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La firme pulsación de los propulsores de la lanzadera se extinguió, provocando que la mullida bola de pelo que se sentaba en el regazo de Honor Harrington se desperezara y extendiera una cabeza redonda de orejas en punta. Una boca delicada de colmillos afilados cómo agujas bostezó, y el ramafelino giró la cabeza para contemplarla con sus grandes ojos verdes como la hierba.

¿Bleek? —preguntó, pero Honor lo rechazó suavemente.

—«Bleekate» tú mismo —dijo, frotando el borde de su hocico. Los ojos verdes parpadearon, y cuatro de los seis miembros del ramafelino se adelantaron para agarrarse a la cintura de Honor con sus zarpas articuladas, suaves como un plumaje. Ella lo apartó de nuevo, conteniéndose para no iniciar una nueva pelea amistosa, así que el ramafelino estiró sus sesenta y cinco centímetros de longitud (sin contar la cola) y enterró sus verdaderas patas en el estómago de la mujer, acompañándose del profundo y resonante zumbido de su ronroneo. Sus manos afianzaron el abrazo que mantenían sobre ella, pero las peligrosas garras (un centímetro de marfil curvado, afilado como un cuchillo) estaban envainadas. Honor había visto en cierta ocasión unas zarpas similares desgarrar la cara de un humano lo bastante tonto como para amenazar al compañero de un ramafelino, pero no sintió preocupación. Salvo en defensa propia (o en defensa de Honor), existían tantas posibilidades de que Nimitz hiriera a un humano como de que se hiciera vegetariano, y los ramafelinos nunca se equivocaban en esas cosas.

Honor se deshizo del abrazo de Nimitz y alzó a la larga y sinuosa criatura hasta su hombro, un movimiento que esta agradeció con ronroneos aún más entusiastas. Nimitz estaba ya muy acostumbrado a los viajes espaciales y comprendía que los hombros quedaban fuera de su alcance a bordo de una pequeña nave de servicio, pero también sabía que el lugar de los ramafelinos estaba en el hombro de sus compañeros. Ahí era dónde habían montado desde que el primer felino adoptó a su primer humano, cinco siglos terrestres atrás, y Nimitz era un tradicionalista.

Una mandíbula plana y peluda se apoyó contra la coronilla de Honor cuando Nimitz introdujo sus cuatro patas traseras en el hombro especialmente acolchado de la guerrera del uniforme. A pesar de su esbelto y delgado cuerpo, pesaba lo suyo (casi nueve kilos), incluso bajo la leve gravedad de la lanzadera, pero Honor estaba acostumbrada y Nimitz había aprendido a desplazar su centro de gravedad hacia el centro desde el hombro. Ahora se aferraba a su refugio sin esfuerzo, mientras ella recogía su maletín del asiento vacío que tenía delante. Honor era el pasajero de mayor graduación de la lanzadera medio vacía, por lo que le habían concedido el asiento que estaba justo al lado de la escotilla. Era una tradición cortés a la vez que práctica, puesto que el oficial de mayor grado era siempre el último en embarcar y el primero en salir.

La lanzadera tembló suavemente cuando sus tractores tocaron el casco, de setenta kilómetros de largo, de la Estación Espacial de Su Majestad Hefestos, el principal astillero de la Real Armada Manticoriana, y Nimitz resopló su alivio directamente sobre la rapada masa de pelo castaño oscuro de Honor. Esta contuvo otra sonrisa y se levantó de su asiento envolvente para alisarse la guerrera. La costura del hombro se le había bajado con el peso de Nimitz, y le llevó un momento volver a poner en su lugar la insignia roja y dorada de la Armada, con su rugiente Mantícora con cabeza de león, alas de murciélago y cola acabada en aguijón lista para golpear. Después se sacó la gorra de su charretera izquierda. Era una gorra especial, la blanca que compró cuando le entregaron el Ala del Halcón; apartó gentilmente la mandíbula de Nimitz hacia un lado y se la puso en la cabeza. El ramafelino la dejó hacer hasta que se la hubo ajustado bien, y entonces volvió a colocar la barbilla sobre su suave calidez. Ella notó cómo se le dibujaba en la cara una gran sonrisa mientras se volvía hacia la escotilla.

Aquella sonrisa iba en contra de su habitual y seria «expresión profesional», pero tenía derecho a ella. De hecho, se sintió bastante virtuosa por contentarse con una mueca cuando en realidad lo que deseaba era girar sobre sus pies, abrir los brazos y cantar su alegría a todos sus indudablemente asombrados compañeros de pasaje. Pero ya tenía casi veinticuatro años (más de cuarenta años estándares terrestres) y nunca, nunca hubiese sido apropiado para un comandante de la Real Armada Manticoriana resultar tan poco digno, incluso si estaba a punto de asumir el mando de su primer crucero.

Contuvo otra risita, disfrutando de esa poco habitual sensación de absoluta y simple alegría, y apretó la palma de la mano contra su guerrera. El fajo de arcaico papel que llevaba allí doblado crujía cuando lo tocaba, produciendo un curioso sonido, sensual y excitante; Honor cerró los ojos para paladearlo mientras se acercaba el momento que se había esforzado tanto por alcanzar.

Quince años (veinticinco años-T) habían pasado desde aquel apasionante y a la vez aterrador primer día en el campus de Saganami. Dos años y medio de clases en la Academia y de correr hasta caer rendida. Cuatro años abriéndose pasó sin enchufe ni espaldarazos de arriba, desde alférez hasta teniente. Once meses como oficial de navegación a bordo de la fragata Quebrantahuesos y después su primer mando, una pequeña NLA[2] intrasistema. Apenas superaba las diez mil toneladas y solo tenía un número de serie, ni siquiera la dignidad de un nombre propio, pero ¡cómo había amado esa diminuta nave! Después, más tiempo como primera oficial, un servicio como oficial de tácticas en un enorme superacorazado y (¡finalmente!) el ansiado curso de comandancia tras once agotadores años. Cuando le entregaron el mando del Ala de Halcón casi creía que había muerto y estaba en el cielo, puesto que aquel destructor algo anticuado había sido su primera nave capaz de entrar en el hiperespacio, y los treinta y tres meses que había pasado siendo su capitana habían supuesto una alegría pura e inmaculada, coronada por el anhelado galardón «E» de la Flota por sus estrategias en los ejercicios de combate del último año. ¡Pero esto…!

La cubierta vibró bajo sus pies y el piloto luminoso situado encima de la escotilla parpadeó con un color naranja mientras la lanzadera se posaba en los muelles de atraque de la Hefestos; después mostró una luz verde fija al tiempo que se igualaban presiones en el pasillo de embarque. El panel se deslizó a un lado y Honor lo dejó atrás con paso enérgico.

El técnico del astillero que manipulaba la escotilla del otro extremo del túnel vio la gorra blanca de un capitán de navío estelar y los tres galones dorados de comandante sobre una manga de color negro espacial; se puso firme, aunque su enérgica reacción quedó algo empañada por su leve duda al ver a Nimitz. Se ruborizó y apartó la mirada, pero Honor ya estaba acostumbrada a esa reacción. Los ramafelinos nativos de su planeta de nacimiento, Esfinge, eran muy quisquillosos a la hora de adoptar a un humano. Se veían relativamente pocos en el espacio exterior, pero los animales se negaban a separarse de sus humanos incluso si estos escogían una carrera profesional que los llevara a las estrellas, y los Lores del Almirantazgo se habían rendido casi ciento cincuenta años atrás. Los felinos alcanzaban punto ochenta y tres en la escala sintiente, un poco por encima de los gremlins de Beowulf o los delfines de la Vieja Tierra, y eran empáticos. Incluso en la actualidad nadie tenía la menor idea de cómo funcionaban sus vínculos empáticos, pero separar a uno de su compañero les provocaba un intenso dolor, y pronto sé había comprobado que las personas escogidas por un felino eran sensiblemente más equilibradas que las demás. Aparte de eso, la Princesa Heredera Adrienne había sido elegida por un felino en una visita oficial a Esfinge. Cuando doce años después la Reina Adrienne de Mantícora había expresado su desagrado ante los esfuerzos por separar a los oficiales de su armada de sus compañeros felinos, el Almirantazgo no tuvo otra opción que conceder una excepción especial dentro de su draconiana política de no permitir mascotas.

Honor se alegraba de ello, aunque cuando entró en la Academia había temido que le resultara imposible encontrar tiempo para estar con Nimitz. Desde el principio ya sabía que esos interminables cuarenta y cinco meses en la Isla Saganami estaban cuidadosamente diseñados para que incluso los guardiamarinas sin felinos dispusieran de menos horas de las que necesitaban para hacer todo lo que se les exigía. Pero aunque los instructores de la Academia torcieran el gesto y refunfuñaran cuando un plebeyo[3] aparecía con uno de estos raros gatos, reconocían las fuerzas naturales por las que debían hacerse ciertas concesiones al ver a uno de ellos. Además, incluso el felino más «domesticado» conservaba la independencia (y la inquebrantabilidad) de sus primos salvajes, y Nimitz había parecido comprender perfectamente qué presiones afrontaba Honor. Todo lo que necesitaba para ser feliz era un pequeño cepillado y de vez en cuando una pelea amistosa, un sitio en su hombro o en su regazo mientras ella estudiaba a conciencia los librochips, y dormir sobre su almohada cómodamente enroscado. Eso no quería decir que se abstuviese de poner cara lúgubre y lastimera para obtener golosinas y caricias de cualquier infortunado que se cruzara con él. Incluso el Jefe MacDougal, el terror de los cadetes de primer curso, había sucumbido y acabó por hacerse con un alijo de los tallos de apio que tanto adoraban los (por lo demás carnívoros) ramafelinos, y se lo pasó a hurtadillas a Nimitz cuando creyó que nadie miraba. Y, reflexionó irónicamente Honor, la candidata a guardiamarina Harrington tuvo que sudar tinta para compensar su flaqueza.

Sus pensamientos la habían llevado desde la puerta de desembarque a la explanada, y miró a su alrededor hasta que localizó la línea de guía (clasificada por colores) que conducía a los tubos de transporte personal. La siguió, sin verse retrasada por equipaje alguno, puesto que no llevaba. Sus escasas pertenencias personales ya habían sido embarcadas esa misma mañana, trasladadas raudamente por auxiliares de las instalaciones del Curso de Tácticas Avanzadas casi sin darle tiempo a empaquetarlas.

Frunció un momento el ceño pensando en ello, mientras llamaba una cápsula tubular. Todas esas prisas para traerla allí parecían fuera de lugar en una armada que prefería hacerlo todo al viejo estilo. Cuando le dieron el mando del Ala de Halcón, lo había, sabido con dos meses de antelación; esta vez había sido literalmente arrancada de la ceremonia de graduación del CTA y llevada a empujones al despacho del, almirante Courvosier sin ningún aviso previo.

La cápsula llegó y Honor entró en ella, todavía reflexionado y frotándose la punta de la nariz. Nimitz se desperezó, apartó la barbilla de encima de su gorra y le mordisqueó la oreja para darle el típico tirón de reprimenda al que recurría en los momentos (por desgracia frecuentes) en los que su compañera se sentía preocupada. Honor chasqueó los dientes con suavidad y alargó el brazo para rascarle la barriga, pero la preocupación no la abandonó, y suspiró exasperada.

Se preguntaba por qué estaba ahora tan segura de que Courvosier la había echado deliberadamente de su despacho con rumbo a su nuevo destino. El almirante era un hombre pequeño, casi un gnomo, de expresiones insulsas y aspecto angelical, con facilidad para crear endemoniados problemas estratégicos, y Honor lo conocía desde hacía años. Fue su instructor de tácticas de cuarto curso en la Academia, y también la persona que reconoció en ella un instinto nato y la que lo pulió hasta que se convirtió en algo que ella pudiera controlar a voluntad, no una cualidad que tan pronto como venía podía irse. Cuándo otros instructores se preocuparon por sus bajas puntuaciones en matemáticas básicas, Courvosier se pasó horas trabajando con ella en privado y, en un sentido muy real, salvó su carrera antes de que hubiera despegado. Pero en esta última ocasión hubo algo casi evasivo en él. Honor sabía que sus felicitaciones y su orgullosa satisfacción eran auténticas, pero no podía desprenderse de la impresión de que también había algo más. Oficialmente, las prisas se debían a la necesidad de llevarla al Hefestos para que pudiera encargarse de las reparaciones de su nueva nave a tiempo para los cercanos ejercicios de la Flota, pero al final resultó qué el NSM Intrépido no era más que un crucero ligero. ¡Parecía sumamente improbable que su ausencia pudiera inclinar la balanza en unas maniobras planificadas para movilizar toda la Flota Territorial!

No, sin duda ocurría algo, y deseaba fervientemente haber tenido el tiempo necesario para descargar por completo toda la información antes de tener que coger la lanzadera: Al menos todas esas prisas habían impedido que se preocupara como una loca, como antes de encargarse del Ala de Halcón, y al fin y al cabo el capitán de corbeta McKeon, su nuevo segundo, había servido en el Intrépido durante casi dos años, primero como oficial de tácticas y luego como segundo de a bordo. Debería ser capaz de ponerla enseguida al tanto respecto a esas reparaciones sobre las que Courvosier se había mostrado tan reluctante a hablar.

Se encogió de hombros y pulsó su destino en el panel de orientación, después dejó en el suelo su maletín y se resignó, mientras se desplazaba a toda velocidad por el tubo de antigravedad. A pesar de tener una punta de velocidad de más de setecientos kilómetros por hora, el viaje de la cápsula podía llevarle más de quince minutos (y eso suponiendo que fuese afortunada y no encontrase demasiados parones en la ruta).

El suelo tembló suavemente bajo sus pies. Pocos habrían percibido la minúscula sacudida que tuvo lugar cuando uno de los cuadrantes de los generadores de gravedad del Hefestos entregó el control del tubo a otro cuadrante, pero Honor sí lo notó: Quizá no conscientemente, pero ese pequeño temblor era parte de un mundo que se había convertido en más real para ella que los cielos de profundo color azul y los gélidos vientos de su niñez. Era como el latido de su propio corazón, uno de los nimios pero incontables estímulos que revelaban (al instante e inconfundiblemente) lo que ocurría a su alrededor.

Honor miró el mapa de la red de tubos, apartando de su mente las reflexiones sobre almirantes evasivos y otros misterios, mientras sus ojos seguían el desplazamiento del parpadeante cursor de su cápsula. Alzó la mano para palpar de nuevo la solidez de las órdenes que portaba, pero se detuvo, casi sorprendida, al mirar más allá del mapa y atisbar su propio reflejo en la lisa pared de la cápsula.

El rostro que le devolvió la mirada debería haber parecido distinto, debería representar su monumental cambio de rango, pero no era así. Seguía estando llena de planos y ángulos bruscamente delimitados, dominados por una nariz recta y patricia (lo que, en su opinión, era lo único remotamente patricio en ella) y sin el menor rastro de maquillaje. A Honor le habían dicho (solo una vez) que su cara poseía «una elegancia severa». No estaba muy segura de ello, pero desde luego esa idea era mejor que aquel temible «¡Vaya, tiene una pinta… eh, sana!». No es que «sana» fuese una palabra poco apropiada, por deprimente que pudiera sonar. Tenía aspecto aseado y saludable bajo los colores negro y dorado de la RAM, cortesía de la gravedad 1,35 de su mundo natal y de un riguroso régimen de ejercicio físico. Y eso, pensó críticamente, era casi lo mejor que tenía que decir sobre sí misma.

La mayoría de las mujeres oficiales habían adoptado la actual moda planetaria de pelo largo, a menudo elaboradamente adornado y peinado. Pero Honor había decidido tiempo atrás que no tenía sentido tratar de convertirse en lo que no era. Su peinado era práctico, sin pretensiones de glamour. Lo llevaba corto para que se acomodara bien a los cascos de vacío y a los combates en cero-G, y si bien su cabello de dos centímetros mostraba una tenaz tendencia a rizarse, al menos no era rubio, ni moreno, sino de un altamente práctico y nada espectacular castaño oscuro. Sus ojos eran todavía más oscuros, y siempre había pensado que la forma ligeramente almendrada de estos, herencia materna, los hacían parecer fuera de lugar en su cara de firmes huesos, casi como si se hubieran añadido con posterioridad. Su oscuridad hacía que su cutis; ya de por sí pálido, pareciera aún más claro, y su barbilla resurgía demasiado fuerte bajo su boca de rectos labios. No, decidió una vez más, con el familiar deje de pesar, era una cara aceptable para su función, pero no tenía sentido creerse que alguien podría acusarla alguna vez de poseer una belleza radiante, caramba.

Volvió a esbozar una sonrisa, sintiendo que la burbuja de alegría empujaba a un lado sus preocupaciones, y su reflejo le devolvió el gesto. Aquello hizo que pareciera un golfillo relamiéndose ante una invisible bolsa de golosinas, y Honor se conminó a concentrarse durante el resto del trayecto en sus nuevas responsabilidades como capitana, para parecer fría y sosegada, pero le resultaba difícil. Había sido estupendo llegar a comandante tan pronto, incluso teniendo en cuenta el firme crecimiento de la Flota con vistas a la amenaza havenita, ya que el procedimiento de prolongación de la vida daba lugar a carreras profesionales más duraderas. La Armada ya estaba bien nutrida de oficiales de alto rango, a pesar de su expansión, y ella provenía de una familia de pequeños terratenientes y por tanto no tenía parientes ni amigos en altos cargos que pudieran darle un empujón a su carrera naval. Honor ya sabía (y había aceptado desde el principio) que otras personas menos competentes pero con más excelsas líneas familiares podrían sobrepasarla. Bien, así había sido, pero al fin lo había conseguido ella también. Tenía el mando de un crucero, el sueño de todo oficial digno de tal nombre. Así que, ¿qué importaba que el Intrépido tuviese el doble de años que ella y fuese apenas más grande que un destructor moderno? Seguía siendo un crucero, y los cruceros eran el pan y la sal de la Armada Manticoriana, sus escoltas e incursores, la esencia de la independencia y la audacia.

Y de la responsabilidad. Este pensamiento hizo que su risa se desvaneciera del todo, porque si tener independencia al mando era lo que ansiaba todo buen oficial, un capitán allí solo, en la gran oscuridad el espacio, no tenía a nadie a quien recurrir. Nadie que pudiera apropiarse de su éxito o compartir sus culpas, porque estaría totalmente solo, el último juez del destino de su nave y el representante directo y personal de su reina y su país. Y si fallaba a esa responsabilidad, ningún poder en la galaxia podría salvarlo.

La cápsula personal se acercó a una parada y Honor salió al amplio pasillo del muelle estelar, con sus ojos marrones brillando ansiosos mientras se recreaban al fin en su nuevo navío. El Intrépido flotaba en su amarradero más allá de la fuerte y gruesa pared de armoplast, revelándose esbelto y de líneas puras incluso bajo el confuso entramado de plataformas de reparaciones y tubos de acceso que lo cubrían la identificación «CL-56» destacaba contra el blanco casco justo detrás de sus nodos impulsores delanteros. Los mecanoides del astillero se arremolinaban alrededor de la nave en el vacío de la dársena, supervisados por humanos en trajes de vacío, pero la mayor parte del trabajo parecía concentrarse en los depósitos de armas laterales.

Honor se quedó allí quieta, mirando a través del armoplast. Notó como Nimitz se erguía lo más alto posible sobre su hombro para unirse a ella en el escrutinio, y entonces arqueó una ceja. El almirante Courvosier había mencionado que él Intrépido estaba siendo sometido a serias reparaciones, pero lo que estaba teniendo lugar ahí fuera parecía más serio de lo que ella se había imaginado. Esto, añadido a la deliberada ausencia de detalles en la información que le habían proporcionado, sugería que había algo muy especial flotando en el ambiente, aunque Honor aún no podía imaginarse qué podía ser lo bastante importante como para hacer que el almirante se comportase de modo tan misterioso con ella. Pero tampoco le preocupó mucho el asunto mientras se comía con los ojos su nuevo mando, ¡su nuevo mando!

Nunca supo con exactitud cuánto tiempo estuvo allí inmóvil antes de lograr apartar por fin su atención de la nave y dirigirse al tubo de personal. Los dos infantes de marina que estaban de centinelas, permanecieron en posición de descanso, viéndola acercarse, y se pusieron firmes cuando llegó a ellos.

Honor entregó su identificación y observó complacida que el mayor de ellos, un cabo, la examinaba. Obviamente sabían de quién se trataba, a no ser que el boca a boca hubiese sufrido una muerte repentina e inesperada. Incluso si no hubiesen oído hablar de ella, solo un miembro del personal de cada nave tenía derecho a llevar la codiciada gorra blanca. Pero ninguno dio muestras de reconocer que su nueva señora por debajo de Dios había llegado. El cabo le devolvió su hoja de identificación con un saludo, qué ella respondió antes de pasar entre los dos hacia el tubo de acceso.

No miró hacia atrás, pero el espejo del mamparo que había en el primer giro del pasillo, destinado a informar del tráfico que uno se podía encontrar al doblar la esquina, le permitió echar un ojo a los centinelas y comprobar que el cabo tecleaba en su comunicador de pulsera para avisar al puente de mando de que la nueva capitana estaba en camino.

Ante ella, la banda escarlata de un aviso de cero-G rodeaba de lado a lado el tubo de acceso, y notó que las zarpas de Nimitz se clavaban más profundamente en la almohadilla de su hombro mientras ella atravesaba la señal. Se lanzó a la elegante zambullida de la caída libre dejando atrás la gravedad artificial del Hefestos, y su pulso latió a una velocidad impropia mientras se deslizaba por el corredor. Solo dos minutos, se dijo, solo dos minutos más.

El capitán de corbeta Alistair McKeon se alisó la guerrera de un tirón y contuvo una expresión de fastidio mientras se situaba en la escotilla de entrada. Estaba inmerso en el desmantelamiento de un puesto de control de fuego cuando llegó el mensaje, y no había tenido tiempo de ducharse o de ponerse un uniforme limpio. Notaba que el sudor le manchaba la pelliza bajo la guerrera apresuradamente abotonada, pero al menos el mensaje del cabo Levine lo había avisado a tiempo para poder reunir el comité de recepción. Durante la estancia de una nave en el astillero no se exigían estrictamente todas las cortesías formales, pero McKeon no quería arriesgarse a irritar a la nueva capitana. Además, el Intrépido tenía una reputación que mantener, y…

Se le enderezó la columna y lo recorrió un espasmo de algo muy similar al dolor en cuanto la nueva capitana apareció por el último giro del tubo. Su gorra blanca relucía bajo las luces, y McKeon notó que se le agarrotaba la cara al ver a la criatura alargada y de color gris y crema que la mujer llevaba al hombro. No sabía que tenía un ramafelino, y al instante contuvo un borbotón espontáneo de resentimiento irracional.

La comandante Harrington avanzó con facilidad flotando por los últimos metros del tubo; entonces giró en el aire y agarró la barra de color escarlata que indicaba el comienzo del campo de gravedad interna del Intrépido. Cruzó la transición como una gimnasta que se descuelga de las anillas y aterrizó con suavidad delante de él. El sentimiento de ofensa personal que embargaba a McKeon se hizo pérfidamente mayor cuando se dio cuenta de la poca justicia que hacía a aquella mujer la foto de su dossier personal. Aquella cara triangular había parecido severa e intimidante, casi fría, en la imagen de archivo, especialmente enmarcada en el reborde oscuro de su pelo corto, pero las imágenes mentían. No habían capturado su vitalidad, su atractivo de rasgos afilados. Nadie llamaría a la capitana Harrington «guapa», pensó, pero poseía algo más importante. Aquellos rasgos fuertes y nítidos y los grandes ojos castaños (exóticamente angulares y que brillaban con una alegría apenas contenida a pesar de su expresión solemne) descartaban conceptos tan efímeros como «guapa». Era ella misma, única, imposible de confundir con nadie más, y eso solo servía para empeorarlo todo.

McKeon se enfrentó al escrutinio de su superiora con expresión impasible y trató de eliminar su confuso y amargo resentimiento. Saludó bruscamente, el comité de recepción se puso firme y resonaron las pitadas del contramaestre[4]. Toda actividad se detuvo alrededor de la escotilla de entrada y la mano de la capitana se alzó en respuesta al saludo.

—¿Permiso para subir a bordo? —Su voz era de soprano, clara y fría, sorprendentemente suave para una mujer de su tamaño, que igualaba fácilmente los ciento ochenta centímetros de McKeon.

—Permiso concedido —replicó este. Era una formalidad, pero muy importante. Hasta que asumiera oficialmente el mando, Harrington no era más que una visitante en la nave «de McKeon».

—Gracias —dijo, y saltó a bordo mientras él se retiraba para permitirle el paso.

McKeon se fijó en que sus ojos de color chocolate inspeccionaban la zona de entrada y al comité de recepción, y se preguntó qué estaría pensando. Su esculpida cara se convertía en una estupenda máscara para sus emociones (excepto por esos relucientes ojos, pensó con amargura), y el oficial confió en que su propio rostro lograra lo mismo. Realmente no era honesto por su parte. Un crucero ligero no podía ser el reducto de un capitán de corbeta, pero Harrington era casi cinco años (más de ocho años-T) más joven que él. No solo era ya una capitana, no solo el pecho de su guerrera lucía bordada la estrella dorada que indicaba un mando previo en una nave con hiperespacio, sino que además parecía lo bastante joven como para ser su hija. Bueno, quizá no tanto, pero podría haber sido su sobrina. Claro que, era una prolongada de segunda generación (había escudriñado en la sección pública del expediente de Honor lo bastante como para enterarse de eso), y los tratamientos de antienvejecimiento parecían mostrarse aún más efectivos en receptores de segunda y tercera generación. Otras partes de su dossier, como su afición a las maniobras estratégicas poco ortodoxas o la MVD[5] y la medalla de Reconocimiento Real que había ganado al salvar vidas cuando explotó la sala de energía delantera de la NSM Mantícora, suavizaban un poco su rencor; pero ni eso ni saber por qué parecía tan joven podían aminorar el impacto emocional que suponía encontrarse con que el puesto que tan desesperadamente había ansiado él era ocupado por una oficial que no solo destilaba ese magnetismo espontáneo que él siempre había envidiado, sino que además tenía el aspecto de haberse graduado en la Academia el año anterior. Tampoco la firme y clara mirada que le dirigió el ramafelino le hizo sentirse mejor.

Harrington completó la inspección del comité de recepción sin un solo comentario y después se volvió hacia él, que dejó a un lado su resentimiento y condujo el siguiente paso protocolario de sus responsabilidades.

—¿Puedo escoltarla hasta el puente, señora? —preguntó, y ella asintió.

—Gracias, comandante —murmuró, y el hombre tomó la delantera rumbo arriba.

Honor salió del ascensor del puente y contempló lo que estaba a punto de convertirse en su propio castillo. Los signos de frenéticos arreglos eran evidentes, y la perplejidad se apoderó de ella cuando comprobó el caos de herramientas y piezas desperdigadas por la zona táctica. Nada más parecía afectado. Maldición, ¿qué era lo que el almirante Courvosier no le había dicho sobre su nave?

Pero eso tendría que quedar para más adelante. Ahora tenía otras cosas que atender y atravesó la sala hasta el puesto del capitán, situado en el centro del puente rodeado de su nido de indicadores y lecturas. La mayoría de los indicadores estaban retraídos en su posición de letargo, y Honor posó por un momento su mano sobre el panel que ocultaba la pantalla del repetidor táctico. No se sentó; según una antigua tradición, esa silla le estaba vedada al capitán hasta que se presentara a bordo, pero se colocó detrás de ella y logró que Nimitz bajara de su hombro y se colocara en el otro brazo del asiento, lejos del campo de recepción del intercomunicador. Entonces puso a un lado su maletín, apretó un botón en él reposabrazos y escuchó el nítido repique musical que resonó por toda la nave.

Toda actividad se detuvo en el Intrépido. Incluso los técnicos civiles que trabajaban allí en ese momento salieron de debajo de las consolas que estaban recableando, o se arrastraron fuera de las entrañas de las salas de energía y de los circuitos de maniobras cuando sonó la señal de zafarrancho. Las pantallas de intercomunicación de los mamparos retornaron a la vida mostrando el rostro de Honor, y esta sintió cómo cientos de ojos se fijaban en la distintiva gorra blanca y se esforzaban por captar la primera imagen de la capitana bajo cuya responsabilidad los Lores del Almirantazgo, en su infinita sabiduría, habían depositado sus vidas.

Ella se llevó la mano a la guerrera y el papel crujió, con un murmullo que salió de todos los altavoces, mientras rompía los sellos y desplegaba las órdenes.

—Del almirante sir Lucien Cortez, Quinto Lord del Espacio, Real Armada Manticoriana —leyó con su voz clara y serena— a la comandante Honor Harrington, Real Armada Manticoriana, día treinta y cinco, cuarto mes, año doscientos ochenta después del aterrizaje. Señora: por la presente se le ordena y encomienda que proceda a bordo de la Nave Estelar de su Majestad Intrépido, CL-Cinco-Seis, donde tomará los deberes y responsabilidades de oficial al mando al servicio de la Corona. Que nada la aparte de este cometido. Por orden del almirante sir Edward Janacek, Primer Lord del Almirantazgo, Real Armada Manticoriana, por Su Majestad la Reina.

Calló y volvió a doblar las órdenes sin mirar al transmisor. Durante casi cinco siglos-T, esas frases protocolarias habían marcado la transferencia del mando a bordo de las naves de la Armada Manticoriana. Eran breves y poco naturales, pero con el simple acto de leerlas en voz alta había colocado a la tripulación bajo su autoridad, obligada a obedecerla bajo pena de muerte. La gran mayoría de ellos no sabía nada de ella; y ella sabía igualmente poco de ellos, pero nada de eso importaba. Se acababan de convertir en su tripulación, sus vidas dependían de que ella hiciera bien su trabajo, y el carámbano de la responsabilidad la atravesó mientras terminaba de doblar la pesada hoja de papel y volvía a mirar a McKeon.

—Segundo —dijo formalmente—, asumo el mando.

—Capitana —respondió este con igual formalidad—, tiene el mando.

—Gracias. —Miró al intendente de servicio, leyendo su placa desde el otro lado del puente—. Por favor, jefe Braun, consígnelo en el cuaderno de bitácora —dijo, y se volvió hacia el transmisor y su expectante tripulación—. No les quitaré tiempo con ningún discurso formal. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo como es debido. Sigan con ello.

Pulsó de nuevo el botón. Las pantallas de intercomunicación se apagaron y se dejó caer en la cómoda y contorneada silla (ya su silla). Nimitz se arrastró de vuelta a su hombro con un coleteo levemente ofendido, y la mujer le hizo un gesto a McKeon para que se acercara.

El alto y pesado segundo cruzó el puente hasta ella mientras el trajín dé las reparaciones renacía a su alrededor. Sus ojos grises se cruzaron con los de la capitana con algo que, juzgó Honor, podía ser una leve muestra de incomodidad o desafío. Ese pensamiento la sorprendió, pero él sostuvo su mano en el tradicional gesto de bienvenida a un nuevo capitán, y su profunda voz no mostraba alteraciones.

—Bienvenida a bordo, señora —dijo—. Me temo que ahora mismo todo está un poco manga por hombro, pero estamos a punto de alcanzar las fechas previstas, y el jefe de astilleros me ha prometido dos turnos de trabajo adicionales que comenzarán en la siguiente guardia.

—Bien —dijo Honor devolviéndole el apretón de manos, y después se puso en pie y se dirigió junto a él a la destripada sección de control de fuego—. Aun así he de reconocer cierta sorpresa, Sr. McKeon. El almirante Courvosier me avisó de que teníamos previstas importantes reparaciones, pero no mencionó nada de eso —dijo refiriéndose a los paneles abiertos y a los desenmarañados circuitos.

—Me temo que no teníamos otra opción, señora. Podríamos haber readaptado los torpedos de energía con cambios en el software, pero la lanza gravitatoria es básicamente un sistema de ingeniería. Vincularla al control de disparo requiere empalmes directos con el sistema táctico principal.

—¿Lanza gravitatoria? —Honor no alzó la voz, pero McKeon notó la sorpresa que se ocultaba bajo la serena superficie, y ahora le tocó a él alzar una ceja.

—Sí, señora —se interrumpió un momento—. ¿Nadie le mencionó eso?

—No, no lo hicieron. —Los labios de Honor se estiraron en lo que caritativamente se podría haber calificado de sonrisa, y cruzó las manos detrás del cuerpos—. ¿Cuánto armamento lateral nos costará esto? —preguntó tras un instante.

—Los cuatro soportes de gráseres[6] —contestó McKeon, y observó que sus hombros se crispaban ligeramente.

—Ya veo. Y también ha mencionado los torpedos de energía, ¿no es así?

—Sí, señora. El astillero ha reemplazado (está reemplazando, de hecho) todos los tubos de misiles laterales excepto dos.

—¿Todos excepto dos? —la pregunta fue más áspera en esta ocasión, y McKeon ocultó un ramalazo de amarga diversión. ¡No era raro que pareciera disgustada, si ni siquiera la habían avisado! Ciertamente él sí había estado furioso cuando descubrió la que les tenían planeado.

—Sí, señora.

—Ya veo —repitió, y respiró profundamente—. Muy bien, segundo, ¿entonces qué nos queda?

—Conservamos los cañones láser de treinta centímetros, dos en cada costado, más los lanzamisiles. Tras las reformas, tendremos además la lanza gravitatoria y catorce generadores de torpedos, y el armamento de los extremos no se ha tocado: dos tubos de misiles y el láser espinal de sesenta centímetros.

La miró de cerca y ella apenas parpadeó. Lo que, se dijo, daba buena muestra de su control. Los torpedos de energía eran de fuego rápido, destructivos, muy difíciles de detener para la defensa puntual… y completamente inservibles contra un objetivó protegido por una pantalla militar. Ese era, obviamente, el motivo de la inclusión de la lanza gravitatoria, pero aunque una lanza podía (normalmente) consumir los generadores de pantallas de su enemigo, era muy lenta y tenía un alcance eficaz máximo muy corto. Mas si la comandante Harrington se daba cuenta de ello, no permitía que su voz lo trasluciera.

—Ya veo —dijo una vez más, y dio una pequeña sacudida con la cabeza—. Muy bien, señor McKeon. Estoy segura de que lo he apartado de algo más importante que estar charlando conmigo. ¿Han subido a bordo mi equipaje?

—Sí, señora. Su auxiliar se encargó, de ello.

—En ese caso, si me necesita estaré en mi camarote examinando los libros de la nave. Me gustaría invitar a los oficiales a cenar conmigo esta noche. No tiene, sentido que las presentaciones interfieran ahora mismo con sus deberes. —Se detuvo, como si meditara otra idea, y después se volvió hacia él—. Pero antes, me gustaría recorrer la nave y observar los trabajos en curso. ¿Le viene bien acompañarme a las mil cuatrocientas?

—Por supuesto, capitana.

—Gracias, lo veré entonces.

Honor asintió y abandonó el puente sin mirar atrás.