JOTA DE CORAZONES

A la mañana siguiente, de nuevo en el coche rumbo al norte, no se habló sobre el abuelo hasta que mamá dijo que ese invento del panadero de Dorf era ya el colmo de las payasadas.

Mi viejo no parecía tener más fe en el invento que mamá, pero aun así me defendió, lo que le agradecí de corazón.

—Volveremos por el mismo camino —dijo—. Y en Dorf nos compraremos una bolsa grande de panecillos. En el peor de los casos, por lo menos no nos moriremos de hambre. Y en cuanto a las payasadas, tendrás que admitir que no has tenido que aguantarlas durante muchos años.

Mamá lo suavizó todo poniendo un brazo en el hombro de mi viejo.

—No quería decir eso.

—Cuidado —murmuró él—. Estoy conduciendo.

Y mamá se volvió hacia mí:

—Lo siento, Hans Thomas, pero no debes desilusionarte demasiado si ese panadero no sabe más de tu abuelo de lo que sabemos nosotros.

Lo de los panecillos tendría que esperar hasta que llegáramos a Dorf por la noche porque, a la hora de comer, mi viejo aparcó entre dos restaurantes en una tranquila calle de Bellinzona.

Mientras comíamos pasta y ternera asada, cometí la mayor metedura de pata de todo el viaje: empecé a hablar del libro del panecillo.

Quizá lo que vino después sucedió, precisamente, porque ya no pude seguir guardando el gran secreto…

Me explayé sobre mi hallazgo de un libro de letra microscópica en uno de los panecillos que el viejo panadero me había dado, para lo que me venía de maravilla la lupa que me regaló el enano de la gasolinera. Luego conté a grandes rasgos lo que ponía en el libro.

Muchas veces después de aquello, me he preguntado cómo pude ser tan estúpido como para incumplir la solemne promesa que había hecho al viejo panadero, justo cuando estábamos a punto de llegar nuevamente a Dorf. Y creo que he encontrado la respuesta: deseaba ardientemente que aquel hombre que había conocido en el pueblo de los Alpes fuera mi abuelo, y también deseaba que mamá lo creyera. Pero, por mi error, todo se volvió mucho más complicado.

Mamá miró primero a mi viejo y luego a mí.

—No es malo tener mucha imaginación, Hans Thomas, pero también la imaginación tiene que tener ciertos límites.

—¿No me contaste algo parecido en la terraza del hotel de Atenas? —preguntó mi viejo—. Recuerdo que sentí envidia de tu imaginación. Pero estoy de acuerdo con mamá en que lo del libro del panecillo es ir demasiado lejos.

No sé exactamente por qué, pero me eché a llorar. Me había costado mucho esfuerzo mantener todo en secreto y, cuando por fin me decidía a contarlo, ninguno de los dos me creía.

—Esperad y veréis —sollocé—. Cuando volvamos al coche os enseñaré el libro, aunque prometí al abuelo no enseñárselo a nadie.

El resto de la comida transcurrió a toda velocidad. Yo tenía la pequeña esperanza de que al menos mi viejo me creyera.

Dejamos cien francos suizos sobre la mesa y, sin esperar la vuelta, salimos disparados a la calle.

Al acercarnos al coche, vimos a un hombrecillo que estaba hurgando en el asiento de atrás. Incluso hoy sigue siendo un misterio cómo fue capaz de abrir la puerta.

—¡Oiga! —gritó mi viejo—. ¡Espere!

Y a todo correr se fue hacia el Fiat rojo. Pero el hombrecillo, que tenía medio cuerpo dentro del coche, salió a la velocidad del rayo y desapareció al doblar la esquina. En el instante en que se esfumó, me pareció oír un inconfundible tintineo de cascabeles.

Mi viejo, que sin duda era buen corredor, lo siguió. Mamá y yo nos quedamos esperando junto al Fiat cerca de media hora. Por fin mi viejo volvió doblando la misma esquina por la que había desaparecido a todo correr.

—Como si se lo hubiera tragado la tierra —dijo—. ¡El muy cabrón!

Miramos todo el equipaje.

—A mí no me falta nada —dijo mamá al cabo de un rato.

—A mí tampoco —dijo mi viejo, con una mano dentro de la guantera—. Aquí están los pasaportes, el permiso de circulación, el monedero con la calderilla y el talonario. Incluso ha dejado en paz los comodines.

Se metieron los dos en el coche, y yo me senté en el asiento de atrás.

Sentí un escalofrío al pensar que sólo había metido el libro del panecillo debajo de un jersey. ¡El libro había desaparecido!

—¡El libro del panecillo! —grité—. ¡Ha robado el libro del panecillo!

Y de nuevo me eché a llorar.

—Ha sido ese enano —dije sollozando—. Lo ha robado porque no he sido capaz de guardar el secreto.

Mamá acabó por sentarse conmigo detrás y me rodeó con su brazo.

—Pobre Hans Thomas —dijo varias veces—. Todo ha sido culpa mía. Pronto estaremos en casa los tres juntos; pero, ahora, creo que debes dormir un poco.

Me levanté disparado del asiento.

—¿Pero vamos a pasar por Dorf, no?

Mi viejo se metió en la autopista.

—Claro que sí —me tranquilizó—. Un marinero siempre cumple lo que promete.

Justo antes de dormirme, oí que mi viejo susurraba a mamá:

—Es curioso, pero todas las puertas estaban cerradas. Y estarás de acuerdo en que desde luego era un enano.

—Ese bufón seguro que puede atravesar las puertas cerradas —dije—. Y es tan pequeño porque es un ser artificial.

Y me dormí sobre las rodillas de mamá.