El tic-tac del antiguo reloj de la sala de conferencias se hacía ensordecedor mientras el Presidente Hereditario de la República Popular de Haven escrutaba a su gabinete militar. El secretario de economía parecía incómodo, pero la de guerra y sus uniformados subalternos se mostraban casi desafiantes.
—¿Lo dices en serio? —preguntó el presidente Harris.
—Eso me temo —respondió el secretario Frankel. Rebuscó entre sus chips de notas y miró al presidente—. Los últimos tres trimestres confirman la proyección, señor —miró de reojo hacia su colega militar—. Es por el presupuesto naval. No podemos seguir añadiendo naves a este ritmo sin…
—Si no seguimos añadiéndolas —le interrumpió bruscamente Elaine Dumarest— todo se derrumbará. Cabalgamos a lomos de un neotigre, señor presidente. Al menos un tercio de los planetas ocupados posee aún estúpidos grupos de «liberación», e incluso aunque no los tuvieran, todas las naciones junto a nuestras fronteras están armándose hasta los dientes. Es solo cuestión de tiempo que una de ellas salte sobre nosotros.
—Creo que exageras, Elaine —interpuso Ronald Bergren. El Secretario de Asuntos Exteriores se frotó el fino bigote y miró a su colega con el ceño fruncido—. Ciertamente se están armando (yo también lo haría en su lugar), pero ninguno de ellos es todavía lo bastante fuerte como para poder con nosotros.
—Quizá no aún —dijo el almirante Parnell con tono sombrío—, pero si nos quedamos estancados en algún lugar, o si se desata una rebelión a gran escala, varios de ellos se verían tentados de lanzar un ataque relámpago para arrebatarnos lo que pudieran. Por eso necesitamos más naves. Y, con todos los respetos hacia el señor Frankel —añadió el JON[1], sin sonar especialmente respetuoso—, no es el presupuesto naval el que hunde las reservas, sino los incrementos en el Subsidio Básico de Manutención. Ya hemos advertido a los pensionistas que todo tiene su límite y que deben dejar de malgastar del modo que se considere necesario hasta que podamos recuperarnos. Si pudiéramos quitarnos a esos zánganos de encima, aunque fuera solo por unos pocos años…
—¡Oh, esa es una idea maravillosa! —gruñó Frankel—. Esos incrementos en el SBM son justo lo que mantiene calmadas a las masas. Apoyaron las guerras para poder mantener su nivel de vida, y si no…
—¡Ya basta! —El presidente Harris golpeó la mesa con su puño, y en el repentino silencio que se produjo miró a todos fijamente. Permitió que el mutismo prosiguiera un instante, antes de echarse hacia atrás en su asiento y suspirar—. No vamos a conseguir nada insultándonos y echándonos la culpa los unos a los otros —dijo más calmado—. Afrontémoslo: el plan DuQuesne no ha resultado ser la solución que creíamos.
—Debo discrepar, señor presidente —dijo Dumarest—. El plan básico sigue siendo sólido, y además no tenemos ahora mismo otras alternativas. Simplemente no hemos logrado crear los márgenes necesarios para compensar los gastos implicados.
—Y en cuanto a los beneficios que debería generar —añadió Frankel en tono lúgubre— hay un límite a nuestra capacidad para exprimir las economías planetarias. Pero sin más ingresos, no podremos mantener nuestros gastos en pensiones y a la vez organizar un ejército lo bastante poderoso como para conservar todo lo que hemos conseguido.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Harris.
—No lo puedo decir con total seguridad. Podría guardar las apariencias durante un tiempo, quizá incluso mantener una fachada de riqueza, desnudando a un santo para vestir a otro. Pero a no ser que las curvas de gastos cambien radicalmente, o que consigamos una nueva e importante fuente de ingresos, vivimos de prestado y la situación va a ir a peor —sonrió sin humor—. Es una lástima que la mayoría de los sistemas que hemos adquirido no estuvieran en mucha mejor situación económica que nosotros mismos.
—¿Y estás segura de que no podernos reducir los gastos de la flota, Elaine?
—No sin correr graves riesgos, señor presidente. El almirante Parnell está en lo cierto en cuanto a la reacción que tendrían nuestros vecinos si vacilásemos —era ahora su turno de sonreír lúgubremente—. Me parece que les hemos enseñado demasiado bien.
—Tal vez lo hayamos hecho —dijo Parnell—, pero hay una respuesta para ello. —Las miradas convergieron en él y se encogió de hombros—. Derribémoslos ahora. Si acabamos con los poderes militares que quedan junto a nuestras fronteras, probablemente podamos retomar algo más parecido a una postura pacífica por nuestra parte.
—¡Dios, almirante! —Saltó Bergren—. Primero nos dice que no podemos mantener lo que tenemos sin arruinarnos hasta la asfixia, ¿y ahora quiere declarar toda una nueva serie de guerras? ¡Para que luego digan de los Misterios de la Mente Militar…!
—Espera un minuto, Ron —murmuró Harris. Volvió la cabeza hacia el militar—. ¿Podrías lograrlo, Amos?
—Eso creo —replicó Parnell con más precaución—. El problema radica en escoger el momento adecuado. —Tocó un botón y un holomapa cobró vida por encima de la mesa. La hinchada esfera de la República Popular ocupaba el cuadrante nordeste, y el hombre señaló un cúmulo de estrellas rojas y naranjas al sur y al oeste—. Ya no quedan gobiernos con varios sistemas más cercanos que el Imperio Anderman —señaló—. La mayoría de los gobiernos de un solo sistema estelar son calderilla; podríamos arrasar cualquiera de ellos con una única fuerza expedicionaria, a pesar de sus programas de armamento. Lo que les hace peligrosos es la posibilidad de que se organicen en una unidad, si les damos tiempo.
Harris asintió con aire pensativo, pero se estiró y tocó uno de los puntos dé luz que brillaban con un amenazador color rojo sangre.
—¿Y Mantícora? —preguntó:
—Ese es el comodín de la baraja —reconoció Parnell—. Son lo bastante grandes como para ponérnoslo difícil… suponiendo que tengan las agallas necesarias.
—Entonces ¿por qué no los evitamos, o al menos los dejamos para el final? —Preguntó Bergren—. Sus partidos políticos están muy divididos respecto a lo que hacer con nosotros, así que, ¿no podríamos freír primero los peces más pequeños?
—Estaríamos aún peor si hiciéramos eso —objetó Frankel. También tocó un botón, y dos tercios de las luces ámbares del mapa de Parnell se volvieron de un enfermizo gris verdoso—. Cada uno de esos sistemas está casi tan hundido económicamente como nosotros —señaló—, en realidad nos costaría dinero controlarlos, y los demás apenas alcanzan el punto de equilibrio monetario. Los sistemas que realmente necesitamos están más al sur, hacia la Confluencia Erewhon, o alrededor de la Confederación Silesiana al oeste.
—¿Y entonces por qué no los cazamos de una vez? —preguntó Harris.
—Porque Erewhon pertenece a la Liga, señor presidente —replicó Dumarest—, y avanzar hacia el sur podría convencer a la Liga de que estamos amenazando su territorio. Eso sería… eh, una mala idea. —Todos asintieron alrededor de la mesa. La Liga Solariana constituía la economía más rica y poderosa de toda la galaxia conocida, pero sus políticas exterior y militar eran producto de tantísimos compromisos que virtualmente no existían, y nadie en aquella sala deseaba irritar al gigante dormido y empujarlo a tomar medidas.
—Así que no podemos ir al sur —prosiguió Dumarest—, pero si en lugar de eso vamos al oeste, volvemos a toparnos con Mantícora.
—¿Por qué? —Preguntó Frankel—. Podríamos tomar Silesia sin acercarnos siquiera a cien años luz de Mantícora. Pasaríamos por encima de ellos y los dejaríamos solos.
—¿Ah, sí? —replicó Parnell desafiante—. ¿Y qué pasa entonces con la confluencia de agujero de gusano de Mantícora? Su terminal de Basilisco quedaría en nuestro camino. Casi tendríamos que tomarlo solo para proteger nuestro flanco, y aunque no lo hiciéramos, la Real Armada Manticoriana comprendería las implicaciones en cuanto comenzáramos a expandirnos alrededor de su frontera septentrional. No tendrían más elección que tratar de detenernos.
—¿Y no podríamos hacer un trato con ellos? —preguntó Frankel a Bergren, y el secretario de asuntos exteriores se encogió de hombros.
—En lo que se refiere a política exterior, el Partido Liberal de Mantícora no sabría encontrarse el culo con las dos manos, y los progresistas probablemente titubearan, pero no son ellos los que están al mando, sino los centristas y los monárquicos. Nos odian a muerte, e Isabel III nos odia aún más que ellos. Incluso si los liberales y los progresistas pudieran inclinar el gobierno, la Corona nunca negociaría con nosotros.
—Umm —Frankel se tiró del labio y después suspiró—. Es una pena, porque hay otro asunto. Estamos en bastante mala situación con la balanza externa, y tres cuartas partes de nuestro comercio exterior pasan por la confluencia de Mantícora. Si se ponen en nuestra contra, eso sumará meses a los tiempos de viaje… y a los costes.
—Dígamelo a mí —se quejó Parnell amargamente—. Esa maldita confluencia también proporciona a su armada un camino directo al centro de la República, mediante la terminal de la Estrella de Trevor.
—Pero si los derrotáramos, entonces tendríamos la confluencia —murmuró Dumarest—. Pensad lo que significaría eso para nuestra economía.
Frankel levantó la mirada y sus ojos brillaron con repentina avaricia, pues la confluencia proporcionaba al Reino de Mantícora un producto interior bruto equivalente al setenta y ocho por ciento del propio del sistema solar. Harris se percató de su expresión y le devolvió una pequeña y fea sonrisa.
—Bien, considerémoslo todo. Estamos en problemas y lo sabemos. Tenemos que seguir expandiéndonos. Mantícora está en nuestro camino, y tomarlo supondría para nuestra economía un empuje considerable. El problema es lo que haremos al respecto.
—Con o sin Mantícora —dijo Parnell reflexivamente—, tenemos que arrancar de raíz esos puntos problemáticos del suroeste —señaló los sistemas que Frankel había teñido de gris verdoso—. En cualquier caso, sería útil como preliminar para colocarnos en contra de Mantícora. Pero si pudiéramos, el movimiento más inteligente sería encargarse de Mantícora primero y entonces acabar con los peces pequeños.
—Estoy de acuerdo —asintió Harris—. ¿Alguna idea de cómo podríamos lograr eso?
—Permítame reunirme con mi gente, señor presidente. Aún no estoy seguro, pero la confluencia podría convertirse en una espada de dos filos si lo manejamos con astucia… —La voz del almirante se fue apagando y después él mismo reaccionó bruscamente—. Permítame reunirme con mi gente —repitió—, en especial con Inteligencia Naval. Tengo una idea, pero necesito trabajarla más —sacudió la cabeza—. Probablemente pueda presentarle un informe, de una u otra forma, en aproximadamente un mes. ¿Sería eso aceptable?
—Por completo, almirante —dijo Harris, y pospuso la reunión.