protuberancias del musgo shemak que casi le llegaban a la cintura, y trató de ignorar el hedor a producto químico de su savia. El traje de faena moteado y la armadura corporal que llevaba puestos no eran tan buenos como el camuflaje reactivo de los marines, pero al menos encajaban bien con el monótono entorno. Los enormes y superdesarrollados insectos que venían a ser los «pájaros»; de Medusa caían en picado y se lanzaban como flechas sobre el musgo, e Isvarian se obligó a moverse aún más lentamente para evitar espantarlos. Aunque era muy poco probable que alguien estuviese mirando en esa dirección y se fijase en una repentina erupción de bichos desde el musgo, no dejaba de ser posible, y él no tenía intención de echar a perder aquella operación.

Alcanzó la cima de la cuesta y se detuvo para recuperar el aliento mientras el sargento Danforth se detenía junto a él. Al igual que Isvarian, Danforth era un ex-marine, y quitó el armón a su enorme fusil de plasma con aceptable desenvoltura. Metal y plástico chasquearon cuando montó el arma de ciento cincuenta centímetros sobre su bípode, insertó la pesada carga de alimentación y colocó en su sitio la mira electrónica. Apretó el botón de autotest con el pulgar, después asintió y se apoyó la culata en el hombro, escrutando los edificios que tenían delante a través de la mira.

Isvarian comprobó su propia pistola y después cogió los prismáticos para contemplar el mismo escenario, con los labios curvados en un gesto de admiración. No era de extrañar que los reconocimientos aéreos no hubiesen mostrado nada. Los propios marines no podrían haberlo hecho mejor ocultando aquel lugar.

Las construcciones eran de origen claramente extraplanetario, robustas estructuras prefabricadas que podían provenir de cualquier lugar, pero estaban enterradas casi hasta los aleros, y los techos habían sido recubiertos de hierba. Entre ellos crecían balanceantes troncos del musgo shemak, rompiendo por completo sus siluetas, e Isvarian estaba dispuesto a apostar que debajo de cada tejado había una amplia capa de aislamiento para evitar cualquier señal térmica que pudiera delatarlos. Eso tenía sentido, en especial con las fuentes volcánicas que tenían dos klicks al este. El calor residual sería conducido hasta allí y desaparecería para siempre: bajo su cobertura natural.

Contuvo una dura palabrota al reflexionar sobre el hecho de que toda la base había sido construida justo delante de las narices de la APN. Era necesario reconocer que habían tenido ocupadas las manos con otros asuntos, pero aquello no era trabajo de una sola noche. Su gente debió de tener muchas oportunidades de descubrirlo cuando estaba en proceso, y no lo hizo.

Bueno, pues estaban a punto de solucionar ese error, pensó con cierta satisfacción lúgubre.

Bajó los binoculares y pulsó dos veces su comunicador, sin decir palabra. Después esperó. Nadie respondió con el respectivo doble click que hubiese indicado que una parte del equipo del perímetro no estaba aún en posición, así que volvió a tomar los prismáticos.

No había signos de vida, pensó. Solo los silenciosos muros y tejados, todo cubierto de musgo. Esto demostraba más confianza (o estupidez) dé la que él se hubiese permitido. Deberían haber puesto al menos un vigía; por muy bueno que fuese su camuflaje. Pero Isvarian no era del tipo de personas que le miraban el diente a un caballo regalado; si sus oponentes decidían concederle la ventaja de la sorpresa absoluta, él desde luego no iba a protestar.

Se llevó el comunicador de muñeca a los labios, sin dejar en ningún momento de observar la zona que tenía enfrente.

—Adelante —dijo con calma, y cincuenta kilómetros al sur unas turbinas al ralentí cobraron vida de repente. Seis susungas de la APN se elevaron sobre sus antigravitatorios apuntaron el morro hacia el norte y se lanzaron a todo gas.

Isvarian mantuvo firmes los prismáticos mientras tras él se aproximaba el creciente rugir de las turbinas. Al principió era débil, apenas más fuerte que un viento distante, pero creció a gran velocidad cuando las susungas avanzaron a más de novecientos kilómetros por hora. Irrumpieron sobre el puesto de observación de Isvarian como una ola de trueno artificial, golpeándolo con su estela y haciendo una ruidosa pasada sobre la base ilegal. Dos de ellas frenaron con una potencia brutal, cerniéndose perfectamente quietas por encima de los edificios, y las otras cuatro se apartaron a los lados, desplegándose para rodear la base antes de aterrizar y abrir las compuertas.

Policías armados de la APN surgieron de ellas, ocho por cada susunga en tierra, y avanzaron rápidamente bajo la cobertura de las torretas-dorsales de los transportes, dispersándose en cuanto salían. Avanzaron con cautela, medio agachados y con las armas a punto, pero siguió sin producirse respuesta alguna desde los edificios, e Isvarian frunció el ceño. Medio enterrados o no, los Ocupantes tendrían que estar sordos como una tapia para no enterarse de esa estruendosa visita. ¡Al menos uno de ellos debería haber asomado la cabeza para ver lo que estaba pasando!

Estaba cogiendo una vez más su comunicador para ordenar a su jefe de ataque que mantuvieran las posiciones, cuando algo ominoso sonó a su izquierda. Se giró hacia allí mientras un terrible aullido borboteante llegaba por el comunicador y una segunda explosión seca reverberaba sobre el terreno, haciéndolo temblar. Esta vez vio algo de humo, unas volutas grises blancuzcas que surgían de entre el musgo, y luego los ecos de las dos explosiones quedaron ahogados bajo el chillido repetido de unos fusiles de pulsos en posición de disparo automático.

Surgieron brillantes y peligrosos fogonazos de fuego blanco cuando los dardos de pulsos hicieron trizas el musgo alrededor de donde había surgido el humo, como una trilladora loca, e Isvarian logró salir de su momentánea parálisis.

—¡Alto el fuego! —gritó—. ¡Alto el fuego, joder!

Los fusiles de pulsos quedaron en silencio en respuesta casi inmediata, y él volvió a echar una mirada a la base. Seguía sin haber signos de vida. El cuerpo de ataque, paralizado en cuanto se desató el combate tras ellos, comenzó de nuevo a avanzar. Ahora iban más rápidos, apresurándose por llegar a los edificios antes de que a alguien más se le ocurriera abrir fuego, e Isvarian se giró hacia el flanco. En el aire flotaba el fétido olor del shemak quemado alzándose lentamente por encima del musgo arrasado por los dardos, y tuvo que toser.

—Aquí Jefe-Uno —ladró al comunicador—. ¿Qué demonios ha pasado ahí, Flanco-Dos?

—Jefe-Uno, aquí Flanco-Tres —replicó una voz. Era seca y tensa, dominada, y no era la de Flanco-Dos. Matt está muerto, Barney. No sé lo que era. Algún tipo de arma de proyectiles, pero no un pulsador. Le ha hecho un agujero del tamaño de mi puño, pero no ha explotado.

—¡Oh, mierda! —gruñó Isvarian. Matt Howard no, iba a retirarse en apenas un par de años—. Muy bien, Flanco-Tres. Haz un barrido del área y descubre qué demonios ha pasado. Y ten cuidado, no queremos más baj…

La terrible conmoción apocalíptica lo tiró de espaldas cuando toda la base estalló en una bola de fuego roja y blanca de explosivos químicos.

—¡La madre del…!

El alférez Tremaine se tragó el resto de la frase mientras una enorme columna de humo y polvo surgía de la base. Una de las susungas de la APN rodó, como si se alejara pausadamente de allí, rebotando por el suelo durante más de cincuenta metros antes de estallar y desintegrarse en su propia bola de fuego. Otra de las susungas que se cernían sobre la base sé desvaneció por completo, desplomándose directamente sobre el infierno cuando un proyectil impactó contra sus bobinas de antigravedad y le hizo perder la propulsión. Una nueva explosión surgió del caos y la última de las seis susungas se tambaleó como borracha por el cielo: Se escoró hacia el suelo casi sin mando y el impacto le arrancó el motor de babor. El piloto perdió el control (muerto, inconsciente, o simplemente vencido por el empuje desparejado que hizo que su deteriorada nave se precipitara en un rizo mortal contra el desigual terreno), pero al menos ni explotó ni se incendió.

—¡Allí, capitán! —gritó Hiro Yammata—. ¡Cero-Seis-Cinco!

Tremaine apartó la mirada del terrible caos que tenían debajo, y en sus ojos normalmente amables brilló una fea luz al ver el esbelto y veloz aerocoche surgiendo de su camuflaje. Avanzaba como un cohete, acelerando como un loco para alejarse y utilizando un risco de rocas muy afiladas para protegerse de la aturdida fuerza de perímetro de Isvarian.

—¡Ruth, dame un vector de persecución de ese hijo de puta! —gruñó, y la pesada pinaza se dejó caer como una piedra cuando Kleinmeuller puso a cero la antigravedad. De hecho, hizo más que eso: puso el morro casi perpendicular al suelo, alineado hacia el aerocoche que huía, y entonces imprimió toda la potencia a sus turbinas aéreas.

La pinaza rugió y bramó sobre el cielo, y Tremaine pulsó el botón de carga de armamento. Nunca en su vida había disparado contra otro ser humano, pero no dudó cuando la pantalla de objetivo comenzó a parpadear. Ni tampoco se planteó dar el alto al aerocoche; él no era un policía ni un tribunal, y su repentina huida justo tras la explosión era toda la prueba de asesinato que necesitaba. Estiró los labios mostrando los dientes, mientras el cursor de objetivos se movía rápidamente hacia la nave y su dedo acariciaba el gatillo.

El piloto del aerocoche probablemente nunca se llegó a dar cuenta de que la pinaza estaba allí, aunque de todos modos tampoco importaba. Su aeronave disponía de la velocidad necesaria para dejar atrás a todo lo que tenía la APN, pero ningún vehículo aéreo puro podía alejarse de una pinaza de la Flota.

El cursor alcanzó al aerocoche, sonó un pitido y el puño de Tremaine se cerró. Un láser de dos centímetros convirtió su objetivo en piezas muy, muy pequeñas y las esparció sobre el interminable musgo como lágrimas de fuego.

La dama Estelle tenía un aspecto mortalmente pálido en la pantalla de comunicación de la sala de reuniones, y Honor sabía que su propio rostro mostraba también la conmoción. El triunfo por localizar al fin el laboratorio quedó hecho trizas cuando oyó a la comisionada recitar las cifras de víctimas. Debería haber insistido en usar a los marines de Papadapolous, pensó amargamente. Al menos así hubiesen ido equipados con armadura dé combate…

Pero no lo había hecho. Cincuenta y cinco muertos y seis heridos. Más del noventa por ciento del equipo de asalto había muerto y todos los supervivientes estaban heridos, dos de ellos en estado crítico. También había muerto una persona del perímetro. Sesenta y un hombres y mujeres aniquilados o malheridos en el espacio de dos minutos. Era un golpe muy duro para la reducida y hermanada APN, y Honor se sentía realmente mal por el papel que había representado, aunque fuese inconscientemente, en la provocación de esa matanza.

—Dama Estelle —dijo al fin—, lo siento. Nunca pensé que…

—No es su culpa, Honor —respondió Matsuko con desaliento—, ni de Barney Isvarian, aunque me parece que va a pasar mucho tiempo antes de que lo asuma. Ha tenido que haber una filtración por nuestra parte. Tenían que saber que estábamos yendo.

Honor asintió en silencio. La trampa en la que había caído el grupo de ataque de Isvarian había sido diseñada deliberadamente para matar a tantos como fuera posible. Los fabricantes de la droga habían evacuado mucho antes de que llegaran ellos, pero podían haber hecho estallar la base en cualquier momento que hubiesen querido. Habían esperado hasta que el equipo de tierra estuviese justo encima, y eso lo convertía en un asesinato deliberado, a sangre fría…

—Al menos el alférez Tremaine acabó con quienes lo prepararon —añadió la dama Estelle—. Algo es algo. Me gustaría haber hecho prisioneros, pero no se le ocurra decírselo. Hizo exactamente lo mismo que habría hecho yo.

—Sí, señora —Honor logró esbozar una débil sonrisa—. Le diré eso, no pienso condenarlo por una respuesta de combate perfectamente normal.

—Estupendo —la dama Estelle se frotó la cara con las palmas de las manos y se irguió con esfuerzo visible—. De hecho, lamento decir que lo que le ocurrió a Matt Howard me preocupa incluso más que lo del equipo de asalto —dijo, y Honor parpadeó asombrada.

La boca de la comisionada se curvó al ver su reacción y se levantó de su escritorio, girando la terminal de comunicaciones para dirigirla hacia una mesilla. En ella descansaba un arma extraña, que parecía una versión rudimentaria de un fusil de pulsos, salvo porque no tenía cargador ni una verdadera culata. En vez de culata acabada en una base vertical, el arma terminaba en un arco plano y horizontal de metal curvado, perpendicular a la línea del cañón.

—¿Ve esto? —preguntó la voz de la dama Estelle, fuera del campo de visión.

—Sí, señora. ¿Qué es?

—Es lo que mató a Matt, Honor. Mi gente me dice que es un fusil de cerrojo, de un solo tiro, de retrocarga. Construido para un medusino.

—¡¿Qué?! —el asombro hizo que Honor respondiera antes de darse siquiera cuenta, y las manos de la dama Estelle aparecieron en la pantalla cuando la comisionada cogió aquella arma de curioso aspecto.

—Esa fue mi respuesta inicial —dijo tristemente—. Esto —tocó el brazo curvo de metal— es la culata. Está hecha de metal porque no hay madera decente en este planeta, y tiene esta forma porque los medusinos no poseen auténticos hombros. Está diseñada para situarse en el pecho del que dispara y absorber así el retroceso, pero eso no es lo más interesante. Mire.

Puso el arma de lado y asió una pequeña protuberancia en la guarda del gatillo. Entonces manipuló la guarda entera media vuelta. Del cañón cayó verticalmente un tapón de metal y la comisionada lo movió para mostrar la recámara en pantalla.

—Es una forma muy antigua de cierre de la recámara para armas de pólvora, aunque por lo que tengo entendido suele funcionar en línea con el ánima, no verticalmente —la voz de la dama Estelle era casi distante; la voz seca de un conferenciante como defensa contra el trauma—. Se la llama «de rosca interrumpida» —prosiguió—. Básicamente, no es más que un tornillo largo toscamente acanalado, con los surcos eliminados en dos lados de modo que solo se necesita medio giro para montarlo o desmontarlo. Una de mis técnicas de comunicaciones es una apasionada de las armas antiguas y me cuenta que es el único modo práctico de conseguir sellar la recámara a prueba de gases en un arma que usa un propelente cargado a ojo. Aquí ponen un proyectil hueco de plomo blando de unos dieciocho milímetros de diámetro, detrás la pólvora, y cierran la recámara.

Sus manos lo hicieron ante la cámara y después giró el arma.

—Después retiran este percutor, que abre ésta pequeña cazuela, y añaden más pólvora a granel. Cuando se aprieta el gatillo…

El percutor en forma de S cayó, presionando entre sus fauces el pedernal contra la rugosa superficie interior de la tapa de la cazuela. Saltó un brillante fogonazo.

La dama Estelle volvió a dejar el arma en la mesa y regresó a su escritorio, girando consigo la terminal hasta que volvió a mirar a Honor a través de ella. Tenía una mala expresión.

—Un medusino podría recargarla mucho más rápido qué nosotros —añadió—. Si pone la culata directamente sobré uno de sus brazos, podría de hecho recargarla y volver a cebarla con ese brazo sin dejar de mantener la posición de disparó con los otros dos. Y es un arma mucho más precisa y con más alcance de lo que podría suponer. El ánima está estriada y la explosión de la pólvora (me dicen que con la vieja pólvora negra, ni siquiera con nitrocelulosa) expande la base hueca de la bala, empujándola a salir por el cañón y estabilizándola. No es un fusil de pulsos, Honor, pero de acuerdo con la mejor estimación de mi aficionada a las armas, tiene un alcance con precisión de doscientos o incluso trescientos metros… Y no tenemos ni idea de cuántas hay ya ahí fuera.

—Dios santo —murmuró Honor, mareada al imaginar a miles de medusinos armados con esos ingenios primitivos pero mortíferos.

—Exacto —dijo con dureza la comisionada—. Parece tosca, muy tosca, pero solo porque alguien ha dedicado considerables esfuerzos a que parezca así. La manufactura es en realidad muy buena y, dado el nivel tecnológico actual de los medusinos, es el arma ideal para ellos: sencilla, robusta y dentro de sus capacidades de fabricación, aunque sea por poco. Pero no hay manera, no hay manera de que tantos avances repentinos tengan lugar a la vez de modo natural. Mi técnica me dice que en la Vieja Tierra hicieron falta siglos para pasar de los toscos arcabuces de mecha y ánima lisa a cualquier cosa parecida a esta. De hecho, insiste en que nadie en la Tierra llegó a fabricar algo que combinara todos estos avances, excepto algo llamado «fusil de Fergusson» o algo así[13]. E incluso ese nunca se fabricó en serie, así que…

—Así que al menos el diseño ha de venir de otro planeta —la voz de Honor era igual de dura, y la dama Estelle asintió.

—Esa es precisamente mi opinión. Algún estúpido codicioso ha hecho avanzar la capacidad de los medusinos para matarse unos a otros (o incluso a nosotros) en unos mil quinientos años-T —La comisionada residente parecía cansada y anciana, y la mano le tembló levemente al apartarse el pelo de la frente—. Ha logrado introducir este engendro delante de mis sistemas de seguridad y se lo ha entregado a los nómadas del Despoblado, ni siquiera a las ciudades-estado del Delta. Incluso si lo pillamos, si ha enseñado a los medusinos a construirlo no habrá modo de volver a meter el genio en la botella. De hecho, acabarán por descubrir cómo fabricar armas más pesadas, auténtica y verdadera artillería. Así que, salvo que queramos encargarnos de garantizarla seguridad del Delta con nuestro armamento, ¡tendremos qué impulsar a las ciudades-estado a aprender cómo fabricar estas malditas cosas para que puedan defenderse solas! Y lo que es aún peor, nuestros forenses creen que los medusinos que mataron a Matt estaban hasta arriba de mekoha, la misma mekoha que hemos estado detectando en el otro extremo de las Musgosas:

—Pero… ¿por qué? —preguntó Honor con lentitud.

—No lo sé —la dama Estelle suspiró—. Sencillamente no lo sé. No se me ocurre absolutamente ningún recurso de este planeta que pueda merecer tal cantidad de dinero invertido, Honor. Ninguno. Y eso —concluyó en voz baja— me preocupa mucho más que si hubiese alguno.

El suave zumbido del interfono se hizo estridente al no responder nadie, y Andreas Venizelos se despertó sobresaltado, musitando una maldición amortiguada, al tiempo que la señal se convertía en una serie de bruscos y punzantes estallidos de sonido que despertarían incluso a un muerto. El teniente se arrastró hasta poner los pies en el suelo, frotándose los ojos de sueño mientras atravesaba a tientas el oscuro camarote. Tuvo que saltar a la pata coja, chillando tras golpearse dolorosamente en un dedo con un obstáculo sin identificar, y después logró dejarse caer en la silla del terminal de comunicaciones. El interfono seguía gritándole y miró la hora. Cero-dos-quince. Llevaba menos de tres horas en la cama.

Mejor que se tratase de algo realmente importante, se dijo a sí mismo furioso.

Se pasó una mano por el pelo, despeinado del catre, y pulsó con el pulgar la tecla de audio, rechazando el contacto visual debido a su aspecto desaliñado.

—¿Sí? —no iba soltar gruñidos… por ahora.

—¿Andy? —dijo la pantalla apagada—. Aquí Mike Reynaud.

—¿Capitán Reynaud? —Venizelos se enderezó en la silla, despegándose de los restos de adormilamiento y frunciendo el ceño.

—Siento molestarte —añadió Reynaud rápidamente—, sé que hace muy pocas horas que te has retirado. Pero tenemos aquí un tráfico del que creo que deberías estar al tanto. —El comandante del SAC parecía nervioso, quizá incluso un poco asustado, y, la preocupación de Venizelos; aumentó.

—¿Qué tipo de tráfico, capitán? —preguntó.

—Hace una hora llegó un bote de correo de la Corona desde Mantícora y se dirigió hacia el sistema —explicó Reynaud—. Por supuesto, no se detuvo para la inspección. —Venizelos asintió; los correos tenían preferencia absoluta y completa libertad de tránsito en cualquier lugar del espacio manticoriano—, pero le he echado un vistazo al manifiesto de pasaje.

Algo en el modo en que lo dijo llenó de desasosiego a Venizelos, pero se mordió el labio y esperó en silencio.

—Es Klaus Hauptman, Andy —dijo Reynaud en voz baja—. No sé qué está haciendo en un correo de la Corona, pero está aquí. Y se dirige a Medusa. Después de lo que ocurrió con el Mondragon, pensé, bueno…

Su voz se fue apagando y Venizelos volvió a asentir a la pantalla, pesar de que no podían verlo.

—Lo entiendo, capitán Reynaud. Y se lo agradezco. —Se frotó los ojos un momento y después respiró profundamente—. Necesitaré unos minutos para vestirme, señor. ¿Podría avisar al centro de comunicaciones de que voy para allá y pedir un canal cifrado con el Intrépido?

—Por supuesto, Andy. —El alivio en la voz de Reynaud resultaba evidente. Cortó la conexión y se sentó inmóvil, contemplando durante largos y lentos segundos el silencioso terminal, mientras las ideas se arremolinaban en su mente.

Los civiles, independientemente de lo importantes que fuesen, no tenían ningún motivo para ir en un bote de correo de la Corona. Pero Klaus Hauptman no era cualquier civil. Hubiese resultado complicado rehusarle un pasaje. De hecho, Venizelos dudaba que alguien se hubiese atrevido a decirle «no» a Hauptman sobre cualquier tema desde hacía décadas. Pero cómo había llegado allí importaba mucho menos que el porqué, y Venizelos solo podía pensar en una posible razón para su venida, en especial si se realizaba en secreto ya bordo de una nave oficial del gobierno en vez de en un transporte civil.

Se levantó y cogió los pantalones del uniforme.