14
Denver Summervale alzó la mirada de la terminal de datos con expresión ceñuda y fría al abrirse la puerta de su despacho, y la mujer que la había abierto tragó saliva discretamente. Summervale era un hombre duro y peligroso, con un pasado lleno de muertes para demostrarlo, y no le gustaban las interrupciones, pero ella se mantuvo allí. No tenía más remedio, y además él había estado trabajando con los registros y probablemente la mayor parte de ese mal gesto obedeciera más a su odio por el papeleo que a su repentina aparición.
—¿Qué? —demandó con su gélido y aristocrático acento.
—Hay una llamada para usted… —dijo ella. Él frunció el ceño y la mujer se apresuró a añadir—. Es del jefe.
La expresión de Summervale se suavizó de inmediato hasta adquirir la serenidad de una máscara, y se levantó con un brusco asentimiento. La mujer se apartó de la entrada y él pasó por su lado con una disculpa extrañamente cortés.
Ella lo observó hasta que desapareció al fondo del pasillo en dirección a la sala de comunicaciones con su habitual gracia felina, y sintió el escalofrío que solía dejar tras de sí. Había algo fríamente reptiliano en él, en parte debido a su acento de clase superior y a esa especie de cortesía instintiva que tenía con todos los que lo rodeaban. Era como una antigua espada familiar, elegante y distinguida pero afilada y letal como el frío acero. Ella ya había conocido unos cuantos hombres peligrosos y rebeldes, pero ninguno como él, y lo cierto es que la asustaba. Odiaba admitirlo, incluso ante sí misma, pero era cierto.
La puerta de la sala de comunicaciones se cerró tras él, y ella se marchó con otro escalofrío, ajustándose la mascarilla antipolvo mientras entraba en el laboratorio y retomaba su propio trabajo.
Summervale echó un vistazo a la pantalla de comunicaciones y después dedicó un gesto seco al operador de servicio. Este se marchó de allí sin decir palabra y Summervale se sentó en la silla que acababa de abandonar. Sus viejas costumbres atrajeron su mirada hacia el panel, donde comprobó los circuitos de cifrado antes de observar al hombre que aparecía en pantalla.
—¿Qué? —preguntó sin preámbulos.
—Puede que tengamos un problema —dijo cuidadosamente su interlocutor. El acento esfingino de aquel hombre era pronunciado; posiblemente demasiado pronunciado, pensó una vez más Summervale. Poseía un toque casi teatral, como si fuese una máscara de algo distinto, pero a Summervale ya le valía. Su jefe pagaba bien por sus servicios, y si quería mantener un nivel adicional de seguridad, era asunto suyo.
—¿Qué problema?
—La APN ha descubierto la nueva mekoha —replicó el otro, haciendo que a Summervale se le encogieran los labios.
—¿Cómo?
—No estamos seguros (nuestro informador no ha podido decírnoslo), pero supongo que es un efecto colateral de las operaciones de Harrington. Ha quitado mucha carga de trabajo a la APN, que ahora puede ampliar sus patrullas.
Los ojos de Summervale destellaron ante el nombre de «Harrington» y su apretada boca se torció. No se había encontrado nunca con la comandante, pero no necesitaba conocerla para odiarla. Representaba demasiadas cosas de su propio pasado, y sintió un calor familiar que le hormigueaba en los nervios. Pero era un profesional. Reconocía el peligro de las reacciones viscerales, sin importar lo placenteras que pudieran ser.
—¿Cuánto saben? —preguntó.
—Tampoco estamos seguros, pero han estado haciendo análisis de la droga que se han incautado. Todo apunta a que finalmente deducirán que no la han producido los zancudos. De hecho, puede que ya lo sepan. Una de mis otras fuentes me comunica que Harrington ha retirado una de sus pinazas del servicio aduanero.
—Para realizar barridos orbitales —dijo Summervale llanamente.
—Es probable —concedió su interlocutor.
—Probable no, seguro. Ya le dije que era arriesgado hacer la droga tan pura.
—Los zancudos la prefieren así.
—Al cuerno con los zancudos —Summervale apenas levantó la voz, pero su mirada era dura—. Usted paga la mercancía, así que la decisión es suya, pero cuando uno de esos pavos se mete una pipa de nuestra mercancía, se convierte en una bomba nuclear a punto de alcanzar la masa crítica.
—Eso ni nos va ni nos viene —dijo su cínico patrón.
—Puede que no, pero apostaría a que es eso lo que ha atraído la atención de la APN. Y los mismos componentes que provocan el subidón demostrarán que no está hecha por ningún alquimista zancudo. Lo que implica que fue importada o fabricada en algún punto del planeta. Como aquí. —El hombre de la pantalla comenzó a decir algo pero Summervale alzó una mano. De nuevo se trataba de un gesto extrañamente cortés—. No se preocupe, lo hecho, hecho está, y es su operación. ¿Qué quiere que haga al respecto?
—Cuide la seguridad, en especial el tráfico aéreo. Si están sobrevolando la zona, no podemos permitirnos atraer su atención:
—Puedo reducir los vuelos de carga. Incluso limitar el tráfico peatonal alrededor del complejo —señaló Summervale—. Lo que no puedo hacer es ocultarme de los sensores de la flota. Nuestro repetidor de energía saltará a la vista como un grano en la nariz y, una vez atraiga su atención, no podremos evitar perder una energía residual que les permitirá localizarnos a pesar de los muros de protección. Ya lo sabe.
Prefirió no añadir que él se había opuesto desde el principio a un repetidor de energía redirigido. El coste adicional de dinero y trabajo que hubiese requerido un cable de alimentación subterráneo habría resultado insignificante comparado con la inversión que ya habían hecho sus patronos, y hubiese logrado que toda la operación fuese mucho más segura. Pero, desde el principio, habían preferido no hacerle caso. Y aunque no tenía intención de permitir que su interlocutor le cargase a esas alturas con toda la responsabilidad del camuflaje, tampoco tenía sentido pasárselo por la cara.
—Ya lo sabemos —dijo el hombre de la pantalla—. Nunca habíamos esperado tener que enfrentarnos a los sensores de la Flota —Summervale sabía que eso era lo más cercano a una disculpa que iba a recibir—, pero ahora que tenemos que hacerlo, no esperamos de usted que haga milagros. Por otro lado, no creo que sea necesario. Recuerde que tenemos gente infiltrada. Puede que no tan alto como para intervenir el despacho o las comunicaciones de Matsuko, pero sí lo bastante para permitirnos saber cuándo la APN comienza a atar los cabos suficientes para ir a por ustedes. Trataremos de introducirnos en los canales de información de Harrington y de echar un ojo a sus informes de reconocimiento, pero incluso si no nos es posible, deberíamos al menos poder transmitirle un aviso, seis o siete horas antes de que cualquiera vaya a por ustedes.
Summervale asintió lentamente, barajando con rapidez sus alternativas. Seis horas eran suficientes y de sobra para sacar a su gente, pero cualquier periodo inferior a un día completo sería demasiado corto para trasladar incluso una décima parte de sus equipos. Y eso sin considerar siquiera los meticulosos registros que había tenido que mantener bajo la insistencia de su patrono. No podía culpar al hombre por querer controlar cada gramo de mekoha que produjera el laboratorio (nada podría despertar la furia de Estelle Matsuko tan rápidamente como descubrir que unos extraplanetarios estaban pasando humo del sueño a los zancudos, y si uno de sus trabajadores hiciera de traficante en su tiempo libre las posibilidades de ser detectados hubieran ascendido astronómicamente). Pero mantener registros impresos completos era estúpido. El aumento en la vulnerabilidad superaba con mucho las posibles ventajas, pero en aquello tampoco se le había hecho caso.
Internamente se lavó las manos. Era asunto de su patrono y él se había asegurado por completo de que su propio nombre nunca apareciera en ninguna parte.
—¿Cómo me encargo de los equipos? —preguntó instantes después.
—Si hay tiempo, lléveselos con usted. Si no —su interlocutor se encogió de hombros—, es solo maquinaria. Podemos sustituirla.
—Entendido. —Summervale tamborileó en el borde de la consola durante unos momentos y después se encogió de hombros, esta vez físicamente—. ¿Algo más?
—No por ahora. Volveré a contactar con usted si ocurre algo nuevo.
—Entendido —repitió Summervale antes de cortar la conexión.
Siguió sentado delante de la silenciosa pantalla durante varios minutos, pensando, y después se levantó para pasear por la pequeña sala de comunicaciones. Había cosas en toda aquella operación que nunca le habían resultado satisfactorias, y la aparente falta de preocupación de su patrono por la pérdida de todo el complejo del laboratorio era un misterio más.
Cierto, las instalaciones no eran tan caras (la producción de mekoha no era especialmente difícil ni complicada), pero montarlas sin ser detectados había supuesto una gran operación. Si las perdían, también perderían su base de producción, al menos hasta que se decidiera montar una nueva. E instalar un nuevo laboratorio los expondría otra vez a ser detectados.
¿O no?
Detuvo su andar y arqueó una ceja haciendo cábalas. Supongamos que ya tuviesen preparada una instalación de reserva. Ciertamente era posible, en particular a la luz de varias de las otras preguntas sin respuesta. Como por qué la Organización se había tomado tantas molestias, para vender drogas, en especial algo como la mekoha, a un puñado de aborígenes primitivos.
Nunca había logrado convencerse de que Medusa ocultase algún tesoro desconocido y valiosísimo que los zancudos estuviesen entregando a cambio de la droga, y todos los productos medusinos que era capaz de abarcar su imaginación se podrían haber comprado con mucha menos inversión (y riesgo) mediante mercancías legítimas. Desde luego, no estaba al tanto de la distribución final de las pipas. Él y su gente habían distribuido parte de la producción entre los reyezuelos y chamanes de la zona a cambio de obtener una red de exploradores y centinelas, pero la gran mayoría era enviada fuera para ser colocada en alguna otra parte.
Y si iban a vender drogas, ¿por qué escoger la mekoha? Existía más de media docena de otras drogas y estupefacientes de los zancudos entre las que la Organización podía haber elegido. Tal vez no habrían alcanzado el mismo precio, pero se podrían haber fabricado con un coste incluso menor. Y, además, era menos probable que atrajeran la atención de la APN sobre ellos. Los violentos efectos secundarios de la mekoha enfurecerían sin lugar a dudas a Matsuko, y no solo porque sintiese una compulsión genuina por proteger a los zancudos de la explotación de otros planetas. Solo un lunático no se sentiría preocupado por la distribución en masa de algo que podía convertir al nativo más pacífico en un violento maniaco.
Pero, como ya le había dicho al hombre de la pantalla, eso era asunto de la Organización, no suyo. Además, pensó torciendo los labios de modo desagradable, cualquier cosa que molestara a la Comisionada Residente, a la APN y a la Real Armada Manticoriana merecía sin duda la pena por sí misma.
Retomó su deambular y se le oscurecieron los ojos con sus recuerdos. Hubo un tiempo en el que el honorable capitán Denver Summervale, del Cuerpo de Reales Infantes de Marina Manticorianos, se hubiese situado en el otro bando ante este conflicto. Pero ahora se encontraba en su elemento, en el lado en el que debería haber estado desde el principio, puesto que el cuerpo de marines había decidido que cometió un error el día que aceptó su juramento de fidelidad. Un error que había corregido mediante el drama formal de una corte marcial.
Soltó un temible gruñido que dejó al descubierto sus dientes, y su andar se aceleró mientras recordaba aquel momento. El silencio lleno de murmullos de los espectadores, la punta de su espada ceremonial apuntando hacia él en la mesa, delante de los pulcros oficiales, mientras el presidente de la corte leía el veredicto formal. El redoble de tambores cuando se le hizo desfilar en uniforme de gala para enfrentarse a su regimiento. El oficial de la Reina impecablemente vestido de negro y verde, en pie, con una cara desprovista de emociones mientras el miembro de menos antigüedad alistado en su propio batallón le arrancaba los botones y condecoraciones de la guerrera al lento y amargo ritmo del tambor. La expresión en la cara de su coronel cuando le quitaron la charretera y las insignias para ser aplastadas bajo el tacón de una bota. El débil crujido metálico cuando la hoja de su arcaica espada ceremonial se partió entre las manos enguantadas del coronel.
Oh, sí, lo recordaba. Y, a pesar de su odio, sabía que tenían razón. Eran las ovejas, pero Denver Summervale era un lobo, y se había abierto paso del modo que mejor conocen los lobos: a dentelladas. Volvió a dejarse caer sobre la silla delante del terminal de comunicaciones, sonriendo fiero a la pantalla en blanco. Recordó que su padre también había estado allí. Su beato y noble padre, aferrado a los restos de la gloria de los Summervale a pesar de su pobreza. ¿Es que acaso alguna vez les dio algo su elevada y poderosa familia para que debiera imitar sus modales y honrar su nombre? ¡Su rama de la familia no tenía nada de la riqueza ni del poder que pertenecían a la línea directa de los Duques de Cromarty!
Summervale apretó las manos en el regazo y cerró los ojos. En la silla del primer ministro se sentaba un miembro de su propia carne y sangre. Incluso en aquel entonces, el delicado Duque de Cromarty había sido Lord del Tesoro, segundo en importancia en el Gobierno de Su Majestad, ¿y había movido una mano para ayudar a su lejano primo? ¡No, él no! No aquel noble, formal y santurrón bastardo.
Pero también aquello estaba bien. Relajó las manos, saboreando la idea de los rumores y miradas de reojo que su desgracia debió de hacer caer sobre el noble duque, y atesorando la cara que puso su padre cuando se partió la espada. Durante toda su vida su padre le había predicado el deber y la responsabilidad, el glorioso papel que había desempeñado su familia en la historia del Reino. Pero el deber y la responsabilidad no pagaban las deudas. La historia familiar no le había granjeado a él el respeto y el temor que concedió a la línea «auténtica».
No, esas dos cosas se las había ganado solo, obtenidas en el «campo del honor» mientras se reía de su presunción.
Abrió de nuevo los ojos, contemplando su reflejo en la pantalla de comunicaciones y rememorando los Serenos amaneceres y el peso de la pistola. Recordaba la severa mirada de los testigos y del juez de duelo mientras contemplaba a través de treinta metros de suave hierba a su pálido oponente. Había sido… ¿Bullard? No, aquella primera vez había sido Scott, y sintió un escalofrío cuando su palma volvió a notar el impacto del retroceso y en la blanca camisa de Scott brotaba de nuevo una mancha carmesí al tiempo que se desplomaba.
Se sacudió para reaccionar. Tan solo se había tratado de una transacción de negocios, se dijo a sí mismo, pero sabía que estaba mintiendo. Oh, desde luego que había sido por negocios, y el dinero que su patrocinador secreto le había pasado había saldado sus deudas… por un tiempo. Hasta la vez siguiente. Pero la sensual excitación de saber, mientras Scott se derrumbaba, que su bala había destrozado el aristocrático corazón de su víctima… esa había sido su verdadera recompensa y la razón por la que le fue tan fácil aceptar el siguiente encargo, y el siguiente. Pero, al final, aquella misma gente a la que odiaba con toda su alma había vencido. «Duelista profesional» lo llamaban, cuando todo el tiempo querían decir «asesino a sueldo». Y estaban en lo cierto. Lo admitía ahora en aquella tranquila y vacía habitación. Pero había matado a demasiados, incluso cuando sus patrocinadores estaban dispuestos a conformarse con una herida. El sabor de la sangre era demasiado dulce, el aura de temor demasiado embriagadora. Y al final el Cuerpo dijo basta.
Había matado a un «hermano oficial» (¡como si importase el uniforme que vistiese un muerto!). Él no era el primer oficial de servicio en hacer algo así, pero tenía demasiados cadáveres a la espalda, demasiadas familias que tenían cuentas pendientes con él. No podían acusarlo de asesinato, puesto que los duelos eran legales. Se había enfrentado al fuego de su oponente y no podían demostrar que había aceptado dinero a cambio. Pero todos conocían la verdad y sí que podían sacar a relucir todo su pasado: su afición al juego, a las mujeres, las aventuras adúlteras que había utilizado para provocar a las víctimas a batirse, la arrogancia que teñía las relaciones con sus oficiales superiores al crecer el terror de su reputación. Y eso había bastado para considerarlo «indigno de vestir el uniforme de la Reina» y conducirlo a aquella cálida y brillante mañana bajo el lento y humillante retumbar de los tambores.
Y también lo había llevado a donde estaba en ese momento. Allí la paga era buena pero el dinero solo era una parte, solo el medio de alcanzar un fin que le permitiera mofarse de sus supuestos nobles propósitos y vengarse de ellos una y otra vez, incluso si nunca lo descubrían.
Respiró intensamente y se levantó con brusquedad de la silla.
Muy bien. Le habían avisado de que la operación estaba en peligro y él era responsable de la seguridad. Así que adelante. Había demasiados registros, demasiadas evidencias en aquellas instalaciones y, como había dicho su patrono, el laboratorio no era más que maquinaria.
Había modos y modos de evacuar, pensó con una lenta y hambrienta sonrisa. Si tenía que dejar atrás los equipos, al menos podría hacerlo de una manera que le resultase personalmente satisfactoria.
Abrió la puerta de la sala de comunicaciones y avanzó enérgico por el pasillo. Tenía que hacer algunos preparativos.