OCHO DE CORAZONES

Me levanté y salí a la pequeña explanada que había delante de la cabaña. Me resultaba difícil andar derecho, porque en mi cuerpo había un montón de distintos sabores luchando por atraer mi atención. A la vez que una deliciosa crema de fresa se posó sobre mi hombro izquierdo, una ácida mezcla de grosellas y limón me estaba picando en la rodilla izquierda. Los sabores recorrían mi cuerpo tan velozmente que no me daba tiempo a darles nombre a todos.

En todo el mundo hay gente que en este momento está comiendo algo, pensé. En conjunto, puede tratarse de muchos miles de sabores distintos. Y yo tenía la sensación de estar participando de todas esas comidas a la vez.

Me di un pequeño paseo por el bosque, que se extendía por encima de la cabaña. Conforme iba apagándose ese enorme fuego de sabores, me iba invadiendo una sensación que jamás me ha abandonado desde entonces.

Mirando a mi alrededor, fui consciente, por primera vez, del milagro que es el mundo. ¿Cómo se puede explicar, pensé, que tengamos la suerte de estar viviendo en esta tierra? Fue como descubrir algo totalmente nuevo y que, sin embargo, tenía ante mí desde que era un bebé. Me parecía haber vivido en un trance, como si mi vida en la Tierra hubiera sido una larga hibernación.

¡Existo!, pensé. Soy una persona viva en el universo. Por primera vez en mi vida entendí lo que es un ser humano. Y al mismo tiempo comprendí que, si hubiese seguido tomando la bebida púrpura, la sensación que ahora tenía hubiera desaparecido poco a poco, hasta abandonarme del todo. Habría saboreado todo en este mundo tantas veces que hubiera acabado por fundirme con él. Al final, ya no hubiera tenido la sensación de estar vivo. Me habría convertido en un tomate, o en un ciruelo.

Me senté sobre un tocón. Al cabo de un rato se me acercó un corzo que salió de entre los árboles, lo cual no era muy extraño, porque siempre había muchos corzos en los bosques alrededor de Dorf. Pero no recordaba haberme dado realmente cuenta de la maravilla que es un animal así. Claro que había visto corzos; los veía casi todos los días. Pero no había entendido que cada corzo era un misterio inescrutable. También comprendí por qué había sido así. No me había tomado el tiempo para ver de verdad los corzos, precisamente porque los veía muy a menudo.

Así ocurría con todo, así ocurría con el mundo entero, pensé. Mientras somos niños, tenemos la habilidad de sentir el mundo a nuestro alrededor. Pero, luego, el mundo en sí se convierte en una costumbre. Hacerse mayor era como emborracharse de sensaciones.

Ahora entendí exactamente lo que había pasado con los enanos de la isla mágica. Estaban como bloqueados ante los secretos más profundos de la existencia —quizá porque nunca habían sido niños—. Y cuando quisieron recuperar el tiempo perdido tomando la poderosa bebida todos los días, acabaron por fundirse totalmente con su entorno. Ahora comprendí también qué fuerza de voluntad tuvieron que tener Frode y Comodín, para no aficionarse a ella.

El corzo se quedó mirándome unos segundos, y luego desapareció. Durante un momento, sentí un silencio inconcebible. Y, de repente, un ruiseñor empezó a trinar. Me parecía increíble que un cuerpo tan minúsculo pudiera albergar tanto sonido, tanta respiración y tanta música.

Este mundo, pensé, es un milagro tan fantástico que no es fácil saber si uno debe echarse a llorar o a reír. A lo mejor se deberían hacer las dos cosas a la vez.

Me acordé de una de las campesinas del pueblo. No tenía más de diecinueve años, pero un día, hacía poco, había entrado en la panadería con un bebé de dos o tres semanas. A mí nunca me habían llamado la atención los niños pequeños pero, al mirar el capazo, tuve la sensación de encontrarme con la asombrada mirada del bebé. No había vuelto a pensar en ello pero, ahora, sentado sobre un tocón en el bosque, escuchando cantar a un ruiseñor, mientras un velo de sol se desdoblaba sobre las colinas al otro lado del pueblo, se me ocurrió que, si el bebé hubiera sabido hablar, habría dicho que este mundo al que acababa de llegar, era algo muy extraño. Naturalmente, había felicitado a la madre por la niña pero, en realidad, era a la niña a la que habría que felicitar. Habría que inclinarse sobre cada nuevo ciudadano y decirle: ¡Bienvenido al mundo, pequeño! No sabes la suerte que has tenido en llegar aquí.

De repente, me pareció muy triste que los seres humanos nos acostumbremos a algo tan indescriptible como es el hecho de estar vivos. De pronto, un día vemos evidente que existimos, y luego no volvemos a pensar en ello hasta que estamos a punto de abandonar este mundo.

Noté cómo me subía un tremendo sabor a fresón por la parte superior de mi cuerpo. Era un sabor agradable, pero tan fuerte y poderoso que casi me dio náuseas. Pues no, yo no necesitaba que me convenciesen de no volver a probar la bebida mágica. Sabía que a mí me bastaba con los arándanos del bosque y la visita de un corzo o de un ruiseñor de vez en cuando.

De pronto oí que una rama se movía. Al levantar la vista, descubrí un pequeño ser entre los árboles.

El corazón me dio un vuelco al darme cuenta de que era Comodín.

Se acercó más. A una distancia de diez o quince metros exclamó:

—¡Mmm…!

Se relamió de gusto y dijo:

—¿Se ha disfrutado de la deliciosa bebida? ¡Mmm…, dice Comodín!

No me asusté, porque llevaba aún dentro la larga historia sobre la isla mágica. El asombro que me produjo en el primer momento su visita, pronto se desvaneció. Me parecía que él y yo teníamos algo en común. Yo mismo era un comodín de la baraja.

Me levanté y fui hacia él. Ya no llevaba el traje violeta de bufón con cascabeles, sino uno marrón con rayas negras.

Le di la mano y dije:

—Sé quién eres.

Al moverse, oí un ligero tintineo de cascabeles, y me di cuenta de que se había puesto un traje normal encima del de bufón. Su mano estaba fría como el rocío de la mañana.

—Se tiene el placer de estrechar la mano del soldado del norte —dijo, sonriendo de un modo extraño y dejando al descubierto sus pequeños dientes, que brillaban como perlas.

Luego añadió:

—Porque ahora le toca vivir a este soldado. ¡Feliz cumpleaños, hermano!

—No… no es mi cumpleaños —balbucí.

—¡Calla!, dice Comodín. No es suficiente nacer una vez, dice él. Esta noche el aprendiz de panadero ha nacido de nuevo, Comodín lo sabe, y por eso le felicita.

Hablaba con una voz chillona. Solté su fría mano y dije:

—Lo sé todo… sobre ti… sobre Frode… y todos los demás…

—Naturalmente —dijo—. Porque hoy es día de Comodín, y mañana se empieza una nueva vuelta. Y pasarán 52 años hasta la próxima vez. Entonces el niño del país del norte será un hombre adulto. Pero antes llegará a Dorf. Menos mal que se le ha dado una pequeña lupa para el viaje. Una lupa muy apropiada, dice Comodín. Hecha del mejor vidrio de los diamantes. Pues pueden meterse muchas cosas en el bolsillo cuando se rompe una vieja pecera. Comodín buen chico. Pero el soldado es el que va a tener la tarea más difícil.

Yo no entendía lo que quería decir, pero se acercó más y susurró:

—Hay que acordarse de escribir un pequeño libro sobre los naipes de Frode. Y el libro tendrá que ser metido dentro de un panecillo, porque el pez de colores no revela el secreto de la isla pero sí el panecillo… Así lo dice Comodín. ¡Y no se hable más!

—Pero… la historia de los naipes de Frode no cabrá en un panecillo —objeté.

Sonrió amablemente:

—Depende de lo grande que sea el panecillo. O de lo pequeño que sea el libro.

—La historia sobre la isla mágica… y todo lo demás… es tan larga que tendrá que ser un libro muy gordo. Y también tendrá que ser un panecillo enorme.

Me miró con cara de pícaro.

—No hay que estar tan seguro, dice Comodín. Un hábito muy feo. El libro no tiene por qué ser tan grande si todas las letras son diminutas.

—No creo que ningún ser humano sea capaz de escribir con unas letras tan pequeñas —insistí—. Y si eso fuera posible, no creo que nadie fuera capaz de leerlas.

—Hay que escribir el libro, eso es todo, dice Comodín. Lo mejor será empezar ya. Cuando llegue el momento, se hará un arreglo para que las letras sean pequeñas. Quien tenga lupa verá.

Miré al valle. El velo dorado ya se había posado sobre el pueblo.

Cuando me volví, Comodín había desaparecido. Miré por todas partes, pero el pequeño bufón, tan astuto como un corzo, se había escapado entre los árboles.

Me sentía completamente agotado cuando regresé a la cabaña. En una ocasión estuve a punto de perder el equilibrio porque un sabor a cerezas me pinchó en la pierna izquierda, justo en el momento de pisar una piedra.

Pensé en mis amigos del pueblo. Si supieran… Pronto estarían sentados en el Schöner Waldemar. De algo tendrían que hablar, y no había nada más fácil que cotillear sobre el viejo panadero, que vivía solo en una cabaña alejada de los demás. A todos les parecía un poco extraño, y para justificar ese comportamiento decían que estaba loco. Pero ellos mismos formaban parte del enigma más grande. El enigma más grande estaba al descubierto. Quizá fuera verdad que Albert guardara un gran secreto, pero el mayor secreto de todos era el propio mundo.

Sabía que nunca más volvería a beber vino en el Schöner Waldemar. Y comprendí que un día sería de mí de quien se hablaría allí abajo. Dentro de unos años, yo sería el único comodín del pueblo.

Cuando por fin me acosté, dormí hasta por la tarde.