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—Llamada general de la nave insignia, señora: «Preparativo Baker-Golf-Siete-Nueve».

Honor se dio por enterada asintiendo al informe del teniente Webster, sin alzar la vista de su pantalla. Había estado esperando la señal desde el momento en que los Agresores del almirante D’Orville adoptaron su vector final de aproximación y Siete-Nueve era, de un modo muy literal, su propia creación. Probablemente el oficial de operaciones de la almirante Hemphill no lo viera así, pero el capitán Grimaldi, el jefe del estado mayor de Hemphill, se había dado cuenta de lo que pretendía Honor y apoyó sus insinuaciones y sus educadas sugerencias con sorprendente agudeza. Incluso le había dado su aprobación, tácita tras el informe final de capitanes, lo que había empujado a Honor a replantearse firmemente su opinión sobre él, a pesar de su presencia en el bando de Hemphill. Tampoco es que hiciera falta ser una lumbrera para darse cuenta de que ningún avance convencional permitiría a un crucero ligero, fuese cual fuese su armamento, sobrevivir hasta llegar a distancia de ataque de una flota de combate enemiga.

No quedaban muchas opciones para un capitán que se enfrentara a una acción militar normal dentro del límite de hiperespacio de una estrella. Era relativamente sencillo ocultar una nave, aunque fuese de gran tamaño (aunque estuviese, lógicamente, a mayor distancia), limitándose a apagar sus impulsores y anulando así los detectores pasivos del enemigo, pero el motor de impulsión no era mágico. Incluso con la aceleración de más de quinientas gravedades que podían alcanzar un destructor o un crucero ligero, llevaba su tiempo generar cambios apreciables en el vector de avance, así que esconderse apagando la energía solo suponía cierta utilidad limitada. Después de todo, no era nada bueno ocultarse cuando el enemigo estaba cargando contra ti al cincuenta o sesenta por ciento de la velocidad de la luz, y si acelerabas para ir a por él, dejabas de estar escondido.

Todo eso implicaba que un almirante no podía ocultar sus maniobras ante su oponente sin arriesgarse a perder el contacto. Y como esconderse no tenía normalmente sentido, solo quedaban dos opciones prácticas: lanzarse contra el enemigo de cabeza en un brutal choque, o intentar engañarlo mostrándole algo que no fuese exactamente lo que él se pensaba. Dados los prejuicios que sentía la almirante Hemphill en favor de la tecnología, había hecho falta toda la capacidad de persuasión de Honor para introducir en el plan de batalla el menor engaño, puesto que lady Sonja prefería concentrar una descomunal potencia de fuego y limitarse a machacar al enemigo hasta que cediera, lo que al menos tenía la virtud de la sencillez.

Sin el apoyo de Grimaldi, hubiese resultado muy poco factible que un comandante de bajo rango (aunque fuese el elegido especialmente para encargarse del arma secreta de Hemphill) pudiera haberla convencido. Pero eso casi le convenía a Honor. El almirante D’Orville conocía tan bien como los demás a Hemphill, y lo último que esperaría de ella sería una actitud furtiva. Si los defensores lograban engañarlo para que malinterpretara lo que veía, mejor que mejor; y si no, perderían muy poca cosa, solo el Intrépido.

Así, Honor contempló como el resto de la fuerza expedicionaria de los defensores se aproximaba a ella. En otros dieciséis minutos, todos la habrían sobrepasado y seguirían adelante, dejando su crucero ligero solo y aislado casi en la trayectoria de los agresores.

El almirante de los Verdes, Sebastian D’Orville, frunció el ceño, reflexionando sobre su propio plan a bordo del superacorazado NSM Rey Roger, y después contempló su panel visual. Las representaciones visuales no servían para coordinar batallas en el espacio profundo, pero ciertamente eran espectaculares. Las naves de D’Orville cargaban de frente a casi ciento setenta mil kilómetros por segundo (cerca de 0,57 c) y el campo de estrellas que tenían ante ellos aparecía perceptiblemente virado al azul. Pero el Rey Roger avanzaba entre el «suelo» y el «techo» inclinados de su cuña de impulsión, y el efecto de una banda de un metro de espesor, en la que la gravedad local pasaba de cero a más de noventa y siete mil m/s2 atrapaba los fotones como un embalse de pegamento, y desviaba las armas de energía más poderosas como si fueran hilillos. Las estrellas, vistas a través de una banda de fuerza como esa, viraban al rojo de manera radical y sus posiciones aparecían considerablemente desplazadas en los monitores de visión directa, aunque al saber exactamente lo potente que era el campo de gravedad, los ordenadores lo tenían muy fácil para compensar ese efecto y poner los objetos de nuevo en su sitio.

Pero lo que resultaba posible para la nave de guerra que generaba el campo era imposible para sus enemigos. Los motores de impulsión civiles generaban una única banda a cada lado, pero los militares producían una doble banda y llenaban el espacio intermedio con pantallas de seguridad. Tal vez los sensores hostiles lograran analizar la banda externa, pero no podrían obtener lecturas precisas de las internas, y por eso no se podía apuntar a ningún objeto que estuviera detrás.

—La deceleración de la almirante Hemphill se mantiene constante, señor —el jefe de su estado mayor interrumpió sus pensamientos con nueva información de Táctica—. Entraremos dentro del alcance de misiles en otros veinte minutos.

—¿Qué tenemos de nuevo sobre su escuadrón aislado?

—Logramos una buena escucha de sus transmisiones hará unos veinte minutos, señor. Regresan a toda velocidad y han entrado en el sistema.

El tono completamente neutral del capitán Lewis hacía palpable su mofa de los oponentes, y D’Orville ocultó una sonrisa de complicidad. Sonja iba a quedar muy mal cuando hubiese acabado de patear su culo de vuelta a la capital, y eso era exactamente lo que iba a ocurrirle si trataba de entablar lucha sin contar con esos destructores retrasados. Debería haber huido hasta que pudieran unírsele y no haberle plantado cara tan pronto, pero al menos su ausencia explicaba la trayectoria de la almirante. Estaba muy lejos de los planetas que se suponía que tenía que defender, por la sencilla razón de que esa era la ruta más corta para las naves que se había olvidado de sumar al baile, y D’Orville se sintió amargamente tentado de ignorarla y lanzarse de cabeza a su objetivo. Sería muy satisfactorio «bombardear» Mantícora sin que Sonja pudiera hacer un solo disparo en su defensa, pero el objetivo que tenía asignado era capturar el planeta capitalino, no simplemente arrasarlo. Además, ningún estratega digno de sus galones dorados dejaría pasar la oportunidad de machacar a gusto dos tercios de las fuerzas enemigas. Especialmente en uno de esos raros casos en los que el enemigo no puede retirarse sin dejar desprotegido un objetivo que debe salvaguardar.

—¿Se ha completado nuestro despliegue? —preguntó.

—Sí, señor. Los exploradores están replegándose ahora mismo tras el muro.

—Bien.

D’Orville echó un vistazo al enorme visor táctico, verificando de modo instintivo los informes de Lewis. Sus naves principales se habían extendido formando el tradicional «muro de combate», apiladas tanto horizontal como verticalmente en una formación de una nave de espesor y tan apretada como permitían sus cuñas de impulsión. No era una disposición muy maniobrable, pero permitía disponer de la mayor cantidad de fuego lateral. Al igual que sus enemigos no podían atravesar sus bandas de impulsión con sus disparos, él tampoco podía disparar a través de las suyas, así que ese era el único modo práctico de conseguirlo.

Volvió a contrastar su cronómetro con las previsiones de Táctica. Diecisiete minutos para entrar en el alcance máximo de misiles.

Los primeros misiles partieron en cuanto se superó el límite. No demasiados, porque las posibilidades de acertara esa distancia eran pocas y ni siquiera las naves principales podían almacenar una cantidad inacabable de armamento, pero sí los suficientes para mantener al enemigo nervioso.

Y los bastantes para provocar urticaria a cualquier buen liberal o progresista, pensó Honor viéndolos salir. Cada uno de esos proyectiles pesaba setenta y cinco toneladas y costaba más de un millón de dólares manticorianos, incluso habiéndoles quitado las cabezas explosivas y las ayudas de penetración. Nadie era tan tonto como para usar armas que realmente pudieran abrirse paso y dañar a sus oponentes, pero la Flota había rechazado firmemente todas las presiones políticas para abandonar las maniobras con fuego real. Las simulaciones por ordenador eran valiosísimas, y todo oficial de cualquier rango y división se pasaba muchas y a menudo agotadoras horas en los simuladores, pero los disparos reales eran el único modo de asegurarse de que las armas realmente funcionaban. Y, costosos o no, los ejercicios con fuego real enseñaban a las tripulaciones cosas que ninguna simulación podía.

Pero Honor tenía otras cosas de las que preocuparse ahora que el almirante D’Orville cargaba hacia ella, y ciertamente se preocupó, porque no era precisamente la mejor matemática de la RAM. A pesar de los tests de aptitud que continuamente afirmaban que ella debería ser una magnífica devoranúmeros, sus puntuaciones en la Academia se habían negado de modo uniforme a revelar ese potencial. De hecho, casi suspendió matemáticas multidimensionales en el tercer curso, y aunque se había graduado dentro de los diez alumnos con mejores porcentajes medios, también poseía la embarazosa distinción de ser la doscientos treinta y siete (de una clase de doscientos cuarenta y uno) en matemáticas.

En aquel entonces, sus notas de matemáticas no habían mejorado precisamente su autoconfianza y habían conseguido que sus profesores se mesaran los cabellos. Sabían que Honor podía superar las matemáticas. Los tests de aptitud lo decían, sus puntuaciones en el simulador táctico hacían que se disparara la curva (lo que no era precisamente el indicador de un inútil en matemáticas) y sus puntuaciones de maniobras habían sido igual de altas. Su sentido quinestésico era agudo, podía resolver de cabeza intercepciones vectoriales tridimensionales para varias unidades (siempre que no se pusiera a pensar en lo que estaba haciendo), pero ninguna de esas habilidades se había dejado ver en sus notas de matemáticas aplicadas. La única persona a la que nunca pareció importarle fue el almirante Courvosier (solo que entonces era el capitán Courvosier), que la había machacado sin piedad hasta que llegó a creer en sí misma, dijeran lo que dijeran las notas. Si le daban una maniobra directa y real de la que preocuparse, se encontraba a gusto, pero incluso hoy día era una mediocre astrogradora, y podían darle ataques de pánico solo con pensar en exámenes de matemáticas. Y sabía que esa era la razón de los nervios que se afanaba en ocultar había tenido demasiado tiempo para preocuparse por la maniobra de aquel día.

Aun así, esto no tenía nada que ver con la navegación hiperespacial, se recordó con firmeza. Eran simplemente cuatro pequeñas y sencillas dimensiones, algo que hasta sir Isaac Newton podría haber manejado, y Honor probablemente no se habría preocupado por el asunto si le hubiera venido en frío. Cuando ocurría una cosa así, no le entraba miedo; simplemente respondía como el almirante Courvosier le había enseñado a hacer, confiando en esas habilidades en las que no parecía poder poner sus manos cognitivas, y su serie continuada de puntuaciones tácticas de «Excelente» y «Formidable» habían dejado confusos incluso a sus críticos más crueles de la Academia.

Pero en este caso había tenido cantidad dé tiempo para preocuparse antes de hora, y decirse (fundadamente) que solo la velocidad de aproximación de los agresores hacía que la situación dependiese de la sincronización no la había ayudado mucho. Aun así, el teniente Venizelos, su oficial de tácticas, había calculado las cifras cinco veces, y el capitán de corbeta McKeon las había vuelto a comprobar. Y Honor se había obligado a verificar los resultados de McKeon una docena de veces en la privacidad de su camarote. Ahora contemplaba el cronómetro mientras contaba los últimos y fugaces segundos y comprobaba los indicadores de la nave. Todo verde.

—¿Sabe, señor? —Murmuró el capitán Lewis—. Hay algo raro en todo esto.

—¿Raro? ¿Cómo es eso? —preguntó D’Orville despistadamente, mientras miraba las trazas dé los misiles aproximándose al muro de batalla de Hemphill.

—Su fuego de respuesta es bastante reducido —dijo Lewis, repasando sus propias pantallas—, y está bastante repartido, no concentrado.

—¿Umm? —D’Orville estiró el cuello para echar una ojeada a las proyecciones de objetivos de Táctica, y fue su turno de fruncir el ceño. Lewis estaba en lo cierto. Sonja era una firme defensora de la concentración de fuego (era una de sus pocas virtudes tácticas verdaderas, en opinión de D’Orville) y, dada su desventaja numérica, tendría que estar soltando todo lo que tuviera, con la esperanza de que algunos impactos afortunados lograran reducir la diferencia. Pero no estaba haciéndolo, y las cejas del almirante se juntaron por el asombro.

—¿Está seguro acerca de la posición de sus unidades aisladas? —preguntó un momento después.

—Es lo que estaba pensando yo mismo, señor. Estoy seguro de que la posición que les asignamos era correcta, pero ¿y si la nave que transmitía estuviera allí sola? ¿Cree que nos podrían estar conduciendo a una trampa?

—No lo sé. —D’Orville se acarició la barbilla y frunció aún más el ceño—. No sería su estilo, pero Grimaldi podría haberla convencido de intentar algo así. Aunque resultaría bastante arriesgado. Tendría que tenerlos en caída libre en el mismo vector base para lograrlo, y conservaríamos ventaja en el equilibrio de fuerzas incluso si todas sus naves estuvieran concentradas… —arrugó la frente y después suspiró—. Informe a Táctica para que preparen un cambio radical del rumbo, solo por si acaso.

—Sí, señor.

Un único código parpadeó con un furioso color escarlata en medio de la enorme formación de agresores representada en la pantalla de Honor, y esta sonrió. No sabía si los espías del almirante D’Orville (extraoficiales y estrictamente en contra de las normas, por supuesto) habían perforado el cinturón de seguridad erigido alrededor del Intrépido, pero los espías de la almirante Hemphill sí se habían colado en el suyo. No mucho, lo suficiente para poder identificar su nave insignia. Esa era una de las grandes debilidades potenciales de cualquier ejercicio de la Flota: cada bando poseía informes completos sobre las firmas electrónicas de las unidades del bando opuesto.

El crono se aceleró en su descenso y Honor alzó la cabeza para mirar a McKeon y al teniente Venizelos.

—Muy bien, señores.

—¡Señor, tenemos una nueva señal, rumbo…!

El frenético aviso del capitán Lewis llegó demasiado tarde, y de todos modos la distancia era pequeña para hacer algo al respecto. El almirante D’Orville apenas había empezado a girarse hacia él cuando una luz carmesí resplandeció en la pantalla principal de estado de la nave, y las alarmas de daños chillaron cuando la vasta lanza gravitatoria (activada a baja intensidad) impactó en las pantallas de babor. Era demasiado débil para infligir verdaderos daños al generador pero los ordenadores la notaron y obedientemente lanzaron su aviso de fallo justo al tiempo que una increíble salva de torpedos de energía, igualmente desprovistos de intensidad, explotó contra el, en teoría, inexistente blindaje.

El almirante dio un bote en su silla de mando mientras la pantalla visual resplandecía y brillaba con la furia de los torpedos de energía. La pantalla quedó en blanco y su maldición entrecortada e incrédula resonó por todo el silencioso puente principal al apagarse todos los sistemas de propulsión y armamento.

—¡Impacto directo, señora! —gritó Venizelos, y Honor se permitió esbozar una fiera sonrisa de triunfo cuando la nave insignia de los agresores entró en trayectoria inercia. Otras naves se despegaron rápidamente de la formación para mantener la distancia de seguridad, pero el Rey Roger estaba «muerto», bloqueado por sus propios ordenadores para simular su total destrucción a manos de un ínfimo crucero ligero. Casi merecía la pena ser el sicario personal de Horrible Hemphill a cambio de poder verlo.

Pero aún quedaba el pequeño detalle de la propia supervivencia del Intrépido.

—¡Vuelvan a subir la cuña de inmediato! —La voz de soprano de Honor era un poco más aguda de lo normal, y pese a ello más calmada que la de su oficial de tácticas. La respuesta de Ingeniería fue instantánea. La capitana de corbeta Santos había estado esperando durante más de una hora; en ese instante cerró el último circuito y la cuña de impulsión del Intrépido volvió a la vida.

—¡Timón, ejecute Sierra Cinco!

—Sierra Cinco, mi capitana —replicó el timonel, y el Intrépido rodó desesperadamente sobre sus giróscopos e impulsores de orientación. Giró sobre su costado respecto al muro de batalla de los agresores, interponiendo sus bandas de impulsión de la panza justo cuando las primeras armas de energía de estos comenzaron a abrir fuego. Incrédulos oficiales de control de fuego comenzaron a soltar andanadas de láseres y gráseres contra el diminuto objetivo que se había materializado repentinamente en sus pantallas, pero llegaban demasiado tarde. Las bandas de impulsión deformaron y desviaron sus ataques haciéndolos inofensivos, y Honor notó que una gran sonrisa transformaba sus serios rasgos.

—Muy bien, jefe Killian —se permitió un gesto floreado ante la pantalla visual delantera—. Vámonos a toda potencia.

—¡Sí, señora! —respondió el timonel con una sonrisa igual de ancha, y el Intrépido saltó a una aceleración instantánea de quinientas tres gravedades estándares.

Sus cincuenta años de autocontrol permitieron al almirante D’Orville parar de soltar improperios cuando los ordenadores consintieron que la pantalla táctica de su silla de mando volviera a encenderse. Los sistemas de comunicación seguían obstruidos, impidiendo que hiciera nada al respecto, pero al menos podía ver lo que estaba sucediendo. Claro que eso no lograba que se sintiera mejor. El crucero ligero que había «destruido» su nave insignia con una sola andanada seguía su rumbo, acelerando con una velocidad siempre creciente justo en sentido recíproco al vector de su propia flota. Su trayectoria lo llevaba a través del arco de fuego ideal para todo el muro, pero sus bandas de impulsión se reían de los ataques más poderosos de las naves principales, y ni siquiera sus unidades ligeras tenían la menor posibilidad de atraparlo. Nunca podrían perder la velocidad necesaria para alcanzarlo, y casi podía oír la exultante pedorreta del capitán mientras se lanzaba a toda velocidad hacia la salvación.

—Tenías razón, George —le dijo a Lewis, esforzándose por controlar la voz—. Sonja estaba tramando algo.

—Sí, señor —respondió este con calma. Se levantó de su propia silla de mando para ponerse tras el hombro de D’Orville y observar la única pantalla táctica operativa en el puente—. Y ahí está el resto —suspiró, y D’Orville se estremeció cuando su jefe del estado mayor señaló al grueso de las fuerzas de Hemphill.

El muro de batalla de los defensores estaba cambiando su vector. Pasó de deceleración parcial a máxima, y mientras lo hacía toda la formación giraba. Su nuevo rumbo cortaba bruscamente con el de la fuerza expedicionaria de los agresores, y la distancia se reducía vertiginosamente al tiempo que la formación de Sonja se iba parando. La separación era aún demasiado grande para que lograra alcanzar el ideal clásico de cruzarse con ellos en «T», y así poder disparar todas sus andanadas directamente contra ellos y que solo las armas de proa de sus unidades delanteras pudieran devolver el fuego. Pero la maniobra (obviamente planeada de antemano), unida a la confusión de mando creada por la «destrucción» del Rey Roger, fue suficiente para permitir que sus unidades de vanguardia rodearan a las de D’Orville. Las andanadas de costado de los defensores lograban desgajar la garganta del muro enemigo, y aunque el ángulo seguía siendo agudo, ya bastaba para enviar misiles que se colaban a través de los desprotegidos arcos frontales de sus cuñas de impulsión. La defensa puntual detenía muchos de ellos, pero no los suficientes, y brillantes y despiadados códigos de daño aparecieron junto a los puntos de luz de las unidades de vanguardia cuando los ataques de haces de largo alcance también destrozaron a esas víctimas exquisitas y desprotegidas.

El almirante D’Orville apretó los puños, después suspiró y se dejó caer en su silla con una sonrisa glacial. Durante meses iba a resultar imposible aguantar a Sonja, y realmente no podía culparla. Serían pocas las naves del almirante que quedarían «destruidas» antes de que el muro volviera a configurarse y alterara su rumbo, pero ya habían inutilizado las suficientes para equilibrar la balanza… y peor sería cuando sus «unidades aisladas» se unieran a ellos de repente.

Aquello era de todo punto contrario al estilo de Sonja, pero ciertamente había resultado eficaz, y el almirante Sebastian D’Orville se anotó en mente descubrir de quién era exactamente aquel crucero ligero. Cualquiera capaz de llevar a cabo con éxito una pequeña maniobra como esa merecía que le prestaran atención, y pensaba decírselo en persona.

Eso suponiendo que lograra controlarse el tiempo suficiente para poder felicitarlo y no estrangular directamente a ese traicionero bastardo.