5
Tras superar el perímetro interno de las defensas de la confluencia, la Intrépido deceleró suavemente hasta detenerse.
La estrella primaria G0 del sistema de Mantícora y su compañera G2 brillaban tenues tras la nave, reducidas a dos estrellas más entre millones, puesto que la confluencia quedaba a casi siete horas luz de ellas.
El personal de guardia estaba en sus puestos, y un extraño que se encontrara en el puente del Intrépido probablemente no hubiera percibido el aire lúgubre que los rodeaba. Pero un extraño, pensó Honor mientras extendía el brazo para acariciar distraídamente la barbilla de Nimitz, no llevaría semanas conviviendo con aquella gente. Un extraño no se daría cuenta de la humillación que sufrían por ser condenados a la Estación Basilisco, o el modo en que se habían retraído aún más en sus conchas hasta que las tareas que realizaban se habían convertido en lo único que realmente tenían en común con su capitana. Se arrellanó, ocultando tras una cara serena su deseo de suspirar tristemente, y observó su visor táctico. El vector calculado para el Intrépido se dibujaba sobre él, terminando justo a medio segundo luz del umbral exterior de partida de la confluencia. El punto de luz verde que representaba al crucero ligero avanzaba a ritmo constante a lo largo de la delgada línea, abriéndose paso a través de las ciclópeas defensas. Incluso desde su propia depresión, Honor sintió un cosquilleo familiar de admiración ante la potencia de fuego que rodeaba el invisible portal entre las estrellas.
La más pequeña de las fortalezas que allí había se acercaba a los dieciséis millones de toneladas, el doble que un superacorazado, y su relación armamento-masa era mucho mayor. Los fuertes no disponían de hiperespacio, puesto que aprovechaban la masa que una nave de guerra hubiera dedicado a los hipergeneradores ya las velas de Warshawski a acumular aún más potencia de fuego, pero no eran solo inmóviles plataformas de armas. No podían serlo.
Cada una de esas fortalezas mantenía continuamente una guardia en zafarrancho de combate y una «burbuja» constante de pantallas en los 360°. Aun así, nadie a este lado de la confluencia podía saber si alguien se acercaba por el otro lado hasta que llegara, y no era posible permanecer eternamente vigilante. Así, un ataque sorpresa (desde digamos la Estrella de Trevor) siempre dispondría de la ventaja de la sorpresa; el atacante llegaría dispuesto para la batalla, buscando de inmediato objetivos para sus disparos, cuando los defensores todavía estarían reaccionando a su repentina llegada.
Por eso ningún estratega defensivo situaba las defensas permanentes a menos de medio millón de kilómetros aproximadamente de una confluencia. Si una fuerza expedicionaria hostil emergiera y tuviera las defensas dentro del alcance de sus armas de energía, dichas defensas serían destruidas antes de que pudieran contraatacar. Pero las naves que cruzaban una confluencia de agujero de gusano surgían con una velocidad de espacio normal de apenas unas cuantas decenas de kilómetros por segundo, demasiado poco para una incursión de ataque a alta velocidad. Al estar los fuertes más cercanos tan lejos de ellos y con una velocidad demasiado pequeña como para permitir una rápida aproximación hasta tenerlos a tiro de las armas energéticas, los atacantes debían confiar en los misiles, e incluso los misiles de impulsión necesitarían casi treinta y cinco segundos para alcanzarles. De ahí que las tripulaciones de guardia de las fortalezas dispusieran (al menos en teoría) del tiempo necesario para prepararse mientras los proyectiles aceleraban hacia ellos. En la práctica; sospechaba Honor, para cuando llegaran los misiles la mayoría todavía estaría enterándose de lo que ocurría, y esta era la razón por la que su defensa puntual (a diferencia del armamento ofensivo) estaba diseñada para funcionar automáticamente en caso de emergencia, incluso en tiempo de paz.
En estado de guerra, las fortalezas se verían protegidas por plataformas láser remotas densamente repartidas (satélites con láseres al estilo antiguo, lanzados por bombas) a su alrededor, y programadas para atacar automáticamente a cualquier objeto que no se identificara concluyentemente como amistoso. Pero tales medidas nunca se usaban en tiempo de paz. Siempre podían ocurrir accidentes, y la destrucción accidental de una nave de pasajeros cuya IAE[8] no se reconociera podía resultar muy embarazoso, por decir algo. En cualquier caso, un hipotético atacante dispondría de la suficiente ventaja como para que sus baterías energéticas arrasaran muchos satélites antes de que estos pudieran responder, pero siempre sobrevivirían los suficientes como para dañarlo a su vez muy gravemente.
No obstante, incluso en las mejores circunstancias posibles era previsible que se produjesen serias pérdidas en el anillo interior de fortalezas, por lo que los fuertes de los anillos exteriores debían tener la posibilidad de trasladarse para rellenar los huecos y concentrarse sobre el atacante. Sus máximas velocidades de aceleración eran pequeñas, muy inferiores a las cien gravedades, pero sus posiciones iniciales estaban cuidadosamente estudiadas. Esa aceleración bastaría para interceptar a las fuerzas atacantes que se dirigieran hacia el interior del sistema, y sus motores tenían la potencia necesaria para generar cuñas de impulsión y blindajes con los que protegerse.
Pero pese a todos esos números, potencia de fuego y movilidad, las fortalezas eran demasiado débiles como para detener un ataque serio proveniente de múltiples tránsitos por parte de un oponente tan poderoso como la Armada Havenita. Y eso, se dijo Honor malhumoradamente mientras el Intrépido perdía toda su velocidad y se detenía por completo, era la verdadera razón de que Mantícora se hubiera anexionado originalmente a Basilisco.
El nexo central era el punto clave de cualquier confluencia de agujero de gusano. Las naves podían transitar desde el nodo central hasta cualquier terminal secundaria y viceversa, pero no desde una terminal secundaria a otra. Económicamente, eso proporcionaba a Mantícora una tremenda ventaja incluso frente a alguien que lograra controlar dos o más de los terminales de la Confluencia de Mantícora; pero militarmente era justo al revés. Existía un tope inviolable (que variaba levemente de confluencia a confluencia) en el tonelaje máximo que podía transitar simultáneamente por una terminal dada de una confluencia. En el caso de Mantícora, estaba alrededor de los doscientos millones de toneladas, lo cual imponía un límite superior a cualquier oleada que la RAM pudiera enviar a una de las terminales. Además, cada uso de una determinada ruta entre terminales creaba una «ventana de tránsito», una desestabilización temporal de dicha ruta por un tiempo proporcional al cuadrado de la masa que efectuaba el traslado. La ventana de tránsito de un único carguero de cuatro millones de toneladas duraba apenas veinticinco segundos, pero un cuerpo de ataque de doscientos millones de toneladas bloquearía su ruta durante más de diecisiete horas, durante las cuales no podría recibir refuerzos ni retirarse a su punto de origen. Lo que significaba, obviamente, que si un atacante decidía utilizar una gran fuerza de ataque, haría mejor en estar absolutamente seguro de que esa oleada era lo suficientemente potente como para ganar.
Pero si el atacante controlaba más de una terminal secundaria, podía enviar ese mismo tonelaje al nexo central a través de cada uno de ellos, sin preocuparse de la ventana de tránsito, ya que cada uno usaría su propia ruta. Coreografiar un ataque así requeriría una planificación y una sincronización muy meticulosas (un tema nada fácil para flotas separadas por cientos de años luz, por muy bien que trabajase su personal), pero si se lograba llevar a cabo, permitiría desencadenar un ataque de tal magnitud que ninguna fortificación concebible podría detenerlo.
Ni siquiera las de Mantícora, pensó Honor mientras el Intrépido se detenía respecto a la confluencia. Aunque aquellas fortalezas consumiesen casi el treinta por ciento del presupuesto de la RAM era necesario garantizar la seguridad (o al menos la neutralidad) de las otras terminales de la confluencia.
—Tenemos permiso de la Central de la Confluencia para proceder —anunció el teniente Webster—. Número ocho para tránsito.
—Gracias, Radio. —Contempló su visor de maniobras y comprobó que la cifra escarlata del ocho apareciera junto al cursor del Intrépido, y después devolvió su atención al timonel de guardia. McKeon se sentaba en silencio tras el teniente Venizelos en Táctica, pero los ojos de Honor pasaron por encima de él sin darse cuenta de su presencia—. Pónganos en la vía de salida, jefe Killian.
—A la orden, señora. Acercándonos a la posición de partida. —Killian calló por un momento y luego añadió—. En posición, capitana.
Honor asintió satisfecha y miró la pantalla visual justo cuando un extraordinario granelero surgía de la confluencia. Era un espectáculo increíble del qué nunca se cansaba, y la ampliación en pantalla se lo ponía al alcance de la mano. Aquella nave tenía que pesar más de cinco millones de toneladas, y aun así se materializó ante la vista como una especie de fantasma insustancial, una burbuja de jabón que se solidificaba en megatoneladas de acero en un abrir y cerrar de ojos. Sus enormes e inmateriales velas de Warshawski eran espejos azules y circulares que brillaron y resplandecieron durante un instante antes de que la radiante energía de tránsito se desvaneciera fugazmente en la nada, y después plegó alas. Esas velas invisibles se reconfiguraron hasta ser bandas de impulsión y él carguero avanzó lentamente, alejándose del nexo mientras solicitaba situarse en la vía de salida adecuada para continuar su viaje y la central de la confluencia autorizaba su destino final.
El Intrépido avanzó a ritmo constante junto a las demás naves que esperaban para partir. En tiempo de paz, su crucero no tenía más prioridad que cualquiera de aquellos gigantescos mercantes que lo hacían parecer insignificante, y Honor se recostó en su silla para disfrutar del bullicio y de la resuelta energía de una confluencia en acción.
En circunstancias normales, la confluencia coordinaba la llegada y salida de naves a un ritmo medio de una cada tres minutos; día tras día, año tras año. Cargueros, mercantes, naves de exploración, de pasajeros, transportes intercoloniales, mensajeros privados y paquebotes de correos, naves de guerra de potencias aliadas… El volumen del tráfico era increíble; y evitar las colisiones en el espacio normal requería una concentración inquebrantable por parte de los controladores. Toda la confluencia en sí no era más que una esfera de apenas un segundo luz de diámetro, y aunque eso debería proporcionar espacio de sobra, cada terminal tenía su propio vector de entrada y de salida. Viajar al destino deseado requería seguir esos vectores con muchísima precisión (en especial cuando ni siquiera la Central de la Confluencia sabía exactamente quién podía estar viniendo desde el otro lado en un momento dado), y eso implicaba que el tráfico se veía confinado a zonas estrictamente limitadas del volumen de la confluencia.
El jefe Killian puso al Intrépido en su lugar en la cola de salida sin necesitar más órdenes, y cuando se acercaron a la baliza de salida Honor tecleó el código de Ingeniería. El rostro de la comandante Santos apareció en su pequeña pantalla de comunicaciones.
—Comandante, prepárese para reconfigurarnos a vela de Warshawski a mi orden.
—Entendido, señora. Preparada para reconfigurar.
Honor asintió, observando que el carguero que tenían delante se deslizaba hacia la confluencia, parecía vacilar justo un instante y después desaparecía de la vista. El dígito de su monitor de maniobras cambió a un «1», así que se volvió hacia Webster y alzó una ceja, esperando unos segundos Hasta que este asintió.
—Tenemos permiso para transitar, señora —informó.
—Muy bien. Transmita mi agradecimiento a la Central de la Confluencia —dijo, y volvió a dirigirse al jefe Killian—. Llévenos, timonel.
—A la orden, señora.
El Intrépido avanzó con una aceleración de apenas veinte gravedades, alineándose perfectamente junto a los carriles invisibles de la confluencia, y Honor vigiló absorta su visor. Gracias a Dios que tenían ordenadores. Si hubiese tenido que hacer a mano los cálculos necesarios para estas cosas, probablemente se habría cortado el cuello ella misma hace años. Pero a los ordenadores no les preocupaba que la persona que los manejaba fuera una inútil en matemáticas. Todo lo que necesitaban eran los datos adecuados y, a diferencia de ciertos instructores de la Academia que podría mencionar, esperaban a que se los introdujeran con una paciencia exagerada.
El código luminoso del Intrépido destelló con un brillante color verde cuando el crucero se colocó en la posición exacta, y Honor le hizo un gesto a Santos.
—Ice la vela anterior para el tránsito.
—A la orden, señora. Izando vela anterior…, ya.
Ningún observador podría haber notado el menor cambio visible en el crucero, pero la instrumentación de Honor le dijo lo que necesitaba saber cuando la cuña de impulsión del Intrépido se redujo bruscamente a la mitad de fuerza. Los nodos delanteros ya no generaban su parte de las bandas de tensión en el espacio normal, sino que se habían reconfigurado para crear un disco circular de gravedad concentrada que se extendía más de trescientos kilómetros en todas direcciones desde el casco del crucero. La vela de Warshawski, inútil en el espacio normal, era el secreto del viaje hiperespacial, y la confluencia no era más que un embudo concentrado de hiperespacio, como un huracán congelado eternamente en el espacio normal.
—Preparada para izar la vela posterior a mi señal —ordenó Honor mientras el Intrépido continuaba arrastrándose hacia delante bajo el único empuje de sus impulsores de popa. Parpadeó una nueva lectura de salida y Honor contempló sus dígitos bailar, ascendiendo de modo constante mientras la vela anterior se adentraba más y más en La confluencia. Tenía un margen de casi quince segundos en ambos sentidos, pero ningún capitán quería parecer descuidado en una maniobra así, y…
Los parpadeantes dígitos alcanzaron el límite. La vela anterior ya obtenía de las eternamente torturadas ondas de gravedad de la confluencia la potencia necesaria para poder moverlos, y Honor asintió a Santos.
—Ice la vela posterior ya —dijo secamente.
—Izando vela posterior —replicó la ingeniera, y el Intrépido pegó un tirón cuando su cuña de impulsión desapareció por completo y una segunda vela de Warshawski cobró vida al extremo opuesto del casco que la primera.
Honor vigiló de cerca al jefe Killian, puesto que la transición desde impulsión a vela era una de las maniobras más complicadas a las que tenía que enfrentarse un timonel, pero el diminuto suboficial jefe ni siquiera parpadeó. Sus manos y dedos se movieron con una confianza absoluta, desplazando delicadamente el crucero a lo largo de la conversión sin apenas un temblor. La capitana reparó con satisfacción en su destreza y después volvió a posar su atención en la pantalla de maniobras, al tiempo que el Intrépido ganaba cada vez más impulso delantero.
Killian mantuvo firme la nave y Honor parpadeó cuando la asaltó la primera y habitual impresión de mareo. Muy pocas personas llegaban a adaptarse del todo a la indescriptible sensación de cruzar la división entre el espacio normal y el hiperespacio, y resultaba aún peor en el tránsito de una confluencia, puesto que el gradiente era mucho más pronunciado. Pero por el mismo motivo, se recordó a sí misma, desaparecía antes, y se concentró en parecer despreocupada mientras las náuseas cobraban fuerza.
El visor de maniobras volvió a parpadear y, durante un instante que ningún cronómetro o sentido humano podía medir, el Intrépido dejó de existir. En un momento estaba aquí, en el espacio manticoriano, y al siguiente allí, a solo seiscientos minutos luz de la estrella llamada Basilisco ya algo más de doscientos diez años luz de distancia de Mantícora en el espacio einsteniano. Honor tragó saliva aliviada y su náusea se desvaneció, desapareciendo junto a la energía de tránsito que radiaba desde las velas del Intrépido.
—Tránsito completo —informó el jefe Killian.
—Gracias, timonel. Lo ha ejecutado muy bien —respondió Honor, pero la mayor parte de su atención volvía a centrarse en el indicador de la interfaz de velas, donde los números descendían alocados, incluso más rápidamente de lo que habían subido—. Ingeniería, reconfigure a impulsión.
—A la orden, capitana. Reconfigurando a impulsión ya.
El Intrépido plegó de nuevo las velas en su cuña de impulsión y avanzó, ahora más rápidamente, junto a la línea de tráfico entrante de Basilisco. Honor inclinó la cabeza con satisfacción; el manejo dé la nave era una de las pocas áreas en las que nunca había dudado de su propia competencia, y aquella maniobra rutinaria había salido todo lo bien que podía pedirse. Confiaba en que fuese una señal para el futuro.
Se fijó en que los códigos de luz de la pantalla táctica estaban mucho más dispersos que en Mantícora. No había ninguna fortificación, solo un cúmulo de boyas de navegación y la (relativamente) pequeña masa del Control de Tráfico de Basilisco, casi perdido en la confusión de cargueros que esperaban transitar.
—Radio, notifique al Control de Basilisco nuestra llegada y pida instrucciones.
—Sí, señora —replicó Webster, y Honor se recostó y colocó las manos en los apoyabrazos de la silla de mando. Allí estaba. Ya habían tocado fondo, porque no podía pensarse en un destino menos atractivo, pero quizá lograra convertir eso en una ventaja. ¡Ciertamente, ya solo podían ir a mejor! Y a pesar de toda la humillación, en la Estación Basilisco tendrían tiempo suficiente para dejar atrás los desastrosos ejercicios de la flota y llegar a alcanzar el estilo de tripulación que había tenido en mente desde el principio.
Notó que la cola de Nimitz pasaba sigilosa junto a su cuello, y confió en no estar haciendo castillos en el aire.
—Mensaje del Control de Basilisco, capitana.
Honor salió de sus pensamientos e hizo un gesto a Webster para que prosiguiera.
—Nos dan instrucciones de que procedamos a situarnos en la órbita de Medusa y allí reunimos con el oficial superior del destacamento, a bordo del NSM Brujo, capitana.
—Gracias. —Honor logró mantener su respuesta libre de burlas, puesto que el Intrépido llevaba casi cuarenta minutos manteniendo su posición inicial de estacionamiento a dos segundos luz de la terminal. En total, llevaban en el espacio de Basilisco más de cincuenta y tres minutos, lo que parecía indicar que a bordo del control había un serio desbarajuste en el tráfico de mensajes. Las instrucciones de ruta del Intrépido debían de haber sido transmitidas al control mucho antes de que ellos llegaran/dado el intervalo de diez horas y pico entre la terminal y Medusa, el único planeta habitable del sistema. El hecho de que control hubiera necesitado cerca de una hora solo para encontrarlas, pensó Honor, no hablaba muy bien de su eficiencia en otros asuntos.
—Agradézcales la información —añadió un instante después, y giró la silla para encarar al teniente Stromboli—. ¿Tenemos un rumbo para Medusa, teniente?
—Eh, no, señora —el fornido oficial se sonrojó bajo su aspecto formal y después se lanzó a introducir cálculos en su consola.
Honor esperó con paciencia, aunque el teniente debería haber calculado la ruta a Medusa de forma casi instintiva, puesto que obviamente era su destino más probable. Un astrogrador atento trataba de anticiparse a las necesidades de su capitán sin preguntar, y el frenesí de Stromboli demostraba que también él se daba cuenta de ello. El astrogrador se mordió los labios mientras se concentraba en el panel y sus ojos rehusaron enfrentarse a los de la capitana mientras trabajaba, como si temiera que se lo recriminara en cualquier momento.
Pero ella no lo hizo. Si uno de sus oficiales necesitaba una reprimenda, se la daría en privado, igual que se empeñaba en felicitarlos en público. ¡Sin duda, a esas alturas ya deberían saber eso! Soltó otro suspiro y se contuvo de repiquetear con el pie sobre el puente.
—El rumbo es cero-ocho-siete por cero-uno-cuatro a cuatrocientas gravedades, con el cambio en uno-cinco-punto-cero-siete horas, señora —anunció Stromboli finalmente.
—Gracias, teniente —dijo Honor con seriedad; y él se sonrojó aún más. No había necesidad de ninguna reprimenda, decidió la capitana. Era poco probable que Stromboli quisiera pasar una vergüenza así una segunda vez. Miró a Killian.
—Siga el rumbo, timonel.
—A la orden, señora. Yendo a cero-ocho-siete cero-uno-uno. Aceleración cuatro-cero-cero gravedades —replicó Killian con una voz inexpresiva. El Intrépido se zambulló en su nuevo rumbo y comenzó a acelerar. El silencio del puente de mando resultaba incómodo, como el de unos escolares pillados por el nuevo profesor con un examen sorpresa.
—Táctica, consulte la información del Brujo, por favor. Veamos quién es nuestro oficial al mando —dijo Honor más por romper la tensa quietud que por otro motivo, aunque ahora que pensaba en ello, lo cierto era que el Control de Basilisco ya debería haberles pasado esa información. Más ineptitud. Tal vez fuera un efecto secundario de estar exiliados en aquel lugar, pero desde luego ella pensaba asegurarse de que no infectase también a su nave.
Estaba alargando la mano para coger la taza de chocolate del posavasos de su reposabrazos cuando Venizelos informó:
—Aquí está, señora. Brujo, CA Dos-Siete-Siete. Trescientas kilotoneladas. Es de la clase Caballero Estelar y al mando está el capitán lord Pavel Young.
La mano se le congeló a tres centímetros de la taza, y después siguió avanzando. Fue una leve vacilación, no más larga que un segundo, pero el comandante McKeon alzó la vista bruscamente y sus ojos se entrecerraron al detectar la reacción de Honor.
Era algo muy sutil, más percibido que visto, una leve tensión en sus labios. Durante un instante se le marcaron los bordes de sus afilados pómulos y se le arrugó la nariz. Eso fue todo, pero el ramafelino que tenía encima de su asiento se estiró por completo, con las orejas caídas, los labios encogidos mostrando sus afilados colmillos y las zarpas tensas que dejaban ver medio centímetro de garras blancas y curvadas.
—Gracias, teniente. —La voz de Harrington fue tan cortés y equilibrada como siempre, pero había algo nuevo en ella; una incomodidad, una fría amargura que chocaba con su habitual y exasperante autocontrol.
El comandante la observó beber su chocolate y volver a colocar pulcramente la taza, y se esforzó por recordar si había oído hablar antes de lord Pavel Young. Nada le vino a la mente, y se mordió un labio por dentro.
¿Había existido algo entre ella y Young? ¿Algo que pudiese afectar al Intrépido? Su repentina interrupción, unida a la fuerte reacción del ramafelino, parecían sugerir que así era, y con cualquier otro capitán habría buscado alguna excusa para preguntarle al respecto en privado. No por curiosidad morbosa, sino porque su trabajo consistía en enterarse de cosas así para proteger a la nave y a su oficial al mando de cualquier problema que pudiera limitar su eficiencia.
Pero las barreras que lo aislaban de Harrington ya eran demasiado gruesas para poder hacer eso. Notó cómo esos parapetos se alzaban y lo mantenían pegado a la silla. Honor se levantó entonces sin prisas, aunque él creyó notar cierta brusquedad en su movimiento, una oculta premura.
—Comandante McKeon, queda al mando. Estaré en mi camarote.
—A la orden, señora. Tomo el mando —respondió de forma automática. Ella asintió y sus oscuros ojos lo miraron directamente con una dureza extraña, peligrosa. Entonces recogió a su ramafelino y se dirigió al ascensor del puente. La puerta se cerró tras ella.
McKeon se levantó y cruzó la sala hasta la silla de mando. Se sentó en ella, notando el calor que había dejado el cuerpo de la capitana. Se obligó a apartar la mirada del ascensor y se recostó contra los moldeados cojines, preguntándose qué nuevo desastre aguardaba en el destino del Intrépido.