10
—… ninguna ayuda en absoluto. Así que como la Armada no estaba disponible, lo hemos hecho nosotros mismos lo mejor que podíamos, capitana.
El mayor Barney Isvarian, de la Agencia de Protección de los Nativos de Medusa, era un hombre bajo y robusto. Se sentaba tan erguido en la cómoda silla que casi resultaba doloroso verlo, y su pasado de marine se delataba en su incomodidad al sentarse en presencia de un capitán de nave de guerra, pero no había disculpas ni en su aspecto ni en su voz.
—Lo entiendo, mayor —Honor hizo un gesto para que su asistente MacGuiness volviera a llenar la taza de café de Isvarian y dio un sorbo a su chocolate, aprovechando el tazón para poder dirigir una discreta mirada de reojo a Alistair McKeon. El primer oficial había dicho poca cosa mientras Isvarian detallaba todo lo que la Armada no había hecho por Medusa, pero Honor percibía su incomodidad acechando bajo su seria y formal fachada, y se preguntó si se sentía tan avergonzado como ella.
»De acuerdo —dejó la taza a un lado y asintió—. Si entiendo bien lo que dicen usted y la dama Estelle, mayor Isvarian, su necesidad inmediata más importante es la ayuda en la inspección de entregas espaciales y en el tráfico desde el espacio a tierra. ¿Es correcto?
—Sí, señora —Isvarian se encogió de hombros—. Como ya digo hacemos lo que podemos, pero la mayoría de nosotros no sabemos realmente qué buscar… o dónde buscarlo si está oculto. Buena parte de nuestra gente posee experiencia militar previa, pero no del tipo adecuado.
Honor volvió a asentir; Los oficiales y soldados de la APN provenían normalmente del ejército, de los marines o de la policía. No era el tipo de trabajo que atraería al personal retirado de la Armada y, de todos modos, si la Flota hubiese estado cumpliendo con su trabajo, esas habilidades tampoco hubieran resultado de mucha utilidad a la APN.
—Estamos condenadamente seguros… perdón, señora… de que están pasando material por delante de nuestras narices, pero no sabemos lo suficiente sobre transportes de cargamento para encontrarlo, y la cosa resulta incluso más difícil a bordo de una nave.
—Entendido. Creo que podremos encargarnos de esa parte, pero estamos cortos de personal. Si lográsemos sacar de donde fuera grupos de inspección para ustedes, ¿cree que la APN podría ayudarnos proporcionando tripulaciones de vuelo para nuestras lanzaderas?
—Podemos hacer más que eso, señora —dijo Isvarian—. La dama Estelle logró, esto… encontrar tres pinazas de la Flota hará como un año, y tenemos dos lanzaderas de abordaje en nuestra lista oficial de equipamiento. Estoy seguro de que podemos poner las cinco naves a su disposición, con los suficientes hombres de la APN para rellenar los huecos en sus tripulaciones.
—Vaya. Eso, mayor, son buenas noticias —dijo Honor efusivamente, preguntándose cómo habría podido la gente de la dama Estelle «encontrar» esas pequeñas naves de la Flota. Sobre todo naves armadas. Pero no iba a cuestionar un golpe de suerte tan imprevisto. Había estado temiéndose que el propio Intrépido se vería obligado a hacer de transbordador trasladando las lentas y limitadas lanzaderas de una a otra órbita de estacionamiento.
Se pasó durante un instante un dedo por la punta de la nariz, pensando con intensidad, y después cabeceó para sí misma.
»Creo que podemos proporcionar pilotos, oficiales de abordaje y grupos de inspección para todos ellos, mayor. Lo que necesitaremos de ustedes serán oficiales de comunicaciones, ingenieros de vuelo y personal de mantenimiento en tierra. ¿Podrán conseguirlo?
—¡Podemos, señora! —Isvarian sonrió al lanzarle el lema del Cuerpo de Infantes de Marina de la Real Armada Manticoriana.
—Bien. Entonces me parece que eso solo deja abierto el tema del control general del tráfico. ¿Cómo han estado encargándose de eso?
—No muy bien, señora. Tenemos un centro de control de vuelo en el complejo del comisionado, pero realmente solo estaba pensando para el tráfico atmosférico. E incluso así, los diseñadores nunca previeron la cantidad de extraplanetarios que tenemos rondando en estos tiempos. Estamos cortos de controladores y técnicos de radar, y al asignar los que tenemos al control espacial ha quedado una fea cantidad de espacio aéreo del Despoblado completamente desamparada.
—Ya veo. —Honor miró a McKeon—. ¿Segundo? Supongamos que reconfiguramos una docena de satélites de observación y vinculamos sus radares climáticos a la red de control de tráfico aéreo…
—Podríamos. —Ahora fue el turno de McKeon de frotarse la nariz y fruncir el ceño—. Estamos provocando una seria sangría en nuestra reserva de equipamiento, señora —advirtió.
—Lo sé, pero no veo otra opción… y si está ahí es para usarlo, segundo.
McKeon asintió, con los ojos entrecerrados reflexionando, y Honor se preguntó si se había dado cuenta de que había dicho «estamos» en lugar de «está».
—Entonces creo que podremos hacerlo, aunque los equipos de radar no proporcionarán una imagen tan buena de un avión como lograría un radar estándar de tierra, y tampoco disponen de un doppler como los de aviación. Están más pensados para la cartografía por radar y la observación del clima, no para una verdadera capacidad de identificación de objetos, y las masas de aire no se mueven tan rápido —frunció un poco más el ceño—. Si me da un día o dos con Santos y Cardones, creo que entre los tres podremos apañar un arreglo que mejore su identificación de objetivos, y también podríamos trabajar para lograr una capacidad decente de doppler y medición, en especial si los situamos por parejas. Será complicado, pero debería funcionar.
—Bien —dijo Honor. Los Satélites de reconocimiento estaban estandarizados y rara vez se usaban, puesto que las naves de guerra normales casi nunca se encargaban de esas tareas. También tenían poco alcance y eran bastante simples, pero deberían bastar para aquello. Desde luego, McKeon estaba en lo cierto sobre la carnicería que estaban llevando a cabo con su lista de equipos. Tan solo la red de sensores había costado a la RAM una cantidad, cercana a los doscientos millones de dólares (eso incluso suponiendo que la mayoría de las cabezas de las sondas fuesen recuperables), y ella había tenido que firmar personalmente cada penique de gasto. Pero no había otro modo de llevar la tarea a cabo, y si el Almirantazgo quería objetarle los costes, que le hubiesen asignado más naves o unos objetivos más reducidos. Además, los satélites de reconocimiento «solo» subirían el coste total en otro medio millón aproximadamente cada uno.
—En ese caso —añadió dirigiéndose a Isvarian—, me gustaría dejar el tráfico aéreo en las manos de la APN y montar un centro de control del tráfico espacial operado por nuestra gente. —Jugó un momento con su taza de chocolate mientras pensaba—. Mejor si es una estación en tierra, me parece, por si acaso surge algo fuera del sistema y la nave tiene que alejarse. De hecho, podríamos instalarla justo al lado de su personal de tráfico aéreo para que puedan coordinarse mejor. ¿Qué le parece, segundó?
—Creo que tendremos suerte si estamos a mitad de personal cuando todo se tranquilice —replicó McKeon usando la función de calculadora de su memobloc para comprobar las cifras—. Cuando proveamos tripulaciones para esas pinazas y lanzaderas, tendremos a otros cuarenta hombres en misión destacada, señora. Probablemente podamos usar marines para alcanzar el número en las tripulaciones de inspección, pero ahora encima añade más gente de la Flota para encargarse de un centro de control… —Se encogió de hombros.
—Es verdad, pero creo que es necesario —dijo Honor con quietud. Sostuvo la mirada de McKeon, pero sus ojos se ladearon un instante hacia Isvarian para recordarle al primer oficial la naturaleza de la reunión, y este asintió. No era un asentimiento feliz ni muy elegante, pero al menos lo hizo.
—Aún tenemos esa cabeza de reconocimiento que reservamos para cubrir Medusa en nuestra ausencia —prosiguió tras un momento—. La duración limitada no supondrá un serio problema si podemos llegar a ella para realizar un mantenimiento regular, así que podemos tirar adelante y situarla en una órbita lejana de modo que cubra el otro lado del planeta, y usar nuestra instrumentación de a bordo para informar al centro de tierra desde aquí. Si tenemos que irnos, el Radar de búsqueda aérea que ahorramos con los satélites de reconocimiento se puede redirigir para que cubra el tráfico espacial en nuestro sector.
—¿A quién piensa poner al mando en tierra, señora? —preguntó McKeon.
—Umm. —Honor tamborileó sobre la mesa durante un instante, agradada por verlo implicado en el problema, pero deseando que hubiese dado el siguiente paso en la reasunción de sus responsabilidades y sugiriera él mismo a alguien. Conocía a sus oficiales meses (y en algunos casos años) antes que ella. Pero Honor decidió concentrarse en lo que McKeon sí estaba haciendo tras sus pocos prometedores comienzos y arrugó la frente, reflexionando.
—Creo que serán Webster o Stromboli —dijo al fin. Notó que McKeon iba a empezar a protestar, pero se detuvo para repasar él mismo la lista de posibles candidatos—. Yo preferiría usar a Webster —añadió Honor, en parte para sí misma y en parte para él—. Es más joven, pero creo que tiene más agresividad y confianza. Por desgracia, necesitamos a alguien con experiencia en astrogración y control de tráfico, y eso significa Stromboli.
—¿Y el alférez Tremaine? —sugirió McKeon. Tremaine era el oficial de control de botes del Intrépido y prácticamente un prodigio en el manejo de sus haberes, pero Honor sacudió la cabeza.
—No para el puesto de controlador. Y necesitamos alguien con el rango suficiente para asumir el mando del destacamento, tanto en tierra como también del resto, por si el Intrépido tiene que alejarse. Me gustaría matar dos pájaros de un tiro y que fuese nuestro oficial de control. Además, creo que necesitaremos a Tremaine para encargarse de las inspecciones de vuelo.
—Eso ascenderá a Panowski a actuar como astrogrador —musitó McKeon, tecleando sobre su memobloc. Entonces sorprendió tanto a Honor como a sí mismo con una sonrisa—. De hecho, creo que podría ser bueno para él, señora. Muestra tendencia a apoltronarse cuando no tiene a nadie encima, y Max ha sido demasiado suave con él.
—En ese caso, decididamente pongamos a Stromboli —dijo Honor—, con Tremaine como su segundo. Necesitaremos unos buenos suboficiales para dirigir las naves pequeñas y me gustaría que tuvieran algo de experiencia en tareas aduaneras, si fuese posible. ¿Tenemos a alguien adecuado?
McKeon se volvió hacia uno de los terminales estándares de la mesa y tecleó en ella la cuestión. Después sacudió la cabeza.
—Lo siento, señora. El jefe Killian sirvió una temporada como timonel de un oficial de abordaje en un superacorazado, dos servicios atrás, pero eso es lo mejor que tenemos.
—Y no voy a deshacerme del jefe Killian. —Honor frunció el ceño pero luego sonrió—. Aunque creo que tengo otra idea —apretó la tecla del intercomunicador.
—Oficial de guardia —replicó la voz del teniente Stromboli.
—Aquí la capitana, teniente. Por favor, dígale a la contramaestre que acuda a mi sala de reuniones.
—A la orden, señora.
Honor soltó el botón y se echó hacia atrás, ocultando su satisfacción tras una expresión serena, mientras Isvarian y McKeon la miraban primero a ella y después el uno al otro. Tarareó suavemente para sí, permitiendo que los otros se preguntaran qué ocurría hasta que la escotilla se abrió con un siseo.
La jefa y primera oficial de contramaestres Sally MacBride entró y saludó. La manga izquierda de MacBride lucía cinco insignias doradas, que representaban cada una tres años manticorianos (más de cinco años-T) de servicio, y estaba al borde de la sexta. Era una mujer tenaz y sensata, y la suboficial de mayor edad a bordo del Intrépido.
—¿Me ha llamado la capitana?
—Sí, gracias, contramaestre. —Honor hizo una señal con la cabeza a McKeon para que le dejara hacer—. Necesito gente con cualidades bastante especializadas, y he pensado que usted podría echarme una mano.
—Como la capitana quiera, señora. —MacBride era nativa de Grifo, como un porcentaje sorprendentemente alto de los suboficiales de la RAM si se tenía en cuenta la relativamente escasa población del planeta. El único mundo habitable de Mantícora-B era el menos hospitalario de los tres planetas de tipo terrestre del Sistema Mantícora, y el último en haber sido colonizado, y manticorianos y esfinginos solían afirmar que los grifenses solo se unían a la Armada para poder escapar del clima de su planeta. En su mayor parte, los servidores de la Reina nacidos en Grifo parecían creer seguir una especie de misión divina para mantener en buena forma a los blandengues de Mantícora-A.
Estas diferencias de criterio provocaban ocasionales «discusiones» extraoficiales por las que resultaba un poco difícil convivir con ellos, pero Honor se alegraba de contar con MacBride. El contramaestre era el enlace indispensable entre los oficiales del puente y los soldados rasos a bordo de toda nave de guerra, y MacBride gozaba de la sólida confianza profesional que le proporcionaban sus años de servicio.
—No voy a pedirle que revele ningún secreto, contramaestre —dijo Honor—, pero lo que busco es gente que… digamos que por sus propias experiencias… podría estar íntimamente familiarizada con el mejor modo de ocultar contrabando a bordo de una lanzadera o una nave. —La ceja izquierda de MacBride se elevó ligeramente; por lo demás no hubo en ella ningún cambio de expresión—. Los necesito para conformar el núcleo del grupo de inspección aduanero que enviaré a Medusa, así que además de su, umm, experiencia, es preciso que posean iniciativa y discreción. ¿Podría encontrarlos para mí?
—¿De cuántas personas está hablando la capitana?
—Oh, digamos quince —respondió Honor ignorando el atípico brillo de diversión que surgía de los grises ojos de McKeon—. Manejaremos tres pinazas y dos lanzaderas, y me gustaría tener a uno en cada guardia a bordo de cada nave.
—Ya veo. —MacBride se lo pensó durante un momento y después asintió—. Sí, señora, puedo encontrarlos. ¿Necesitará algo más la capitana?
—No, contramaestre. Entréguele una lista al primer oficial cuando termine la guardia.
—A la orden, señora. —MacBride volvió a saludar, se giró hábilmente y desapareció a través de la escotilla, que se cerró tras ella.
—Discúlpeme, capitana —dijo el mayor Isvarian con un tono muy cuidadoso—, pero ¿acabo de oírle pedir a la contramaestre que le encuentre a quince contrabandistas para tripular nuestros vuelos de aduanas?
—Por supuesto que no, mayor. Esto es una nave de la Reina. ¿Cómo podríamos tener contrabandistas a bordo? Por otro lado, estoy segura de que, a lo largo de los años, parte de mi personal puede haber observado a otra gente que sí haya intentado ocultar materiales prohibidos en una nave. Aunque sea triste, algunos quizá incluso hayan conocido a individuos implicados en actividades del mercado negro a bordo de naves de la Armada. Simplemente he pedido a la contramaestre que me encuentre a algunos de esos observadores.
—Ya veo —murmuró Isvarian. Tomó un largo sorbo de café y volvió a dejar la taza—. Ya lo creo que sí.
—¿Capitana?
Honor alzó la mirada cuando la comandante médico Suchon asomó la cabeza por la escotilla abierta de la sala de reuniones. La doctora del Intrépido parecía incluso más amargada de lo normal, y llevaba en la mano derecha un chip de datos. Sostenía el chip como si fuese un animalillo muerto, y Honor experimentó una fuerte oleada de desagrado al reconocerlo.
—¿Sí, doctora?
—¿Puedo hablar con usted un momento? —preguntó Suchon, y Honor pensó que parecía realmente quejumbrosa.
—Adelante, doctora. —Honor trató de no suspirar y apretó un botón de su terminal para cerrar la escotilla tras Suchon, mientras esta se acercaba hasta la mesa y se sentaba (sin que se la invitara a ello). Esta última acción irritó a Honor mucho más allá de la gravedad de la provocación, por lo que trató de contener su furia con firmeza.
Suchon se sentó en silencio, con la cara deformada a causa de su obvia inseguridad sobre cómo proceder. Honor esperó un momento, y después arqueó las cejas.
—¿Qué ocurre, doctora? —preguntó.
—Es que… Bueno, es sobre estas órdenes, capitana. —Suchon alzó la mano para mostrar el chip de datos y Honor asintió.
—¿Qué les pasa?
—Capitana, no creo que sea buena idea… Es decir, ha destacado al teniente Montoya y a cuatro de mis mejores ayudantes de enfermería a los grupos aduaneros, y los necesito aquí, en el Intrépido. No puedo garantizarle que pueda cumplir con mis responsabilidades médicas hacia la nave sin ellos.
Suchon se reclinó en la silla tras terminar la frase. Había cierto engreimiento en su expresión, el aspecto de alguien que acaba de entregar un ultimátum a un oficial superior, y Honor la examinó detenidamente durante varios segundos.
—Me temo que tendrá que valérselas sin ellos, doctora —dijo al fin, y Suchon se estiró en la silla con una sacudida.
—¡Pero no puedo! ¡Si los pierdo, el trabajo de la enfermería resultará imposible, y Montoya es mi único ayudante médico!
—Estoy al corriente de ello. —Honor se obligó a mantener un tono educado, pero no había nada amable en sus ojos castaños—. También estoy al tanto de que es responsabilidad de la Armada proporcionar personal médico para controlar la salud y los registros de inmunización de todo aquél que visite la superficie de Medusa. Todos los demás departamentos de esta nave están contribuyendo a esos grupos aduaneros, doctora. Me temo que el Médico tendrá también que cargar con su parte.
—¡Pero no puedo hacerlo, se lo aseguro! —Espetó prácticamente Suchon—. Quizá no acabe de comprender las responsabilidades a las que se enfrenta el gabinete médico, señora. No somos como otros…
—Eso será todo, doctora. —Honor no había alzado la voz, pero sus palabras llevaban tal gélido y sereno veneno qué Suchon, asombrada, dio un respingo en la silla. Aquellos helados ojos marrones la inspeccionaron con mortífera indiferencia, y su oscura faz palideció—. Lo que quiere decir, doctora —añadió Honor un momento después con la misma fría voz—, es que si me llevo a sus ayudantes (y en especial a Montoya, que ha estado encargándose de dos terceras partes de su trabajo desde que llegué a esta nave) usted tendrá que levantarse de su cómodo sillón y encargarse por sí misma de sus deberes.
La cara de Suchon se oscureció cuando una oleada de rabia reemplazó la palidez de la sorpresa. Abrió la boca, pero Honor la detuvo con un gesto de la mano y una delgada sonrisa.
—Y antes de que me explique que no entiendo los misterios de su profesión, comandante —dijo suavemente—, tal vez deba mencionarle que mis dos progenitores son médicos. —Suchon palideció una vez más—. De hecho, mi padre fue también comandante médico antes de jubilarse. El doctor Alfred Harrington. ¿Quizá haya oído hablar de él?
Su sonrisa se hizo aún más débil cuando Suchon reconoció el nombre. Alfred Harrington había sido ayudante en jefe de neurocirugía del Centro Médico Basingford, el principal hospital naval de Mantícora, antes de jubilarse.
—Como resultado, doctora, creo que descubrirá que tengo una idea bastante adecuada de cuales son precisamente sus deberes al servicio de esta nave. Y ya que ha surgido el tema, debería añadir que no estoy nada satisfecha con el modo en que ha delegado esos deberes desde que asumí el mando. —Su sonrisa desapareció y Suchon tragó saliva—. Si, no obstante, los cinco individuos que ha mencionado son realmente indispensables para el departamento médico del Intrépido —añadió Honor tras una breve pausa cargada de sentido— seguro que puedo arreglarlo para mantenerlos a bordo. Por supuesto, en ese caso será necesario encontrar a una persona con la experiencia médica suficiente como para poder reemplazarlos a los cinco y ser asignada al destacamento de aduanas. Alguien como usted, doctora Suchon.
Mantuvo la mirada de la cirujana con frialdad y fuerza, y fue Suchon la que finalmente la desvió.
—¿Había algo más, doctora? —preguntó Honor suavemente. La médica sacudió la cabeza aguadamente y Honor asintió—. Entonces puede, marcharse, doctora.
Devolvió la atención a su terminal y la comandante Suchon se levantó y salió en silencio del camarote.
El teniente Andreas Venizelos se mantuvo con su memocarpeta bajo el brazo y sonrió educadamente al enfurecido capitán mercante havenita.
—¡… así que usted y su sarnosa «partida aduanera» pueden irse directamente al infierno! —El havenita concluyó su diatriba y se quedó mirando al delgado oficial que tenía delante.
—Me temo que no será posible, capitán Merker —replicó el teniente con puntillosa cortesía—. De acuerdo con el Control de Basilisco, usted trasladó cargamento desde… —consultó su carpeta— el almacén orbital Baker-Tango-Uno-Cuatro. Estoy seguro de que ya sabe, señor, que eso constituye una transferencia de material en el espacio manticoriano. Como tal, y según el Párrafo Diez, Subsección Tres de las. Regulaciones Comerciales, refundidas por el Parlamento en 278 d. A., el oficial de aduanas debe inspeccionar su cargamento antes de permitirle transitar hasta en nexo central de la confluencia. Por lo tanto, me temo que debo insistir en llevar a cabo mis funciones antes de que pueda autorizarle el tránsito. Por supuesto, lamento profundamente cualquier molestia que esto le pueda causar.
El capitán Merker se había puesto alarmantemente colorado y farfullaba incoherente. Venizelos se limitó a ladear la cabeza y esperó con idéntica cortesía mientras el otro liberaba su aparato vocal.
—¡Maldita sea! ¡Llevo cinco años-T haciendo esta ruta —rugió finalmente el capitán— y esta es la primera vez que un pequeño gusano escuchimizado con su bonito uniforme aborda mi nave y me ordena que me ponga al pairo para inspeccionarme! ¡Por Dios que antes lo veré colgado!
—Quizá sí, señor —dijo Venizelos permitiendo que se desvaneciese su sonrisa—, pero si rehúsa ser inspeccionado no obtendrá derechos de tránsito.
—¿Y cómo cojones se piensa que va a detenerme, chulillo? —dijo Merker con desprecio.
—Disparando a su nave si trata de transitar —dijo Venizelos, y no había ninguna guasa en su gélida voz.
El capitán mercante se detuvo en medio de su barbullar y lanzó al enclenque teniente una mirada incrédula.
—¡Eso sería un acto de guerra!
—Al contrario, señor, sería una simple acción de la policía municipal en espacio manticoriano, de acuerdo con la ley interestelar aceptada.
—No se atreverían —dijo Merker en un tono más dialogante—. Se está tirando un farol.
—Señor, soy un oficial de la Real Armada Manticoriana —Venizelos sintió un irresistible subidón de adrenalina y placer cuando se encaró directamente al fornido capitán—, y la Real Armada Manticoriana no se «echa faroles».
Mantuvo firme la mirada del oficial havenita, y la cólera del capitán se enfrió visiblemente. Apartó un instante la mirada para mirar a cubierta y después se encogió de hombros, iracundo.
—¡Oh, hagan lo que quieran!
—Eh, ¿capitán Merker? —El comisario del carguero, que había asistido silencioso al coloquio, parecía indudablemente ansioso.
—¿Sí, qué pasa ahora? —gruñó Merker.
—Bueno, señor, es solo que creo… Es decir, me temo que puede haber algunos, esto, errores en nuestro manifiesto de carga. —El sudor cubrió la frente del comisario cuando el enfurecido capitán lo miró—. Yo estoy, eh, seguro de que han sido simples despistes —añadió—. Puedo, es decir, mi personal y yo podemos aclararlos y estar listos para la inspección en, umm, ¿dos o tres horas? ¿Señor?
Contempló suplicante a su capitán, y la cara de Merker comenzó a congestionarse una vez más. Venizelos observó con interés el color que tomaba y se aclaró la garganta.
—Eh, discúlpeme, capitán Merker… —El capitán se giró de inmediato hacia él con los puños apretados, y el teniente se encogió de hombros como disculpándose—. Por supuesto puedo entender que ocurran estos pequeños incidentes, señor, y estoy totalmente dispuesto a conceder a su comisario de navío el tiempo necesario para clarificar sus registros. Por desgracia esto significará que su nave perderá su puesto en la cola de salida, y me temo que probablemente no podamos volver con ustedes hasta más o menos mañana por la mañana.
—¡Mañana por la mañana! —Explotó Merker—. ¿Quiere decir que tengo que quedarme aquí plantado en este maldito agujero de rata de mier…? —Se interrumpió él mismo y dirigió al pobre comisario una mirada mortífera, después se volvió hacia Venizelos con un gruñido—. ¡Muy bien! ¡Si hay que hacerlo, lo haré, pero mi embajada en Mantícora va a enterarse de esto, teniente!
—Por supuesto, señor. —Venizelos se puso firme, asintió con amabilidad y regresó rápidamente por el tubo hasta su pinaza. La escotilla se cerró, el tubo se separó y su piloto conectó los propulsores, llevándolos más allá del perímetro de seguridad de la cuña impulsora antes de conectar el motor principal.
Venizelos colocó su memocarpeta sobre el escritorio plegable, se dejó caer en la silla y tarareó una cancioncilla popular mientras la pinaza se dirigía a la siguiente nave de la lista, un enorme y abollado carguero silesiano. Su segunda pinaza rondó a una distancia prudencial de la nave havenita, como mordaz recordatorio, hasta que Merker encendió sus propios motores y se apartó del umbral de salida.
—¡Jesús, Andreas! —Hayne Duvalier, el enlace del capitán Reynaud con la partida aduanera de Venizelos, lo miró con patente incredulidad—. No le habrías disparado… ¿verdad?
—Sí —dijo Venizelos.
—Pero…
—Solo estoy haciendo mi trabajo, Hayne.
—¡Lo sé pero por el amor de Dios, Andreas! Aquí no hemos aplicado registros desde… ¡Diablos, no creo que, nunca hayan sido aplicados! El SAG nunca ha tenido los recursos necesarios.
—Ya lo sé. —Venizelos giró la silla para encararlo—. De hecho, desde que llegué he empezado a darme cuenta de un montón de cosas que deberían hacerse pero que nunca se han hecho. No estoy culpando al capitán Reynaud y a su gente. No es vuestro trabajo sino el nuestro, y no lo hemos estado cumpliendo. Bien, pues ahora lo haremos.
—Francamente, no creo que tu capitana vaya a agradecerte todo el jaleo que se va a montar aquí —dijo Duvalier con recelo.
—Puede que no, pero me dio unas órdenes, y algo que te puedo decir de la, capitana Harrington, Hayne, es que cuando da una orden espera que se cumpla. Y punto.
—Pues a mí eso me suena a que es un hueso duro de roer —dijo Duvalier quejumbroso.
—Oh, lo es —admitió Venizelos con una sonrisa—. De hecho, estoy empezando a comprender lo dura que es. ¿Y sabes qué, Hayne? Me gusta.