6
Mientras el Intrépido se situaba en la órbita estacionaria asignada para reunirse con el Brujo, el planeta Medusa resplandecía como una sosa esfera que colgase por debajo de ellos. No era una maravilla de planeta, pensó Honor observándolo en la pantalla visual. La comandante era muy consciente de que, si se concentraba en Medusa, era por la necesidad de pensar en algo que no fuera la inminente entrevista con su oficial superior, pero su humor no influía en la conclusión de que Medusa debía de ser el planeta de aspecto más aburrido que jamás hubiese visto.
Era de un verde grisáceo, roto solo por los rasgos climáticos y por el blanco reluciente de los enormes casquetes polares. Incluso sus profundos y estrechos mares mostraban un tono tan solo algo más pálido que aquel omnipresente verde grisáceo, pues estaban formados por un espeso fango de plancton y formas vegetales mayores que medraban en un brebaje que, en Esfinge, hubiera sido clausurado de inmediato por la gente de control medioambiental. La inclinación axial de Medusa era muy elevada, por encima de los cuarenta grados, lo que sumado a su fría estrella producía un clima más brutal incluso que el de Grifo, el planeta de Mantícora-B. La flora planetaria estaba bien adaptada a ese duro ambiente, pero mostraba una repulsiva falta de variedad, ya que Medusa estaba cubierta de musgo. Miles, millones de variedades de musgo. Musgo corto y velloso en lugar de hierba. Musgo más alto y denso en lugar de arbustos. E incluso, Dios nos asista, enormes y flexibles montículos de musgo en vez de árboles. Ya había oído hablar de ello, incluso había visto los holos, pero era la primera vez que lo veía con sus propios ojos y no era en absoluto lo mismo.
Dirigió al planeta una mueca de desagrado y volvió los ojos con decisión hacia la imagen que había estado evitando. El Brujo flotaba en su misma órbita, a apenas cien kilómetros de distancia, y al verla tuvo que tragar el amargo sabor de la envidia mezclada con un antiguo odio.
A la clase Caballero Estelar pertenecían los cruceros pesados más modernos de la RAM, con tres veces y media más masa que el Intrépido y casi seis veces su potencia de fuego, incluso antes de que el Hefestos y Horrible Hemphill lo mutilaran. Aquella nave grande y esbelta la aguardaba, mofándose con su propia presencia de la vejez de la nave de Honor, y saber quién comandaba esa hermosa nave lo hacía mucho, mucho peor.
Creyó que había tocado fondo cuando la asignaron a la Estación Basilisco; ahora sabía que ya lo había hecho.
El timonel de servicio puso al Intrépido en reposo relativo respecto al Brujo, y ella respiró profundamente, preguntándose si algún miembro de la tripulación adivinaría por qué había dejado a Nimitz en el camarote; No es que pensase explicárselo.
—Preparen mi lanzadera, por favor —solicitó—. Sr. Venizelos, asuma el mando.
—A la orden, señora —replicó Venizelos, que observó con curiosidad a su capitana mientras esta entraba en el ascensor rumbo a la plataforma de botes.
Honor se sentó en silencio, con los brazos cruzados, mientras su lanzadera cruzaba lentamente el vacío entre el Intrépido y el Brujo. En cierto modo se había sentido tentada de usar una de las pinazas, pero sabía que ese pequeño detalle de ostentación habría resultado excesivo. Así que había cogido su lanzadera, a pesar de que era mucho más lenta que una pinaza. Incluso los propulsores más potentes proporcionaban menor aceleración que los impulsores, y las lanzaderas eran demasiado pequeñas para montar un impulsor. Eran también demasiado pequeñas para colocar en ellas el compensador inercial necesario para contrarrestar la brutal potencia de un impulsor, pero su generador de gravedad sí bastaba para compensar la baja fuerza gravitatoria de los propulsores. Pero a pesar de su propia impaciencia y de la necesidad de acabar con aquel asunto, el viaje se le hizo corto incluso a la relativamente baja velocidad de la lanzadera. Demasiado corto. Se había pasado las anteriores treinta y una horas temiendo ese momento.
El piloto completó la maniobra final de aproximación y la lanzadera tembló cuando los tractores del Brujo la atraparon. Rodó sobre sus giróscopos, alineándose con la gravedad interna del crucero pesado, y la gran boca brillantemente iluminada de la plataforma de botes los engulló para situarlos después en el soporte de embarque. El metal crujió suavemente cuando se juntaron los tubos y al fin se iluminó la luz verde de la presión.
Estaba sola, y se permitió un suspiro mientras se levantaba y plegaba la gorra bajo la chaqueta. Entonces se estiró la falda del uniforme, se puso derecha y avanzó seria a través de la escotilla de apertura y a lo largo del tubo, hasta llegar a la algarabía de pitadas del contramaestre y los saludos del comité de recepción.
Comprobó que Young no había bajado a darle la bienvenida en persona. Honor supuso que era un insulto calculado (era el tipo de gestos infantiles por los que destacaba), pero la alivió su ausencia. Así tuvo la oportunidad de relajarse y poner en posición sus defensas internas antes de la inevitable confrontación.
Se detuvo delante del comandante bajo y cuadrado que dirigía el comité de recepción y saludó.
—Permiso para subir a bordo, señor —pidió.
—Permiso concedido, capitana Harrington —devolvió él el saludo para tenderle a continuación su mano—. Paul Tankersley, primer oficial del Brujo. —Su voz era profunda y vibrante, su apretón firme, pero había un punto de curiosidad en sus agudos ojos. Honor se preguntó si habría oído rumores sobre ella y Young.
—Si me acompaña, capitana —añadió Tankersley tras una breve pausa—, el capitán la espera en la Sala Uno.
—Guíeme. —Honor hizo un ligero gesto para que la precediese, y los dos caminaron a lo largo del comité de recepción hasta el ascensor que los esperaba.
No charlaron durante el camino, lo que, según reflexionó Honor, probablemente indicaba que Tankersley sabía al menos algo sobre ella. Al fin y al cabo, difícilmente podía dar pie a una conversación diciendo «¿Siguen usted y el capitán odiándose a muerte, comandante?». Y tampoco podía preguntarle a ella su visión de las cosas sin parecer desleal a su propio capitán. En esas circunstancias, un silencio prudencial era sin duda la opción más sabia, y Honor notó que los labios se le curvaban con amarga diversión. El ascensor se detuvo.
—Por aquí, comandante —dijo Tankersley, y Honor lo siguió por un corto pasillo hasta la escotilla de la sala de reuniones. Allí se detuvieron, él apretó el botón de admisión y se puso a un lado cuando se abrió el panel. Honor creyó ver en su expresión una nota de simpatía cuando pasó por su lado.
El capitán lord Young se sentaba tras la mesa de conferencias, examinando con detenimiento una hoja impresa. No alzó la mirada cuando ella entró, y Honor rechinó los dientes, sorprendida de que un insulto tan trivial pudiera enfurecerla tanto. Avanzó hasta la mesa y permaneció en silencio, decidida a esperar lo que hiciera falta.
Se fijó en que seguía siendo el mismo hombre ostentoso y atractivo de siempre. Quizá con algo de sobrepeso, pero la barba corta ocultaba bastante bien su incipiente papada y la hechura de su traje era excelente. Siempre había sido así, incluso en la Academia, donde se suponía que todo el mundo vestía el mismo uniforme estándar de la Armada. Pero claro, las reglas nunca se hicieron para él. Pavel Young era el hijo mayor y heredero del conde de Hollow del Norte, un aspecto que no estaba dispuesto a permitir que nadie olvidara.
Honor no tenía ni idea de lo que habría hecho para conseguir que lo desterraran a la Estación Basilisco. Pensó con amargura que probablemente se hubiese limitado a ser él mismo. Ser un enchufado podía hacer avanzar la carrera de un oficial, y lo demostraba el hecho de que Young, que solo se había graduado un curso antes que ella, había entrado en lista casi cinco años atrás. Una vez el nombre de un oficial estaba en la lista de capitanes, su paso final a un rango superior de la Armada estaba garantizado. A no ser que hiciera algo tan drástico que la Flota le apartara del servicio, solo tenía que sobrevivir el tiempo suficiente y su simple antigüedad le abriría el camino.
Pero el rango, como muchos oficiales manticorianos habían descubierto, no garantizaba tener un empleo. Los incompetentes solían acabar con media paga, aún en la lista de servicio activo pero sin nave que gobernar. Se suponía que lo de media paga estaba destinado a mantener una reserva de oficiales experimentados para un futuro caso de necesidad, conservando los excedentes de las actuales necesidades del servicio. En la práctica, se usaba para colocar en un sitio donde no pudieran hacer daño a los inútiles y patosos demasiado importantes como para ser despedidos del servicio de la Reina. Obviamente Young no había caído en esa categoría (aún), pero el hecho de que llevara casi un año-T de oficial superior de Basilisco parecía una clara indicación de que alguien en el Almirantazgo se sentía poco impresionado con sus capacidades.
Lo que, indudablemente, solo serviría para que tratar con él resultase más ponzoñoso que nunca.
Él terminó de simular que leía la impresión y la volvió a colocar puntillosamente sobre la mesa. Después alzó la mirada.
—Comandante. —Su voz de tenor era plácida, y cubría su enemistad como terciopelo que envolviera el filo de una daga.
—Capitán —respondió ella en el mismo tono desapasionado, y su boca lució brevemente algo parecido a una sonrisa. Él no la invitó a sentarse.
—Me alivia ver aquí su nave. Hemos andado más cortos de efectivos de lo usual desde que el Implacable partió.
Honor se contentó con responder mediante un leve asentimiento y él echó atrás su silla.
—Como sabe, la Estación Basilisco padece un falta crónica de personal —añadió—, y me temo que el Brujo ya va con retraso en sus reparaciones. De hecho, esto —le dio un golpecito a la hoja impresa— es una lista de los arreglos más urgentes que precisamos —sonrió—. Por eso estoy tan contento de verla, comandante. Su presencia aquí me permitirá enviar al Brujo de vuelta a Mantícora para recibir la atención que precisa tan imperiosamente.
La miró a la cara y Honor se mordió el labio por dentro, luchando por evitar que se notara su consternación. Si Young enviaba su propia nave a Mantícora, sin duda tendría pensado mudarse al Intrépido: La mera idea de tener que compartir su puente con él bastaba para revolverle el estómago, pero de algún modo logró permanecer en un atento silencio sin dar muestra de sus pensamientos.
—En estas circunstancias —prosiguió él un instante después—, y en vista de la importante naturaleza de nuestras necesidades, me temo que sería desaconsejable pedirle al comandante Tankersley que asumiera la responsabilidad de las reparaciones del Brujo. —Extendió un chip de datos y sonrió cuando ella lo cogió sin tocarle la mano.
—Por lo tanto, comandante Harrington, acompañaré al Brujo de vuelta a Mantícora para supervisar las reparaciones en persona. —Esta vez la sorpresa de Honor fue demasiado intensa como para poder ocultarla por completo. ¡Él era el oficial al cargo de la estación! ¿De verdad pretendía abandonar su responsabilidad en el sistema?—. Por supuesto, regresaré lo antes posible. Me doy cuenta de que mi ausencia resultará… un inconveniente para usted, y haré los esfuerzos necesarios para que sea lo más breve posible, pero calculo que el mantenimiento y las reparaciones necesarias llevarán al menos dos meses. Con más probabilidad —volvió a sonreír— tres. Durante ese tiempo, usted será la oficial al cargo aquí en Basilisco. Sus órdenes están en el chip.
Dejó que la silla volviera a ponerse derecha y tomó de nuevo la hoja impresa.
—Eso es todo, comandante. Puede irse.
Honor se encontró de nuevo en el pasillo, en el exterior de la sala de reuniones, sin un recuerdo claro de cómo había llegado allí. El chip de datos le cortaba la palma de lo fuerte que lo apretaba, y se obligó a relajar la mano músculo a músculo.
—¿Comandante?
Alzó la vista y el comandante Tankersley retrocedió. Sus ojos oscuros llameaban como acero al rojo, un leve tic temblaba en la comisura de sus tensos labios y por solo un instante su expresión le dio miedo. Pero ella recobró rápidamente el control y se obligó a formar una sonrisa al ver la preocupación en su cara. El comandante empezó a decir algo, pero ella alzó un poco la mano y le detuvo, y él se refugió de nuevo en su neutralidad.
Honor respiró profundamente y después cogió poco a poco la gorra blanca del hombro. Se la colocó con precisión en la cabeza sin mirar a Tankersley, pero notó el peso de sus ojos. La cortesía impedía que un capitán vistiera la gorra blanca cuando estaba invitado en la nave de otro, y eso convertía aquel gesto en un calculado insulto hacia el hombre que acababa de dejar atrás.
Se volvió hacia su guía, con la gorra en la cabeza, y sus oscuros y férreos ojos lo desafiaron a decir algo. Era un desafío que Tankersley declinó, contentándose con mantenerse al margen mientras la escoltaba de vuelta al ascensor.
Honor agradeció su silencio, porque su mente estaba tratando de manejar demasiadas ideas a la vez, dominadas ante todo por los recuerdos de la Academia, en especial de aquella terrible escena en el despacho de la comandancia cuando el guardiamarina lord Young, con las costillas rotas y la clavícula aún inmovilizada, los labios partidos y aún abultados y un ojo a la funerala tan hinchado que casi no podía abrirlo, fue obligado a disculparse ante la guardiamarina Harrington por sus «acciones y lenguaje inapropiados», antes de que la reprimenda oficial por «conducta inapropiada» se añadiese a su expediente.
Debería haber contado toda la historia, pensó desconsolada, pero él era el hijo de un poderoso noble y ella solo la hija de un oficial médico retirado. Y tampoco una hija especialmente hermosa. ¿Quién se hubiera creído que el hijo del conde de Hollow del Norte había atacado y tratado de violar a una especie de chica, desgarbada y gigantona, que no era ni guapa? Además, ¿qué pruebas tenía? Habían estado solos (¡Young se había asegurado de ello!) y ella había quedado tan afectada que había huido de vuelta a su dormitorio en vez de informar de inmediato. Para cuando alguien más se enteró, sus colegas ya lo habían llevado a la enfermería con una historia de que «se cayó por las escaleras mientras iba al gimnasio».
Y así ella recurrió al cargo menor, el incidente que había ocurrido antes, delante de testigos, cuando rechazó sus engreídas proposiciones. Quizá si no se hubiera sentido tan sorprendida, tan desconcertada por su repentino interés y su evidente convicción de que ella aceptaría, tal vez lo hubiera rechazado de modo más elegante. Pero era un problema con el que nunca se había enfrentado. Nunca había desarrollado la habilidad para rehusar sin ofender su desmesurado ego, y él no se lo había tomado bien. Sin duda alguna aquel «desaire» a su orgullo fue lo que desencadenó los sucesos posteriores, pero su respuesta inmediata ya fue lo bastante mala, y la Academia veía con malos ojos el acoso sexual, en especial cuando tomaba la forma de un vocabulario insultante y una conducta abusiva por parte de un guardiamarina de los cursos superiores hacia un novato. El comandante Hartley ya estaba lo bastante furioso con él solo por eso, ¿pero quién se habría creído la verdad?
Tal vez el comandante Hartley, pensó Honor. Se había dado cuenta de eso años después, y se odiaba por no habérselo contado en su momento. Echando la vista atrás, podía reconocer sus comentarios, sus encubiertas peticiones para que le contara todo lo ocurrido. Si hubiera sospechado la verdad, difícilmente habría exigido a Young que se disculpara tras haberlo reducido ella a una masa de huesos rotos. Young no había contado con la fuerza ni con la velocidad de reacción que le otorgaba la gravedad de Esfinge, ni con las clases adicionales en combate sin armas que le había estado dando el jefe MacDougal, y no le dejó levantarse cuando ya lo tuvo en el suelo. Aun así, él tuvo suerte de intentarlo en las duchas, cuando Nimitz no estaba cerca, porque ahora sería mucho menos guapo si el rama felino hubiese estado presente.
Sin duda no importó que Nimitz no estuviese allí, y Honor debía reconocer que había obtenido cierto placer salvaje hiriéndolo por lo que había tratado de hacerle. Pero la respuesta había sido totalmente desproporcionada para su ofensa oficial, y nadie se creía que su «caída» tuviese algo que ver con la realidad. Puede que Hartley no tuviese ninguna prueba, pero nunca hubiese castigado a Young tan duramente en esas circunstancias de no tener una idea bastante clara de lo que en realidad había ocurrido.
Aun así, ella no se había dado cuenta en aquel entonces. Se dijo a sí misma que, de todos modos, ya se había encargado del asunto. Que no quería precipitar un escándalo que no podía sino dañar a la Academia. Era uno de esos casos en los que cuanto menos se dijera, antes se arreglaban las cosas, ya que de todos modos nadie iba a creerla. Ya era bastante malo verse envuelta en algo tan humillante y degradante, como para encima tener que exponerse también a eso. Casi podía oír las risitas sobre la chica caballuna y sencilla y sus «fantasías»; y, al fin y al cabo, ¿no se había dejado llevar ella misma en exceso? No había necesidad de dejarlo medio inconsciente. Eso se había salido de la simple autodefensa para entrar en el reino del castigo.
Así que había dejado morir el tema y al hacerlo se había quedado con lo peor de ambos mundos. Intento de violación era uno de los delitos de «una y no más» en el ejército. Si Young hubiese sido condenado por ello, nunca hubiera vestido un uniforme de oficial, por mucha alta cuna que hubiese tenido. Pero no fue ni juzgado. Ella no había hecho que lo expulsaran del servicio y se había ganado un enemigo de por vida, puesto que Young nunca la perdonaría por la humillación de tener que ofrecerle disculpas delante del comandante Hartley y de su primer oficial, y tenía amigos poderosos, tanto dentro como fuera del servicio. Más de una vez durante su carrera había notado su influencia, y su maliciosa diversión al dejar caer toda la responsabilidad del Sistema Basilisco sobre sus hombros (abandonándola con un único y envejecido crucero para encargarse de una tarea que hubiese requerido toda una flotilla) le quemaba la boca como veneno. Era algo mezquino y malévolo… del todo acorde con su personalidad.
Inhaló profundamente mientras su ascensor alcanzaba la plataforma de botes y la puerta se abría de nuevo. Había recuperado la suficiente compostura como para poder estrechar la mano de Tankersley y poner una voz casi normal cuando se despidió de él, y volvió a embarcarse en su lanzadera.
Se arrellanó en el asiento mientras la nave se separaba del Brujo y se dirigía de vuelta al Intrépido, y su mente se esforzó por enfrentarse a la posible reacción de su tripulación ante este ajuste de última hora. Sin duda interpretarían la partida del Brujo como un signo más de que habían sido degradados al destino menos importante que podía encontrar la Flota, y de que allí se habían olvidado de ellos. Pronto se darían cuenta de la carga tan pesada que Young les había puesto sobre los hombros. Su nave tendría que patrullar todo el sistema y todo el tráfico que atravesase la terminal de Basilisco, y no había modo de conseguirlo. No podían estar en tantos sitios a la vez, y tratar de lograrlo impondría un esfuerzo mental y físicamente agotador sobre todos ellos.
Que era precisamente lo que Young buscaba. Le dejaba a Honor una tarea imposible, satisfecho a sabiendas de que su fracaso en el cumplimiento del deber iría a parar a su hoja de servicios. A diferencia de él, Honor aún tenía que entrar en lista. Y si la pifiaba en su primer mando independiente, fuesen cuales fuesen los motivos, nunca lo lograría.
Pero aún no la había fastidiado, y ella negó para sí con la cabeza, una negación furiosa y enérgica. Incluso saber que Young le había hecho la cama, que pretendía que fracasase y se perjudicara a sí misma, era mejor que servir bajo su mando, se dijo. Dejémoslo largarse a Mantícora. ¡Cuanto antes desapareciese del mismo sistema estelar que ella, más contenta estaría! Y de una cosa estaba segura: no sería capaz de hacer el trabajo peor que él.
Ya cometió una vez un error en lo que a Young se refería. No le permitiría que la empujase a otro. Costase lo que costase, cumpliría sus deberes y satisfaría sus propias responsabilidades. No solo para proteger su carrera, sino porque eran sus deberes y sus responsabilidades. Porque no iba a dejar que una basura aristocrática como Pavel Young venciera.
Irguió la columna y miró el chip de datos con las órdenes. Sus ojos castaños daban miedo.