16
Scotty Tremaine pulsó el botón que regulaba automáticamente la posición de la silla del copiloto, y se estiró cómodo mientras el pequeño motor ronroneaba alejándolo de la consola de la pinaza. Giró las articulaciones de los hombros, haciendo una mueca mientras se libraba del agarrotamiento. Después se levantó.
—Volveré en unos minutos, Ruth —dijo a su piloto.
—Ningún problema, Sr. Tremaine —respondió el timonel de tercera clase Ruth Kleinmeuller—. No creo que el planeta vaya a ninguna parte antes de que vuelva, señor.
—Probablemente no —reconoció él mientras abría la escotilla de la cabina. Se abrió paso, descendiendo por el estrecho pasillo (las pinazas eran solo un poco mayores que los jumbos de la era pre-espacial) hasta llegar al cubículo del ingeniero de vuelo, donde asomó la cabeza.
—¿Cómo va?
—Nada, señor —la marinera que se encargaba de los equipos sensores arrugó nariz mientras le hablaba—. Según esta unidad, estamos sobrevolando cantidades enormes de nada.
—Ya veo. —Tremaine ocultó una sonrisa ante el tono que empleaba ella. Su respuesta era respetuosa y razonablemente agradable, pero había podido detectar el disgusto subyacente. Al principio su gente se había sentido muy poco contenta de verse asignada al trabajo aduanero, pero habían cambiado de opinión durante las frenéticas semanas previas. Habían aprendido a alegrarse por cada gran redada y, desde luego, tampoco les molestaba el efecto que tenían sobre sus cuentas bancarias allá en casa. Ahora lamentaban vivamente cualquier distracción de los cada vez menores decomisos del tráfico orbital.
—Ya sabe, señor —dijo una voz tras él— que sin más pinazas esto va a llevarnos mucho tiempo.
Tremaine se giró para mirar al suboficial Harkness.
—Sí, suboficial, lo sé —dijo educadamente—. Pero a no ser que por casualidad tenga usted cinco o seis más guardadas en su taquilla, no veo a quién más podemos asignar a esta tarea. ¿Y usted?
—No, señor —dijo Harkness. El alférez, pensó, había progresado mucho desde aquel primer descubrimiento de contrabando. A Harkness le gustaba Tremaine (no era ni un mocoso arrogante, como tantos alféreces temerosos de demostrar su inexperiencia, ni del tipo de personas que evitaban las responsabilidades), pero había estado poniendo a prueba al joven. Había muchos modos de descubrir qué tenía dentro un oficial, y existían en el joven Sr. Tremaine profundidades que un observador casual no sospecharía.
—Estaba pensando, señor —añadió el suboficial tras un momento.
—¿Sobre qué, suboficial?
—Bueno, señor, se me ha ocurrido que estamos apartando una pinaza a tiempo completo del trabajo aduanero, ¿cierto? —Tremaine asintió—. Con las pasadas tan bajas que tenemos que dar, esto nos va a llevar días —prosiguió Harkness—, pero ¿qué pasa con los otros botes? —Tremaine ladeó la cabeza e hizo un pequeño gesto de «continúe» con los dedos—. El caso es que estaba pensando, señor, en que cada uno de esos otros botes está haciendo al menos seis pasadas desde el espacio a tierra cada día (arriba y abajo cada vez que relevan a las tripulaciones), y eso me ha hecho reflexionar. ¿No podríamos redirigir sus aterrizajes y despegues? Es decir, tienen los mismos sensores que nosotros, ¿no?
—Umm —Tremaine se frotó la barbilla—. Eso es bastante cierto.
—Podríamos preparar rutas de vuelo para cubrir todo este hemisferio, ¿no es cierto?
—Y eso nos dejaría a nosotros libres para cubrir él otro lado del planeta. —Asintió lentamente mientras entrecerraba los párpados y reflexionaba, y Harkness le devolvió el gesto—. Merece la pena meditar sobre esto, suboficial —dijo juiciosamente el alférez—. Gracias.
—De nada, señor —dijo Harkness, y Tremaine regresó a la cabina para utilizar el comunicador de la pinaza.
La capitana de corbeta Santos entró en la sala de reuniones y se detuvo detrás de la silla de la capitana. Honor estaba ocupada examinando detenidamente los últimos datos sobre el uso de potencia planetaria y no la oyó entrar, pero alzó la vista ante el ruido de un repentino y jugoso mordisqueo.
El zumbante ronroneo de Nimitz confirmó sus sospechas y dedicó una mirada divertida a Santos al ver el tallo de apio atrapado en la garra derecha del ramafelino. Los carnívoros colmillos de Nimitz no estaban diseñados para las verduras, a pesar de sus orígenes arbóreos. Los ramafelinos se encontraban en el extremo superior de la cadena alimenticia arbórea de Esfinge, donde cazaban a los vegetarianos y omnívoros de menor tamaño que vivían en sus dominios, por lo que sus dientes afilados como agujas tenían que hacer trizas el apio hasta dejar tan solo fibrosas y verdes hebras (fibrosas, verdes y húmedas hebras) que masticar.
Santos devolvió a Honor una mirada casi de disculpa mientras el felino extendía dichoso el caos, y Honor sacudió la cabeza.
—Ya sabe que estas cosas son malas para él, Dominica —la reprendió.
—Pero le gustan tanto, Patrona —se disculpó Santos.
—Ya sé que le gusta, pero no puede metabolizarlo (al menos no del todo). No tiene las encimas adecuadas para la celulosa terrestre. Lo único que hace es llenarlo y después no quiere cenar.
Nimitz detuvo su masticar. Puede que su aparato bucal no estuviera nada preparado para pronunciar algo similar al habla humana, pero comprendía un vocabulario sorprendentemente amplio y, además, había escuchado esta charla en particular muchas veces a lo largo de los años. Esta vez dirigió a Honor una mirada desdeñosa, ondeó la cola y se alzó sobre sus patas traseras para frotar la cabeza contra el brazo de Santos, dejando totalmente claro su punto de vista sobre el tema. La ingeniera era su preferida entre los oficiales del Intrépido (probablemente, reflexionó Honor con cinismo, porque últimamente la mujer siempre tenía un tallo de apio por algún lado) y Santos le sonrió.
—Bien —suspiró al fin Honor—, supongo que debería estar acostumbrada a esto. El pequeño diablillo siempre encuentra a alguien que le consienta sus caprichos.
—Es muy pillo, ¿verdad? —reconoció Santos. Dedicó al felino una cariñosa caricia en la barbilla y después se sentó en una silla vacía frente a la mesa. Honor sonrió. Era, pensó, una auténtica prima en lo que se refería a la gente con debilidad por los ramafelinos.
—¿Quería verme para algo? —preguntó Santos un momento después.
—Sí. —Honor señaló su visor de datos con un estilo—. He estado estudiando las cifras de Barney sobre el uso posible de energía. Me parecen terriblemente ambiguas.
—Bueno, no es algo fácil de cuantificar, Patrona. —Santos se atusó los cabellos y frunció el ceño pensativa—. No tiene datos muy sólidos sobre a qué se dedica la energía, así que su gente tiene que hacer un montón de SALBS. —Honor arqueó una ceja y Santos sonrió—. Es un término técnico que empleamos los ingenieros, significa «Suposiciones A Lo Bestia» —explicó—. Pueden obtener algunos datos por la observación externa (cosas como la iluminación exterior, el volumen de comunicaciones y los intercambiadores de calor), pero sin las especificaciones completas de los equipos internos de cada enclave, tienen que disparar a ciegas. Simplemente saber si unos se acuerdan de apagar las luces cuando salen o no puede hacer que cualquier estimación varíe en un margen muy amplio.
—Umm —Honor se frotó la punta de la nariz y se recostó en la silla; oyendo a Nimitz mascar y sorber ruidosamente su apio—. ¿Cómo vamos con las escuchas de colectores? —preguntó de repente.
—Aún faltan tres… no, cuatro —replicó Santos—. Lamento que tardemos tanto, pero solo con las lanzaderas…
Honor movió una mano para interrumpirla y sonrió.
—No se disculpe. Lo están haciendo bien, en especial si tenemos en cuenta que tratamos de que nadie se entere de lo que estamos preparando. —Hizo girar levemente la silla, aún mirando los datos de su terminal, y después de encogió de hombros.
—Muy bien, veamos si podemos enfocarlo desde una perspectiva distinta, Dominica —murmuró, y pulsó la tecla de intercomunicación.
—Oficial de servicio —replicó la voz del teniente Webster.
—Radio, aquí la capitana. ¿Está el primer oficial en el puente?
—No, señora, creo que está abajo, en Misiles Dos. Táctica ha estado teniendo algunos problemas con la recarga de proyectiles.
—Ya veo. Bien, llámelo si es tan amable. Si está libre, me gustaría verlo en mi sala de reuniones. Y pida también al teniente Cardones que se pase por aquí, por favor.
—Sí, señora. —El intercomunicador quedó en silencio unos instantes y después volvió a hablar—. Están en camino, señora.
—Gracias, Samuel. —Honor soltó el botón y miró a Santos—. Si Barney no puede darnos números exactos, tal vez podamos conseguir que sus SALBS nos sean útiles.
—¿Cómo?
—Bueno, me da la impresión de que…
Honor se interrumpió cuando se abrió la escotilla de la sala para permitir la entrada a Cardones. El teniente asintió con algo de timidez en dirección a Santos y después miró a Honor.
—¿Me buscaba, señora?
—Sí, tome asiento, artillero. Tengo un problema y para resolverlo necesito su ayuda y la del primer oficial.
—¿Un problema, señora? —Cardones sonaba un poquito preocupado y Honor sonrió.
—No tiene nada que ver con su departamento. Es solo…
Volvió a detenerse cuando la escotilla se abrió de nuevo. McKeon llevaba sobre el uniforme un mono manchado de grasa. Eso era algo que Honor aprobaba sin reservas en su quisquilloso primer oficial, que nunca se escaqueaba a la hora de ensuciarse las manos.
—¿Me ha llamado, capitana? —preguntó de modo mucho más formal que Cardones. Honor asintió, notando que la cara se le endurecía con una oleada de formalidad como respuesta, y le señaló una silla enfrente de Santos.
—Así es —dijo. McKeon se sentó—. ¿Cómo va el problema de la recarga de los misiles? —preguntó, tratando una vez más de sacarlo de su coraza.
—No era nada serio, capitana. Creo que está casi resuelto —replicó secamente, haciendo que ella ahogara un suspiro.
Detrás, Nimitz dejó por un instante de mascar su apio para retomarlo enseguida, con un entusiasmo algo más contenido.
—Bien —dijo ella—, como le contaba a Rafe, tenemos un problema. Estamos tratando de detectar flujos de energía inusuales y no disponemos de cifras fiables de consumo normal de las que partir. —McKeon asintió con aquellos ojos grises, pensativos pero fríos, en su inexpresivo rostro.
—Lo que quiero que hagan usted y Rafe —añadió Honor— es tomar todos los datos de nuestras escuchas en los colectores solares y compararlos con las estimaciones grosso modo del mayor Isvarian. Lo que estamos buscando es una cifra total de consumo a lo largo de varios días para cada enclave, cifra que podamos relacionar con sus estimaciones de modo proporcional.
Se detuvo y Cardones miró primero al primer oficial como si esperar a que este hiciera alguna pregunta. Cuando McKeon se limitó a asentir, Cardones carraspeó.
—Perdóneme, señora, pero ¿de qué nos serviría eso?
—Puede que no de mucho, Rafe, pero quiero ver lo cerca que ha estado Barney con sus estimaciones originales. Si se ha acercado bastante, o si en todos los casos se ha equivocado en una proporción constante, entonces tendremos tanto una estimación de la fiabilidad de sus números como cierta idea aproximada de cuáles deberían ser las necesidades energéticas de un enclave dado. Si coinciden en la mayoría de los casos pero se disparan en un factor importante en uno o dos, tendremos una indicación de que los que estén fuera de las previsiones merecen un examen más detenido.
Cardones asintió, pero McKeon se limitó a seguir sentado en silencio, esperando.
—Además —añadió Honor—, quiero disponer de los cambios de consumo de energía registrados cada hora, para tener una idea del patrón de consumo. En especial, quiero saber si alguno de ellos utiliza grandes cantidades de energía durante los periodos de baja actividad locales (por ejemplo, a altas horas de la noche). Comparen las fluctuaciones en el uso, de energía de todos los enclaves respecto al tiempo. Si el consumo cae menos en uno o dos de ellos, quiero saber por qué. Por lo que me cuentan el mayor Isvarian y sus agentes de la APN, un laboratorio de mekoha no puede detenerse en medio del proceso, así que si los niveles de energía de algún enclave siguen siendo elevados cuando los de todos sus vecinos caen, podemos tener la indicación de que andamos cerca.
Cardones volvió a asentir, con los ojos chispeantes de interés. A diferencia, comprobó, de McKeon.
—Me pondré de inmediato con ello, señora —dijo su segundo tras un instante—. ¿Algo más, capitana?
—No —dijo Honor quedamente, y McKeon se levantó tras un rápido asentimiento. Hizo una señal a Cardones y los dos salieron. Honor observó la escotilla cerrarse tras ellos y suspiró.
—¿Patrona? —era Santos en voz baja, y Honor se sonrojó. Se había olvidado por completo de la presencia de la ingeniera y se reprendió en silencio por revelar su preocupación por McKeon delante de otro de sus oficiales. Se obligó a girarse hacia Santos, ocultando su disgusto.
—¿Sí, Dominica?
—Yo… —la ingeniera se detuvo y se miró las manos apoyadas en el borde de la mesa. Luego se enderezó—. Sobre el comandante, señora —dijo—, no…
—El capitán de corbeta McKeon no es asunto suyo —dijo Honor serena.
—Ya lo sé, señora, pero… —Santos respiró profundamente, desechando la clara indicación de su capitana para que dejara el tema—. Patrona, ya sé que está preocupada por él. Si a eso vamos —fue ahora su turno de sonrojarse—, sé que estuvo preocupada por todos nosotros. Nosotros… no estábamos exactamente al máximo de nuestras facultades cuando usted, llegó, ¿verdad?
—¿Acaso me he quejado? —preguntó Honor, y miró a Santos a los ojos fijamente cuando la ingeniera alzó la vista.
—No, señora. Pero de todos modos no lo haría, ¿no es cierto? —La voz de Santos era tan firme como la mirada de Honor, y esta hizo un pequeño gesto de incomodidad con la mano. Nimitz, se refugió en su regazo, todavía masticando el final de su talló de apio, y alzó hasta la mesa el tercio delantero de su cuerpo para mirar alternativamente a las dos mujeres.
»El caso es, Patrona, que conozco a Alistair McKeon desde hace mucho —añadió Santos con pies de plomo—. Es mi amigo… y yo soy la siguiente oficial en antigüedad.
Honor suspiró y se arrellanó en la silla. Pensó que debería hacer callar a Santos. Si había algo que odiaba era hablar de un oficial a sus espaldas, en especial si el interlocutor era de rango inferior a este. Pero ya estaba casi al límite en lo que se refería a McKeon. Había intentado todo lo que se le había ocurrido para llegar hasta él (para convertirlo en el verdadero segundo al mando que necesitaba, y no solo en un eficiente autómata siempre al margen) y había fracasado. Y no existía malicia o desprecio en la voz de Santos, solo preocupación. Además, Dominica estaba en lo cierto: ella era la siguiente oficial de Honor con más antigüedad, tercera en la cadena de mando del Intrépido, con no solo el derecho sino el deber de hablar si veía un problema.
La expresión de la ingeniera se relajó un poco ante la reacción de su capitana y extendió un brazo para acariciar las orejas de Nimitz, mirándose las manos mientras lo hacía.
—Alistair normalmente es un buen oficial, Patrona —dijo—. Más que eso, es un buen hombre, pero si me permite decirlo, está muy claro que ustedes dos no están en la misma longitud de onda, y no creo que sea porque usted no haya tratado de arreglarlo. Nunca lo había visto así y estoy preocupada por él.
Honor observó pensativa a Santos. Seguía sin haber nada de egoísmo en la voz de la ingeniera, solo preocupación. No era un intento de ganarse el favor de su comandante, ni de rajarle la garganta a Su inmediato superior cuando este estaba ausente y era incapaz de defenderse.
—¿Y? —respondió, sin poder (y sin querer) criticar a McKeon respaldando la afirmación de Santos y dando voz a sus propios temores.
—Es solo que… —Santos se detuvo, concentrándose en los dedos que acariciaban al ramafelino—. Es solo que quiero que sepa que, sea lo que sea lo que va mal, también le está haciendo daño a él, Patrona —dijo finalmente—. Trata de no mostrarlo, pero creo que piensa que le está fallando a usted, y fallándole a la nave. Y en cierto sentido, está en lo cierto. No sé por qué, pero no se implica del modo que hacía bajo el capitán Rath, y lo cierto es que ama hasta el último rasguño y abolladura de esta vieja nave. —Alzó la cabeza y pasó su mirada por la sala de reuniones, con los ojos levemente desenfocados. Sonrió—. También yo —admitió—. Es vieja y la violaron cuando le quitaron el armamento, pero es una grande y vieja zorra. No nos dejará tirados cuando llegue el momento de la verdad, y —volvió a mirar a Honor a los ojos— tampoco Alistair. Sea cual sea su problema, no le fallará cuando sea realmente esencial, Patrona. Eso… —volvió a interrumpirse y después sacudió la mano—. Eso era todo lo que quería decirle.
—Comprendo, Dominica —dijo Honor con suavidad.
—Sí, señora. —Santos se levantó e inspiró profundamente. Dio a Nimitz una última caricia y se estiró—. Bueno, supongo que lo mejor será que vuelva a esas escuchas, Patrona —dijo con más sequedad y, lo mismo que McKeon y Cardones, desapareció tras la escotilla.
Nimitz volvió a enrollarse en el regazo de Honor para acabarse el apio y ella se echó hacia atrás, acariciándole el costado con la mano mediante largas y lentas carantoñas, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de decirle Santos. Hacían falta agallas (y una seria preocupación) para que la ingeniera se arriesgara de ese modo. A Honor rio se le ocurrió en ningún momento que sus propias acciones o su ejemplo pudieran haber tenido algo que ver con la franqueza de Santos. Pensó que la mayoría de los oficiales se habría apresurado a apartarse de cualquier primer oficial del que se sospechase que mantuviese malas relaciones con su capitán, no fuera a ser que parte del disgusto de este los salpicara. Y el modo en que lo había dicho Dominica era tan importante como lo que había dicho. Su preocupación resultaba obvia, y era en primer lugar por la nave en su conjunto y después por McKeon como persona; pero quedaba claro el hecho de que le importaba McKeon.
Y era algo relevante, decidió Honor. Decía mucho en favor de un oficial que uno de sus subordinados diera la cara por él, en especial cuando era el subordinado que más tenía que ganar si el otro no cumplía las expectativas del mando. Además, las reflexiones de Santos confirmaban su propia suposición de que McKeon estaba enfrentándose a algo en su interior, algo que ni siquiera la ingeniera comprendía del todo.
Dominica Santos no habría defendido a un oficial si no creyera que este lo merecía, por mucho que le gustara personalmente. Honor estaba segura de ello y, al recordar sus propios encuentros con McKeon, se dio cuenta de que la ingeniera estaba en lo cierto. Fuese cual fuese su problema, por muy duro que (tal como parecía) le resultara llegar a un compromiso con su capitana, estaba cumpliendo su trabajo. No tan bien como podría, no sin una peligrosa falta de compromiso y calidez, y desde luego no del modo que Honor habría preferido, pero estaba haciéndolo. Estaba obligándose a hacerlo, a pesar de que resultaba obvio que algo lo carcomía por dentro.
Suspiró y se levantó, poniéndose a Nimitz en el hombro mientras el felino se llevaba a la boca el último medio centímetro de apio. El ramafelino apretó el mentón contra su corto pelo, mascando feliz, y ella cruzó las manos tras de sí y marchó hacia la escotilla.
No era justo. No debía hacer concesiones con su primer oficial ni preocuparse por su apoyo ni por los problemas internos que pudieran estar afectando a su cumplimiento del deber. Pero nadie dijo que la vida fuese justa, y la tradición de la RAM afirmaba que no había malas tripulaciones, solo malos capitanes. Y la tripulación también incluía a los oficiales del capitán. Por mucho que quisiera e incluso necesitara que McKeon bajase sus defensas, el deber de Honor era trabajar con él… o reemplazarlo. Y no podía reemplazarlo. No simplemente porque la «química» entré ellos no fuese buena.
Y menos, pensó mientras se abría la escotilla, cuando Santos estaba en lo cierto. De algún modo Honor sabía que, fuese lo que fuese lo que preocupaba a Alistair McKeon, él no le fallaría en el momento de la verdad.