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—Aproximándonos a la posición final, listos para hacer fuego.

La voz del teniente asistente Rafael Cardones era suave y su mirada intensa mientras observaba su pantalla de objetivos. Su mano derecha temblaba, con el dedo índice apoyado levemente sobre el gran botón cuadrado del centro de su consola de armas, mientras la mano de su primer marinero colgaba sobre el panel auxiliar.

—Fuego… ya.

El dedo de Cardones descendió y al hundirse la tecla de fuego principal su pantalla resplandeció. Pasó un segundo y después la pantalla volvió a relucir, esta vez con una estimación de haber alcanzado el blanco.

Se recostó y se limpió el sudor de la frente, con los hombros firmes y doloridos por la tensión del ejercicio táctico de los últimos cuarenta y cinco minutos. Casi le daba miedo comprobar los resultados, pero hizo de tripas corazón y se obligó a mirar… y parpadeó sorprendido. ¡Cielo santo, un ochenta y tres por ciento para las armas de energía! Y casi igual debían con los misiles, ¡tres impactos de cinco lanzados!

—Muy bien hecho, señor Cardones —dijo una voz de soprano, y él dio la vuelta a la silla para descubrirá la capitana junto a su hombro. Aún no estaba del todo acostumbrado a lo silenciosa que era al moverse, y no tenía ni idea de que estuviese allí. Pero estaba, y sus ojos castaños parecían pensativos mientras pulsaba una tecla en la estación de seguimiento de su primer marinero. Los complejos vectores en espiral de la concienzuda aproximación de Cardones fueron reproducidos a toda velocidad y la capitana asintió.

—Realmente bien, artillero —y Cardones logró con esfuerzo no hincharse de orgullo. Era la primera vez que la capitana lo recompensaba con el elogio de ese antiguo apelativo informal, que valía todos los minutos de concentración y todas las duras horas de práctica que había tenido que superar. Desde luego, quedaba muy lejos aquel desastroso día en el que había tenido que admitir que la había cagado con los programas de despliegue de los zánganos sensores.

»Sin embargo —añadió la capitana, rebobinando la grabación del seguimiento—, ¿qué pasa con esta maniobra? —Congeló el visor y señaló con un dedo la pantalla, mientras su ramafelino asomaba la cabeza como si estudiara las embarulladas líneas luminosas para mirar después a Cardones con curiosidad.

—¿Señora? —preguntó Cardones con cautela.

—En este punto imprimió un plano de trescientas-g para un cambio hacia cero-tres-cinco —dijo. Él se relajó un poco; no había enfado en su voz, sino que le hablaba como uno de sus instructores de la Academia—. Lo puso en la dirección que buscaba, pero mire aquí —su dedo se desplazó hasta las lecturas de alcance y rumbo de la parte superior de la pantalla—. ¿Ve dónde apuntaba la batería principal del enemigo?

Cardones miró y después tragó saliva y enrojeció.

—Justo por delante de mi cuña, señora —admitió.

—Así es. Debería haber virado y cambiado de plano para haber puesto sus bandas de panza de modo que lo cubrieran, ¿no es cierto?

—Sí, señora —dijo él, sintiendo cómo se desvanecía parte de su euforia. Pero la capitana le dio una palmada en el hombro y sonrió.

—No se sienta demasiado mal. En lugar de eso, dígame por qué la computadora no lo atacó.

—¿Señora? —Cardones devolvió la mirada a la pantalla y frunció el ceño—. No lo sé, señora. La ventana de haces era lo bastante ancha.

—Puede que sí y puede que no. —La capitana volvió a manipular las lecturas—. El factor humano, teniente. Recuerde, siempre el factor humano. La computadora táctica está programada para asignar un intervalo de respuesta a su oponente, que supuestamente es de carne y hueso, y esta vez (esta vez, artillero) ha tenido suerte. El alcance era tan lejano que su oponente tuvo menos de tres segundos para ver la apertura, reconocerla y disparar, y el ordenador decidió que no había reaccionado a tiempo para pillarlo. Yo también espero que fuese así, pero no cuente con ello cuando sea de verdad, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo, patrona! —replicó Cardones, sonriendo una vez más. Honor palmeó su hombro suavemente antes de regresar a la silla de mando.

No mencionó que en las pantallas de su puesto de mando ella había estado ejecutando el mismo problema desde el otro lado, utilizando las maniobras de Cardones en tiempo real, y que ella sí había logrado disparar. El joven había hecho enormes progresos en las últimas semanas y se merecía disfrutarlo. Además, no estaba segura de que lo hubiese visto y reaccionado tan rápidamente de tratarse de una batalla genuina, y no tenía intención de aguarle la fiesta por una posibilidad hipotética.

Se sentó y dejó que Nimitz se deslizara hasta su lugar favorito en su regazo mientras ella repasaba el puente. El teniente Panowski estaba ejecutando su propio ejercicio de astrogración, y por las miradas que se intercambiaban la teniente Brigham y el primer marinero, no le estaba yendo muy bien. Honor ahogó una sonrisa. McKeon estaba en lo cierto respecto a la tendencia del ayudante de astrogración a relajarse, y este casi pareció sentirse traicionado cuando Honor anunció que, cortos de personal o no y en órbita de estacionamiento o no, el Intrépido seguiría con sus ejercicios programados sin descanso. Le resultaba difícil ser tan dura con Panowski como probablemente se merecía, porque Honor era consciente de sus propias limitaciones en matemáticas. Era una pésima astrogradora y lo sabía, pero McKeon, hábilmente asistido por Brigham, hacía el trabajo por ella.

Dejó que su mirada regresara a la pantalla principal de maniobras sopesando las naves en órbita alrededor de Medusa. El Intrépido ya llevaba estacionado allí más de un mes manticoriano, y quedaban muchas menos naves de lo que había sido habitual cuando llegaron unas semanas atrás resultado directo, sospechaba, de la campaña del alférez Tremaine contra el tráfico ilegal. Medusa ya no era un buen lugar para transbordar mercancías prohibidas y la noticia se estaba extendiendo. Honor no había sido consciente del monstruo en que se iba a convertir Tremaine, que parecía estar desarrollando una especie de percepción extrasensorial en lo que se refería a los contrabandistas, y el agudo ojo de Stromboli para detectar el tráfico entre naves había guiado al alférez a tres asaltos en medio del espacio que habían rendido cerca de quinientos millones de dólares más en contrabando. Honor se había asegurado de que ambos recibieran la notificación de «bien hecho» por su trabajo, y el teniente Venizelos también se había ganado unas cuantas por su cuenta tras sus esfuerzos en la terminal. A juzgar por la violencia y volumen de las protestas que estaban provocando, ellos y su gente estaban poniendo en serio peligro el margen de beneficios de alguien, y Honor se había asegurado de dejarles claro que conocía sus éxitos.

Y, como ella había esperado, el reconocimiento que se estaba ganando la tripulación del Intrépido, no solo por su parte sino también por la de la dama Estelle, la APN y el SAC, estaba dando provecho. Ya no tenía que empujar y motivar a sus hombres para que cumplieran con su trabajo. La noción de que ellos, a diferencia de todos los demás que habían sido asignados alguna vez a la Estación Basilisco, estaban logrando resultados: les hacía sentirse unidos. Tenían exceso de trabajo, estaban agotados y sabían demasiado bien que sus éxitos se producían a pesar del sistema en vez de gracias a él, pero eso solo servía para hacer que estuvieran más orgullosos de sí mismos.

Y se merecían ese orgullo. De hecho, ella estaba orgullosa de ellos, y su sentimiento de deber cumplido estaba empezando a granjearles su propio respeto. Y la recompensa en metálico que se habían ganado por sus capturas tampoco hacía daño, por supuesto. La tradicional recompensa del 0,5 por ciento del valor de todo el contrabando capturado podía no parecer demasiado, pero ya se habían incautado mercancías por valor de más de mil quinientos millones de dólares. Si al final todo se condenaba como contrabando ante el tribunal, y Honor confiaba en que así sería, eso suponía más de siete millones y medio de dólares a dividir entre la tripulación de la nave. Y eso aceptando que los dueños del Mondragon solo se llevaran una multa. Si les confiscaban la nave, su valor de tasación se añadiría al bote. Al capitán le correspondía el seis por ciento del total, lo que significaba que Honor se embolsaría hasta el momento un bonito medio millón (descubrió que hasta ella podía hacer fácilmente un cálculo así), lo que suponía casi ocho años de salario para un comandante de la RAM. Sus suboficiales y personal alistado tendrían un setenta por ciento a repartir lo que significaba que hasta el más novato de ellos recibiría casi doce mil dólares, y gracias a una antigua tradición, y a pesar de las periódicas tentativas de Hacienda, el dinero de las recompensas no pagaba impuestos.

Ni que decir tiene que el alférez Tremaine y el teniente Venizelos se hicieron muy populares entre sus compañeros, pero todos se habían ganado hasta el último penique de sus bonificaciones, y Honor sabía que valoraban aún más su satisfacción consigo mismos. De hecho, el dinero de la recompensa era aún más valioso porque reivindicaba sus esfuerzos (como una prueba de su eficacia), no simplemente por lo que se podía comprar con él, y así lo demostraban. La comandante de corbeta Santos fue la primera en llamarla «patrona», el apelativo honorífico que nadie se había atrevido a usar desde las desastrosas maniobras de la Flota, pero cada vez más y más oficiales comenzaban a utilizarlo. Cada vez más, pensó con una repentina reflexión interna, pero no todos. Lois Suchon aún mostraba una palpable aura de resentimiento hacia ella, y Honor había llegado a la conclusión de que siempre la llevaría. La doctora era sencillamente uno de esos individuos, por fortuna poco comunes, que eran por naturaleza incapaces de hacer su parte como miembros de un equipo.

Y también estaba McKeon. Él sí estaba cumpliendo con su trabajo. Honor no podía menospreciar el tiempo que había pasado con Cardones, o las largas horas que había dedicado a preparar y galvanizar a Panowski, ni la habilidad con la que hacía malabarismos con los escasos recursos personales que les quedaban para mantener cubiertos todos los puestos. Pero a pesar de todo ello, las barreras persistían. Honor era capaz de ver que, si él quisiera, podría constituirse en un firme apoyo, y el hecho de que lograra tantos éxitos sin dejar que ella se le acercara solo ponía de manifiesto su gran aptitud. Pero parecía incapaz de dar el paso final para convertirse en su compañero y, por su expresión seria, Honor sospechaba que a él lo frustraba tanto como a ella. Era como si necesitara dar el paso pero no pudiera, y Honor deseó poder comprender cuál era el problema. Una cosa estaba clara, era algo más profundo que el malestar que había dominado al resto de la tripulación cuando los enviaron allí y…

Un suave tintineo se coló en sus pensamientos y le hizo girarla cabeza al tiempo que Webster respondía a la señal entrante. El teniente dijo algo, después asintió y se volvió hacia ella…

—Tengo una transmisión para usted desde la superficie, señora. Del despacho de la comisionada residente.

—Transfiérala a mi pantalla —dijo Honor, pero el oficial de comunicaciones negó con la, cabeza.

—La dama Estelle solícita hablar con usted en privado, señora.

Honor notó que se le alzaba una ceja y la relajó. Entonces subió a Nimitz hasta el respaldo de la silla y se levantó.

—Hablaré con ella en mi sala de reuniones, Samuel.

—Sí, señora.

Honor asintió y atravesó la escotilla, cerrándola tras de sí. Se sentó ere la silla del capitán que presidía la mesa de reuniones y tecleó la señal de aceptación en el terminal de datos. Sonrió cuando la dama Estelle apareció en la pantalla de comunicaciones embebida.

—Hola, comandante —dijo la comisionada.

—Es una agradable sorpresa, dama Estelle. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me temo que en realidad solo he llamado para llorar en su hombro; Honor —dijo Matsuko irónicamente.

—Para eso está aquí la Armada, señora —replicó esta, y la comisionada resopló. Honor lo dejó pasar, pero no se le escapaba el hecho de que la dama Estelle no parecía considerarla como realmente perteneciente a la RAM. En gran parte era por eso que la comisionada se dirigía a ella por su nombre de pila como si quisiera distanciarse de los verdaderos oficiales den la Flota (es decir, de los inútiles incompetentes) con los que había tenido que lidiar tan a menudo.

—Sí, bien —dijo Matsuko tras unos instantes—, lo cierto es que estoy empezando a pensar que tengo aquí abajo un problema más grande de lo que creía.

—¿Cómo es eso?

—Desde que me envió al teniente Stromboli y a su gente para encargarse del control del espacio, mi personal de control aéreo ha podido dedicarse a problemas más locales. Con el personal que ha quedado libre y con sus satélites de reconocimiento han cerrado un montón de los agujeros que tenía nuestra cobertura aérea del Despoblado (aunque no todos, aún quedan algunos), y hemos detectado un pequeño número de vuelos no identificados en áreas restringidas.

—¿Eh? —Honor se enderezó en la silla y frunció el ceño—. ¿Qué tipo de vuelos?

—No lo sabemos. —La comisionada parecía disgustada—. Sus transpondedores no responden cuándo les llamamos, lo que, sumado al hecho de que obviamente no entregan planes de vuelo sobre su destino, deja bastante claro que están dedicándose a algo que no nos gusta. Hemos tratado de interceptarlos, pero el antigravitatorio de la APN está diseñado pensando más en la durabilidad y la resistencia que en la velocidad, y huyen de nosotros fácilmente. Si ustedes no hubieran causado una debacle tal en su tráfico de espacio a superficie, pensaría que se trata de contrabandistas que intercambian mercancías.

—Supongo que todavía podrían serlo —musitó Honor—. Solo llevamos un mes trabajando en ello. Podrían estar manejando material que ya tuviesen ahí abajo.

—Ya pensé en ello, pero aunque ya estuviese aquí, si ha de producirles beneficio aún tendrían que sacarlo por delante de sus controles. Además, quedan demasiado lejos como para que eso parezca muy probable.

—Umm. —Honor se frotó la punta de la nariz y frunció el ceño. Los vehículos de la APN trabajaban, en su gran mayoría, demasiado cerca de los enclaves—. ¿No podrían estar citándose tan lejos sencillamente por permanecer fuera de su capacidad de interceptación?

—Lo dudo. Oh, tiene ese efecto, pero por lo que podemos ver parece que actúan solos, y tienen que estar trabajando con remesas muy ligeras, a no ser que tengan una base con su propio equipo de carga oculta en alguna parte. E incluso si sus cargamentos fueran pequeños y lo bastante ligeros como para cargarlos a mano, desaparecen de nuestro radar en las Montañas del Gato Loco o cerca de las Musgosas, tanto de ida como de vuelta. Si todo lo que hacen es encontrarse con otros vehículos aéreos, ¿por qué hacerlo en las montañas donde podemos verlos? Podrían quedar en uno de los valles de por allí y jamás los habríamos descubierto, de no ser mediante un sobrevuelo directo. Además, estoy empezando a tener algunas sospechas muy desagradables sobre lo que pueden estar haciendo.

—¿Como qué, señora?

—¿Recuerda su primera visita, cuando le mencioné la mekoha? —Honor asintió y la dama Estelle se encogió de hombros—. Bueno, como dije entonces, la mekoha es bastante sofisticada para la tecnología de los medusinos. Son químicos de bañera sorprendentemente buenos, pero este es un alcaloide bastante complejo (y potente), análogo a algo similar a un inyector de endorfinas. No es una endorfina, o al menos creemos que no lo es, pero apenas empezamos a comprender ahora la bioquímica de los medusinos, así que podríamos estar equivocados. En cualquier caso —hizo una mueca con los labios y sacudió la cabeza—, lo importante es que su manufactura constituye un proceso largo, complicado y peligroso para sus alquimistas, sobre todo en los pasos finales de secado y pulverización, en los que tienen que evitar respirar el polvo suelto. Eso quiere decir que cualquier uso continuo y sistemático se ha visto siempre restringido en gran medida a los nativos más ricos, simplemente debido a su coste.

Se detuvo, contemplando a Honor hasta que esta asintió comprendiéndolo.

»Muy bien, lo otro que hay que recordar sobre la mekoha es que tiene efectos secundarios realmente feos. Es extremadamente adictiva y la dosis letal varía mucho de individuo a individuo, en especial dado el pobre control de la pureza que tienen los alquimistas, así que un fumador de mekoha suele acabar muriéndose él sólito. Provoca una breve sensación de euforia y excitación, y leves (al menos normalmente) alucinaciones, pero a largo plazo provoca serios daños en los sistemas respiratorio y motor, una pérdida gradual de las funciones nerviosas y un marcado descenso en la capacidad de atención y en el CI. Todo eso ya es malo de por sí, pero si la droga es lo bastante pura, produce una fuerte reacción similar a un subidón de adrenalina, y virtualmente apaga los receptores del dolor, con lo que sin aviso previo la euforia inmediata puede transformarse en una especie de psicosis inducida, con toda probabilidad debida a las propiedades alucinógenas. Los medusinos normalmente no son muy violentos. Oh, son tan díscolos como cualquier pandilla de aborígenes que se le ocurra, y algunos de los nómadas son saqueadores natos, pero el tipo de violencia aleatoria o histérica de las turbas que se puede ver en las sociedades disfuncionales no es parte de su herencia. Salvo que haya mekoha presente. Mézclelos con mekoha y todo saltará por los aires.

—¿Hemos tratado de restringirla o controlarla?

—Sí y no. Ya es ilegal en la mayoría de las ciudades-estado del Delta (no en todas, pero sí en casi todas), y está restringida en las demás. Por otro lado, es en las ciudades donde se ha fabricado tradicionalmente la mayor parte de la mekoha consumida fuera del Delta. E incluso los concejos del Delta tienen cuidado a la hora de enfrentarse a los comerciantes de mekoha. Proporcionan un montón de dinero, y además los traficantes no son muy delicados con los métodos que adoptan para proteger su mercancía. Además, la droga ocupa un puesto importante en varias de las religiosas de los medusinos.

—¡Oh, cielos! —suspiró Honor, y la dama Estelle hizo una mueca.

—Cierto. La APN no puede interferir en las prácticas religiosas; primero porque se nos prohíbe explícitamente en nuestros estatutos y, segundo, aunque odie admitirlo, porque tratar de hacer eso sería un modo seguro de destruir todas las buenas relaciones que hemos logrado formar. Algunos de los sacerdotes del Delta (y en mayor cantidad los chamanes, del Despoblado) ya están convencidos de que los forasteros suponemos una influencia maligna y corruptora. Si tratamos de privarlos de su droga sagrada, estaremos confirmando sus ideas, así que nos hemos visto obligados a limitarnos a los esfuerzos educativos (que no son el método más eficaz de conectar con unas mentalidades de la edad de bronce) y a presionar solapadamente sobre los manufactureros.

Honor asintió de nuevo mientras la dama Estelle volvía a quedar en silencio, pero sus pensamientos volaban. Dudaba que la comisionada se hubiese embarcado en esa conferencia sobre farmacología medusina a no ser que tuviera alguna relación con el tráfico aéreo sin identificar, pero eso…

—Dama Estelle, ¿está sugiriendo que alguien de otro planeta está suministrando esta mekoha a los medusinos?

Matsuko asintió gravemente.

—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo, Honor. Hemos sabido que su uso iba en aumento incluso en las áreas que patrullamos de forma regular. Desde que usted relevó a la gente que teníamos dedicada a inspeccionar el tráfico orbital y hacia la superficie, he podido ampliar nuestras patrullas de rutina más hacia el Despoblado, y parece que los niveles de consumo son allí incluso mayores. Lo que es más, hemos obtenido algunas muestras de mekoha de la región de las Musgosas y no, es la misma que se ha estado fabricando en el Delta. Las proporciones son levemente distintas y tiene un menor contenido de impurezas. Lo que, según me cuentan mis expertos, significa que esta nueva versión será probablemente también más fuerte.

—Y cree que está manufacturada en otro planeta —dijo Honor de forma llana.

—Eso es lo que me temo. No podemos demostrarlo, pero como digo, proporciona un alto beneficio para lo normal en Medusa. Y por muy difícil que les resulte a los lugareños producirla, cualquier laboratorio un poco competente de otro planeta puede producir lotes y lotes si tiene acceso al musgo puro mek del que se extrae.

—Pero primero tendrán que sacar el musgo de Medusa —pensó Honor en voz alta—. Y después de procesar la droga tendrían que volver a traerla al planeta.

—Nada de lo cual hubiera supuesto un problema insalvable antes de que usted y el Intrépido aparecieran —concluyó Matsuko. Honor sacudió la cabeza.

—No lo veo muy claro… y sigue pareciendo demasiado complicado como para resultar rentable, a no ser que el precio de venta sea mucho mayor de lo que usted parece indicar. ¿Cuánta cantidad de este mek lo ha llamado… hace falta para producir digamos un gramo de la droga refinada?

—Un montón. Espere un segundo. —Matsuko pulsó unas teclas en su consola de datos y después asintió—. Sí, se requieren unos cuarenta kilos de musgo verde para producir un kilo de pasta cruda de mekoha, y aproximadamente diez kilos de pasta para tener un kilo del producto final. Digamos que es una relación de cuatrocientos a uno.

—¿Y los niveles más normales para las dosis?

—Cielos, no lo sé —suspiró Matsuko—. Tal vez treinta gramos para alguien que empiece, pero tiende a subir cuando aumenta el hábito. Por supuesto, dada la mayor pureza de esta nueva versión, las dosis iniciales pueden ser inferiores, pero imagino que los medusinos se limitan a mantener sus niveles normales y disfrutar de un efecto más potente.

—Así que por cada dosis que venden tienen que transportar, ¿cuánto? —Honor hizo los cálculos de cabeza y miró hacia Matsuko—. ¿Más de trece kilos de musgo o más de uno con tres kilos de pasta que hay que llevar a otro planeta? ¿Está bien calculado? —La dama Estelle hizo los mismos cálculos y cuando asintió, Honor volvió a sacudir la cabeza—. Eso me parece demasiado peso para resultar práctico, dama Estelle. Además, si hubiese involucrado algún tráfico importante a largo plazo, debería haber quedado al menos una parte y hubiésemos podido ver algún signo de ello durante nuestras primeras inspecciones aduaneras, incluso si la gente del mayor Isvarian lo hubiese pasado por alto. Si no la droga; al menos el musgo o la pasta deben de ser difíciles de ocultar; y el alférez Tremaine ha estado vigilando tan de cerca las lanzaderas que partían como las que llegaban, se lo aseguro.

—¿Así que no cree que tenga ninguna relación con gente de otros planetas?

—Yo no diría tanto. Lo que creo es que las materias primas parecen demasiado pesadas como para que su transporte interestelar pudiera permanecer oculto. Puede que Barney Isvarian y sus equipos no dispongan de agentes con experiencia aduanera; pero estoy convencida de que se habrían fijado en tal cantidad de musgo saliendo del planeta, y hace tiempo que se lo hubieran comentado a usted. Pero —los oscuros ojos de Honor se entrecerraron— eso no quiere decir que alguien no pueda haber trasladado aquí el equipo del laboratorio para fabricarlo localmente. Eso solo precisaría burlar una única vez las patrullas aduaneras de Isvarian (o las nuestras, si a eso vamos) y, por lo que usted me cuenta, el material necesario no sería demasiado voluminoso.

—No —dijo pensativa la dama Estelle—. No, en eso está en lo cierto. En ese caso el tráfico aéreo no estaría distribuyendo mekoha traído de fuera, sino la producción local. Y los éxitos que han tenido ustedes contra el contrabando no le afectarían nada.

—Eso es lo que me temo —replicó Honor—. No intento quitarme la responsabilidad de este asunto, dama Estelle, pero me da la impresión de que la droga no se está introduciendo desde el exterior.

—En cuyo caso es responsabilidad de la APN —concedió Matsuko. Respiró profundamente y después dejó salir el aire poco a poco, con un siseo—. Desearía que estuviese equivocada, pero no creo que lo esté.

—Quizá. Y quizá sea responsabilidad de la APN, pero mí responsabilidad es ayudar a la APN de cualquier modo posible. —Honor volvió a frotarse la punta de la nariz—. ¿Qué tipo de requisitos energéticos tendría un laboratorio de mekoha?

—No lo sé. —Matsuko frunció el ceño mientras lo pensaba—. Supongo que dependería del montante de la producción, pero el proceso es bastante complicado. Me imagino que el coste total de energía es relativamente alto. No puede ser demasiado alto, puesto que los medusinos la fabrican solo con fuerza hidráulica, sudor y la evaporación que produce el sol en los pasos finales de desecación, pero por otro lado, lo cierto es que la crean en cantidades muy pequeñas y en «laboratorios» relativamente reducidos. No creo que nuestros intrusos (suponiendo que estemos en lo cierto respecto a ese tema) recurran a ese tipo de tecnología, en especial si fabrican las cantidades que mi gente sospecha que hay en circulación. ¿Por qué lo pregunta?

—Consúltelo con Barney Isvarian —sugirió Honor—. Si su gente puede calcular algunos parámetros de la energía necesaria, él puede monitorizar la red central y comprobar si alguien está usando una cantidad de potencia sospechosa. Ya sé que muchos de los enclaves tienen sus propios generadores o recolectores orbitales de energía, pero al menos eso le permitirá eliminar provisionalmente algunos sospechosos y reducir las posibilidades.

—Esa es una buena idea —admitió la dama Estelle mientras tecleaba unas notas en su terminal.

—Umm. Y mientras está con ello; mire a ver si sus técnicos pueden darnos unas estimaciones del uso razonable y legítimo de energía para los enclaves que no dependan de la red central. No podemos hacer mucho al respecto de los que posean generadores internos, pero puedo colocar algunos medidores discretos en los colectores orbitales.

—Pero aunque descubra un consumo elevado, eso no probará nada —señaló Matsuko, y Honor asintió.

—No, probar no. Pero como digo, probablemente podamos eliminar, al menos, algunos de los inocentes, y eso podría darnos alguna pista —asintió pensativa—. Mientras tanto, haré que el alférez Tremaine dé algunas pasadas por la órbita en busca de fuentes de energía ajenas a los enclaves. —Sonrió de repente—. No nos gustaría que se aburriera, ahora que él y su gente han metido en vereda a los contrabandistas, ¿verdad?

—Es usted una persona terrible, comandante Harrington —dijo la dama Estelle devolviéndole la sonrisa.

—Dama Estelle, no tiene ni idea de lo terrible que soy —concedió Honor alegremente. Entonces se puso algo más seria—. No es mucho, pero es todo lo que puedo ofrecerle. Si se le ocurre alguna otra manera en la que podamos ayudarles, por favor, hágamelo saber y haremos lo que podamos.

—Gracias —dijo la comisionada con gentileza—. Es un cambio agradable respecto… —Se interrumpió con un encogimiento de hombros y una leve sonrisa, y Honor asintió de nuevo.

—De nada; señora —dijo, antes de apagar el comunicador.