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El teniente Max Stromboli se enderezó con un profundo suspiro y manipuló cuidadosamente sus herramientas. Los demás miembros de su diminuto equipo estaban ocupados con otra cosa, montando los platos de transmisión en el techo de la torre, y no eran tantos como para que él pudiera retirarse y dejárselo todo a los técnicos. Además, pensó, aun así había podido instalar bastante dignamente una tarjeta de circuitos él solo, y contempló la consola con orgullo propio.
Aunque no era ese orgullo lo primero que había sentido al llegar a la superficie de Medusa. Justo estaba empezando a volver a sentirse a gusto a bordo del Intrépido; tras el shock de ser exiliados a la Estación Basilisco, cuando se había vuelto a ver exiliado. ¡Y esta vez fuera de la nave!
Se dejó caer en el acolchado asiento envolvente y encendió el panel, conectándose a la nueva red de datos de control espacial, alimentada por los sensores del Intrépido y por la sonda de reconocimiento desplegada sobre el planeta. Sonrió cuando la holopantalla cobró vida. Parecía todo en perfecto estado, pero por si acaso lanzó una prueba completa de los sistemas y se recostó en la silla mientras el ordenador la ejecutaba.
La capitana, reflexionó, no hacía las cosas a medias ni tenía mucha paciencia con quienes lo hicieran. Como cierto teniente, Maxwell Artois Stromboli tuvo que admitir que había estado arrastrándose y compadeciéndose desde los ejercicios de la Flota. No se consideraba el oficial más brillante que hubiese dado jamás el planeta Mantícora, pero sabía que era mejor de lo que daba a entender. Había estado bajando el ritmo como un crío malhumorado, y cuando la capitana Harrington le había pedido ese rumbo a Medusa que aún no tenía preparado…
Sacudió la cabeza al recordarlo. ¡Dios, había pensado que ella le arrancaría la cabeza y le cag… escupiría en el cuello! Sabía que se lo merecía. Pero Harrington no había hecho nada de eso. Había seguido sentada, esperando pacientemente, y él se sintió un poquito mejor cuando calculó el rumbo, sobre todo porque no lo había machacado delante de todo el personal del puente.
Y este trabajo no era tampoco el marrón que había creído al principio, eso también debía admitirlo. La atmósfera de Medusa podía oler como la brisa de una refinería química con los filtros estropeados, y ciertamente los nativos parecían una especie de monstruos de circo, pero la misión era más importante de lo que había pensado. Se dio cuenta en cuanto vio la chapuza remendada con la que la APN había estado tratando de vigilar las órbitas altas. Los recibieron a él y a su gente con todo el fervor de un destacamento que va a ser relevado, y solo tenían cosas buenas que decir sobre la capitana, pero el modo en que las decían le hacía sentirse incómodamente consciente de lo mal que la Armada había estado actuando con ellos (y durante cuánto tiempo).
Suspiró e hizo girar la silla para comprobar las primeras impresiones de prueba. Tenían buena pinta y dejó que las hojas fueran cayendo en la bandeja de la impresora mientras él miraba por la ventana.
¡Señor, qué triste ejemplo de planeta! Su centro de control recién instalado estaba situado en el piso superior de una de las torres laterales del recinto del comisionado, y disfrutaba de una espantosa buena vista de klicks y klicks[11] de moteado musgo gris verdoso. La superficie descendía: hacia la arena de algo que los nativos llamaban «rio». El hinchado flujo, con aspecto grasiento y lleno de sedimentos, era uno de los cientos de canales que atravesaban el pantanoso delta, y tras él se alzaban los muros de una ciudad zancuda.
Tomó unos prismáticos de la mesa y escudriñó a través de ellos hacia la distante contramuralla que daba al río. Los binoculares se la aproximaron como si la tuviera al alcance de la mano, y Stromboli se maravilló del tamaño de las piedras. Esas rocas habían sido extraídas corriente arriba y trasladadas por el río, y el pedazo más pequeño debía de tener un metro; de largo. Era una ingeniería impresionante para una civilización que dependía de la tracción animal, incluso con aquella baja gravedad. Y en especial para una raza con un aspecto tan desgarbado y estirado como los zancudos.
Centró la vista en uno de los nativos, en el fondo aún incapaz de creer que pudieran haber construido esa enorme muralla. Igual que en Esfinge, los equivalentes medusinos de los mamíferos (no había aves) era hexápodos, pero ahí terminaban todas las similitudes. A causa de su gravedad, las criaturas esfinginas tendían a ser robustas y cuadradas, aparte de los animales arbóreos como los ramafelinos. En cambio las medusinas eran altas y delgadas, y encima con simetría trilateral. Los nativos eran, innegablemente, de sangre caliente y vivíparos, pero a Stromboli le recordaban mucho más a una holo que había visto una vez de un insecto de la Vieja Tierra llamado mantis religiosa que a cualquier otra cosa que él hubiese calificado como mamífero. Salvo, claro está, porque ningún insecto solariano tuvo jamás las extremidades dispuestas de aquel modo equidistante alrededor de su cuerpo.
La forma de vida dominante había liberado los miembros superiores para poder manipular cosas, igual que el hombre, y se sostenía sobre sus extremidades posteriores, aunque para los estándares humanos esas piernas eran increíblemente largas y delgadas. Obviamente esa disposición en trípode les proporcionaba una extraordinaria estabilidad cuando asentaban sus seis rodillas, pero esas, rodillas eran otra de las cosas que intrigaban a Stromboli. Ni esos ligamentos ni los de las caderas podían doblarse, sino que giraban, y observar los andares de un zancudo hacía que el estómago del teniente sintiera náuseas. ¡Solo Dios podía imaginarse qué aspecto tendrían cuando corrieran!
El ordenador pitó suavemente para anunciar el fin del chequeo del sistema, y Stromboli dejó los prismáticos a un lado para volver a su panel. Era un asqueroso ejemplo de planeta, pero ahora el tráfico orbital era todo suyo, y sintió una inesperada ansiedad por enterarse de en qué consistía.
El descomunal transporte de carga antigravitacional parecía un insecto al arrimarse a su nave nodriza de bandera manticoriana, y la pinaza de aduanas que había conectada a él parecía más un microbio. Dos de los miembros de la tripulación del transporte vigilaban su extremo del tubo de acceso como amargos centinelas. El alférez Scotty Tremaine no tenía ni trece años manticorianos y estaba en su primer servicio tras la graduación, pero sabía que había algo raro en la manera en que los otros los observaban. Estaba seguro, y aquella gente había parecido muy molesta cuando habían subido a bordo de su nave, así que se giró para mirar al suboficial Harkness con cierto interés.
Tremaine sospechaba que Harkness era todo un personaje. Había echado una ojeada a su expediente personal antes de dejar el Intrépido (los instructores de la Academia siempre habían insistido en que un oficial debía hacer eso antes de tomar el mando de un destacamento), y desearía haber dispuesto de más tiempo para profundizar en esa fascinante lectura. Harkness llevaba en la RAM más de veinte años, que eran casi treinta y cinco años-T, y se había presentado a jefe doce veces (que supiera Tremaine). De hecho lo había logrado una vez. Pero el suboficial Harkness tenía un punto flaco (dos, en realidad). Estando fuera de servicio, era físicamente incapaz de cruzarse con un uniforme de marine en un bar sin hacerle ver a su dueño las estrellas a mamporros, y actuaba bajo la creencia de que su deber humanitario consistía en proporcionar a sus compañeros todas esas pequeñas cosas de las que normalmente no disponía la tienda de la nave.
Era además uno de los mejores técnicos de misiles de la Armada, lo cual quizá explicaba por qué estaba todavía en servicio.
Pero lo que ahora interesaba a Tremaine era lo que le había comentado la contramaestre MacBride antes de que dejaran la nave. A Tremaine le gustaba la contramaestre. A pesar de que ella lo trataba como un cachorrillo no demasiado brillante, parecía creer que algún día, con el entrenamiento adecuado por parte de los contramaestres (cuya obligación ineludible era limpiar la nariz y el culo de los alféreces y, en general, evitar que se tropezaran con sus propios cordones), él podría, con suerte, ser un oficial decente. Mientras tanto, sus sugerencias infinitamente respetuosas solían detenerlo justo cuando estaba a punto de meter la pata.
—El alférez tal vez desee nombrar su segundo al suboficial Harkness, señor —dijo MacBride serenamente—. Si alguien del destacamento puede reconocer un cargamento ilegal, es él. Y —le dedicó una de sus sonrisas inexpresivas— he… discutido con él la importancia de esta misión.
Así que Tremaine cambió ligeramente su posición, moviéndose a un lado para poner el codo sobre un transportador de carga desde donde pudiera observar a Harkness y a la vez vigilar a los tripulantes de refilón.
Harkness estaba merodeando, con una copia del manifiesto en la mano, entre los palés antigravitatorios de carga comprobando las etiquetas de las latas pulcramente apiladas. El bulto de un lector magnético sobresalía de un bolsillo del muslo de su mono, pero aún no lo había usado. Entonces ralentizó sus comprobaciones de etiquetas y se acercó más a un palé. Tremaine se dio cuenta de que uno de los tripulantes del tubo se ponía tenso.
—¿Sr. Tremaine? —llamó Harkness sin girarse.
—¿Sí, suboficial?
—Creo que puede encontrar esto interesante, señor. —Era increíble la voz tan paternal que podía surgir de aquellos rasgos tan fracturados de luchador callejero. El tono de Harkness era como el de un profesor que estuviese a punto de mostrar un experimento escolar a su alumno favorito, y Tremaine cruzó la zona de carga para situarse junto a él.
—¿De qué se trata, suboficial?
—De esto, señor —un dedo romo con los nudillos cicatrizados señaló la plateada cinta de aduanas que rodeaba la lata y, en particular, el sello del Real Servicio Aduanero con su pequeña nave espacial por delante de la Mantícora coronada, la esfinge y el grifo rampantes a los lados de los brazos del Reino. A Tremaine le parecía perfecta.
—¿Qué le pasa?
—Bueno, señor —dijo Harkness pensativo—, no puedo estar seguro, pero… —el ancho dedo dobló el sello y Tremaine parpadeó asombrado al verlo desprenderse fácilmente de la cinta de la que se suponía que era parte integral. Se agachó para acercarse más y observó la cinta de plástico sobre la zona donde había sido cortado el sello original.
—Ya sabe, señor —añadió Harkness con su misma, voz pensativa—, apuesto a que esos pobres desgraciados… perdón, señor —no parecía una disculpa muy sincera, pero Tremaine lo dejó pasar; tenía otras cosas en la cabeza—, diablos de la APN llevan haciendo lo poco que pueden y sin el material adecuado durante tanto tiempo, que estos tipos se han vuelto descuidados. —Sacudió la cabeza, como un artesano lamentándose de un trabajo chapucero—. Nunca hubiese colado con un aduanero decente.
—Ya… veo —Tremaine miró por encima del hombro hacia los ahora profundamente preocupados tripulantes. Uno de ellos se estaba deslizando por un lado hacia el puente de mando del transporte, y Tremaine hizo; un gesto al soldado Kohl. El marine cambió ligeramente su posición y abrió la funda de su pistola aturdidora. El tripulante se detuvo en seco.
—¿Qué supone que habrá aquí, suboficial? —preguntó alegremente el alférez, empezando a disfrutar de la situación.
—Bueno, señor, de acuerdo con el manifiesto, esto… —Harkness dio un golpe a la lata— es un envío de arados de duraleación con forma de garras de animales para entregar en el Cártel Hauptman de Medusa.
—Entonces abrámoslo y echemos un vistazo —dijo Tremaine.
—A la orden, señor. —La amplia sonrisa de Harkness mostró unos dientes demasiado perfectos y alineados como para ser naturales. Cogió una hoja de fuerza de uno de sus amplios bolsillos, apretó el interruptor (lo que activó la rechinante alarma de aviso que requería la ley manticoriana para todos los instrumentos de ese tipo) y deslizó la invisible hoja alrededor de la manipulada cinta de aduanas. El plástico plateado se astilló y resonó el suave «shuuush» de presiones igualándose mientras se abría la lata.
Quitó la tapa y se detuvo a mitad del movimiento…
—Vaya, vaya, vaya, vaya —murmuró, añadiendo un despistado «Señor» cuando se acordó de que tenía al alférez al lado. Elevó del todo la tapadera hasta llegar al tope—. Yo diría que son unas azadas realmente raras, Sr. Tremaine.
—Yo también —dijo este un momento después, adelantándose para acariciar con la mano las lustrosas pieles de color ámbar dorado. La lata tenía dos metros de alto por uno de ancho y otro de profundidad, y parecía estar completamente llena de aquello—. ¿Es esto lo qué creo que es, suboficial?
—Sí, si cree que son pieles de kodiak max de Grifo, señor. —Harkness agitó la cabeza y Tremaine casi podía oír el terminal registrador rodando detrás de sus ojos—. Deben de valer en total dos o trescientos mil dólares —murmuró el suboficial—, y eso solo en esta caja —añadió como si pensara en ello en ese momento.
—Y justo en la lista de especies protegidas. —La voz de Tremaine era tan siniestra que el suboficial se enderezó y lo miró sorprendido. El jovenzuelo que tenía delante no parecía nada chiquito cuando observó la lata y después se giró para contemplar a los desfallecidos tripulantes—. ¿Cree que iban a trasladarlas en la superficie, suboficial?
—Allí o en el almacén. No veo qué otra cosa podrían haber hecho con ellas, señor. Desde luego los zancudos no las necesitan.
—Eso es exactamente lo que yo pienso. —El alférez asintió para sí mismo y después echó un vistazo a la zona de carga, pobremente iluminada—. Suboficial Harkness, creo que lo mejor será que compruebe los demás sellos de aduanas. —El suboficial asintió y Tremaine sonrió levemente a la sudorosa tripulación del carguero—. Mientras tanto, estos caballeros y yo realizaremos una pequeña visita de cortesía a su capitán. Me parece que también, quiero organizar un paseo por su bodega principal.
—A la orden, señor. —El fornido suboficial se puso firme y saludó, un gesto de respeto que rara vez dedicaba a los alféreces (que no lo podían obligar a ello), e hizo un movimiento con la cabeza para que el resto de su reducido grupo de dos hombres lo siguiera mientras Tremaine, el soldado Kohl y dos tripulantes muy tristes abandonaban la zona.
Honor sacudió la cabeza cuando terminó de escuchar el mensaje del alférez Tremaine. Después apagó el terminal, asegurándose de recordar que el alférez había depositado el mérito del descubrimiento inicial sobre el suboficial Harkness y no sobre sí mismo. Eso era poco usual en un oficial tan joven, pero confirmaba su primera impresión sobre él.
Había esperado justo eso al asignarle al destacamento de Medusa. Lo que no esperaba es que confirmase tan pronto las hipótesis sobre contrabando de la dama Estelle. Ni, admitió, había esperado encontrar una nave manticoriana implicada en ello, y encima una en la nómina del Cártel Hauptman.
Giró la silla para poder echar una mirada a McKeon por encima de su mesa. El segundo tenía el aspecto de haber mordido algo muy amargo, y Nimitz también alzó la barbilla de su acolchado reposo para mirarlo pensativamente.
—No sé si Tremaine está más contento consigo mismo que preocupado por lo que debe hacer a continuación —dijo Honor, y McKeon encogió sus tensos hombros—. Imagino que habrá algunas interesantes repercusiones allí en Mantícora.
—Si, señora. —Los labios de McKeon se abrieron por un instante y después alzó la vista para mirarla a los ojos—. ¡Ya sabe usted que Hauptman va a negar toda relación con esto!
—¿Cuarenta y tres millones en pieles ilegales? Por supuesto que lo hará, igual que el capitán del Mondragon insiste en que las hadas espaciales deben de haberlo puesto allí —respondió Honor irónicamente—. Me pregunto qué más va a encontrarse Tremaine cuando entre en el almacén principal de carga.
—Problemas, capitana. —McKeon habló en voz baja, y parecía estar enfrentándose a algún conflicto interior. Después alzó las cejas. El primer oficial se agitaba inquieto en su silla, después suspiró y parte de su serial formalidad pareció desvanecerse—. Encuentre lo que encuentre Tremaine, Hauptman insistirá en que no tiene nada que ver con ello, y puede apostar a que tendrá los documentos que lo «demuestren». Lo más que podremos lograr será empapelar al capitán del Mondragon y, posiblemente, a su comisario.
—Es un comienzo, segundo. Y puede que los papeles no estén tan claros como usted piensa.
—Mire, señora, sé que no siempre… —El capitán de corbeta se frenó y se mordió el labio—. Lo que quiero decir es que va a lograr que el cártel esté muy molesto con usted, y tienen amigos en puestos elevados que pueden lograr que su disgusto se deje notar. Ha descubierto un cargamento de pieles ilegales, pero ¿merece la pena? ¿De veras merece la pena? —Los ojos de Honor se hicieron peligrosamente duros, y él añadió con rapidez—. No quiero decir que no sea ilegal, ¡por supuesto que lo es! Y entiendo lo que trata de conseguir. Pero el día en que abandonemos la Estación Basilisco, las cosas volverán a ser exactamente como antes. Esto es probablemente una nimiedad para ellos, algo que su cuenta de beneficios ni va a notar, pero van a acordarse de usted.
—Y, con toda sinceridad, espero que lo hagan, comandante —dijo Honor gélida, y McKeon la contempló con preocupación en los ojos. Por primera vez en demasiado tiempo estaba preocupado por su capitana precisamente porque era su capitana, pero no había concesiones en esa oscura y acorazada mirada.
—¡Pero va a poner en peligro toda su carrera por algo que no va a suponer ninguna diferencia! —protestó—. Capitana, este es el tipo de cosas…
—Que estamos aquí para detener.
Su voz lo atravesó como una daga y él se estremeció cuando vio algo parecido al dolor tras la furia de sus ojos. Dolor y algo más. Desprecio, quizá, y eso lo hería muy profundamente. Cerró la boca y se le dilataron las ventanas de la nariz.
—Comandante McKeon —dijo con esa misma voz gélida—, mis deberes no se verán afectados por lo que otros puedan o no puedan hacer para cumplir los suyos. Y no me preocupa qué criminales puedan embarcarse en sus actividades ilícitas durante mi vigilancia. Apoyaremos al alférez Tremaine al máximo. Además, quiero un esfuerzo adicional enfocado en todas las demás naves fletadas por el Cártel Hauptman. ¿Entendido?
—Entendido, señora —dijo amargamente—. Yo solo…
—Aprecio su preocupación, segundo —dijo ella con brusquedad—, pero el Intrépido cumplirá con sus deberes. Con todos sus deberes.
—Sí, señora.
—Gracias. Puede irse, comandante.
Él se levantó y salió del camarote, confuso y preocupado, y con una pesadumbre extraña y profundamente personal.