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El capitán Michel Keynaud, del Servicio de Astro-Control de Mantícora, se situó tras el hombro del comandante Arless y observó, con sentimientos entremezclados, al Intrépido colocarse cerca del Control de Basilisco y al crucero pesado Brujo deslizarse hasta el corazón de la terminal. Las velas de Warshawski de la nave refulgieron brillantes un instante para desaparecer junto a ella momentos después. Reynaud difícilmente podía lamentar su marcha. De todos los cretinos arrogantes, cazurros y malcriados que la Real Armada Manticoriana había asignado alguna vez a supervisar los dominios de Reynaud, lord Pavel Young debía de ser el peor. Nunca se había molestado lo mínimo en disimular su desprecio por el SAC, y Reynaud y su gente le habían correspondido apasionadamente.

Pero pese a todo, Young había sido un mal conocido, algo que se habían acabado por acostumbrar a tener cerca. Ahora tenían uno nuevo por el que preocuparse.

El Servicio de Astro-Control era una organización civil, a pesar de sus uniformes y jerarquías navales, y Reynaud daba las gracias profundamente por ello mientras contemplaba el código luminoso del crucero que se quedaba. Él era responsable del buen funcionamiento del tráfico de la terminal, y punto. El resto del Sistema Basilisco era problema de la Armada, y la perspectiva de lo que ahora le esperaba a la única nave del oficial que quedaba al mando bastaba para darle escalofríos. Aunque no era probable, pensó amargamente, que aquel estúpido bastardo se mereciera su compasión; si se la mereciera no lo habrían mandado allí. Eso era un hecho conocido de la Estación Basilisco, y el personal del control trataba a la escoria con la que tenía que convivir con todo el desprecio que se merecía.

Se dispuso a alejarse, pero la voz de Arless lo detuvo.

—Un momento, Mike. Tenemos un par de entrantes desde ese crucero.

—¿Qué? —Reynaud regresó junto al visor y frunció el ceño. Dos impulsores se dirigían hacia el desgarbado recinto del control. Eran demasiado pequeños para poder ser verdaderas naves, pero el hecho de que dejaran rastro de impulsión indicaba que eran más grandes que la mayoría de las naves pequeñas. Y eso a su vez sugería que debían de ser pinazas. Pero ¿por qué iban a dirigirse unas pinazas a su estación de control?

—¿Qué crees que van a hacer?

—Que me zurzan si lo sé —respondió Arless encogiéndose de hombros. Se recostó en la silla e hizo crujir los nudillos de sus largos dedos.

—¿Quieres decir que no nos han entregado un plan de vuelo?

—Tú lo has dicho. Han… espera —el controlador se inclinó hacia delante y activó un interruptor, reconduciendo los canales de comunicación hasta los auriculares de Reynaud.

—… Control, aquí el vuelo de la Armada Foxtrot-Able-Uno. Solicitamos instrucciones para nuestra aproximación final.

Arless comenzó a responder, pero Reynaud lo detuvo alzando una mano y activó su propio micrófono.

—Armada Foxtrot-Able-Uno, aquí Control de Basilisco. Por favor, declare sus intenciones.

—Control de Basilisco, estamos en una misión naval de enlace. Llevo a bordo las órdenes escritas y un despacho explicatorio para el comandante de su estación.

Reynaud y Arless se miraron el uno a otro, levantando las cejas. Aquello era desde luego poco ortodoxo. ¿Misión de enlace? ¿Qué tipo de «enlace»? ¿Y para qué todo ese misterio, por qué no les habían enviado previamente un plan de vuelo? El capitán se encogió de hombros.

—Muy bien, Armada Foxtrot-Able-Uno. Aproxímese a… —giró el cuello para examinar el monitor de Arless— la boya Nueve-Cuatro. Allí será recibido por un guía. Control de Basilisco, corto.

Cerró la conexión y dirigió a Arless una elocuente mirada.

—Ahora dime de qué demonios crees que va todo esto, Stu.

—Ni zorra, jefe —replicó el controlador—, pero mira eso.

Señaló el visor y Reynaud volvió a fruncir el ceño. Casi al tiempo que las pinazas se separaban del crucero ligero, este se alejaba del Control de Basilisco para colocarse en otro vector en dirección a la estrella primaria del sistema, y no iba al ochenta por ciento de potencia que solían usar las naves de la RAM. Estaba yendo a todo gas, con sus quinientas gravedades, y ya estaba a cincuenta mil kilómetros de distancia y a una velocidad de más de setecientos km/s.

El comandante de la estación se atusó el despeinado pelo gris y suspiró. Justo cuando había conseguido al fin que el último idiota uniformado mantuviera sus torpes zarpas lejos del panel del control, ocurría esto. Había tardado meses en convencer a Young de que sus condescendientes intentos de reorganizar las muy contrastadas líneas de tráfico para formar rutas más «eficientes» (tan pobremente diseñadas que solo servirían para aumentar la carga de trabajo de los ya sobreexplotados, controladores de Reynaud, a la vez que para reducir los márgenes de seguridad) no eran ni necesarios ni deseados. Organizar el tráfico en una confluencia de agujero de gusano era un trabajo para profesionales bien adiestrados y muy experimentados, no para imbéciles que habían sido exiliados por lo mal que lo habían hecho en su propio trabajo. Había montones de cosas que la Armada podría haber hecho para facilitar las operaciones rutinarias del SAC, si aquel maleducado pelmazo se hubiese interesado por realizar algo que requiriera un mínimo esfuerzo por su parte. No se interesó, pero desde luego ese rasgo de «héroe de cartón» de su personalidad era muy pronunciado. Por lo que Reynaud había sido capaz de deducir, Young era sencillamente incapaz de ver a cualquiera ocupado en su trabajo de manera ordenada sin sentir el impulso de intervenir, siempre sin esforzarse él mismo. Desde el principio había estado molestando a Reynaud, y el controlador jefe no había podido evitar salirse de sus propios cometidos para devolverle las molestias, con la obvia pérdida de eficacia (aunque que no lograba arrepentirse del todo, por mucho que lo intentara).

Pero parecía que el sustituto de Young estaba cortado por un patrón distinto. El problema es que Reynaud no sabía por qué patrón. A juzgar por la velocidad a la que se movía, el recién llegado desde luego parecía tener más energías que su predecesor, pero eso podía ser tanto bueno como malo. Si realmente trataba de ayudar al Control, era probablemente bueno, aunque su dilatada y amarga experiencia hacía que a Reynaud le costara imaginarse a un oficial de la Armada que hiciese más bien qué mal.

—¿Tiene ya trazado nuestro patrón de barrido, Astrogrador?

—Sí, señora —el teniente Stromboli alzó la mirada ante la pregunta de Honor. Su carnosa faz estaba ojerosa por la fatiga, puesto que Santos y McKeon habían estado corrigiendo continuamente la cantidad de zánganos disponibles. Cada vez que cambiaban las cifras, él tenía que recalcular el trayecto casi desde cero, pero cansado o no, no estaba dispuesto a decirle nunca (nunca) más a la capitana Harrington que no tenía el rumbo que necesitaba—. Tenemos un cambio de vector en —comprobó su panel— veintitrés minutos. Deberíamos desplegar el primer zángano ocho horas y cuarenta y dos minutos después.

—Bien. Transmita el cambio de rumbo a Maniobras. —Nimitz soltó un suave bleek en su oído, y ella alzó la mano para acariciarle la cabeza. El ramafelino siempre solía saber cuándo era momento de ser discreto, incluso en el puente, pero había comenzado a parecer mucho más alegre desde el momento en que desapareció el Brujo. Honor sabía a qué se debía aquello y se permitió esbozar una pequeña sonrisa antes de pulsar el botón de Ingeniería.

En la pantalla apareció uno de los ayudantes de Santos, y Honor esperó pacientemente mientras la ingeniera jefe acudía al comunicador. Cuando al fin apareció, Santos tenía un aspecto horrible. Su pelo moreno estaba recogido en una tensa coleta, tenía la cara cansada y una mancha de grasa justo bajo la mejilla derecha.

—Comenzaremos el despliegue de zánganos en aproximadamente nueve horas, comandante. ¿Cuál es nuestra situación?

—La primera tanda ya está casi lista para el despliegue —replicó Santos con cansancio—, y creo que tendremos la segunda para cuando la necesite, pero no lo tengo tan claro con la número tres.

—¿Problemas, comandante? —preguntó Honor con delicadeza, y comprobó que los ojos de Santos destellaban con rabia. Bien. Si sus oficiales se enfurecían lo bastante podrían empezar a pensar de una vez en lugar de limitarse a sentir pena de sí mismos. Pero la capitana de corbeta se tragó lo que pensaba decir y soltó el aire bruscamente.

—Estoy preocupada por la fatiga, capitana —su voz sonaba apagada—. Ya nos estamos quedando cortos de equipos para boyas, y estos nunca estuvieron pensados para desplegar cabezas sensoras de este tamaño y sensibilidad. Adaptarlas para que encajen requiere modificaciones muy superiores a los parámetros habituales de reparación de mantenimiento, y eso limita la utilidad de nuestros servomecanoides. Estamos haciendo un montón de cableado a mano y de trabajo duro aquí abajo, solo tenemos un número limitado de manos y va a ser peor cuando los equipos se agoten.

—Entendido, comandante, pero es vital que estén a tiempo para conseguir un despliegue ordenado. Les recomiendo que se apresuren.

Honor cortó la comunicación y se arrellanó en su silla de mando con una pequeña sonrisa. Nimitz se frotó la cabeza contra el lateral de su cuello mientras ronroneaba.

—¿Que usted es qué? —preguntó el capitán Reynaud, y el teniente Andreas Venizelos arrugó el ceño confuso.

—He dicho que soy su oficial de aduanas y seguridad, capitán. Estoy convencido de que el despacho de mi capitán Harrington lo explicará todo.

Reynaud aceptó el chip con el mensaje casi aturdido, y la confusión de Venizelos se hizo más pronunciada. No podía comprender por qué el responsable del SAC parecía tan desconcertado.

—Permítame dejar las cosas claras —dijo Reynaud tras un momento—. ¿Su capitán Harrington realmente espera que usted y su gente se acuartelen aquí en Control? ¿Él espera dejarlos aquí para apoyar nuestras operaciones?

—Sí, señor, ella lo espera —el atractivo y moreno teniente acentuó la pronunciación del género y Reynaud asintió, pero seguía tan mudo por la sorpresa que Venizelos se sintió impulsado a añadir—. ¿Por qué parece tan sorprendido, señor?

—¿Sorprendido? —Reynaud salió de su ensimismamiento y después sonrió de modo extraño—. Sí, supongo que «sorprendido» es una palabra s bastante adecuada; teniente. Déjeme decírselo de esta forma: he sido controlador en jefe de Basilisco durante casi veinte meses. Antes de eso fui el primer ayudante de controlador durante otros dos malditos años, y en todo ese tiempo, usted es el primer… ¿cómo lo ha llamado, oficial de seguridad y aduanas?, que nadie se ha molestado en asignarnos. De hecho, probablemente sea usted el primer oficial que ningún comandante de la estación se ha molestado en asignar a control.

—¿Soy qué? —dejó escapar Venizelos, y después se ruborizó al darse cuenta de lo parecido que había sido su tono al énfasis original de Reynaud. Los dos hombres se miraron el uno al otro, y entonces el capitán del SAC empezó a esbozar una sonrisa.

—Ahora que lo pienso —dijo—, me parece que leí algo en mis órdenes originales sobre que la Armada era responsable de las inspecciones y de la seguridad de la estación. Por supuesto, ha pasado tanto tiempo que no puedo estar seguro. —Miró a la técnica de servicios de habitabilidad que tenía junto a su hombro—. Jayne, hazme un favor y encuéntrales a los hombres del teniente algunas habitaciones, y encárgate de que les informen de los procedimientos básicos de emergencia, si eres tan amable. Yo tengo que bucear entre unos cuantos registros de la estación para descubrir qué demonios se supone que tenemos que hacer con ellos.

—Claro, Mike. —La técnica hizo una señal al alférez Wolversham, el segundo de Venizelos, y Reynaud se giró hacia este con esa sonrisa aún en los labios.

—Mientras tanto, teniente, quizá desee unirse a mí en la búsqueda de datos. —Venizelos asintió y la sonrisa de Reynaud se ensanchó—. Y tal vez se anime a contarme también algo sobre su capitana. Pero vaya despacio, por favor. ¡No soy tan joven cómo antes, y no sé si estoy preparado para el concepto de tener un oficial competente al mando de la Estación Basilisco!

Andreas Venizelos le devolvió la sonrisa y por vez primera en semanas fue completamente natural.

La capitana de corbeta Dominica Santos trató de no soltar tacos cuando el teniente Manning le entregó los últimos pronósticos.

Habían llegado a tiempo a las horas de entrega marcadas por la capitana para las tres primeras oleadas de zánganos, pero ya estaban aproximándose a la cuarta y Santos miró el cronómetro con algo muy parecido a la desesperación. Faltaban menos de seis horas para el comienzo del despliegue y apenas tenían adaptado el sesenta por ciento de los zánganos. Estaban perdiendo terreno a marchas forzadas, quedaban otras cinco tandas, su gente estaba agotada por la fatiga y, peor aún, se acababan de quedar sin equipos de boyas. ¡A partir de ese momento iban a tener que construir los malditos equipos de adaptación antes que poder poner las cabezas sensoras en ellos!

Murmuró su cabreo para sí misma, manteniendo el compromiso entre su bilis y la compostura naval, maldiciendo demasiado bajo para que nadie más lo oyera ¡¿Qué demonios le pasaba a Harrington?! Si estuviera dispuesta solamente a dar a Ingeniería dos o tres días más, podrían diseñar, un equipo de conversión qué los servomecanoides de mantenimiento y reparación pudieran construir en masa. ¡Pero tal como estaban las cosas, preparar el diseño y detectar los problemas de la programación de los servomecanoides les llevaría más tiempo que construir las malditas cosas a mano! La capitana no tenía por qué tratarlos tan duramente, y no era justo por su parte descargar sobre ellos su propia frustración con Young (¡se tratase de lo que se tratase!).

Dejó de maldecir y miró a su alrededor con algo de culpabilidad. Suponía que tampoco había sido del todo justo por parte de los demás echar sobre la capitana su resentimiento por lo ocurrido en las maniobras de la Flota. Y, tuvo que admitir de mala gana, ella misma había sido tan mala como el resto cuando se trató de darle largas, en especial desde que se enteró del traslado a la Estación Basilisco. Pero aun así…

Se echó hacia atrás en la silla y se obligó a respirar profundamente. Muy bien. Ahora mismo no importaba si era justo o injusto. Tenía un problema. Podía tantear a la capitana y decirle que no podría cumplir con el horario fijado (y esa idea no parecía nada atractiva), o podía decidir que ella era la jefa de ingenieros a bordo de ese cubo de tornillos e imaginar cómo solucionarlo.

Giró en la silla para situarse frente al terminal y comenzó a apretar teclas. Muy bien, no podían llegar a tiempo si construían los cuerpos de las boyas directamente desde cero, y no tenían tiempo de diseñar uno nuevo, pero… supongamos que usaban el bus de elección de objetivos de los misiles tipo Cincuenta. Si arrancasen la cabeza detonadora y los penetradores de blindaje, podrían incrustar las cabezas sensoras y los equipos de astro en los huecos y…

¡No, espera! ¡Si sacaban las ayudas de penetración, sería posible transformar las unidades de guiado de los mismos misiles en equipos de astro! Eso ahorraría componentes en todo el proceso, y de todos modos las unidades de guiado irían al almacén si no las aprovechaban. Los propulsores del bus no tenían ni de lejos la duración de una boya estándar, pero tenían potencia para moverse, y además las plataformas solo tendrían que funcionar durante un par de meses. No iban a estar moviéndose de un lado a otro, así que tampoco necesitaban mucha resistencia, ¿verdad? ¡Y si usaban componentes estándares, podrían utilizar los mecanoides de mantenimiento de misiles para hacer dos tercios del trabajo en un cuarto del tiempo, sin tener que reprogramar nada!

Ahora veamos… Si seccionaban el bus en aquel punto para pasar los haces receptores pasivos, y después quitaban este panel para emparejar el lanzador de señal con el emisor de CME[9] principal, entonces podrían…

Los dedos de la capitana de corbeta Santos volaron sobre la consola con creciente velocidad, y una nueva plataforma de sensores tomó forma en la pantalla.

—¿Capitana Harrington?

Honor alzó la vista de la tarjeta de mensajes que tenía sobre las rodillas. El teniente (auxiliar) Rafael Cardones, el ayudante de Venizelos y ahora oficial táctico interino del Intrépido, se encontraba a su lado, mostrando nerviosismo en su rostro tremendamente juvenil.

—¿Sí, teniente?

—Eh, creo que tenemos un problema, señora —dijo Cardones incómodo. Honor alzó una ceja y él se estremeció—. Se, eh, se refiere a los zánganos, señora.

—¿Qué les pasa, teniente?

—Bien, verá, es que… —el joven oficial se detuvo y obviamente se quedó paralizado—. Me temo que programé mal los parámetros de los sensores —admitió de carrerilla—. Los puse en direccional, no en omnidireccional y, bueno, creo que también cometí un pequeño error en sus instrucciones de telemetría. Pa… parece que no puedo acceder a ellos para que acepten una reprogramación a distancia, señora.

—Ya veo. —Honor se recostó en la silla y colocó los codos en los reposabrazos, cruzando los dedos bajo la barbilla. El teniente parecía un cachorrillo que esperaba que le castigasen. Peor, parecía un cachorrillo que creía que se merecía un castigo. Su humillación era obvia, y a Honor le entraban ganas de darle unos golpecitos en la cabeza y decirle que todo estaba bien, pero refrenó la oleada de compasión.

—Bien, teniente —añadió tras un momento—, ¿qué sugiere que hagamos al respecto?

—¿Yo, señora? —Cardones casi soltó un chillido—. Yo no… —se detuvo y respiró—. Supongo que tendremos que recogerlos y reprogramarlos, señora —dijo al fin.

—No es aceptable —dijo Honor con frialdad. Él la miró consternado, y ella se tuvo que morder la lengua con fuerza. Un oficial táctico más experimentado ya habría visto la solución. Las cabezas sensoras de las sondas de reconocimiento estaban diseñadas para conectarse directamente a la red táctica de datos de su nave nodriza, y el canal de táctica era dedicado. No podría haberse visto afectado por cualquier error que el teniente hubiese cometido en la programación de telemetría, porque estaba grabado en hardware para evitar precisamente ese tipo de accidentes. Comunicarse a través del canal de tácticas iba a ser difícil (más por el tiempo necesario que por la complejidad de la tarea), pero permitiría acceder a la telemetría estándar e incluso reprogramarla completamente desde la terminal de Cardones, a través de las direcciones de actualización del CIC[10].

Honor lo sabía, pero no tenía ninguna intención de decírselo. Cardones debería saber que tenía que acudir a McKeon antes de exponerse a la ira de su capitana, y para empezar McKeon debería haber supervisado más de cerca a un oficial tan novato. Era algo que pensaba demostrar (a ambos) de un modo que creía que daría fruto.

—¿Bien, teniente? —dijo finalmente. Él parpadeó—. ¿Cómo piensa solucionar el problema?

—No lo… —se volvió a detener y miró a la nada durante un momento, para después poner de nuevo la vista en ella—, sé… ¿Querría la capitana hacer alguna sugerencia, señora?

—No, no querría. —El teniente se vino abajo ante su fría voz de soprano, y ella se esforzó por no dejar que la compasión asomara a sus ojos—. Usted es el oficial táctico dé esta nave, Sr. Cardones —añadió, con una voz desprovista tanto de condena como de simpatía—. La programación de los zánganos era su responsabilidad, como lo es su corrección. Arréglelo, teniente.

Él le dirigió otra mirada suplicante y luego tragó y asintió.

—Sí, señora —dijo en una débil voz.

El Intrépido ejecutó el último cambio de rumbo y se situó en su posición, decelerando para iniciar una suave inserción orbital. Honor estaba de vuelta en el puente, observando cómo Medusa se hacía más grande en la pantalla visual y notando un cambio en el ambiente que la rodeaba. La apatía que reinaba a su llegada al sistema había desaparecido, y aunque no se había visto reemplazada por el esprit de corps que ella hubiese deseado, la actitud actual de su tripulación suponía al menos una gran mejoría.

Los últimos seis días habían sido duros para todos… y algo muy parecido al infierno para algunos. La comandante de corbeta Santos tenía una buena excusa para su agotamiento. Prácticamente había acabado dando latigazos a su gente cuando quedó claro que Honor no tenía intención de retrasar el despliegue de zánganos, pero ella misma se había entregado aún más a fondo y, ante su propia sorpresa, había llegado a tiempo para todas las entregas. Esa improvisación suya de diseño de última hora había sido bastante brillante, y todos los zánganos estaban ya en posición. Aún quedaban algunos huecos preocupantes, pero al menos Honor disponía de una red de vigilancia que cubría setenta grados a cada lado de la eclíptica, y Santos parecía tener dificultades para decidir si estaba más orgullosa de los logros de su departamento que enfurecida por las exigencias de la capitana.

No era la única atrapada entre el orgullo y el resentimiento. El teniente Cardones, probablemente sorprendiéndose más a sí mismo que a cualquier otro, había logrado al fin corregir sus fallos con la programación de los zánganos. Se había visto en la obligación de acudir a McKinon en busca de ayuda con la reprogramación, justo como Honor esperaba que hiciera, y se había pasado interminables horas intentándolo, pero lo había conseguido. Y, para ser sincera, Honor estaba complacida por lo bien que había respondido McKeon. Por lo que ella sabía, no había abroncado Cardones en absoluto (a pesar de que, sin duda, debía de reconocer con amargura que tendría que haberlo vigilado más desde el principio) y había encaminado sutilmente al joven hasta que este encontró los enlaces CIC por su cuenta.

Para cuando Webster hubo dispuesto la red de recolección de información de los zánganos a su entera satisfacción y Stromboli hubo calculado al vuelo dos correcciones de rumbo para volver a pasar sobre zánganos mal colocados, todos los oficiales de Honor estaban agotados, profundamente molestos… y al fin funcionando de nuevo como un equipo. No era el modo que ella hubiera escogido, pero si la defensa propia era el único modo que tenía de hacerles mover el culo, podría sobrellevar la contrariedad resultante.

Giró la cabeza cuando McKeon salió del ascensor del puente y se instaló en la silla del primer oficial. Estaba tan serio y formal como siempre, pero Honor había logrado superar sus defensas una o dos veces en la última semana, en especial con el tema de Cardones. Algo lo estaba concomiendo, eso estaba claro, pero Honor sospechaba que él al menos comprendía con exactitud lo que trataba de hacer. Y, maravilla de maravillas, no se le estaba oponiendo. Honor estaba casi segura de que McKeon no estaba de acuerdo con el modo en que estaba motivando a la tripulación (y desde luego no es que estuviera matándose por ayudar, ni Honor había sido capaz de decidir por qué le había caído tan mal al segundo desde el principio), pero su profesionalidad parecía estar imponiéndose. No había ninguna espontaneidad en su relación, ningún intercambio de ideas, y la situación seguía muy lejos de ser ideal, pero al menos los dos parecían dispuestos a admitir, aunque solo fuera interiormente, que tenían un problema. Eso era una gran mejora, y Honor confiaba en que ambos demostrasen ser lo bastante profesionales como para superar su aparente incompatibilidad.

Dejó a un lado esas reflexiones y volvió a mirar la pantalla táctica, frunciendo el ceño mientras el Intrépido avanzaba lentamente a través de las órbitas de estacionamiento exteriores, donde brillaba de color carmesí el cursor holográfico de una pequeña nave.

Era un bote de correo, poco más que un par de velas de Warshawski y un compensador de inercia encajados en el casco más pequeño posible, pero su presencia hacía que Honor se sintiera profundamente incómoda, porque poseía inmunidad diplomática y estaba registrado bajo la República Popular de Haven.

Se mordió el labio por dentro, preguntándose por qué se preocupaba tanto al verlo. Ya sabía que Haven poseía un consulado y una delegación de comercio en Medusa, pero hasta que leyó los informes oficiales que le dejó Young no se dio cuenta de que además mantenían un bote de correo diplomático en servicio permanente. Legalmente no había ninguna razón por la que no pudieran tenerlo, pero en buena lógica el único propósito de una delegación consular en Medusa era llevar a cabo operaciones encubiertas de algún tipo. Una sencilla delegación de comercio podría encargarse perfectamente de los intereses legítimos de Haven en el tráfico a través de la Terminal de Basilisco, y los aborígenes medusinos no tenían nada que mereciera la pena exportar, a pesar de las inscripciones de «legítimos mercantes havenitas» que comerciaban con ellos. Esos informes preocuparon a Honor. La República, cegada por la conquista, ya no disponía de ningún mercante privado y tenía que estar perdiendo dinero, en cualquier intercambio concebible con los medusinos. Lo cual, al menos para ella, indicaba sin lugar a dudas que estaban preparando algo. ¿Pero el qué?

Podía tener sentido si se tratase de una misión de inteligencia para mantener vigilados los despliegues de la Flota en el sistema y el tráfico a través de la terminal de Basilisco. Medusa estaba a una distancia excesiva de la terminal, y por lo tanto no resultaba muy conveniente para ese propósito, pero realmente no había ningún otro planeta más próximo que pudiesen usar. También podía ser lógico mantener una presencia en el sistema como contrapeso al poder manticoriano, en especial dados los periódicos intentos parlamentarios de los liberales, que aún trataban de sacar a Mantícora de aquel sistema. Por lo que ella sabía, el consulado havenita también podía ser el cuartel general del espionaje que se estuviese realizando dentro del propio Reino, aunque ella habría considerado que la Estrella de Trevor era mejor elección para algo así.

Fuese lo que fuese lo que estuviesen haciendo, no le gustaba, y la presencia de ese bote de correo le gustaba aún menos. Los despachos consulares ya disponían de inmunidad diplomática independientemente de quién los transportase, y había suficientes mercantes havenitas bien visibles que podían transportar cualquier envío que precisase el cónsul. La única ventaja de tener reservado un bote de correo en órbita permanente era su mayor velocidad, y por supuesto el hecho de que toda la nave tenía inmunidad diplomática y que por lo tanto no podía ser examinada o registrada sin importar lo que estuviese haciendo. A ojos de Honor, eso implicaba algún motivo ulterior bien arraigado, pero también era consciente de que siempre tendía a desconfiar de forma automática de cualquier cosa que hiciera Haven. Era completamente posible que la presencia del bote de correo fuese tan inocente como afirmaba la República, y que solo su propia paranoia apuntase lo contrario.

Por supuesto. Y también era posible que Pavel Young no tuviera la intención de cortarle la garganta.

Soltó un bufido mientras el jefe Killian situaba al Intrépido en órbita con su habitual precisión inmaculada.

—Listo, motores —dijo. Honor se volvió entonces hacia Webster.

—Radio, por favor, contacte con el despacho de la Comisionada Residente. Informe a la dama Estelle de que le estaría muy agradecida si tuviera tiempo de reunirse conmigo lo antes posible.

—Sí, señora.

—Gracias.

Se volvió a arrellanar en su silla, escuchando. Los murmullos de los informes sonaban a través del intercomunicador, al tiempo que desaparecía la cuña de impulsión y se apagaba el compensador inercial. Los propulsores de reserva tomaron la tarea de mantener la posición automáticamente. Los marineros del puente se desplazaban de puesto en puesto, tomando notas en sus memoblocs. La teniente Brigham estaba enterrada en la sección de cartografía junto a Stromboli y su primer marino, actualizando las grabaciones de la red de zánganos, y Honor disfrutaba del modo rutinario y metódico con el que cumplían sus deberes. A pesar de la martirizante carga de trabajo que había puestos encima de los hombros de aquella gente, la nave volvía a estar viva.

Ahora era su turno de redirigir esa vitalidad hasta configurar un espíritu de trabajo en equipo que la incluyera a ella como su capitana, no como tirana.