REINA DE CORAZONES

Me desperté un par de horas más tarde, incorporándome de un salto en el asiento, y descubrí que ya estábamos en los Alpes.

—¿Ya te has despertado? —dijo mi viejo—. Llegaremos a Dorf en media hora, y allí dormiremos en el Schöner Waldemar.

Al entrar en el pequeño pueblo —que yo de alguna manera conocía mucho mejor que ellos— mi viejo paró el coche delante de la panadería. Mis padres se cruzaron miradas furtivas, pero yo me di cuenta.

La panadería estaba completamente vacía. La única señal de vida era un pequeño pez de colores que nadaba dentro de una pecera a la que le faltaba un trozo. Yo mismo me sentí como un pez en una jaula de cristal.

—Mirad —dije, y saqué la pequeña lupa del bolsillo del pantalón—. ¿No veis que coincide exactamente con el trozo de pecera que falta?

Ésa era la única prueba material de que mi historia no era mentira.

—Sí que es verdad —dijo mi viejo—. Pero parece que no va a ser fácil encontrar al panadero.

Yo no estaba seguro de si dijo eso sólo por quedar bien o si, en el fondo, había creído todo lo que le había contado y estaba desilusionado porque no había encontrado enseguida a su padre.

Aparcamos el coche y nos fuimos hacia el Schöner Waldemar. Mamá empezó a preguntarme con quién solía jugar en Arendal. Yo intenté librarme de ella, porque lo del panadero y el libro del panecillo no era ningún juego.

De repente, vimos salir de la vieja fonda a una señora mayor. Al vernos, vino corriendo hacia nosotros.

¡Era mi abuela!

—¡Madre! —gritó mi viejo asustado.

La abuela nos abrazó a todos. Mamá estaba tan desconcertada que no sabía dónde meterse. Al final, la abuela me abrazó fuertemente contra ella y se echó a llorar.

—¡Ay, hijito! —dijo—. Hijito mío.

Y siguió llorando.

—Pero… por qué… cómo… —balbució mi viejo al cabo de un rato.

—Ha muerto esta noche —dijo la abuela mirándonos a todos.

—¿Quién ha muerto? —preguntó mamá.

—Ludwig —susurró la abuela—. Me llamó la semana pasada. Y pasamos unos días juntos aquí. Me dijo que había recibido la visita de un niño en su panadería. Cuando el niño ya se había marchado, hubo algo que le hizo pensar que podía tratarse de su nieto, y que el hombre que conducía el Fiat rojo podía ser su hijo. Todo ha sido maravilloso y triste a la vez. Me hizo mucho bien volver a verlo. Le dio un infarto y… murió en mis brazos en el pequeño hospital del pueblo.

En ese momento, yo perdí el control por completo y me eché a llorar. Me pareció que mi desgracia era mucho mayor que la de los demás. Los tres hicieron todo lo posible por consolarme, pero no pudieron.

No sólo había desaparecido mi abuelo. Tuve la sensación de que el mundo entero se había ido con él. Él ya no podía confirmar todo lo que yo había contado sobre la bebida púrpura y la isla mágica. Pero quizá era cosa del destino. Mi abuelo era muy mayor, y yo sólo había tenido el libro del panecillo en préstamo.

Cuando dejé de llorar en el Schöner Waldemar, unas horas más tarde, estábamos sentados en el pequeño comedor donde sólo cabían cuatro mesas. De vez en cuando, la señora gorda se me acercaba y me decía:

—Hans Thomas, ¿verdad?

—¿No os parece un misterio cómo pudo ocurrírsele de repente que Hans Thomas podía ser su nieto? —preguntó la abuela—. Ni siquiera sabía que tenía un hijo.

Mamá asintió con la cabeza.

—Es increíble.

Para mi viejo no era tan sencillo:

—A mí me parece aún más misterioso cómo Hans Thomas pudo pensar que se trataba de su abuelo.

Los tres me miraron.

—El niño se da cuenta de que el hombre del panecillo es su abuelo, a la vez que el hombre del panecillo comprende que el niño del país del norte es su nieto —dije.

Todos me miraron con rostros serios y algo preocupados. Yo continué:

—El hombre del panecillo grita por un tubo mágico y su voz alcanza gran distancia.

De esa forma conseguí vengarme por la falta de confianza que habían tenido en mí. Además, en ese instante comprendí que el libro del panecillo sería para siempre mi gran secreto.