No me resultó fácil dormirme en el Mini Hotel Baradello después de haber leído las últimas páginas del libro del panecillo. En ese momento, el hotel ya no me pareció tan «mini», y tuve la sensación de que, tanto ese hotel como la ciudad de Como, de pronto formaban parte de algo inmensamente más grande.
En cuanto a Comodín, era exactamente lo que yo había pensado. El enano de la gasolinera era el mismo pillo que había desaparecido corriendo entre los edificios portuarios de Marsella. Y, desde entonces, vagaba por el mundo sin establecerse en ninguna parte. Alguna que otra vez, se había presentado ante los panaderos de Dorf. Un día estaba en un pueblo, al día siguiente en un lugar completamente diferente. Lo único que escondía su verdadera identidad era un elegante traje, que llevaba encima del de color violeta con cascabeles que tintineaban. Así vestido no podía vivir en una ciudad dormitorio normal y corriente. Y si permanecía demasiado tiempo en un mismo sitio, acabaría levantando sospechas, porque no cambiaba ni en diez ni en veinte ni en cien años.
De la historia de la isla mágica, recordé que Comodín corría y remaba sin cansarse como nos cansamos los mortales. Quizá a mi viejo y a mí nos siguiera corriendo desde que lo vimos por primera vez en la frontera con Suiza. Pero también podía haber cogido un tren en marcha.
Estaba seguro de que Comodín disfrutaba del gran solitario de la vida, después de haber conseguido escapar del pequeño solitario en la isla mágica. Y también aquí tenía cometidos importantes: recordar con cierta regularidad a enanos grandes y pequeños que son unos seres muy extraños, que están vivos, pero que saben muy poco sobre ellos mismos.
Un año podía estar en Alaska o en el Cáucaso, al año siguiente en África o el Tíbet. Una semana podía aparecer en el puerto de Marsella, a la siguiente podía cruzar a toda prisa la plaza de San Marcos en Venecia.
Todas las piezas del juego de Comodín estaban ya colocadas. Resultó agradable comprobar lo bien que encajaban en el conjunto las maravillosas frases que Hans el Panadero no había captado.
Una de las que había escapado a su atención, era la de uno de los reyes: «Las generaciones se suceden, pero por el mundo viaja un bufón que nunca es devorado por el tiempo».
Me hubiera gustado dejar leer a mi viejo exactamente esa frase, mostrársela como una prueba de que el panorama que me había pintado sobre los efectos devastadores del tiempo no era tan negro como él pretendía. No todo se hace trizas a su paso. Hay un comodín en la baraja que va de siglo en siglo, sin perder ni siquiera un diente de leche.
Todo eso me parecía una esperanza de que el asombro del ser humano ante la existencia no moriría nunca. Si bien ese asombro no era muy frecuente, tampoco se borraría jamás. Volvería a aparecer una y otra vez mientras existiera una historia y una humanidad, en las que los comodines pudieran juguetear. La Atenas de la antigüedad tenía a Sócrates; Arendal nos tenía a mi viejo y a mí. Y seguro que había más comodines en otros lugares y en otras épocas, aunque no fuéramos muy corrientes.
Hans sí había captado la última frase del juego de Comodín. Estaría bueno, porque, a causa de la impaciencia de Rey de Picas, fue recitada tres veces: «El que va a descubrir el destino, tiene que sobrevivirlo».
Tal vez esta frase se refería sobre todo a Comodín, que sobrevivía siglo tras siglo. Pero me parecía que yo también estaba descubriendo entonces el destino, gracias a la larga historia que había leído en el libro del panecillo. ¿Y no era así para todo el mundo? Aunque nuestra vida en esta tierra pueda parecer cortísima, formamos parte de una historia común que nos sobrevive a todos. Pues no vivimos sólo nuestras propias vidas. Podemos visitar lugares antiguos como Delfos y Atenas, por donde podemos pasear y respirar el ambiente que rodeó a seres que vivieron en la Tierra antes que nosotros.
Miré por la ventana, que daba a un pequeño patio oscuro como la boca de un lobo, pero en mi cabeza brillaba una luz. Me pareció que tenía una rara visión de conjunto de la historia de los seres humanos. Ése era el gran solitario. Y en mi propio solitario familiar, ya sólo faltaba una carta.
¿Nos encontraríamos con mi abuelo en Dorf? ¿Se habría reunido ya mi abuela con el viejo panadero?
La oscuridad del patio acababa de tomar un ligero tono azulado, cuando finalmente me dormí, completamente vestido, sobre la cama.