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La euforia que había embargado a toda la nave tras la «destrucción» de la nave insignia del almirante D’Orville brillaba ahora por su ausencia. Honor observaba a su asistente verter el café; el delicioso aroma del líquido invadió la silenciosa y pequeña sala de reuniones, pero la taza que el asistente de primera clase MacGuiness colocó al alcance de Honor contenía chocolate caliente. La capitana nunca había entendido cómo era posible que algo que olía tan bien como el café pudiera saber tan mal, y de nuevo se preguntó si los árboles del café manticorianos no habrían mutado de algún modo en su nuevo hábitat. A veces ocurrían cosas así, pero dudaba que fuera la respuesta en este caso, dado el espantoso entusiasmo con el que la mayoría de los oficiales de la RAM bebía ese brebaje repugnante.
Aunque nadie estaba mostrando hoy mucho entusiasmo.
Ocultó un suspiro tras su cara de póquer y dio un sorbo a su chocolate. Las cosas salieron mejor de lo que se había atrevido a esperar en el grave apuro de las recientes maniobras de la Flota. Pero, como para compensar, los problemas posteriores habían resultado ser más desastrosos de lo que ella hubiese temido. Como esperaba, D’Orville y sus capitanes de escuadrón se habían dado exacta cuenta de lo que les había hecho el Intrépido, y su vergonzosa actuación los empujó a asegurarse de que no volviera a ocurrir. Más que eso, les había hecho albergar un resentimiento personal contra el Intrépido (dijera lo que dijera el almirante D’Orville sobre su admiración por la maniobra), en especial después de que apareciesen los acorazados aislados y bombardearan a los agresores supervivientes hasta obligarlos a una ignominiosa retirada con pérdidas del cuarenta y dos por ciento.
En los siguientes ejercicios, los capitanes de D’Orville ya estaban esperando a Honor. De hecho, sospechaba que varios de ellos estaban más preocupados por poner al descubierto al Intrépido que por ganar la maniobra: En un total de catorce «enfrentamientos», el crucero ligero había sido «destruido» en trece, y solo en dos ocasiones había logrado llevarse otra nave por delante (aparte del Rey Roger, por supuesto).
El efecto sobre la moral de su tripulación había sido brutal. Ser martilleado de esa forma resultaría duro para cualquiera, pero era especialmente doloroso tras la euforia de haber vencido a la nave insignia enemiga, y las comunicaciones de la almirante Hemphill lo habían hecho aún peor, Lady Sonja se había quedado estupefacta por lo fácilmente que quedaba contrarrestada su arma secreta (y, sin lugar a dudas, sus esperanzas para un ascenso adelantado) una vez era conocida por el otro bando, y sus mensajes a la capitana del Intrépido habían pasado de elogiosos a quejumbrosos y finalmente mordaces… y aún peor. Tenía que saber que no era culpa de Honor, pero eso no la hacía más feliz.
Ni había hecho que la tripulación del Intrépido se sintiera más feliz con su nueva jefa. Su respeto por el éxito inicial se había transformado en algo mucho menos admirativo, y su orgullo por su nave (y por sí mismos) se había visto erosionado en gran medida. Ser «eliminados» tantas veces ya era deprimente de por sí, pero las tripulaciones de los agresores lo habían empeorado con sus poco disimuladas sonrisas en los intervalos entre ejercicios. La pérdida de confianza de la tripulación era mala en cualquier circunstancia, pero en una nave con un nuevo capitán podía resultar catastrófica. Quizá, pensaban, la capitana Harrington no había sido aquel día tan brillante como pareció. ¿Y si había sido pura suerte y no habilidad? ¿Y si se encontrasen en una situación de combate real y lo tiraba todo por la borda?
Honor sabía lo que pensaban. En su situación, ella podría haber pensado lo mismo, y si se creían que ellos lo estaban pasando mal, que lo intentasen un rato desde la silla del capitán.
—Muy bien, damas y caballeros —dijo por último, volviendo a colocar la taza en el platillo y dirigiéndose a sus oficiales allí reunidos. Las tazas de café imitaron a su chocolate y miradas recelosas confluyeron sobre ella:
Honor se había empeñado en reunirse con todos sus oficiales ejecutivos de modo regular. No era algo obligado, y muchos capitanes preferían delegar esas actividades en sus primeros oficiales, ya que era tarea del segundo de a bordo asegurarse de que todo iba bien en la nave. Honor, por el contrario, prefería recibir informes de modo regular y de primera mano. Puede que eso requiriera un poco de esfuerzo adicional, para que no pareciera que minaba la autoridad tradicional del segundo, pero le parecía que los oficiales de una nave solían trabajar juntos (y con su capitán) de modo más eficaz si tenían la posibilidad de airear los problemas y los éxitos, y de discutir las necesidades de sus departamentos junto a su capitán. El sistema había funcionado bien en el Ala de Halcón, donde la colaboración entusiasta de sus oficiales había contribuido en gran medida a los éxitos del destructor. Pero en el caso del Intrépido, no acababa de cuajar. Entre sus nuevos subordinados pesaba más el miedo a que ella los culpara por los fracasos de la nave, que el interés que pudieran sentir por la oportunidad de compartir sus ideas con ella.
Ahora los miraba a la cara y percibía su propio fracaso en sus rígidas posturas y sus expresiones impasibles. El teniente Webster, su oficial de comunicaciones, estaba de guardia, pero todos los demás estaban presentes… para bien o para mal.
El capitán de corbeta McKeon la miró desde el otro extremo de la mesa, tenso y con la faz demudada, un enigma que ocultaba dudas internas más allá del desastroso resultado de las maniobras. La capitana de corbeta Santos, jefa de ingenieros y solo por debajo de McKeon, se sentaba a la derecha de Honor con aspecto inexpresivo, con los ojos fijos en la pantalla en blanco de su memobloc como si para ella no existiese el resto de la sala. El teniente Stromboli, el astrogrador, fuerte, voluminoso y de cejas oscuras, se encorvaba sobre su silla como un niño malhumorado. El pulcro y delgado teniente Venizelos se sentaba justo enfrente, con los ojos desenfocados y esperando con resignación manifiesta a que comenzara la discusión. Pese a ello su resignación contenía un aire de bravuconería, como si el oficial táctico la desafiara a culparlo por las malas actuaciones del Intrépido (y como si se temiera que ella lo pensase).
El capitán Nikos Papadapolous se sentaba tras Stromboli, meticulosamente elegante en el uniforme verde y negro de los Reales Infantes de Marina de Mantícora y, a diferencia de los demás, parecía casi cómodo aunque curiosamente distante. Pero claro, en muchos sentidos el cuerpo de marines dictaba sus propias normas, puesto que los infantes de marina eran siempre extraños en una nave. Eran tropas del ejército en un ambiente naval y siempre tenían presente esa distinción. Por ello, a diferencia del personal de la Armada, los infantes de Papadapolous no tenían nada que reprocharse. Iban a donde iba la nave y hacían lo que se les ordenaba; si los enclenques de la Armada que constituían la tripulación la cagaban, era cosa suya, no del cuerpo.
La comandante médico Lois Suchon estaba situada frente a Papadapolous en la mesa. Honor trataba de no sentir un desagrado especial por la doctora del Intrépido, pero le costaba mucho. Sus propios padres eran médicos, y de hecho su padre había alcanzado el mismo rango que Suchon antes de retirarse, por lo que Honor tenía una buena noción de la gran ayuda que podía suponer un doctor. Pero Suchon, por el contrario, era más distante aún que Papadapolous. Los médicos eran especialistas, no oficiales de la cadena de mando, y la petulante y enjuta Suchon no parecía interesarse por nada ajeno a su enfermería y su farmacia. Lo que era peor, parecía considerar su responsabilidad de la salud de la tripulación como una especie de fastidiosa molestia, y Honor encontraba muy difícil perdonar a un médico algo así.
Su mirada dejó atrás a Suchon y se posó en los dos oficiales que rodeaban a McKeon. La teniente Ariella Blanding, su oficial de suministros, la más joven de todos los oficiales presentes, parecía tener miedo de que su capitana saltara sobre ella en cualquier momento, a pesar de que su departamento había actuado hasta entonces sin un solo fallo. Blanding era una mujer pequeña, de cara dulce y ovalada y pelo rubio, pero sus ojos iban continuamente de un lado a otro, como un ratón que trata de vigilar a demasiados gatos a la vez.
La teniente Mercedes Brigham se sentaba frente a Blanding, como si se hubiera situado allí deliberadamente para acentuar el contraste entre ambas. Blanding era joven y rubia; Brigham era casi tan vieja como para ser la madre de Honor, y tenía la piel oscura y curtida. Era la oficial de navegación del Intrépido, un puesto que se estaba reduciendo progresivamente en la Armada, pero eso a ella no parecía preocuparla. Nunca destacó como para ascender por encima del rango de teniente, pero pese a ello su cara, agradable y acogedora, solía mostrar un aire de discreta maestría, a pesar de que ya debía de saber que nunca ascendería a una graduación superior después de tantos años. Y si bien se mostraba tan reservada como los demás, al menos no parecía tener miedo físico de su capitana.
Al menos eso era algo, pensó Honor al completar su repaso y obligarse a no ladrar una orden para que mostraran más agallas. No serviría de nada y los convencería de que sus miedos estaban justificados. Además, sabía exactamente de dónde provenía su actitud defensiva. Ella misma había conocido a capitanes que descargaban sus frustraciones sobre sus oficiales. Al fin y al cabo, alguien debía tener la culpa de que las cosas salieran tan mal, y el miedo de sus oficiales a que Honor hiciera exactamente eso era tan palpable que durante aquellas reuniones había empezado a dejar a Nimitz en su camarote. El ramafelino era demasiado sensible a las emociones como para someterlo a algo así.
—¿Cuál es el estado de nuestra petición de reaprovisionamiento, segundo? —preguntó a McKeon. El primer oficial lanzó una mirada a Blanding y después se enderezó en su silla.
—Está programado que nos lleguen los suministros el lunes, comenzando a las doce treinta horas, señora —dijo secamente. Demasiado secamente. McKeon mantenía sus contactos personales con Honor al mínimo posible, erigiendo una barrera que ella no lograba atravesar. Era un oficial dinámico, eficiente y evidentemente competente, pero no existía el menor trato entre ellos.
Se mordió la lengua para contener un deseo repentino de darle una bofetada. El primer oficial de una nave de guerra debía ser el puente esencial entre el capitán y sus demás oficiales y tripulación, el alter ego del comandante y su administrador, así como su segundo al mando. McKeon no era nada de eso. Era demasiado buen oficial como para alentar discusiones abiertas entre sus subordinados sobre los fracasos del Intrépido (o de su capitana), pero un silencio podía decir muchas cosas. El silencio de McKeon era más elocuente que el de la mayoría, y no solo contribuía poderosamente a aislar a Honor de sus oficiales, sino que ese aislamiento se estaba transmitiendo también a la tripulación.
—¿Alguna noticia sobre esos palés de misiles que pedimos? —preguntó ella, tratando una vez más de romper la gélida formalidad.
—No, señora —McKeon tecleó una breve anotación en su memobloc—. Lo volveré a consultar con Logística de la Flota.
—Gracias. —Honor logró no suspirar y abandonó sus intentos. En vez de eso, se volvió hacia Dominica Santos—. ¿Cuál es la situación de la mejora de la lanza gravitacional, comandante? —preguntó con una voz clara y serena que ocultaba su inminente desesperación.
—Creo que tendremos instalados los nuevos circuitos de convergencia para una prueba directa al final de la guardia, señora —respondió Santos, tecleando en su propio memobloc para que se encendiera. Estudió la pantalla, sin mirar en ningún momento a Honor—. Después tendremos que…
Alistair McKeon se recostó para escuchar el informe de Santos, pero su atención estaba en otra parte.
Observó la silueta de Harrington y un resentimiento frío y estremecedor le quemó la garganta como un ácido. La capitana parecía tan calmada y sosegada como siempre, hablaba y escuchaba cortésmente, como siempre, y eso solo hacía que la aborreciera aún más. El mismo era un oficial táctico y sabía con exactitud lo imposible que había sido la tarea de Harrington, pero pese a ello no podía librarse de la persistente sospecha de que él podría haberlo hecho mejor que ella. Desde luego no podría hacerlo peor, pensó con malicia, y de inmediato se sintió culpable.
Maldición, ¿qué le estaba pasando? ¡Se suponía que era un oficial profesional de la Armada, no una especie de escolar celoso! Su trabajo consistía en apoyar a su capitán, en encargarse de que sus ideas funcionasen, no en sentir una corrosiva satisfacción cuando fallaba. Su incapacidad para superar sus sentimientos personales lo avergonzaba, lo que por supuesto solo lograba empeorarlos.
Santos terminó su informe y Harrington se volvió con idéntica cortesía hacia el teniente Venizelos. Esa tendría que haber sido otra de las tareas de McKeon. Él era el que debía mantener la reunión en movimiento, haciendo surgir los temas que sabía que debían ponerse en conocimiento de la capitana y reforzar así sutilmente su autoridad. Pero en vez de eso, aquella era una más de las tareas que evitaba, y en su interior sabía que él mismo se estaba acorralando en una esquina. El hábito pronto le haría imposible reclamar las responsabilidades que había desatendido durante tanto tiempo, y cuando Harrington acabara por creer, con razón, que sencillamente no podía contar con él, dejaría de darle la oportunidad de demostrarlo.
Alistair McKeon sabía cómo acabaría aquello. Uno de los dos tendría que irse, y no sería la capitana. Ni debería serlo, se dijo con mordaz honestidad.
Miró de nuevo a su alrededor en la sala de reuniones, y sintió algo muy similar al pánico. Podía perder todo aquello. Sabía que no podía aspirar a comandar el Intrépido, pero sus propias acciones (y omisiones) podían incluso alejarlo de la nave. Lo sabía, pero no era suficiente con saberlo. Por primera vez en su carrera, comprender cuál era su deber no le bastaba para cumplirlo. Por mucho que lo intentara, no podía superar todo su resentimiento ni el disgusto que surgía de este.
Sintió una repentina y terrible tentación de confesar sus sentimientos y fallos a la capitana. De suplicarla que encontrara una solución por él. Estaba convencido de que, de alguna manera, esos ojos marrones oscuros le escucharían sin condenarlo, esa serena voz de soprano le contestaría sin desdén.
Y eso, por supuesto, era lo que lo hacía imposible. Supondría la capitulación final, el reconocimiento de que Harrington se merecía el mando que él, desde el primer momento, había sabido que no podría obtener.
Apretó los dientes y pasó la mano en silencio por la tapa de su memobloc.
Resonó la señal de aviso y Honor apretó el botón del intercomunicador.
—El oficial de comunicaciones, señora —anunció secamente el tradicional centinela marine, y ella notó que se le arqueaba una ceja.
—Que pase —invitó, y la escotilla siseó al abrirse y dejar paso al teniente Samuel Houston Webster.
Honor lo invitó a que se sentara en la silla situada frente a su escritorio, y Nimitz se puso sobre sus cuartos traseros para lanzarle un bleek de bienvenida mientras el larguirucho teniente cruzaba el camarote para tomar asiento. Como siempre, el felino era un barómetro fiable de los sentimientos de Honor. Ella despreciaba a los capitanes que tenían favoritos entre sus oficiales, pero si hubiese sido del tipo de personas que hacía esas cosas, Webster hubiera sido su elección.
De todos los oficiales del Intrépido, era el más alegre y el que parecía menos temeroso de su capitana. O, pensó ella con cinismo, quizá simplemente era al que menos preocupaba verse salpicado por el evidente descontento de la almirante Hemphill con dicha capitana. Era un joven pelirrojo excesivamente alto que daba la impresión de tener demasiada poca carne en los huesos, pero también era muy, muy bueno en su trabajo… y primo tercero del duque de Nueva Tejas. Honor normalmente solía sentirse a disgusto ante subordinados provenientes de tales cumbres aristocráticas enrarecidas, pero nadie podía sentirse así delante de Webster, y le dedicó una suave sonrisa mientras él se sentaba.
Pero para su sorpresa, él no se la devolvió. De hecho, su agradable cara, dominada por aquel escarpado mentón, lucía una expresión de grave contrariedad mientras depositaba una placa de mensajes sobre su mesa.
—Acabamos de recibir un comunicado del Almirantazgo, señora —dijo—. Orden de traslado a una nueva estación.
Algo en el modo en que lo dijo (y el hecho de que se lo hubiera traído en persona en vez de enviarlo con un mensajero o a través del intercomunicador) llenó de temor a Honor. Controló su expresión y mantuvo un gesto de tranquila curiosidad, al tiempo que tomaba la placa. Entonces se mordió el labio de consternación mientras repasaba la pantalla y la breve y lacónica disposición.
La Estación Basilisco. ¡Dios, sabía que había disgustado a Hemphill, pero la almirante debía de estar mucho más molesta de lo que creía!
—Ya veo —dijo con serenidad. Dejó a un lado la placa electrónica y se recostó en el asiento. Nimitz saltó con destreza desde su posición elevada hasta su hombro, rodeando protector con su, mullida cola la garganta de Honor, y ella alzó la mano para acariciarle la cabeza.
Webster no dijo nada. De hecho, no había gran cosa que pudiera decir.
—Bien —Honor respiró profundamente—, al menos ya lo sabemos. —Apretó el pulgar contra el visor de la placa de mensajes, dando oficialmente por recibidas las nuevas órdenes, y después se la devolvió a Webster—. Páseselo al comandante McKeon, por favor. E infórmele, junto con mis saludos, de que le estaría agradecida si se reúne con el teniente Stromboli y la teniente Brigham para recomprobar y actualizar las cartas de Basilisco.
—Sí, señora —respondió quedamente el oficial de comunicaciones. Se levantó, saludó y se alejó. La escotilla se deslizó tras él hasta volver a cerrarse, y Honor cerró los ojos doliente.
El destacamento del Sistema Basilisco no era un puesto de guardia: era el exilio. El olvido.
Se levantó y paseó por la cabina, acunando a Nimitz en los brazos y notando cómo ronroneaba contra su pecho, pero esta vez ni sus esfuerzos podían sacarla de la más negra depresión. Estaba rodeada de oficiales que la temían, de un segundo capitán menos accesible que un iceberg de Esfinge, una tripulación que la culpaba por los fracasos de la nave, y ahora esto.
Se mordió el labio hasta que se le humedecieron los ojos, y recordó lo feliz y orgullosa que había estado el día que asumió el mando. Ahora esa alegre previsión se había, hecho irreal e inalcanzable, incluso en sus recuerdos, y le entraron ganas de llorar.
Detuvo su caminar y se quedó rígida. Después inhaló muy profundamente, le dio un último abrazo a Nimitz y se lo puso al hombro. Muy bien, estaban barriendo debajo de la alfombra al Intrépido y a su capitana, expulsándolos lejos del pueblo porque suponían una vergüenza para la almirante Hemphill. No había nada que ella pudiera hacer al respecto, excepto tragarse la medicina, aunque no se la mereciera, y cumplir lo mejor que pudiera los deberes que le habían encomendado. Y, se dijo con decisión, el hecho de que la Estación Basilisco; se hubiera convertido en el purgatorio de la RAM no significaba que no fuera importante.
Volvió a su escritorio, intentando no pensar en la reacción de su tripulación cuando se enterara de las nuevas órdenes, y picó la entrada de Basilisco en su terminal de datos. No porque realmente necesitara la información, sino con la vana esperanza de que releerlo lograra que la píldora fuese menos amarga.
Ser enviado a Basilisco no tendría por qué ser una desgracia. El sistema era de importante (y cada vez más creciente) valor económico para el Reino, por no mencionar su importancia estratégica militar. Era además la única posesión territorial de Mantícora fuera del sistema, y solo eso debería haberla convertido en un prestigioso destino.
El sistema de Mantícora tenía una binaria distante G0/G2[7], y era único en la galaxia conocida por poseer tres planetas de tipo terrestre: Mantícora, Esfinge (el planeta de Honor) y Grifo. Gracias a, esa cantidad de terreno habitable, históricamente nunca había existido mucha presión en el Reino por expandirse a otros sistemas, y durante cinco siglos-T, no se había hecho.
Posiblemente aún seguiría así la situación de no ser por la conjunción depresiones nacidas de la confluencia del agujero de gusano de Mantícora y la amenaza havenita.
Honor hacía oscilar suavemente la silla de lado a lado, escuchando los ronroneos de Nimitz, ya menos nerviosos, y frunció los labios.
La confluencia de Mantícora era tan única como el propio sistema, con no menos de seis terminales adicionales. Eso superaba al menos en una a cualquier otra confluencia cartografiada hasta la fecha, y los astrofísicos afirmaban que las lecturas de exploración apuntaban a que debería haber al menos otra terminal por descubrir, aunque aún tenían que trabajar con los datos y aislarla.
En gran medida, la confluencia explicaba la riqueza de Mantícora. La mayor velocidad eficaz en el hiperespacio para la mayoría de las naves mercantes era poco más de mil doscientas veces la de la luz. A esa velocidad aparente, el viaje desde Mantícora a la Vieja Tierra requeriría más de cinco meses. Pero por el contrario, la terminal de Beowulf de la confluencia podía llevar a una nave a Sigma Draconis, a apenas cuarenta años luz de Sol, sin que transcurriese un tiempo apreciable.
Las ventajas comerciales eran obvias, y las extensas terminales de la confluencia se habían convertido en imanes para el traslado de mercancías, todas las cuales debían pasar por el punto central de la confluencia (en espacio manticoriano) para poder aprovecharlas. Los peajes de Mantícora eran de los más bajos de la galaxia, pero la pura lógica indicaba que generaban beneficios enormes, y el Reino servía de almacén central y nudo comercial para cientos de mundos.
Esa misma lógica hacía de la confluencia un peligro. Si cargueros de muchísimas toneladas podían atravesarlo, lo mismo podrían hacer los superacorazados, y el premio económico que ofrecía aquel punto bastaba para tentar a los vecinos codiciosos. Los manticorianos lo sabían desde hacía siglos, pero nunca les había preocupado demasiado hasta que la República Popular de Haven se convirtió en una amenaza.
Y eso finalmente había ocurrido. Tras casi dos siglos-T de déficit; tratando de apuntalar un estado de asistencia social cada vez más insolvente, Haven había decidido que no le quedaba otra opción que tornarse en conquistador y apropiarse así de los recursos precisos para mantener entre sus ciudadanos el nivel de vida al que estaban acostumbrados; y a lo largo de las últimas cinco décadas la Armada Popular había demostrado su capacidad para lograrlo. Haven ya controlaba una terminal de la confluencia (la Estrella de Trevor, conquistada doce años-T atrás), y a Honor no le cabían dudas de que la «república» ansiaba añadir el resto a su saca. En especial, pensó con un familiar escalofrío, el nexo central, puesto que sin la propia Mantícora las demás terminales resultaban de limitada utilidad.
Era por eso por lo que el Reino se había anexionado Basilisco tras su descubrimiento, veintitantos años manticorianos atrás. El único planeta habitable (por decir algo) de aquella estrella G5 había complicado la decisión, porque albergaba una especie nativa sintiente y los liberales se habían horrorizado ante la posibilidad de que Mantícora «conquistase» a una raza aborigen. Los progresistas, por otro lado, se habían opuesto a la anexión porque ya se daban cuenta de que Haven algún día pondría sus miras en la Confederación Silesiana, lo que los llevaría justo más allá de Basilisco. Una soberanía manticoriana, temían, sería vista por los ojos havenitas como una amenaza directa, una «provocación», y su concepto de política exterior consistía en apaciguar a Haven, no en irritarla. En cuanto a la Asociación Conservadora, cualquier cosa que amenazase con implicarlos en los asuntos galácticos más allá de sus bonitas y acogedoras fronteras era anatema para ellos.
Todo esto explicaba por qué Basilisco se había convertido en la manzana de la discordia entre los principales partidos políticos. Los centristas y los monárquicos habían sacado adelante la anexión solo por un minúsculo margen en la Casa de los Lores, a pesar de la amplia evidencia de que los Comunes (incluidos muchos de los más firmes aliados de los liberales) estaban fuertemente a favor. Pero aun así, para poder aprobarla entre los Lores el Gobierno se había visto obligado a aceptar todo tipo de restricciones y limitaciones, entre ellas la terriblemente estúpida (en opinión de Honor) disposición de que no se construiría en el sistema ninguna fortificación permanente ni bases de la Flota, y que incluso las unidades móviles en el lugar deberían reducirse al mínimo.
En esas circunstancias, cabría esperar que la restricción al número de naves que podían estar allí estacionadas los empujara a enviar solo las mejores, en especial dado que el volumen de comercio que atravesaba la recién descubierta terminal había crecido a pasos agigantados. Pero en realidad, y sobre todo desde que sir Edward Janacek se había convertido en Primer Lord del Almirantazgo, el caso era justo el contrario.
Por desgracia, Janacek no había sido el primero en denigrar la importancia de Basilisco, pero al menos sus predecesores parecieron basar sus sentimientos en algo más que su política personal. La teoría anterior a Janacek, por lo que Honor había sido capaz de determinar, había consistido en que, ya que se les prohibía situar allí fuerzas capaces de mantener el sistema, no merecía la pena esforzarse en ello. Así, incluso muchos de los que apoyaban la anexión consideraban aquel destacamento como poco más que un señuelo, unos exploradores avanzados cuya destrucción sería la señal para una respuesta directa de la Flota Territorial desde Mantícora. En resumen, y como alguien había argumentado, si alguna vez se preparaba un ataque serio, no tenía sentido sacrificar más naves de las necesarias por el honor de la bandera.
Janacek, por supuesto, tenía una opinión más radical que esa. Desde que asumió el control del Almirantazgo había reducido el destacamento de Basilisco incluso por debajo de los niveles estipulados, porque él lo consideraba una amenaza y una carga, no una ventaja. Si tuviera manos libres sin duda habría olvidado el sistema por completo, pero como no podía hacer eso (del todo), al menos sí podía asegurarse de que no desperdiciaba en él ninguna nave valiosa. Así, la Estación Basilisco se había convertido en el destino de castigo de la Real Armada Manticoriana. Su vertedero, el lugar a donde se enviaba a los más incompetentes y a los que habían incurrido en la ira de Sus Señorías.
Gente como la capitana Honor Harrington y la tripulación de la Intrépido.